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Peter Handke (Autria, 1942) |
Poema a la Duración
Peter Handke
Traducción: Eustaquio Barjau
Ya hace tiempo que quiero escribir sobre la duración
no un artículo ni una obra de teatro ni una historia -
la duración pide insistentemente un poema.
Quiero preguntarme con un poema,
acordarme con un poema,
afirmar y guardar con un poema
lo que es la duración.
Una y otra vez he sabido lo que es la duración;
al empezar la primavera, junto a la Fontaine Sainte - Marie;
en el viento de la noche, junto a la Porte d'Auteuil;
en el sol de verano del Karst;
volviendo a casa, de buena mañana, después de una unión.
Esta duración, ¿qué era?
¿Era un lapso de tiempo?
¿Algo mensurable? ¿Una certeza?
No, la duración era un sentimiento,
el más efímero de todos los sentimientos;
a menudo pasaba más rápido que un instante,
imprevisible, ingobernable;
inasible, inmensurable.
Y sin embargo, con su ayuda,
cualquiera que hubiera sido el adversario,
me hubiera podido reír de él a la cara,
le hubiera podido desarmar;
la opinión de que yo era un hombre malo
la hubiera transformado en esta conversación:
«él es bueno»;
si hubiera, si existiera un dios,
yo hubiera sido su hijo durante el tiempo en que estuviera
[sintiendo la duración.
Ayer mismo, en la Waagplatz de Salzburgo,
en el ajetreo y los ruidos del interminable día
[de mercado,
oí una voz, como si llegara del otro extremo de la ciudad,
que gritaba mi nombre;
comprendí en el mismo momento
que había dejado olvidado en el puesto del mercado
el texto de La repetición, que yo llevaba al correo;
oí, al volver atrás, corriendo aquella otra voz
que, hacía un cuarto de siglo,
en el silencio de la noche de un barrio periférico de Graz,
desde el otro extremo de la calle, desierta, larga,
[rectilínea,
con parecida solicitud, como de lo alto, venía a mi
[encuentro,
y pude entonces rodear con palabras el sentimiento de la
[duración
como un acontecimiento que consiste en estar atento,
un acontecimiento que consiste en percatarse,
un acontecimiento que consiste en ser abrazado,
un acontecimiento que consiste en ser atrapado;
¿atrapado por qué?, por un sol suplementario,
por un viento refrescante,
por un acorde silencioso, dulce,
que afina y pone de acuerdo todas las disonancias.
«Esto es cosa que ocurre en días, esto dura años»:
Goethe, mi héroe
y maestro de la palabra objetiva,
una vez más has acertado:
La duración tiene que ver con los años,
con los decenios, con el tiempo de nuestra vida;
la duración, ella es el sentimiento de la vida.
No es necesario quizás decir
que ninguna duración sale
de las catástrofes diarias,
de las contrariedades que se repiten,
de las luchas que se vuelven a encender de un modo
[renovado,
del cómputo de víctimas.
El tren que, como de costumbre, llega tarde;
el coche que te salpica,
una vez más, con la suciedad de los charcos;
el policía con bigote
- en lugar del ayer, que iba recién afeitado -
que con un dedo te indica que cruces la calle,
el falo nauseabundo de la maleza del jardín,
que todos los años vuelve en un sitio distinto;
el perro del vecino, que todas las mañanas te gruñe;
los sabañones de los niños, que cada invierno vuelven a
[picar;
los sueños de terror, siempre los mismos,
en los que se pierde a los seres más queridos;
el eterno extrañamiento súbito entre dos seres
que se produce entre dos inspiraciones;
la miseria de la vuelta a casa al regresar al país natal
después de los viajes en los que has explorado el mundo;
aquellos miles y miles de muertes anticipadas,
por la noche, antes de que empiecen a oírse los pájaros;
la noticia diaria de un atentado, por la radio;
el escolar atropellado de todos los días;
las diarias malas miradas del desconocido;
todo esto, es verdad, no pasa
- no pasará nunca, no terminará jamás -,
pero no tiene fuerza de duración ninguna,
no emite el agradable calor de la duración,
no da el consuelo de la duración.
Necesario, en cambio, distinguir:
también «los sorprendentes milagros del momento
tampoco son ellos los que engendran
lo duradero que hace feliz,
lo duradero en su tranquilo poder».
Hubert y Félix, cuando el verano pasado
navegábamos a vela a lo largo de la costa turca,
anclamos en una pequeña bahía
y fuimos a tierra con el bote neumático.
Era, como siempre en aquellas dos semanas,
un día despejado, agradablemente cálido, ligeramente
[ventoso,
y, por el lomo de un pequeño monte,
fuimos a la bahía vecina.
Por el camino yo iba recogiendo salvia silvestre y menta,
con las que luego Félix, el niño chef de cocina,
una vez estuvimos de vuelta en el barco,
nos sazonó la langosta.
En la otra bahía había un almendro,
las cáscaras, medio abiertas, como conchas de aire.
Subí al árbol y sacudí las ramas,
de tal forma que abajo, en el suelo,
se oyó un crepitar y un golpeteo,
que todavía hay,
de vuelta al frío aire continental,
resuena en mis oídos.
Luego los tres nadamos por el mar de color de vino,
felices y dichosos, y también un poco perplejos por la dicha.
A la vuelta cogimos uvas
que trepaban entrelazándose con los fresnos;
cogimos los higos amarillos y azulados,
envueltos por el susurro de los avispones,
acosados por los machos cabríos, envidiosos de los
[frutos;
cogimos las granadas coronadas, aún no maduras,
símbolos de nuestra pura presencia;
cogimos las largas vainas negras
del algarrobo,
con sus semillas dentro, relucientes, duras como las piedras,
[en forma de guisantes;
con las manos llenas de aquello
que iba a convertirse en la coronación de una comida
[única,
regresamos a nuestra costa
y estuvimos allí un buen tiempo aún
mirando el barco, con su parasol,
y luego, en círculo, al interior del país,
destellantes de calor y lleno del sonido estridente de las
[cigarras,
con las ruinas de la iglesia bizantina,
el sarcófago licio
- una barca de piedra varada, con la quilla
[boca arriba,
reconocible apenas entre las otras formas de la roca -
y la ropa de cama, oscura,
de los nómadas veraniegos de hoy,
arriba, en las copas de los árboles;
y el hedor de corrupción
de los restos
- las pezuñas, los jirones de piel, la sangre -
de los corderos que han matado para nosotros, los turistas;
escuchando el chapaleo del único pozo que hay allí
y de los avispones turcos, delgados,
que envuelven el agua con zumbido.
Fue única esta mañana,
y yo Hubert, que estás obsesionado por las comparaciones
[y los mitos,
pude comprender entonces
porque llamabas «bíblico» a este escenario:
ni los profetas ni Raquel, junto al pozo,
necesitaban salir ya,
Él, por sí solo, representaba ya la escena.
Sin embargo, mi conmoción y mi agradecimiento
no eran puros:
Una opresión los empañaba,
una melancolía, un dolor
que me petrificaban.
Me parecía estar fuera del mundo,
expulsado de él para siempre;
como si, con estos momentos,
hubiera perdido el derecho a estar vivo.
Me parecía que iba a morir,
y no de felicidad.
Quería meter la cabeza en la hélice de un barco,
del mismo modo como una vez quise meter la cabeza
por el cristal de la ventana de un mirador;
de este modo quería apartarme de la belleza,
de la tierra, del paraíso,
de la ciudad santa de Sión, del amor engañoso.
Y ese estado no pasó.
El resto del viaje seguí estando ausente,
con los ojos abiertos de par en par, de melancolía;
el corazón, un tic - tac de debilidad maligna,
el espíritu de vida sólo, como tantas veces, trabajando,
en mi rincón cotidiano,
inclinado sobre las palabras,
las denominaciones originarias,
las protopalabras del hijo del hombre Esquilo:
«la Tierra, la madre total», «la carcajada innumerable de las
[olas del mar»,
el brillo de nuestro relámpago,
siempre renovado por su vieja expresión griega,
[«ojo de estrella».
No, en el mismo día en que tuve esta experiencia fui consciente
de que al milagro le faltaba la duración.
Es verdad que podía detener el momento,
sin embargo, ni entonces
tenía yo derecho a él.
A casa, nada como a casa; así pensaba yo
volver al pequeño, exiguo jardín,
al que yo, a él y a los grises ramilletes de hierba que salen allí,
las esporas de los dientes de león (que tienen encima los
[restos arrugados de la flor),
las ortigas (lugar donde anidan las mariposas),
que van empujando hacia delante sus marañas de raíces,
y las gotas de rocío, abombadas,
de tersa piel de plata,
en los embudos que forman las hojas de pie de león
- al jardín al que yo había dejado plantado por esta
magnificencia mediterránea que no está hecha para mí,
perdiéndome la floración de los chopos, de un azul tierno,
de las purpúreas malvas, de los minúsculos labios del
[blanco tomillo,
el madurar de las bayas de saúco
(todo el matorral lleno de voraces mirlos),
de los ramilletes de avellanas, con sus gorgueras
(todo el matorral lleno de ardillas escupiendo),
de las peras reina
(todo el árbol lleno de avispas, picando;
todo el suelo lleno de caracoles, soltando baba)
y también el crepitar en otoño
de las primeras hojas marchitas del nogal.
Una vez más lo he sabido:
el éxtasis es siempre demasiado,
la duración en cambio, es lo adecuado.
Sin embargo, el hecho de haber apelado al jardín de la casa
no quiere decir necesariamente
que la duración se pueda alcanzar
con una residencia estable
y con las costumbres.
Es verdad que viene de las cotidianeidades
practicadas a lo largo de los años,
sin embargo es independiente de la permanencia en un
[lugar
y de los habituales caminos conocidos.
Nunca he experimentado la duración
en el lugar en el que estoy normalmente
- en aquel «estar sentado en silencio»
que, dicen, le «santifica» a uno -;
nunca he experimentado la duración
en las mesas de los huéspedes habituales, sean las que
[fueren
- los letreros que las señalan,
con todos los respetos por los restaurantes,
los aborrezco -;
nunca he experimentado la duración
consumiendo los «platos preferidos»,
escuchando una de mis «canciones preferidas»,
paseando por «mi» camino.
Bien es verdad que la duración es la aventura del año tras
[año,
la aventura de la cotidianeidad,
pero no es ninguna aventura de la ociosidad,
no es ninguna aventura del tiempo libre (por muy activo
[que este sea).
Entonces, ¿está vinculada al trabajo,
a la fatiga, al servicio, a la permanente disponibilidad?
No; si fuera así tendría una regla,
entonces pediría tal vez un párrafo
y no un poema.
El hecho es que la duración la he experimentado también
[viajando,
soñando, escuchando,
jugando, observando,
en un estadio, en una iglesia,
en muchos urinarios.
No obstante, aproximarme a la esencia de la duración
es lo que me gustaría,
poder aludir a ella, hacerle justicia,
hacerla vibrar;
es esta esencia que, una y otra vez, me da el impulso.
Pero entonces lo primero que me viene es sólo una letanía
de palabras aisladas:
fuente, nieve recién caída, gorriones, llantén,
amanecer, atardecer, venda, unísono.
Uno no puede fiarse de la duración:
ni siquiera el hombre religioso
que va todos los días a misa,
ni siquiera el paciente, el artista de la espera,
ni siquiera el hombre fiel
que estará siempre, sin fallar nunca, a tu disposición
puede, a lo largo de toda una vida, estar seguro de ella.
Creo saber
que ella sólo se convierte en algo posible
cuando se consigue
estar en lo que se está haciendo,
estar allí cuidadosamente,
atento, despacioso,
lleno de presencia de espíritu hasta las puntas de los
[dedos.
¿Y cuál es la cosa
junto a la que tengo que estar sin moverme?
Aparecerá en la inclinación a los seres vivos
- a uno de ellos -
y en la conciencia de una vinculación
(aunque ello sea mera fantasía).
Esta cosa no es nada grande,
nada especial, nada insólito, nada sobrehumano;
no es una guerra, una alunización,
un descubrimiento, la obra de un siglo,
la ascensión a una cumbre, la carrera de un kamikaze:
la comparto con millones de seres humanos,
con el vecino, al igual que
con los habitantes de los confines del mundo;
allí donde, por medio de esta cosa común,
surge el centro mismo del mundo,
que está a mi lado.
Sí, la cosa de la que, con los años, surge la duración
es esencialmente insignificante,
no merece que se hable de ella,
pero sí que se le fije por medio de la escritura:
Porque para mí tiene que ser fundamental.
Tiene que ser mi verdadero amor.
Y yo,
para que me surjan los momentos de duración
e impriman un sello en mí rígido rostro
y metan un corazón en mi pecho vacío,
tengo, sin falta,
que practicar, año tras año,
mi amor.
Estando en lo que hago,
aquello que para mí es algo querido y lo fundamental,
impidiendo de este modo que prescriba,
tal vez entonces sienta,
y sólo de una forma inopinada,
el escalofrío de la duración;
y será siempre en lo accesorio,
cerrando una puerta sin hacer ruido,
mondando cuidadosamente una manzana,
atravesando con atención umbral,
agachándome a recoger un hilo de coser.
El poema de la duración es un poema de amor.
Trata de un flechazo
al que siguieron luego muchos flechazos como éste.
Y este amor
no tiene la duración en ningún acto concreto,
más bien en un antes y un después
en el que, por el nuevo sentido del tiempo que depara el amor,
el antes era también el después
y el después también el antes.
Nos habríamos unido ya
antes de que nos hubiéramos unido;
seguiríamos uniéndonos
después de haber unido,
y de este modo, años y años, estaríamos
cadera con cadera, aliento en aliento,
uno a lado del otro.
Tus cabellos castaños tomaron una coloración roja
y se volvieron rubios.
Tus cicatrices se multiplicaron
y se hicieron inencontrables.
Tu voz tembló,
se volvió firme, susurró, se estremeció,
acabó convirtiéndose en una cantilena,
fue el único sonido en la inmensidad de la noche,
calló a mi lado.
Tus cabellos lacios se ondularon;
tus ojos claros se oscurecieron;
tus grandes dientes se volvieron pequeños;
en la tersa piel de tus labios
apareció una fina muestra, suavemente dibujada;
en tu barbilla, siempre lisa,
toqué un hoyo que no había estaba allí nunca;
y nuestros cuerpos, en vez de hacerse daño el uno
[al otro,
se ensamblaron, jugando, en una sola cosa,
mientras que, en la pared de la habitación,
a la luz que llegaba del farol de la calle,
se movían los matorrales de los jardines de Europa,
las sombras de los árboles de América,
las sombras de los pájaros nocturnos de todas partes.
Sin embargo, la duración
no está vinculada al amor de los sexos.
Puede, de la misma manera,
envolverte en el amor que ejercitas ininterrumpidamente
[con tu hijo,
allí no necesariamente en las caricias,
pasando la mano por la cara, besuqueándola,
sino, una vez más, sólo dando un rodeo por las cosas que
[no tienen importancia,
¡por el camino real que pasa por algo distinto!,
el servicio de amor
con el que, al hijo, sirviéndole,
le dejas en paz:
la duración con tu hijo
cobra vida tal vez
en los momentos de la escucha paciente,
en el momento en que tú,
con el mismo gesto cuidadoso
con el que diez años antes
colgabas en la percha
el abrigo azul, con capucha, «talla infantil»,
cuelgas ahora la chaqueta de cuero marrón, «talla adulto»,
en una percha completamente distinta de una ciudad
[completamente distinta;
la duración con tu hijo,
puede vencerte
cada vez que, encerrado desde hace horas en la habitación,
con un trabajo que a ti te parece útil,
oyes en el silencio lo que te falta
para que todo esté bien;
oyes cómo se abre la puerta de la casa,
signo del regreso al hogar,
que a ti, en aquel momento,
el más sensible a los ruidos de los sensibles a los ruidos,
con sólo que estés en lo que estás haciendo,
te suena como las más hermosa de las músicas.
Y la duración con tu sucesor
la vives quizás con la máxima fuerza
cuando te haces invisible:
cuando lo miras en secreto, en su camino cotidiano;
vas delante del autobús al que ha subido,
para luego, entre la serie de extraños que están junto a la
[ventana,
ver pasar
el único rostro conocido y familiar;
o simplemente te lo imaginas desde la lejanía,
entre los otros, protegido por los otros,
respetados por los otros,
en el barullo de los metros.
Para estos momentos de duración
el poema se permite un verbo especial:
te estrellean.
Pero seguir siendo amigo de ti mismo, a lo largo de los años,
es algo que también puede darte la duración.
Poder mirarme de un modo amable a los ojos
es a veces una absolución.
Poder pensar en el niño
que fui
significa ya volverlo a encontrar.
Practicar la benevolencia con mis defectos
(no con mis abusos);
apaciguarme cuando se me ha hecho una injusticia,
como único miembro de mi familia;
golpearme el pecho,
triunfante por haber encontrado una palabra feliz
en el lugar adecuado,
y, andando por la selva virgen de mi habitación, rugir un
[«sí»
puede rejuvenecerme
como una botella del más exquisito vino
(con otros efectos).
Extraño también el sentimiento de duración
a la vista de algunas pequeñas cosas,
cuanto más insignificantes más conmovedoras:
aquella cuchara
que me ha acompañado en todas las mudanzas,
Aquella toalla
que ha estado colgada en los más diversos cuartos de
[baño,
la tetera y la silla de enea,
arrumbadas años y años en el sótano
o guardadas en alguna parte
y ahora, al fin, otra vez en su sitio,
ciertamente en un sitio distinto de aquel que les
[corresponde desde siempre,
y sin embargo en el suyo.
Y al fin:
feliz aquel que tiene sus lugares de duración;
ya no será, aunque se haya trasladado para siempre a un
[país extraño,
sin perspectivas de volver a su entorno,
nadie a quien han expulsado de su patria.
Y ocurre también que los lugares de duración carecen de
[brillo,
a menudo no están señalados en ningún mapa
o no tienen allí nombre alguno.
El «lago de Griffen» no lo conoce ningún forastero,
e incluso es probable que algunos niños de mi pueblo
[natal
hoy en día ya no sepan
que cerca de ellos hay un lago
del que, en el tiempo que medió entre las dos guerras,
aún había postales, con nenúfares
y la leyenda «Griffen, junto al lago de Griffen».
Y sin embargo el charco, que se están llenando de tierra,
que pronto va a desaparecer del todo
- es lo que piensan los que planifican la autopista -,
es para mí un gran lugar de la duración.
Cuando era niño acompañaba a mi abuelo
allí, a cortar hierba para los animales.
El lago, más allá de la carretera general, asfaltada,
y más allá de lo que luego fue «la carretera antigua», de
[grava,
estaba escondido en una vaguada que había al pie de la
[montaña
que dio nombre a una batalla de la Edad Media,
«la batalla de Wallersberg»,
y por la que yo acostumbraba a andar muchas veces
en busca de restos oxidados de armas
de aquel siglo catorce.
Nos alejábamos de la orilla empujando la barca con el
[remo,
una barca casi cuadrada
que en el habla del país se llamaba «Schinakel»,
y, atravesando el espeso cañaveral, nos metíamos en el
[lugar
en el que se encontraba la parcela que teníamos arrendada
y donde estaban las plantas de agua, verdosas y llenas de
[jugo,
el «hasch», una de las comidas preferidas de las vacas,
una especia buena para la leche.
En este momento, a mi lado, sobre la mesa en la que
[escribo
hay una brizna de hierba, seca desde hace mucho tiempo,
cogida en un lago muy distinto,
el lago de Doberdob, cerca de Triseste,
el único lago de Karst.
Este ejemplar crepita en mis manos,
y vuelvo a oír las primeras gotas de lluvia de entonces
caer en nuestra barca.
Es atigrado, o simplemente moteado,
y cuando lo rompo,
de su tuétano sale un polvo
que tiene un olor dulce, más dulce que cualquier tipo de paja,
y en él oigo ahora de nuevo el ruido de los dientes de los
[bueyes moliendo el forraje.
Aquellas recolecciones tenían lugar en verano, al
[amanecer
con la hoz,
y durante una de estas expediciones,
en casa, la esposa del viejo, enferma,
exhalaba silenciosamente su último suspiro.
La barca con el tiempo empezaba ya a hacer aguas
y de las rendijas salía un barro negro,
con sanguijuelas dentro,
que el abuelo aplicaba al niño, y se aplicaba a sí mismo,
a sus piernas de criado, que eran blancas también,
porque esto, decía, era sano:
esperar el momento
en que los animales, que tenían el tamaño de un gusano,
pegados a la piel,
con un fuerte picotazo mordían en ella,
y, se veía claramente, se hinchaban
hasta hacerse más grande que lombrices.
Actualmente el pequeño río que atraviesa el lago está
[canalizado
y lo que queda aún de la masa de agua
ya no se ve, debido a las cañas y a los matorrales.
El bote de la familia ha pasado al otro lado de la frontera
[del país,
ha pasado a estar a orillas del Lago di Doberdò, o, en el
esloveno local: Doberdobsko jezero,
donde una rama de abedul sirve de remo
y las tejederas sustituyen a las sanguijuelas.
Sin embargo, en los dos lagos reina
el mismo silencio amoroso, el silencio de la duración,
y siempre que pueda iré en peregrinación aquí como allí.
En el silencio que hay junto a estos lagos
sé lo que hago
y, sabiendo lo que hago,
sé quién soy.
Estoy en sus orillas
con los ojos y los oídos abiertos
y dejo que llegue el atardecer.
Muchos tipos de ruidos de aves acuáticas
que dan espacio al silencio:
aprendo de él.
En la espesura, grabadas profundamente en el fondo de barro,
las huellas de jabalí.
Un día, en mi amor por el lago de Griffen,
andaba yo con esfuerzo, corriente arriba, por el lecho del
[arroyuelo de desagüe
- porque para cruzar el lago no hay otro camino - ,
y con mis pasos enturbiaba el agua clara;
nubes de arena se levantaban del fondo,
con un centelleo de mica
ciñendo mis caderas,
un grano plateado, destinado tal vez
al Mar Negro.
Contrariamente a lo que ocurre con este lago que
[desaparece,
la Porte d' Auteuil está señalada en todos los planos de
[París:
su importancia viene de ser una de las puertas del oeste
[de la ciudad;
sin embargo, para mí con los años se ha convertido en algo
[más que esto.
Muchas de las calles de la ciudad, del este, del norte y del
[sur,
se recogen aquí en una amplia plaza abovedada,
cruzando la cual se sale
a Boulogne, Saint - Cloud y Versalles
y luego a la Normandía y al mar.
De ahí viene, en el estruendo continuo y el rugir de los
[vehículos
- también en el traqueteo de los vetustos trenes de la
[pequeña estación terminal -,
bajo el cielo de los confines de la ciudad,
un presentimiento, a bocanada, que llega siempre nuevo,
mientras que lo que, de un modo patente, está detrás de
[esta plaza
es primero el Bois de Boulogne, nada más,
con sus altísimos pinos, cedros y plátanos,
como si la Porte d' Auteuil fuera una transición, inmediata,
que va de la metrópoli al interior del bosque tropical.
También esta plaza, en un país extranjero,
como el lago de Griffen,
ha pasado a ser el lugar de mis peregrinaciones laicas,
al cual me dirijo periódicamente,
porque de él espero para mí el milagro de la duración
(sin que, ciertamente, esté seguro de él).
La proximidad del estadio del Parc des Princes
y del hipódromo
hace que la Porte d' Auteuil esté libre de todo lo parisino;
un café, en los confines de la ciudad, el «Epson Tavern»,
una tienda de deporte detrás de otra
y los castillos, potentes y sombríos,
podrían estar en Milán.
Esta plaza,
¿condición previa para el acontecimiento de la
[duración?,
es un modelo perfecto para todo el mundo.
Por la noche, al mismo tiempo que el agua fluye
por el canalón de piedra,
se balancea las bolas de los plátanos,
se agitan al viento los matojos de aligustre;
distribuidos en distancias regulares en el espacio negro de
[la noche, cambian
sin cesar los colores de los semáforos,
como en una máquina de juegos
en la que nunca me hartaré de jugar,
y, como cogiendo aire, rugen,
viniendo de todas partes, los coches y los autobuses,
con sus faros franceses amarillos,
de tal modo que el observador siente bajo sus suelas
cómo el asfalto tiembla.
Aunque llegué por primera vez a este lugar
cuando tenía treinta años,
para mí es como si hubiera pasado aquí mi juventud
y todavía la estuviera pasando aquí,
e incluso las molestias
- el andar-errante-en-torno-a-la-plaza, temiendo por mi
[corazón,
los tanques de los días de fiesta nacional, que pasaban por
[allí,
los borrachos del fútbol, con sus botellas de whisky en el
[gaznate,
aquel participante en el tráfico
que saltó del coche
y apuntó con su pistola a su adversario -
no pueden hacer nada contra mi confianza en el lugar de
[la duración.
Todavía a menudo deseo sentir allí el hálito de la duración.
Con todo, para mí, la capital de la duración
es la Fontaine Sainte - Marie,
en el bosque de Clamart y Meudon, en la periferia de la
[ciudad.
Sale en un claro del bosque,
en el triángulo de hierba que forma un cruce de caminos,
con un pequeño café al lado, con mesas en el jardín;
por fuera, una caseta de piedra, con una capa de pintura
[roja;
por dentro, acogedor;
desde él, verano e invierno, se puede ver la fuente,
el claro del bosque y un camino-dique amarillo, debido al
[barro,
que lleva al horizonte.
Si me preguntaran dónde está para mí el centro del
[mundo,
diría que en la Fontaine Sainte - Marie.
Y en realidad ella es un centro;
porque en él hacía yo siempre una parada
cuando, viniendo de la población periférica de Clamart,
atravesaba el bosque
para ir a la de al lado, a Meudon,
a buscar a la niña al colegio,
y ahora repito este camino
siempre que puedo.
Por París, que está cerca, pasa el Sena,
pasan las aguas por el canalón de piedra,
pero, por lo demás, a muchas leguas a la redonda, nada.
Los pocos riachuelos de antaño desembocan por debajo
[de la tierra,
están cubiertos por muros.
En la Fontaine Sainte - Marie
me encontré con la única fuente de la gran ciudad,
el único riachuelo natural, vivo.
Cuando me acerco a él,
nunca bajando de un vehículo,
siempre a pie,
puedo, ya en el umbral del bosque,
esperar una atracción
en la que cesan en mí todas las habituales cavilaciones
y mi pensamiento se convierte en pura reflexión sobre el
[mundo.
En lugar de las chácharas que hay en mí,
de la tortura de muchas voces,
llega la reflexión,
una especie de silencio liberador
del que, sin embargo, luego, al llegar al lugar,
surge pujante un pensamiento explícito, mi más alto
[pensamiento:
¡salvar, salvar, salvar!
En una sacudida como ésta, tan suave como violenta,
se redondean los ojos,
se oye un crepitar en los conductos del oído
y en el claro del bosque celebro
la fiesta de acción de gracia del Aquí.
El negro doberman, con sus patas que se doblan,
pueden ahora husmear tranquilamente en mis corvas.
En determinados días el bar está cerrado,
en algunas estaciones la fuente seca
- quizás estará pronto sepultada para siempre bajo el
[hormigón -,
pero esto ahora no hace al caso;
sí, aquí está, el lugar de la duración,
donde, antes como ahora, describo mi arco,
con la tierra en forma de amentos de avellano
que se rebelan al empezar la primavera;
con la humanidad en forma de la mujer
que, a lo largo del muro, camina por el camino-dique
empujando hacia el horizonte el cochecito con el niño.
Arthur, la última vez que estuve en París
convinimos
en que volveríamos a ir juntos a la Fontaine Sainte - Marie.
Pero luego, estallando allí contigo,
después de haber estado juntos una hora por lo menos,
contrariamente a lo decidido, sentí grandes deseos
de continuar el camino solo
y te mandé a casa.
Tú lo entendiste
- traductor no de oficio
sino de sino de corazón,
actor del texto, que lo piensas juntos con su autor, amigo -,
sin necesidad de explicaciones, y te largaste
riendo y haciendo señas; volviste a la ciudad,
a tu Porte des Lilas, la puerta del Este, la puerta de las lilas;
anhelabas probablemente, igual que yo,
estar solo, en compañía de duración.
Si Fontaine Sainte - Marie, o Porte des Lilas,
se os ama.
Sin embargo, el viaje, lo que es viajar de verdad,
la peregrinación y la romería de todos los años
para sentir la sacudida de la duración,
este entusiasmo complementario,
¿siguen siendo para mí realmente necesario?
Acuérdate del aguijón de envidia de aquellos tiempos en
[que
cuando ibas por las calles de tu ciudad
- un lugar que desde los tiempos arzobispales destierra el
[espíritu-,
veías aquella gente con su (ligero) equipaje,
de camino a los andenes de la estación,
y acuérdate de aquel tirón en el pecho
al imaginarte sentado en el avión de la tarde,
que, atravesando el cielo, trazaba su lazo hacia el oeste.
Ahora ya no necesito hacer estos viajes por el mundo
a los lugares de la duración.
Incluso, estando en la ausencia, de pronto,
cuando me tomo tiempo
enroscando despaciosamente una bombilla,
sopesando una piedra,
en un gesto cuidadoso de la mano,
se apodera de mí, tal vez,
el silencio rumoroso que hay junto al lago de Griffen;
llega casi hasta la Residenzplatz, hormigueantes de coches
[de caballo,
el barullo y el ajetreo de la Porte d'Auteuil;
me yergo, sin edad,
al lado del triángulo de la Fontaine Sainte - Marie.
Me he educado a mí mismo
para la espera de la duración,
sin necesitar ya el lujo de peregrinar a estos lugares.
Pero el mero estar sentado en casa no basta;
tengo que salir al encuentro de la duración.
Salir al encuentro de lo que me es querido,
o ir a buscarlo,
me da aliento,
con más fuerza y de un modo más duradero que cualquier
[carrera de fondo.
No es a quien está sentado en casa
sino a quien va de camino a casa
a quien le llega la duración,
como le llegó a Ulises, cuando se encontraba en apuros,
su diosa amiga, Palas Atenea.
Pero también en casa me viene a ver una y otra vez,
cuando ando de un lado a otro del jardín,
bajo la nieve, bajo la lluvia, al sol, cuando hay tormenta,
viendo el boj, que ondea el viento,
el tejo, lleno de telarañas,
los «pájaros del cielo», que cruzan el aire
y, según el Sohar, «dirigen la voz»;
o cuando dentro, en la habitación,
me siento junto a lo que llaman la mesa de trabajo-
pero aquí no ocupado en mis cosas, el texto,
sino, una vez más, con todo lo accesorio acreditado,
retirando la silla,
echando una mirada al lado, al cajón,
con los cabos de lápiz que se van amontonando a lo largo
[de los años;
echando una mirada al lado, a la gaveta,
con la rimera de gafas que aumenta con los años;
mirando al lado, hacia fuera,
donde los gatos trazan sus huellas
en la espesa nieve y la alta hierba;
oyendo desde direcciones distintas, según el viento,
el silbido y traqueteo
de los trenes que atraviesan rodando el llano.
Duración, mi calma,
Duración, el lugar donde me detengo a descansar.
Sacudida temporal de la duración, tú me envuelves
con un espacio que se puede describir,
y la descripción de este espacio crea el siguiente espacio.
Es verdad y seguirá siéndolo esto:
la duración no es algo que se viva con otros.
No forma ningún pueblo.
Y, sin embargo, en el estado de gracia de la duración,
al fin no soy yo simplemente y nadie más.
La duración es mi relevo,
me deja andar y me deja ser.
Animado por la duración,
soy también aquellos otros
que antes que yo estuvieron ya junto al lago de Griffen,
que, después de mí, rodearán la Porte d'Auteuil,
todos aquellos con quienes habré ido
a la Fontaine Sainte - Marie.
Sostenido por la duración, yo, ser de un día,
llevo sobre mis hombros a mis predecesores y a mis sucesores,
una carga que eleva.
Por esto había que decir que la duración es una gracia,
¿y no es verdad que sus imágenes y sus sonidos
tienen el brillo y el sonido de una gracia?
La lluvia de la tarde que cae en los charcos de la mañana;
la nieve que, empujada por el viento, se mete en la tetera;
los letreros, siempre los mismos, de los camiones que
[transportan mercancías
y que pasan con estrépito por el puente de la autopista que
cruza el Salzach.
La sacudida de duración,
ella, por sí sola, entona ya un poema;
da un ritmo sin palabras,
con el cual, ingrediente liberador,
late en mis venas el pulso de un poema épico
en el cual al fin vencerá el Bien.
Al posarse sobre mí la mano de la duración
se cierra la herida
de la que por primera vez soy consciente
al cerrarse.
El empujón de la duración es lo que
me ha faltado.
Quien no ha sabido nunca lo que es la duración
no ha vivido.
La duración no desplaza,
me coloca donde debo estar.
Saliendo de la luz de foco del diario acontecer,
huyo decidido al incierto campo de la duración.
Ocurre la duración
cuando en el niño,
que ya no es ningún niño
- tal vez ya un anciano -,
reencuentro los ojos del niño.
La duración no está en la piedra imperecedera
de tiempos remotos,
sino en lo temporal,
en lo maleable.
Lágrimas de la duración, ¡tan poco frecuentes!,
lágrimas de alegría.
Sacudidas de la duración, inseguras,
que no se consiguen
ni con ruegos ni con oraciones:
he aquí que os habéis ensamblado
en el poema.
Marzo de 1986, Salzburgo
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