Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Poema: Mi encuentro con miss Emily de Alicia Jiménez de Sánchez

 

Alicia Jiménez de Sánchez (Venezuela, 1941)

 

Mi encuentro con miss Emily

 de Alicia Jiménez de Sánchez

 

Seguramente escribí poemas antes y también después de mis dieciocho años. Pero el que encontré hace poco en una libreta, en el fondo de una caja, es el único que conservo de esos tiempos. Vaya a saber cómo sobrevivió a tantas mudanzas, viajes, pérdidas y destrucciones de papeles. Dice así:

 

 

Esta pequeña cosa

…alguien podría hacer la suma…

 

Emily Dickinson

 

Más que la suma

alguien podría

elevar a potencia desde cero a infinito

esta pequeña cosa que atesoro

o extraer su raíz

cuadrada, cúbica o enésima

sin que nada ocurriera.

Su sino es el del uno

todos los resultados

llevarían a ella misma.

 

 

Lo estoy leyendo y me sonrío al recordar aquella época, cuando estudiaba ingeniería –de allí la referencia matemática– y descubrí a Emily Dickinson. Yo andaba, de antemano, entusiasmada con la poesía y algo desencantada de una carrera tan ardua que me hacía pasar mis días, y buena parte de mis noches, resolviendo ecuaciones y teoremas, algo tan alejado del mundo literario que empezaba a resultarme muy grato.

Conocer a Emily Dickinson – miss Emily para sus contemporáneos – produjo en mí algo más que entusiasmo. Hubo un vuelco en mi vida, rompió todos mis esquemas. Y no fue solo su poesía sino también su personalidad. Caí en una especie de locura, de esas que solo nos ocurre a los dieciocho años. Leí todas las cartas y poemas suyos que pude encontrar traducidos al español, varias biografías y cuanta crítica o análisis conseguí de su obra. Me enteré de que se encerró en su casa, sin recibir a nadie, dedicando sus días a cuidar su jardín y a escribir. También supe que se vestía únicamente de blanco y que siempre la acompañaba un perro grande que le regaló su padre.

Emily Dickinson se convirtió en mi ídolo, mi modelo a seguir. En mis sueños me veía vestida de blanco, escribiendo poemas y llegué a convencerme de que todo era cuestión de escenografía. Si los elementos de la escena estaban presentes la escritura saldría de mi pluma –era importante escribir con pluma– como si la misma Emily me lo dictara.

Y cumplí mis sueños. Allí estaba yo encerrada en mi casa paterna, que era una casa amplia y solariega con un gran jardín. Abandoné la universidad y me dediqué a escribir cartas y poemas y a cultivar el jardín –la afición por la jardinería la tuve desde niña, lo que me hizo llegar a pensar que yo podía ser la reencarnación de miss Emily– y para completar la escenografía me conseguí un perro grande.

Había leído que miss Emily salía algunas veces a pasear con su perro por las colinas y yo decidí hacer lo mismo, pero como no tenía en las proximidades unas colinas me pareció lo más indicado aprovechar un cerro que quedaba detrás de la casa. No era muy alto, pero su ladera tenía una fuerte pendiente y el suelo estaba formado por una arcilla de color grisáceo que durante la estación lluviosa se convertía en una masa pegajosa y difícil de transitar. Era julio, en pleno invierno (como llamamos acá el periodo de lluvias), y con mucha dificultad logré subir hasta una pequeña planicie, aprovechando un senderito con algunas piedras en forma de regresiva, que me permitió el acceso. Allí me detuve a mirar la ciudad y a buscar inspiración poética en el paisaje circundante. Por supuesto, llevaba el traje blanco y largo que solía vestir a diario, un sombrero de ala ancha y a mi perro, pastor alemán, sujeto a una cadena liviana que se enganchaba en su collar. Mientras miraba los alrededores sujeté la cadena de Comanche, a una de mis pulseras. De repente apareció, por detrás de la casa, una perra que, según supe después, estaba en celo. Apenas la vio Comanche, mejor dicho, la olfateó, emprendió carrera, ladera abajo, por la vía más corta. A mitad del camino se zafó la cadena de mi pulsera y quedé tendida en el suelo. Estaba aporreada, el sombrero había volado y el vestido blanco quedó completamente cubierto de barro. Mi aspecto era patético y ridículo; estaba muy adolorida, pero haciendo un gran esfuerzo me incorporé y, a pesar de las lágrimas, me eché a reír.

En ese momento decidí ser yo misma. No más Emily Dickinson.

 

San Cristóbal, Venezuela, septiembre de 2005

©Alicia Jiménez de Sánchez

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