De Moralidades
En el
nombre de hoy
En el nombre de hoy, veintiséis
de abril y mil novecientos
cincuenta y nueve, domingo
de nubes con sol, a las tres
—según sentencia del tiempo-
de la tarde en que doy principio
a este ejercicio en pronombre primero
del singular, indicativo,
y asimismo en el nombre del pájaro
y de la espuma del almendro,
del mundo, en fin, que habitamos,
voy a deciros lo que entiendo.
Pero antes de ir adelante
desde esta página quiero
enviar un saludo a mis padres,
que no me estarán leyendo.
Para ti, que no te nombro,
amor mío —y ahora hablo en serio—,
para ti, sol de los días
y noches, maravilloso
gran premio de mi vida,
de toda la vida, qué puedo
decir, ni qué quieres que escriba
a la puerta de estos versos?
Finalmente a los amigos,
compañeros de viaje,
y sobre todos ellos
a vosotros, Carlos, Angel,
Alfonso y Pepe, Gabriel
y Gabriel, Pepe (Caballero)
y a mi sobrino Miguel,
Joseagustín y Blas de Otero,
a vosotros pecadores
como yo, que me avergüenzo
de los palos que no me han dado,
señoritos de nacimiento
por mala conciencia escritores
de poesía social,
dedico también un recuerdo,
y a la afición en general.
Barcelona ja no és hona, o mi paseo
solitario en primavera
A Fabián Estapé
Este despedazado anfiteatro,
impío honor de los dioses, cuya afrenta
publica el amarillo jaramago,
ya reducido a trágico teatro,
I oh fábula del tiempo! representa
cuánta fue su grandeza y es su estrago.
Rodrigo Caro
En los meses de aquella primavera
pasaron por aquí seguramente
más de una vez.
Entonces, los dos eran muy jóvenes
y tenían el Chrysler amarillo y negro.
Los imagino al mediodía, por la avenida de
los tilos,
la capota del coche salpicada de sol,
o quizá en Miramar, llegando a los
jardines,
mientras que sobre el fondo del puerto y la
ciudad
se mecen las sombrillas del restaurante al
aire libre,
y las conversaciones, y la música,
fundiéndose al rumor de los neumáticos
sobre la grava del paseo.
Sólo por un instante
se destacan los dos a pleno sol
con los trajes que he visto en las
fotografías:
él examina un coche muchísimo más caro
—un Duesemberg sport con doble parabrisas,
bello como una máquina de guerra—
y ella se vuelve a mí, quizá esperándome,
y el vaivén de las rosas de la pérgola
parpadea en la sombra
de sus pacientes ojos de embarazada.
Era en el año de la Exposición.
Así yo estuve aquí
dentro del vientre de mi madre,
y es verdad que algo oscuro, que algo
anterior me trae
por estos sitios destartalados.
Más aún que los árboles y la naturaleza
o que el susurro del agua corriente
furtiva, reflejándose en las hojas
—y eso que ya a mis años
se empieza a agradecer la primavera—,
yo busco en mis paseos los tristes
edificios,
las estatuas manchadas con lápiz de labios,
los rincones del parque pasados de moda
en donde, por la noche, se hacen el amor...
Y a la nostalgia de una edad feliz
y de dinero fácil, tal como la contaban,
se mezcla un sentimiento bien distinto
que aprendí de mayor,
este resentimiento
contra la clase en que nací,
y que se complace también al ver mordida,
ensuciada la feria de sus vanidades
por el tiempo y las manos del resto de los
hombres.
Oh mundo de mi infancia, cuya mitología
se asocia —bien lo veo—
con el capitalismo de empresa familiar!
Era ya un poco tarde
incluso en Cataluña, pero la pax burguesa
reinaba en los hogares y en las fábricas,
sobre todo en las fábricas — Rusia estaba
muy lejos
y muy lejos Detroit.
Algo de aquel momento queda en estos
palacios
y en estas perspectivas desiertas bajo el
sol,
cuyo destino ya nadie recuerda.
Todo fue una ilusión, envejecida
como la maquinaria de sus fábricas,
o como la casa en Sitges, o en Caldetas,
heredada también por el hijo mayor.
Sólo montaña arriba, cerca ya del castillo,
de sus fosos quemados por los
fusilamientos,
dan señales de vida los murcianos.
Y yo subo despacio por las escalinatas
sintiéndome observado, tropezando con las
piedras
en donde las higueras agarran sus raíces,
mientras oigo a estos chavas nacidos en el
Sur
hablarse en catalán, y pienso, a un mismo
tiempo,
en mi pasado y en su porvenir.
Sean ellos sin más preparación
que su instinto de vida
más fuertes al final que el patrón que les
paga
y que el salta-taulells que les desprecia:
que la ciudad les pertenezca un día.
Como les pertenece esta montaña,
este despedazado anfiteatro
de las nostalgias de una burguesía.
Apología
y petición
Y qué decir de nuestra madre España,
este país de todos los demonios
en donde el mal gobierno, la pobreza
no son, sin más, pobreza y mal gobierno
sino un estado místico del hombre,
la absolución final de nuestra historia?
De todas las historias de la Historia
sin duda la más triste es la de España,
porque termina mal. Como si el hombre,
harto ya de luchar con sus demonios,
decidiese encargarles el gobierno
y la administración de su pobreza.
Nuestra famosa inmemorial pobreza,
cuyo origen se pierde en las historias
que dicen que no es culpa del gobierno
sino terrible maldición de España,
triste precio pagado a los demonios
con hambre y con trabajo de sus hombres.
A menudo he pensado en esos hombres,
a menudo he pensado en la pobreza
de este país de todos los demonios.
Y a menudo he pensado en otra historia
distinta y menos simple, en otra España
en donde sí que importa un mal gobierno.
Quiero creer que nuestro mal gobierno
es un vulgar negocio de los hombres
y no una metafísica, que España
debe y puede salir de la pobreza,
que es tiempo aún para cambiar su historia
antes que se la lleven los demonios.
Porque quiero creer que no hay demonios.
Son hombres los que pagan al gobierno,
los empresarios de la falsa historia,
son hombres quienes han vendido al hombre,
los que le han convertido a la pobreza
y secuestrado la salud de España.
Pido que España expulse a esos demonios.
Que la pobreza suba hasta el gobierno.
Que sea el hombre el dueño de su historia.
Noche triste de octubre, 1959
A Juan Marsé
Definitivamente
parece confirmarse que este invierno
que viene, será duro.
Adelantaron
las lluvias, y el Gobierno,
reunido en consejo de ministros,
no se sabe si estudia a estas horas
el subsidio de paro
o el derecho al despido,
o si sencillamente, aislado en un océano,
se limita a esperar que la tormenta pase
y llegue el día, el día en que, por fin,
las cosas dejen de venir mal dadas.
En la noche de octubre,
mientras leo entre líneas el periódico,
me he parado a escuchar el latido
del silencio en mi cuarto, las
conversaciones
de los vecinos acostándose,
todos esos rumores
que recobran de pronto una vida
y un significado propio, misterioso.
Y he pensado en los miles de seres humanos,
hombres y mujeres que en este mismo
instante,
con el primer escalofrío,
han vuelto a preguntarse por sus
preocupaciones,
por su fatiga anticipada,
por su ansiedad para este invierno,
mientras que afuera llueve.
Por todo el litoral de Cataluña llueve
con verdadera crueldad, con humo y nubes
bajas,
ennegreciendo muros,
goteando fábricas, filtrándose
en los talleres mal iluminados.
Y el agua arrastra hacia la mar semillas
incipientes, mezcladas en el barro,
árboles, zapatos cojos, utensilios
abandonados y revuelto todo
con las primeras Letras protestadas.
Albada
Despiértate. La cama está más fría
y las sábanas sucias en el suelo.
Por los montantes de la galería
llega el amanecer,
con su color de abrigo de entretiempo
y liga de mujer.
Despiértate pensando vagamente
que el portero de noche os ha llamado.
Y escucha en el silencio: sucediéndose
hacia lo lejos, se oyen enronquecer
los tranvías que llevan al trabajo.
Es el amanecer.
Irán amontonándose las flores
cortadas, en los puestos de las Ramblas,
y silbarán los pájaros —cabrones—
desde los plátanos, mientras que ven volver
la negra humanidad que va a la cama
después de amanecer.
Acuérdate del cuarto en que has dormido.
Entierra la cabeza en las almohadas,
sintiendo aún la irritación y el frío
que da el amanecer
junto al cuerpo que tanto nos gustaba
en la noche de ayer,
y piensa en que debieses levantarte.
Piensa en la casa todavía oscura
donde entrarás para cambiar de traje,
y en la oficina, con sueño que vencer,
y en muchas otras cosas que se anuncian
desde el amanecer.
Aunque a tu lado escuches el susurro
de otra respiración. Aunque tú busques
el poco de calor entre sus muslos
medio dormido, que empieza a estremecer.
Aunque el amor no deje de ser dulce
hecho al amanecer.
—Junto al cuerpo que anoche me gustaba
tanto desnudo déjame que encienda
la luz para besarse cara a cara,
en el amanecer.
Porque conozco el día que me espera,
y no por el placer.
Conversaciones poéticas
(Formentor,
mayo de 1959)
A Carlos Barral, amante de la estatua
Predominaba
un sentimiento
de
general jubilación.
Abrazos,
inesperadas
preguntas de amistad
y la
salutación
de
algún maestro
—borrosamente
afín a su retrato
en la
Antología de Gerardo Diego-
nos
recibieron al entrar.
Llegábamos,
después
de un viaje demasiado breve,
de
otro mundo quizá no más real
pero
sin duda menos pintoresco.
Y
algo de nuestro invierno, de sus preocupaciones
y de
sus precauciones, seguramente se notaba
en
nosotros aun cuando alcanzamos
el
fondo de la estancia, donde un hombre muy joven,
de
pie, nos esperaba silencioso
junto
a los grandes ventanales.
Alguien
nos presentó
por
nuestros nombres, mientras que dábamos las gracias.
Y
enseguida salimos al jardín.
A la
orilla del mar,
entre
geranios,
en el
pequeño pabellón bajo los pinos
las
conversaciones empezaban.
Sólo
muy vagamente
recuerdo
lo que hablamos: la imprecisión de hablar,
la
sensación de hablar y oír hablar
es lo
que me ha quedado, sobre todo.
Y las
pausas pesadas como presentimientos,
las
imágenes sueltas
del
mar ensombreciéndose, pintado en la ventana,
y de
la agitación silenciosa de los pinos
en el
atardecer, captada unos instantes.
Hasta
que al fin las luces se encendieron.
De noche, la terraza
estaba aún tibia
y era dulce dejarse
junto al mar,
con la luna y la música
difuminando los
jardines, el Hotel apagado
en donde los famosos ya
dormían.
Quedábamos los jóvenes.
No sé si la bebida
sola nos exaltó, puede
que el aire,
la suavidad de la naturaleza
que hacía más lejanas
nuestras voces,
menos reales, cuando
rompimos a cantar.
Fue entonces ese
instante de la noche
que se confunde casi
con la vida.
Alguien bajó a besar
los labios de la estatua
blanca, dentro en el
mar, mientras que vacilábamos
contra la madrugada. Y
yo pedí,
grité que por favor que
no volviéramos
nunca, nunca jamás a
casa.
Por supuesto, volvimos.
Es invierno otra vez, y
mis ideas
sobre cualquier posible
paraíso
me parece que están
bastante claras
mientras escribo este
poema
pero,
para qué no admitir que
fui feliz,
que a menudo me
acuerdo?
En estas otras noches
de noviembre,
negras de agua, cuando
se oyen bocinas
de barco, entre dos
sueños, uno piensa
en lo que queda de esos
días:
algo de luz y un poco
de calor
intermitente,
como una brasa de
antracita.
Mañana de ayer, de hoy
Es la lluvia sobre el
mar.
En la abierta ventana,
contemplándola,
descansas
la sien en el cristal.
Imagen de unos
segundos,
quieto en el contraluz,
tu cuerpo distinto, aún
de la noche desnudo.
Y te vuelves hacia mí,
sonriéndome. Yo pienso
en cómo ha pasado el
tiempo,
y te recuerdo así.
Happy ending
Aunque la noche,
conmigo,
no la duermas ya,
sólo el azar nos dirá
si es definitivo.
Que aunque el gusto
nunca más
vuelve a ser el mismo,
en la vida los olvidos
no suelen durar.
A una dama muy joven, separada
En un año que has
estado
casada, pechos
hermosos,
amargas encontraste
las flores del
matrimonio.
Y una buena mañana
la dulce libertad
elegiste impaciente,
como un escolar.
Hoy vestida de corsario
en los bares se te ve
con seis amantes por
banda
—Isabel, niña Isabel—,
sobre un taburete
erguida,
radiante, despeinada
por un viento sólo
tuyo,
presidiendo la farra.
De quién, al fin de una
noche,
no te habrás enamorado
por quererte enamorar!
Y todo me lo han
contado.
¿No has
aprendido, inocente,
que en tercera persona
los bellos sentimientos
son historias peligrosas?
Que la sinceridad
con que te has
entregado
no la comprenden ellos,
niña Isabel. Ten
cuidado.
Porque estamos en
España.
Porque son uno y lo
mismo
los memos de tus
amantes,
el bestia de tu marido.
Canción del aniversario
Porque son ya seis años
desde entonces,
porque no hay en la
tierra, todavía,
nada que sea tan dulce
como una habitación
para dos, si es tuya y
mía;
porque hasta el tiempo,
ese pariente pobre
que conoció mejores
días,
parece hoy partidario
de la felicidad,
cantemos, alegría!
Y luego levantémonos
más tarde,
como domingo. Que la
mañana plena
se nos vaya en hacer
otra vez el amor,
pero mejor: de otra
manera
que la noche no puede
imaginarse,
mientras el cuarto se
nos puebla
de sol y vecindad
tranquila, igual que el tiempo,
y de historia serena.
El eco de los días de
placer,
el deseo, la música
acordada
dentro del corazón, y
que yo he puesto apenas
en mis poemas, por
romántica;
todo el perfume, todo
el pasado infiel,
lo que fue dulce y da
nostalgia,
¿no ves
cómo se sume en la realidad que entonces
soñabas y soñaba?
La realidad —no
demasiado hermosa—
con sus inconvenientes
de ser dos,
sus vergonzosas noches
de amor sin deseo
y de deseo sin amor,
que ni en seis siglos
de dormir a solas
las pagaríamos. Y con
sus transiciones vagas,
de la traición al tedio,
del tedio a la
traición.
La vida no es un sueño,
tú ya sabes
que tenemos tendencia a
olvidarlo.
Pero un poco de sueño,
no más, un si es no es
por esta vez,
callándonos
el resto de la historia,
y un instante
—mientras que tú y yo
nos deseamos
feliz y larga vida en
común—, estoy seguro
que no puede hacer
daño.
En el castillo de luna
En el castillo de Luna
Tenéis al anciano preso.
… … … … … … … … … … …
Cansadas ya las paredes
de guardar tan largo
tiempo
a quien recibieron mozo
y ya le ven cano y ciego.
Romancero de Bernardo del Carpió
Me
digo que yo tenía
sólo
diez años entonces,
que
tu eras un hombre joven
y
empezabas a vivir.
Y
pienso en todo este tiempo,
que
ha sido mi vida entera,
y en
el poco que te queda
para
intentar ser feliz.
Hoy
te miran cano y viejo,
ya
con la muerte en el alma,
las
paredes de la casa
donde
esperó tu mujer
tantas
noches, tantos años,
y
vuelves hecho un destrozo,
llenos
de sombra los ojos
que
casi no pueden ver.
En
abril del treinta y nueve,
cuando
entraste, primavera
embellecía
la escena
de
nuestra guerra civil.
Y era
azul el cielo, claras
las
aguas, y se pudrían
en
las zanjas removidas
los
muertos de mil en mil.
Esta
es la misma hermosura
que
entonces abandonabas:
bajo
las frescas acacias
desfila
la juventud,
a
cuerpo —chicos y chicas—
con
los libros bajo el brazo.
Qué
patético fracaso
la
belleza y la salud.
Y los
años en la cárcel,
como
un tajo dividiendo
aquellos
y estos momentos
de
buen sol primaveral,
son
un boquete en el alma
que
no puedes tapar nunca,
una
mina de amargura
y
espantosa irrealidad.
Siete
mil trescientos días
uno
por uno vividos
con
sus noches, confundidos
en
una sola visión,
donde
se juntan el hambre
y el
mal olor de las mantas
y el
frío en las madrugadas
y el
frío en el corazón.
Ahora
vuelve a la vida
y a
ser libre, si es que puedes:
aunque
es tarde y no te queden
esperanzas
por cumplir,
siempre
se obstina en ser dulce,
en
merecer ser vivida
de
alguna manera mínima
la
vida en nuestro país.
Serás
uno más, perdido,
viviendo
de algún trabajo
deprimente
y mal pagado,
soñando
en algo mejor
que
no llega. Quizá entonces
comprendas
que no estás solo,
que
nuestra vida de todos
se
parece a una prisión.
Asturias, 1962
Como
después de una detonación
cambia
el silencio, así la guerra
nos
dejó mucho tiempo ensordecidos.
Y
cada estricta vida individual
era
desgañitarse contra el muro
de un
espeso silencio de papel de periódico.
Grises
años gastados
tercamente
aprendiendo a no sentirse sordos,
ni
más solos tampoco de lo que es humano
que
los hombres estén... Pero el silencio
es
hoy distinto, porque está cargado.
Nos
vuelve a visitar la confianza,
mientras
imaginamos un paisaje
de
vagonetas en las bocaminas
y de
grúas inmóviles, como en una instantánea.
Un día de difuntos
Ahora
que han pasado nueve meses
y que
el invierno quedó atrás,
en
estas tardes últimas de julio
pesarosas,
cuando la luz color de acero
nos
refugia en los sótanos,
quiero
yo recordar un cielo azul de octubre
puro
y profundo de Madrid,
y un
día dedicado a la mejor memoria
de
aquellos, cuyas vidas
son
materia común,
sustancia
y fundamento de nuestra libertad
más
allá de los límites estrechos de la muerte.
Eramos
unos cuantos
intelectuales,
compañeros jóvenes,
los
que aquella mañana lentamente avanzábamos
entre
la multitud, camino de los cementerios,
pasada
ya la hilera de los cobrizos álamos
y los
desmontes suavizados
por
el continuo régimen de lluvias,
hacia
el lugar en que la carretera
recta
apuntaba al corazón del campo.
Donde
nos detuvimos,
junto
a las grandes verjas historiadas,
a
mirar el gran río de la gente
por
la avenida al sol, que se arremolinaba
para
luego perderse en los rincones
de la
Sacramental, entre cipreses.
Aunque
nosotros íbamos más lejos.
Sólo
unos pocos pasos
nos
separaban ya.
Y
entramos uno a uno, en silencio,
como
si aquel recinto
despertase
en nosotros un sentimiento raro,
mezcla
de soledad,
de
solidaridad, que no recuerdo nunca
haber
sentido en otro cementerio.
Porque
no éramos muchos, es verdad,
en el
campo sin cruces donde unos españoles
duermen
aparte el sueño,
encomendados
sólo a la esperanza humana,
a la
memoria y las generaciones,
pero
algo había uniéndonos a todos.
Algo
vivo y humilde después de tantos años,
como
aquellas cadenas de claveles rojos
dejadas
por el pueblo
al
pie del monumento a Pablo Iglesias,
como
aquellas palabras:
te
acuerdas, María, cuántas banderas...,
dichas
en voz muy baja por una voz de hombre.
Y era
la afirmación de aquel pasado,
la
configuración de un porvenir
distinto
y más hermoso.
Bajo la luz, al aire
libre
del extrarradio, allí permanecíamos
no sé
cuántos instantes
una
pequeña multitud callada.
Ahora
que han pasado nueve meses,
a
vosotros, paisanos
del
pueblo de Madrid, intelectuales,
pintores
y escritores amigos,
mientras
fuera oscurece imperceptiblemente,
quiero
yo recordaros.
Porque
pienso que en todos la imagen de aquel día,
la
visión de aquel sol
y de
aquella cabeza de español yacente
vivirán
como un símbolo, como una invocación
apasionada
hacia el futuro, en los momentos malos.
Años triunfales
...y la más hermosa
sonríe al más fiero de los vencedores.
Rubén Darío
Media
España ocupaba España entera
con
la vulgaridad, con el desprecio
total
de que es capaz, frente al vencido,
un
intratable pueblo de cabreros.
Barcelona
y Madrid eran algo humillado.
Como
una casa sucia, donde la gente es vieja,
la
ciudad parecía más oscura
y los
Metros olían a miseria.
Con
luz de atardecer, sobresaltada y triste,
se
salía a las calles de un invierno
poblado
de infelices gabardinas
a la
deriva, bajo el viento.
Y
pasaban figuras mal vestidas
de
mujeres, cruzando como sombras,
solitarias
mujeres adiestradas
—viudas,
hijas o esposas—
en
los modos peores de ganar la vida
y
suplir a sus hombres. Por la noche,
las
más hermosas sonreían
a los
más insolentes de los vencedores.
Peeping Tom
Ojos
de solitario, muchachito atónito
que
sorprendí mirándonos
en
aquel pinarcillo, junto a la Facultad de Letras,
hace
más de once años,
al ir
a separarme,
todavía
atontado de saliva y de arena,
después
de revolcarnos los dos medio vestidos,
felices
como bestias.
Tu
recuerdo, es curioso
con
qué reconcentrada intensidad de símbolo,
va
unido a aquella historia,
mi
primera experiencia de amor correspondido.
A
veces me pregunto qué habrá sido de ti.
Y si
ahora en tus noches junto a un cuerpo
vuelve
la vieja escena
y
todavía espías nuestros besos.
Así
me vuelve a mí desde el pasado,
como
un grito inconexo,
la
imagen de tus ojos. Expresión
de mi
propio deseo.
Durante
la invasión
Sobre
el mantel, abierto, está el periódico
de la
mañana. Brilla el sol en los vasos.
Almuerzo
en el pequeño restaurante,
un
día de trabajo.
Callamos
casi todos. Alguien habla en voz vaga
—y
son conversaciones con la especial tristeza
de
las cosas que siempre suceden
y que
no acaban nunca, o acaban en desgracia.
Yo
pienso que a estas horas amanece en la Ciénaga,
que
todo está indeciso, que no cesa el combate,
y
busco en las noticias un poco de esperanza
que
no venga de Miami.
Oh
Cuba en el temprano amanecer del trópico,
cuando
el sol no calienta y está el aire claro:
que
tu tierra dé tanques y que tu cielo roto
sea
gris de las alas de tus aeroplanos!
Contigo
están las gentes de la caña de azúcar,
el
hombre del tranvía, los de los restaurantes,
y
todos cuantos hoy buscamos en el mundo
un
poco de esperanza que no venga de Miami.
Ruinas
del Tercer Reich
Todo
pasó como él imaginara,
allá
en el frente de Smolensk.
Y tú
has envejecido —aunque sonrías
wie einst,
Lili Marlen.
Nimbado
por la niebla, igual que entonces,
surge
ante mí tu rostro encantador
contra
un fondo de carros de combate
y de
cruces gamadas en la Place Vendóme.
En la
barra del bar —ante una copa—
plantada
como cimbel,
obscenamente
tú sonríes.
A
quién, Lili Marlen?
Por
los rusos vencido y por los años,
aún
el irritado corazón
te
pide guerra. Y en las horas últimas
de
soledad y alcohol,
enfurecida
y flaca, con las uñas
destrozas
el pespunte de tu guante negro,
tu
viejo guante de manopla negro
con
que al partir dijiste adiós.
Después
de la noticia de su muerte
Aun
más que en sus poemas, en las breves
cartas
que me escribiera
se
retrataba esa reserva suya
voluntariosa,
y a la vez atenta.
Y
gusté de algo raro en nuestro tiempo,
que
es la virtud —clásicamente bella—
de soportar
la injuria de los años
con
dignidad y fuerza.
Tras
sus últimos versos, en vida releídos,
para
él, por nosotros, una vejez serena
imaginé
de luminosos días
bajo
un cielo de México, claro como el de Grecia.
El
sueño que él soñó en su juventud
y mi
sueño de hablarle, antes de que muriera,
viven
vida inmortal en el espíritu
de
esa palabra impresa.
Su
poesía, con la edad haciéndose
más
hermosa, más seca;
mi
pena resumida en un título de libro:
Desolación
de la Quimera.
Intento
formular mi experiencia de la guerra
Fueron,
posiblemente,
los
años más felices de mi vida,
y no
es extraño, puesto que a fin de cuentas
no
tenía los diez.
Las
víctimas más tristes de la guerra
los
niños son, se dice.
Pero
también es cierto que es una bestia el niño:
si le
perdona la brutalidad
de
los mayores, él sabe aprovecharla,
y
vive más que nadie
en
ese mundo demasiado simple,
tan
parecido al suyo.
Para
empezar, la guerra
fue
conocer los páramos con viento,
los
sembrados de gleba pegajosa
y las
tardes de azul, celestes y algo pálidas,
con
los montes de nieve sonrosada a lo lejos.
Mi
amor por los inviernos mesetarios
es
una consecuencia
de
que hubiera en España casi un millón de muertos.
A
salvo en los pinares
—pinares
de la Mesa, del Rosal, del Jinete!—,
el
miedo y el desorden de los primeros días
eran
algo borroso, con esa irrealidad
de
los momentos demasiado intensos.
Y
Segovia parecía remota
como
una gran ciudad, era ya casi el frente
—o
por lo menos un lugar heroico,
un
sitio con tenientes de brazo en cabestrillo
que
nos emocionaba visitar: la guerra
quedaba
allí al alcance de los niños
tal y
como la quieren.
A la vuelta, de paso por el puente
Uñés,
buscábamos
la arena removida
donde
estaban, sabíamos, los cinco fusilados.
Luego
la lluvia los desenterró,
los
llevó río abajo.
Y me
acuerdo también de una excursión a Coca,
que
era el pueblo de al lado,
una
de esas mañanas que la luz
es
aún, en el aire, relámpago de escarcha,
pero
que anuncian ya la primavera.
Mi
recuerdo, muy vago, es sólo una imagen,
una
nítida imagen de la felicidad
retratada
en un cielo
hacia
el que se apresura la torre de la iglesia,
entre
un nimbo de pájaros.
Y los
mismos discursos, los gritos, las canciones
eran
como promesas de otro tiempo mejor,
nos
ofrecían
un
billete de vuelta al siglo diez y seis.
Qué
niño no lo acepta?
Cuando
por fin volvimos
a
Barcelona, me quedó unos meses
la
nostalgia de aquello, pero me acostumbré.
Quien
me conoce ahora
dirá
que mi experiencia
nada
tiene que ver con mis ideas,
y es
verdad. Mis ideas de la guerra cambiaron
después,
mucho después
de
que hubiera empezado la postguerra.
Elegía y
recuerdo de la canción francesa
C'est une chanson
qui nous ressemble.
Kosma y Prévert: Les feuilles mor tes
Os
acordáis: Europa estaba en ruinas.
Todo
un mundo de imágenes me queda de aquel tiempo
descoloridas,
hiriéndome los ojos
con
los escombros de los bombardeos.
En
España la gente se apretaba en los cines
y no
existía la calefacción.
Era
la paz —después de tanta sangre—
que
llegaba harapienta, como la conocimos
los
españoles durante cinco años.
Y
todo un continente empobrecido,
carcomido
de historia y de mercado negro,
de
repente nos fue más familiar.
¡Estampas
de la Europa de postguerra
que parecen
mojadas en lluvia silenciosa,
ciudades
grises adonde llega un tren
sucio
de refugiados: cuántas cosas
de
nuestra historia próxima trajisteis, despertando
la
esperanza en España, y el temor!
Hasta
el aire de entonces parecía
que
estuviera suspenso, como si preguntara,
y en
las viejas tabernas de barrio
los
vencidos hablaban en voz baja...
Nosotros,
los más jóvenes, como siempre esperábamos
algo
definitivo y general.
Y fue
en aquel momento, justamente
en
aquellos momentos de miedo y esperanzas
—tan
irreales, ay— que apareciste,
oh
rosa de lo sórdido, manchada
creación
de los hombres, arisca, vil y bella
canción
francesa de mi juventud!
Eras
lo no esperado que se impone
a la
imaginación, porque es así la vida,
tú
que cantabas la heroicidad canalla,
el
estallido de las rebeldías
igual
que llamaradas, y el miedo a dormir solo,
la
intensidad que aflige al corazón.
Cuánto
enseguida te quisimos todos!
En tu
mundo de noches, con el chico y la chica
entrelazados,
de pie en un quicio oscuro,
en la
sordina de tus melodías,
un
eco de nosotros resonaba exaltándonos
con
la nostalgia de la rebelión.
Y
todavía, en la alta noche, solo,
con
el vaso en la mano, cuando pienso en mi vida,
otra
vez más sans
faire du bruit tus
músicas
suenan
en la memoria, como una despedida:
parece
que fue ayer y algo ha cambiado.
Hoy
no esperamos la revolución.
Desvencijada
Europa de postguerra
con
la luna asomando tras las ventanas rotas,
Europa
anterior al milagro alemán,
imagen
de mi vida, melancólica!
Nosotros,
los de entonces, ya no somos los mismos,
aunque
a veces nos guste una canción.
En una
despedida
Tardan
las cartas y son poco
para
decir lo que uno quiere.
Después
pasan los años, y la vida
(demasiado
confusa para explicar por carta)
nos
hará más perdidos.
Los
unos en los otros, iguales a las sombras
al
fondo de un pasillo desvayéndonos,
viviremos
de luz involuntaria
pero
sólo un instante, porque ya el recuerdo
será
como un puñado de conchas recogidas,
tan
hermoso en sí mismo que no devuelve nunca
las
palmeras felices y el mar trémulo.
Todo
fue hace minutos: dos amigos
hemos
visto tu rostro terriblemente serio
queriendo
sonreír.
Has desaparecido.
Y
estamos los dos solos y en silencio,
en
medio de este día de domingo,
bellísimo
de mayo, con matrimonios jóvenes
y
niños excitados que gritaban
al
levantarse tu avión.
Ahora
las montañas parecen más cercanas.
Y,
por primera vez,
pensamos
en nosotros.
A
solas con tu imagen,
cada
cual se conoce por este sentimiento
de
cansancio, que es dulce —como un brillo de lágrimas
que
empaña la memoria de estos días,
esta
extraña semana.
Y el
mal que nos hacemos,
como
el que a ti te hicimos, lo inevitablemente
amargo
de esta vida en la que siempre, siempre,
somos
peores que nosotros mismos,
acaso
resucite un viejo sueño
sabido
y olvidado.
El
sueño de ser buenos y felices.
Porque
sueño y recuerdo tienen fuerza
para
obligar la vida,
aunque
sean no más que un límite imposible.
Si
este mar de proyectos
y
tentativas naufragadas,
este
torpe tapiz a cada instante
tejido
y destejido,
esta
guerra perdida,
nuestra
vida,
da de
sí alguna vez un sentimiento digno,
un
acto verdadero,
en él
tú estarás para siempre asociado
a mi
amigo y a mí. No te habremos perdido.
Ribera de
los alisos
Los
pinos son más viejos.
Sendero abajo,
sucias
de arena y rozaduras
igual
que mis rodillas cuando niño,
asoman
las raíces.
Y
allá en el fondo el río entre los álamos
completa
como siempre este paisaje
que
yo quiero en el mundo,
mientras
que me devuelve su recuerdo
entre
los más primeros de mi vida.
Un
pequeño rincón en el mapa de España
que
me sé de memoria, porque fue mi reino.
Podría
imaginar
que
no ha pasado el tiempo,
lo
mismo que a seis años, a esa edad
en
que el dormir descansa verdaderamente,
con
los ojos cerrados
y
despierto en la cama, las mañanas de invierno,
imaginaba
un día del verano anterior.
Con el
olor
profundo
de los pinos.
Pero
están estos cambios apenas perceptibles,
en
las raíces, o en el sendero mismo,
que
me fuerzan a veces a deshacer lo andado.
Están
estos recuerdos, que sirven nada más
para
morir conmigo.
Por
lo menos la vida en el colegio
era
un indicio de lo que es la vida.
Y sin
embargo, son estas imágenes
—una
noche a caballo, el nacimiento
terriblemente
impuro de la luna,
o la
visión del río apareciéndose
hace
ya muchos años, en un mes de septiembre,
la
exaltación y el miedo de estar solo
cuando
va a atardecer—,
antes
que otras ningunas,
las
que vuelven y tienen un sentido
que
no sé bien cuál es.
La intensidad
de un
fogonazo, puede que solamente,
y
también una antigua inclinación humana
por
confundir belleza y significación.
Imágenes
hermosas de una historia
que
no es toda la historia.
Demasiado
me acuerdo de los meses de octubre,
de
las vueltas a casa ya de noche, cantando,
con
el viento de otoño cortándonos los labios,
y de
la excitación en el salón de arriba
junto
al fuego encendido, cuando eran familiares
el
ritmo de la casa y el de las estaciones,
la
dulzura de un orden artificioso y rústico,
como
los personajes
en el
papel de la pared.
Sueño
de los mayores, todo aquello.
Sueño
de su nostalgia de otra vida más noble,
de
otra edad exaltándoles
hacia
una eternidad de grandes fincas,
más allá
de su miedo a morir ellos solos.
Así
fui, desde niño, acostumbrado
al
ejercicio de la irrealidad,
y
todavía, en la melancolía
que
de entonces me queda,
hay
rencor de conciencia engañada,
resentimiento
demasiado vivo
que
ni el silencio y la soledad lo calman,
aunque
acaso también algo más hondo
traigan
al corazón.
Como el latido
de
los pinares, al pararse el viento,
que
se preparan para oscurecer.
Algo
que ya no es casi sentimiento,
una
disposición
de
afinidad profunda
con
la naturaleza y con los hombres,
que
hasta la idea de morir parece
bella
y tranquila. Igual que este lugar.
Pandémica
y celeste
quam magnus numerus Libyssae arenae
… … … … … … … … … … … … … … … … …
aut quam sidera multa, cum tacet nox,
furtiuos hominum uident amores.
Catulo, VII
Imagínate
ahora que tú y yo
muy
tarde ya en la noche
hablemos
hombre a hombre, finalmente.
Imagínatelo,
en
una de esas noches memorables
de
rara comunión, con la botella
medio
vacía, los ceniceros sucios,
y
después de agotado el tema de la vida.
Que
te voy a enseñar un corazón,
un
corazón infiel,
desnudo
de cintura para abajo,
hipócrita
lector —man
semblable, —man frére!
Porque
no es la impaciencia del buscador de orgasmo
quien
me tira del cuerpo hacia otros cuerpos
a ser
posible jóvenes:
yo
persigo también el dulce amor,
el
tierno amor para dormir al lado
y que
alegre mi cama al despertarse,
cercano
como un pájaro.
¡Si
yo no puedo desnudarme nunca,
si
jamás he podido entrar en unos brazos
sin
sentir —aunque sea nada más que un momento—
igual
deslumbramiento que a los veinte años!
Para
saber de amor, para aprenderle,
haber
estado solo es necesario.
Y es
necesario en cuatrocientas noches
—con
cuatrocientos cuerpos diferentes—
haber
hecho el amor. Que sus misterios,
como
dijo el poeta, son del alma,
pero
un cuerpo es el libro en que se leen.
Y por
eso me alegro de haberme revolcado
sobre
la arena gruesa, los dos medio vestidos,
mientras
buscaba ese tendón del hombro.
Me
conmueve el recuerdo de tantas ocasiones...
Aquella
carretera de montaña
y los
bien empleados abrazos furtivos
y el
instante indefenso, de pie, tras el frenazo,
pegados
a la tapia, cegados por las luces.
O
aquel atardecer cerca del río
desnudos
y riéndonos, de yedra coronados.
O
aquel portal en Roma —en vía del Babuino.
Y
recuerdos de caras y ciudades
apenas
conocidas, de cuerpos entrevistos,
de
escaleras sin luz, de camarotes,
de
bares, de pasajes desiertos, de prostíbulos,
y de
infinitas casetas de baños,
de
fosos de un castillo.
Recuerdos
de vosotras, sobre todo,
oh
noches en hoteles de una noche,
definitivas
noches en pensiones sórdidas,
en
cuartos recién fríos,
noches
que devolvéis a vuestros huéspedes
un
olvidado sabor a sí mismos!
La
historia en cuerpo y alma, como una imagen rota,
de la
langueur goutée a ce mal d'étre deux.
Sin
despreciar
—alegres
como fiesta entre semana—
las
experiencias de promiscuidad.
Aunque
sepa que nada me valdrían
trabajos
de amor disperso
si no
existiese el verdadero amor.
Mi
amor,
íntegra imagen de mi vida,
sol
de las noches mismas que le robo.
Su
juventud, la mía,
—música
de mi fondo-
sonríe
aún en la imprecisa gracia
de
cada cuerpo joven,
en
cada encuentro anónimo,
iluminándolo.
Dándole un alma.
Y no
hay muslos hermosos
que
no me hagan pensar en sus hermosos muslos
cuando
nos conocimos, antes de ir a la cama.
Ni
pasión de una noche de dormida
que
pueda compararla
con
la pasión que da el conocimiento,
los
años de experiencia
de
nuestro amor.
Porque en amor también
es
importante el tiempo,
y
dulce, de algún modo,
verificar
con mano melancólica
su
perceptible paso por un cuerpo
—mientras
que basta un gesto familiar
en
los labios,
o la
ligera palpitación de un miembro,
para
hacerme sentir la maravilla
de
aquella gracia antigua,
fugaz
como un reflejo.
Sobre
su piel borrosa,
cuando
pasen más años y al final estemos,
quiero
aplastar los labios invocando
la
imagen de su cuerpo
y de
todos los cuerpos que una vez amé
aunque
fuese un instante, deshechos por el tiempo.
Para
pedir la fuerza de poder vivir
sin
belleza, sin fuerza y sin deseo,
mientras
seguimos juntos
hasta
morir en paz, los dos,
como
dicen que mueren los que han amado mucho.
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