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Andrés Mariño Palacio (Venezuela 1927 - 1965) |
1
Dentro de la casa, pesa
como una tonelada de plomo el mediodía. Una ola de calor se mece en los cuartos
y alrededor de las camas. Junto a los rayos del sol moscas gordas y de vuelo
aletargado, forman mínimas nubes.
El tufo de lo viejo, de
tantas cosas usadas que se aglomeran en una casa de muchas personas, se hace
más intenso, apabullante, aumenta su presión ante el calor que se deja sentir.
La frente lívida de
Natalia está cubierta de sudor. Siente la humedad sobre la piel, pero no se
lleva la mano para hacerla desaparecer,
porque sabe muy bien que dos minutos después, un minuto apenas, volverán
los poros a expeler las gotitas
microscópicas de agua salada y nuevamente su frente se orlará.
2
Cerca de la mesa del
comedor están tirados unos zapatos viejos. Lucen rotos, carcomidos, pero sus
formas otrora elegantes, su color ya
escarapelado, le provocan muchos recuerdos. Con ellos, fue madrina en la boda
de una amiga íntima: primer recuerdo. Con ellos, viajó a la playa en cierta
ocasión. Sin embargo, cuántos recuerdos, hondos y superficiales, no se
encuentran tallados en nuestras ropas íntimas y exteriores. ¿Si nuestro guardarropa
hablara, no contaría fielmente la historia mediocre de nuestra vida? ¡Ah, el
viaje a la playa fue gravemente interesante! Un día muy hermoso, pero -hecho
muy raro-, se sintió mal al atardecer. Recordaba que había visto bañándose a lo
lejos, más allá de donde las olas se emparejan, -casi en el límite del
horizonte-, a un hombre de trusa blanca que, -sin motivo de fuerza-, la había
intrigado, magnetizado... Durante toda la mañana alimentó la llama morbosa de
seguirle con la mirada. (Su trusa blanca era una llama en contraste con la
epidermis de yodo.) El parecía no darse cuenta, ¿o acaso fingía? Natalia
entonces, se colocó sobre la arena en posturas obscenas, iguales a esas que
aparecen en las revistas pornográficas, ciñóse más el traje y mostró la carne
dorada en opulenta pose de lujuria... Por cierto que un adolescente melancólico
la miraba con arrobo desde un kiosko...
El hombre continuó sin
concentrar su atención sobre ella. Después, regresaron a la ciudad, y él,
-según parece-, se quedó en el puerto. Natalia se sintió plenamente atraída
hacia él, le había gustado su desdén, pero cuando trató de recordar su rostro,
su cuerpo, algunos de sus gestos, no los pudo fijar en su memoria. Apenas si,
en la penumbra del atardecer, se veía el tono lechoso de la trusa blanca.
El calor hace que se
forme un círculo oscuro debajo de las axilas de Natalia. Esto la desagrada. No
sabe la razón, pero la desagrada. También se enoja mucho cuando hay alguien de
visita y se deja oír la música larga, sostenida, del W. C. No puede reprimir un
movimiento de repulsión, la boca se le crispa en gesto de furia, y se tiene que
poner de pie.
3
Sus glándulas destilan
lonjas de sudor. La casa solitaria. La han dejado sola y no encuentra en qué
ocupar ni sus manos ni sus pensamientos. ¡Y este calor! se humedece con la fina
transpiración de los senos. La acosa un extraño desenfreno y corre al cuarto a
desnudarse; de pronto se detiene, toma un poco de una caja cuadrada y riega el
monte oscuro de sus axilas. Sonríe. Cae de espaldas encima del lecho y mira
hacia el cielo-raso. Está desnuda. El sudor le dibuja pétalos en el vientre y
se divierte borrándolos con roces violentos de las manos. Intuye que está
cometiendo algo estúpido, algo que aniquila su personalidad. ¿Y si alguien la
estuviera viendo? ¿Por qué desnudarse? ¿.Acaso por que está sola? Bruscamente
se levanta y corre desnuda por toda la casa. Suda con una rapidez
extraordinaria. Su frente deja caer gruesas gotas al suelo, los senos se
bambolean en la carrera y tiran alegremente las gotitas por la punta afilada de
los pezones. Toda ella suda, sus axilas trabajan intensamente en torno a los
muslos se forma un espejo brillante…
El cansancio la domina y
el calor la sofoca. Casi sin darse cuenta vuelve a la cama. Muere el mediodía,
se abre como una patilla la pubertad de la tarde. Sus músculos están laxos,
yace agobiada por la carrera...
De nuevo piensa en el
extraño sujeto que conociera y torpemente comprende que sólo desea que venga a
tomarla en este instante. Sus dos cuerpos bañados en sudor se unirían. Sería
como la babosa fornicación de moluscos. Él le daría algún beso lascivo en la
punta de los senos y quizás chuparía una ácida gota de sudor.
Ya no piensa, no
desvaría. Va entrando la tarde.
Una nube torcida viene
planeando hacia el Norte,
Vuelan unos pájaros
bellos y pardos en el cielo.
4
Natalia mete las manos
entre sus cabellos y los aprisiona con furia. Esta soledad le hace daño. Si
llegara en estos momentos alguien a tocar la puerta, -aunque fuera un
jorobado-, sería capaz de ser vencida por la pasión. Oye un ruido fuerte, leve,
sonoro, consecutivo. ¿Es la puerta? Se levanta con ligereza y camina a tomar
una bata y cubre su cuerpo desnudo. La bata se moja en sudor. No era nadie. Era
al lado. En la casa vecina vive mucha gente. Vive también un joven de pupilas
verdes que la mira febriciento... Natalia piensa en sus ojos (ocultamente ansia
que venga), se siente capaz de rogar. De llegar él, abriría en seguida. No,
¿para qué abrir en seguida? Mejor era esperar y que él también se angustiara,
que le temblaran las piernas, y el sexo se le comprimiera de ansiedad con los
vuelcos presurosos de la sangre.
Nadie toca, pero al lado
el ruido aumenta.
Ve, como si tuviera un
retrato entre las manos, el rostro del hombre que la impresionara tanto en el
puerto. Lo ve perfecto, idéntico, atractivo, interesante, parado junto al
atardecer. Y cosa rara, el rostro es muy conocido. Sí, los labios son
conocidísimos, la nariz, los pómulos, y los ojos... Son verdes... Está segura
de que es el muchacho de al lado. La nuca le tiembla espasmódicamene y le baja
el deseo por todo el cuerpo: le palpita en la corva, le late en los muslos, le
sube por el pubis, se extasía en el ombligo, se arremanga en el vientre, y
brota abierto como una flor voluptuosa y lánguida en los dos senos morenos.
Comprende que la bata no
la abriga bien. El atardecer es friolento. Busca ropa y comienza a vestirse. Se
cubre pudorosamente, como si algunas manos la fueran a tocar. Su boca se
contrae en un beso impalpable.
Natalia se abruma en la
soledad. ¿Cuándo llegarán los de la casa?
5
La oscuridad en zonas
pequeñas va entrando por las habitaciones. Se reclina en una mecedora y cierra los
ojos. De pronto los abre porque un lejano hedor se ha acentuado: es el
atardecer que corrompe las materias. Cuando se va muriendo un día, se mueren
los seres, las plantas, todo muere un poco en su agonía. También nosotros
morimos. Nuestro cabello pierde mucho de su negrura, nuestro deseo languidece,
se esfuma el atardecer.
Natalia esta impaciente.
Sumamente nerviosa camina de arriba a abajo por su cuarto. El hombre de la playa
- camarada del atardecer -, tiene que ser el joven de los ojos verdes, porque
de otro modo estaría perdida y no encontraría nunca al hombre amado. ¿Por qué él
no la asediaría? ¿Hasta cuándo desdén? Esto la tortura. Pero no, ella iría y le
daría su cuerpo, le mostraría que tenía una piel morena, deleitosa, que estaba enterada
del máximo y menor de los placeres, que su carne respondería dulcemente a todas
las caricias…
6
Instintivamente - como
para corroborar la verdad de su pensamiento
- mete las manos por el escote, entre los pechos, y los
encuentra redondos, firmes, llenos, vibrantes, como dos bolsas de miel prontas
a estallar. Una nube le oprime la cabeza. Ansía con locura que alguien toque a
la puerta, y si es él, -él con sus ojos verdes - se le rendirá en el mismo
zaguán, desnudará sus muslos y pensará un rato en que la muerte es la
culminación de la vida; y el placer la cúspide de la- muerte, de la vida; la
única razón de por qué existimos.
Vuelve el calor con la
muerte del día. En las calles las luces comienzan a brillar. Ama al hombre que
todas las tardes la asedia con su recuerdo sin estar presente. Es un amante
extraordinario, maravilloso, la hace gozar, la toma con deleite de ambos y sin
embargo no se encuentra presente. Es el amor perfecto, el placer sublime.
Natalia entra al baño,
abre la llave de la regadera, y por su cuerpo desnudo se desliza el agua. El
agua la redime de las horas obsesionantes del atardecer. Arquea la espalda, y
los senos reciben la presión de la ducha. Es encantador.
8
Afuera en la calle, la
noche llega plenamente. Una estrella asoma con timidez. Dos jovencitas tomadas
de las manos se miran a los ojos y sonríen...
9
El atardecer ha muerto.
Natalia sale del baño. Su cuerpo está cansado, como si hubiera recibido multitud
de caricias...
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