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Tomás Carrasquilla Naranjo (Antioquia, Colombia 1858 - Medellín, Colombia 1940) |
Aguedita Paz era una criatura
entregada a Dios y a su santo servicio. Monja fracasada por estar ya pasadita
de edad cuando le vinieron los hervores monásticos, quiso hacer de su casa un
simulacro de convento, en el sentido decorativo de la palabra; de su vida algo
como un apostolado, y toda, toda ella se dio a los asuntos de iglesia y
sacristía, a la conquista de almas a la mayor honra y gloria de Dios, mucho a
aconsejar a quien lo hubiese o no menester, ya que no tanto a eso de socorrer
pobres y visitar enfermos.
De su casita para la iglesia y de
la iglesia para su casita se le iban un día, y otro y otro, entre gestiones y
santas intriguillas de fábrica, componendas de altares, remontas y zurcidos de
la indumentaria eclesiástica, toilette de santos, barrer y exornar todo
paraje que se relacionase con el culto.
En tales devaneos y campañas
llegó a engranarse en íntimas relaciones y compañerismo con Damiancito Rada,
mocosuelo muy pobre, muy devoto, y monaguillo mayor en procesiones y
ceremonias, en quien vino a cifrar la buena señora un cariño tierno a la vez
que extravagante, harto raro por cierto en gentes célibes y devotas. Damiancito
era su brazo derecho y su paño de lágrimas: él la ayudaba en barridos y
sacudidas, en el lavatorio y lustre de candelabros e incensarios; él se pintaba
solo para manejar albas y doblar corporales y demás trapos eucarísticos; a su
cargo estaba el acarreo de flores, musgos y forrajes para el altar, y era
primer ayudante y asesor en los grandes días de repicar recio, cuando se
derretía por esos altares mucha cera y esperma, y se colgaban por esos muros y
palamentas tantas coronas de flores, tantísimos paramentones de colorines.
Sobre tan buenas partes era
Damiancito sumamente rezandero y edificante, comulgador insigne, aplicado como
él solo dentro y fuera de la escuela, de carácter sumiso, dulzarrón y recatado,
enemigo de los juegos estruendosos de la chiquillería, y muy dado a enfrascarse
en La monja santa, Práctica de amor a Jesucristo y en otros
libros no menos piadosos y embelecadores.
Prendas tan peregrinas como
edificantes, fueron poderosas a que Aguedita, merced a sus videncias e
inspiraciones, llegase a adivinar en Damián Rada no un curita de misa y olla,
sino un doctor de la Iglesia, mitrado cuando menos, que en tiempos no muy
lejanos había de refulgir cual astro de sabiduría y santidad, para honra y
glorificación de Dios.
Lo malo de la cosa era la pobreza
e infelicidad de los padres del predestinado y la no mucha abundancia de su
protectora. Mas no era ella para renunciar a tan sublimes ideales: esa miseria
era la red con que el Patas quería estorbar el vuelo de aquella alma que había
de remontarse serena, serena como una palomita, hasta su Dios. ¡Pues no! ¡No
lograría el Patas sus intentos! Y discurriendo, discurriendo, cómo rompería la
diabólica maraña, diose a adiestrar a Damiancito en tejidos de red y crochet;
y tan inteligente resultó el discípulo, que al cabo de pocos meses puso en
cantarilla un ropón con muchas ramazones y arabescos que eran un primor,
labrado por las delicadas manos de Damián.
Catorce pesos, billete sobre
billete, resultaron de la invención.
Tras esta vino otra, y luego la
tercera, las cuales le produjeron obra de tres condores. Tales ganancias
abriéronle a Aguedita tamaña agalla. Fuese al cura y le pidió permiso para
hacer un bazar a beneficio de Damián. Concedióselo el párroco, y armada de tal
concesión y de su mucha elocuencia y seducciones, encontró apoyo en todo el señorío
del pueblo. El éxito fue un sueño que casi trastornó a la buena señora, con ser
que era muy cuerda: ¡sesenta y tres pesos!
El prestigio de tal dineral; la
fama de las virtudes de Damián, que ya por ese entonces llenaba los ámbitos de
la parroquia; la fealdad casi ascética y decididamente eclesiástica del
beneficiado formáronle aureola, especialmente entre el mujerío y gentes
piadosas. “El curita de Aguedita” llamábalo todo el mundo, y en mucho tiempo no
se habló de otra cosa que de sus virtudes, austeridades y penitencias. El
curita ayunaba témporas y cuaresmas antes que su Santa Madre Iglesia se lo
ordenase, pues apenas entraba por los quince; y no así, atracándose con el
mediodía y comiendo a cada rato como se estila hogaño, sino con una frugalidad
eminentemente franciscana; y se dieron veces en que el ayuno fuera al traspaso
cerrado. El curita de Aguedita se iba por esas mangas en busca de las
soledades, para hablar con su Dios y echarle unos párrafos de Imitación de
Cristo, obra que a estas andanzas y aislamientos siempre llevaba consigo.
Unas leñadoras contaban haberle visto metido entre una barranca, arrodillado y
compungido, dándose golpes de pecho con una mano de moler. Quién aseguraba que
en un paraje muy remoto y umbrío había hecho una cruz de sauce y que en ella se
crucificaba horas enteras a cuero pelado; y nadie lo dudaba, pues Damián volvía
siempre ojeroso, macilento, de los éxtasis y crucifixiones. En fin, que
Damiancito vino a ser el santo de la parroquia, el pararrayos que libraba a tanta
gente mala de las cóleras divinas. A las señoras limosneras se les hizo preciso
que su óbolo pasara por las manos de Damián, y todas a una le pedían que las
metiese en parte en sus santas oraciones.
Y como el perfume de las virtudes
y el olor de santidad siempre tuvieron tanta magia, Damián, con ser un bicho
raquítico, arrugado y enteco, aviejado y paliducho de rostro, muy rodillijunto
y patiabierto, muy contraído de pecho y maletón, con una figurilla que más
parecía de feto que de muchacho, resultó hasta bonito e interesante. Ya no fue
curita: fue “San Antoñito”. San Antoñito le nombraban y por San Antoñito
entendía. “¡Tan queridito!” -decían las señoras cuando lo veían salir de la
iglesia, con su paso tan menudito, sus codos tan remendados, su par de parches
en las posas, pero tan aseadito y decoroso. “¡Tan bello ese modo de rezar con
sus ojos cerrados! ¡La unción de esa criatura es una cosa que edifica! Esa
sonrisa de humildad y mansedumbre. ¡Si hasta en el caminado se le ve la
santidad!”.
Una vez adquiridos los dineros no
se durmió Aguedita en las pajas. Avistose con los padres del muchacho,
arreglole el ajuar; comulgó con él en una misa que habían mandado a la
Santísima Trinidad para el buen éxito de la empresa; diole los últimos perfiles
y consejos, y una mañana muy fría de enero viose salir a San Antoñito de
panceburro nuevo, caballero en la mulita vieja de señó Arciniegas, casi perdido
entre los zamarros del mayordomo de Fábrica, escoltado por un rescatante que le
llevaba la maleta y a quien venía consignado. Aguedita, muy emparentada con
varias señoras acaudaladas de Medellín, había gestionado de antemano a fin de
recomendar a su protegido; así fue que cuando este llegó a la casa de
asistencia y hospedaje de las señoras Del Pino, halló campo abierto y viento
favorable.
La seducción del santo influyó al
punto, y las señoras Del Pino, doña Pacha y Fulgencita, quedaron luego a cuál
más pagada de su recomendado. El maestro Arenas, el sastre del Seminario, fue
llamado inmediatamente para que le tomase las medidas al presunto seminarista y
le hiciese una sotana y un manteo a todo esmero y baratura, y un terno de
lanilla carmelita para las grandes ocasiones y trasiegos callejeros. Ellas le
consiguieron la banda, el tricornio y los zapatos; y doña Pacha se apersonó en
el Seminario para recomendar ante el rector a Damián. Pero, ¡oh desgracia!, no
pudo conseguir la beca: todas estaban comprometidas y sobraba la mar de
candidatos. No por eso amilanose doña Pacha: a su vuelta del Seminario entró a
la Catedral e imploró los auxilios del Espíritu Santo para que la iluminase en
conflicto semejante. Y la iluminó. Fue el caso que se le ocurrió avistarse con
doña Rebeca Hinestrosa de Gardeazábal, dama viuda, riquísima y piadosa, a quien
pintó la necesidad y de quien recabó almuerzo y comida para el santico.
Felicísima, radiante, voló doña Pacha a su casa, y en un dos por tres habilitó
de celdilla para el seminarista un cuartucho de trebejos que había por allá
junto a la puerta falsa; y aunque pobres, se propuso darle ropa limpia,
alumbrado, merienda y desayuno.
Juan de Dios Barco, uno de los
huéspedes, el más mimado de las señoras por su acendrado cristianismo, así en
el Apostolado de la Oración y malilla en los asuntos de san Vicente, regalole
al muchacho algo de su ropa en muy buen estado y un par de botines que le
vinieron holgadillos y un tanto sacados y movedizos de jarrete. Juancho le
consiguió con mucha rebaja los textos y útiles en la Librería Católica y cátame
a Periquito hecho fraile.
No habían transcurrido tres meses
y ya Damiancito era dueño del corazón de sus patronas y propietario en el de
los pupilos y en el de cuanto huésped arrimaba a aquella casa de asistencia tan
popular en Medellín. Eso era un contagio.
Lo que más encantaba a las
señoras era aquella parejura de genio; aquella sonrisa, mueca celeste, que ni
aun en el sueño despintaba a Damiancito; aquella cosa allá, indefinible, de
ángel raquítico y enfermizo, que hasta a esos dientes podridos y disparejos
daba un destello de algo ebúrneo, nacarino; aquel filtrarse la luz del alma por
los ojos, por los poros de ese muchacho tan feo al par que tan hermoso. A tanto
alcanzó el hombre, que a las señoras se les hizo un ser necesario.
Gradualmente, merced a instancias que a las patronas les brotaban desde la
fibra más cariñosa del alma, Damiancito se fue quedando, ya a almorzar, ya a
comer en casa; y llegó día en que se le envió recado a la señora de Gardeazábal
que ellas se quedaban definitivamente con el encanto.
-Lo que más me pela del
muchachito -decía doña Pacha- es ese poco metimiento, esa moderación con
nosotras y con los mayores. ¿No te has fijado, Fulgencia, que si no le hablamos
él no es capaz de dirigirnos la palabra por su cuenta?
-¡No digás eso, Pacha! ¡ Esa
aplicación de ese niño! ¡Y ese juicio que parece de viejo! ¡Y esa vocación para
el sacerdocio! ¡Y esa modestia: ni siquiera por curiosidad ha alzado a ver a
Candelaria!
Era la tal una muchacha criada
por las señoras en mucho recato, señorío y temor de Dios. Sin sacarla de su
esfera y condición mimábanla cual a propia hija; y como no era mal parecida y
en casas como aquella nunca faltan asechanzas, las señoras, si bien miraban a
la chica como un vergel cerrado, no la perdían de vista ni un instante.
Informada doña Pacha de las
habilidades del pupilo como franjista y tejedor púsolo a la obra, y pronto
varias señoras ricas y encopetadas le encargaron antimacasares y cubiertas de
muebles. Corrida la noticia por las réclames de Fulgencia, se le pidió
un cubrecama para una novia… ¡Oh! ¡En aquello sí vieron las señoras los dedos
un ángel! Sobre aquella red sutil e inmaculada, cual telaraña de la gloria,
albeaban con sus pétalos ideales manojos de azucenas, y volaban como almas de
vírgenes unas mariposas aseñoradas, de una gravedad coqueta y desconocida. No
tuvo que intervenir la lavandera: de los dedos milagrosos salió aquel ampo de
pureza a velar el lecho de la desposada.
Del importe del cubrecama sacole
Juancho un flux de muy buen paño, un calzado hecho sobre medidas y un tirolés
de profunda hendidura y ala muy graciosa. Entusiasmada doña Fulgencia con
tantísima percha hízole de un retal de blusa mujeril que le quedaba en bandera
una corbata de moño, a la que, por sugestión acaso, imprimió la figura
arrobadora de las mariposas supradichas. Etéreo como una revelación de los
mundos celestiales quedó Damiancito con los atavíos; y cual si ellos influyesen
en los vuelos de su espíritu sacerdotal, iba creciendo al par que en majeza y
galanura en las sapiencias y reconditeces de la latinidad. Agachado en su
mesita cojitranca vertía del latín al romance y del romance al latín, ahora a
Cornelio Nepote y tal cual miaja de Cicerón, ahora a san Juan de la Cruz, cuya
serenidad hispánica remansaba en unos hiperbatones dignos de Horacio Flaco.
Probablemente Damiancito sería con el tiempo un Caro número dos.
La cabecera de su casta camita
era un puro pegote de cromos y medallas, de registros y estampitas, a cual más
religioso. Allí Nuestra Señora del Perpetuo, con su rostro flacucho tan
parecido al del seminarista; allí Martín de Porres, que armado de su escoba
representa la negrería del Cielo; allí Bernardette, de rodillas ante la blanca
aparición; allí copones entre nubes, ramos de uvas y gavillas de espigas, y el
escapulario del Sagrado Corazón, de alto relieve, destacaba sus chorrerones de
sangre sobre el blanco disco de franela.
Doña Pacha, a vueltas de sus
entusiasmos con las virtudes y angelismo del curita, y en fuerza acaso de su
misma religiosidad, estuvo a pique de caer en un cisma: muchísimo admiraba a
los sacerdotes, y sobre todo al rector del Seminario; pero no le pasaba ni
envuelto en hostias eso de que no se le diese beca a un ser como Damián, a ese
pobrecito desheredado de los bienes terrenos, tan millonario en las riquezas
eternas. El rector sabría mucho; tanto, si no más que el obispo; pero ni él ni
su ilustrísima le habían estudiado, ni mucho menos comprendido. ¡Claro! De
haberlo hecho, desbecaran al más pintado a trueque de colocar a Damiancito. La
iglesia antioqueña iba a tener un san Tomasito de Aquino, si acaso Damián no se
moría, porque el muchacho no parecía cosa para este mundo.
Mientras que doña Pacha
fantaseaba sobre las excelsitudes morales de Damián, Fulgencita se daba a
mimarle el cuerpo endeble que aprisionaba aquella alma apenas comparable al
cubrecama consabido. Chocolate sin harina de lo más concentrado y espumoso;
aquel chocolate con que las hermanas se regodeaban en sus horas de sibaritismo,
le era servido en una jícara tamaña como esquilón. Lo más selecto de los
comistrajes, las grosuras domingueras con que regalaban a sus comensales, iban
a dar en raciones frailescas a la tripa del seminarista, que gradualmente se
iba anchando, anchando. Y para aquella cama que antes fuera dura tarima de
costurero, hubo blandicies por colchones y almohadas, y almidonadas blancuras
semanales por sábanas y fundas, y flojedades cariñosas por la colcha grabada,
de candideces blandas y flecos desmadejados y acariciadores. La madre más
tierna no repasa ni revisa los indumentos interiores de su unigénito cual lo
hiciera Fulgencita con aquellas camisas, con aquellas medias y con aquella otra
pieza que no pueden nombrar las misses. Y aunque la señora era un tanto
asquienta y poco amiga de entenderse con ropas ajenas, fuesen limpias o sucias,
no le pasó ni remotamente al manejar los trapitos del seminarista ni un ápice
de repugnancia. ¡Qué le iba a pasar! ¡Si antes se le antojaba, al manejarlas,
que sentía el olor de pureza que deben exhalar los suaves plumones de los
ángeles! Famosa dobladora de tabacos, hacía unos largos y aseñorados que eran
para que Damiancito los fumase a solas en sus breves instantes de vagar.
Doña Pacha, en su misma adhesión
al santico, se alarmaba a menudo con los mimos y ajonjeos de Fulgencia,
pareciéndole un tanto sensuales y antiascéticos tales refinamientos y
tabaqueos. Pero su hermana le replicaba, sosteniéndole que un niño tan
estudioso y consagrado necesitaba muy buen alimento; que sin salud no podía
haber sacerdotes, y que a alma tan sana no podían malearla las insignificancias
de unos cuatro bocados más sabrosos que la bazofia ordinaria y cotidiana, ni
mucho menos el humo de un cigarro; y que así como esa alma se alimentaba de las
dulzuras celestiales, también el pobre cuerpo que la envolvía podía gustar algo
dulce y sabroso, máxime cuando Damiancito le ofrecía a Dios todos sus goces
puros e inocentes.
Después del rosario con misterios
en que Damián hacía el coro, todo él ojicerrado, todo él recogido, todo
extático, de hinojos sobre la áspera estera antioqueña que cubría el suelo;
después de este largo coloquio con el Señor y su Santa Madre, cuando ya las
patronas habían despachado sus quehaceres y ocupaciones de prima noche, solía
Damián leerles algún libro místico, del padre Fáber por lo regular. Y aquella
vocecilla gangosa que se desquebrajaba al salir por aquella dentadura
desportillada, daba el tono, el acento, el carácter místico de oratoria
sagrada. Leyendo Belén, el poema de la Santa Infancia, libro en
que Fáber puso su corazón, Damián ponía una cara, unos ojos, una mueca que a
Fulgencia se le antojaban transfiguración o cosa así. Más de una lágrima se le
saltó a la buena señora en esas leyendas.
Así pasó el primer año, y, como
era de esperarse, el resultado de los exámenes fue estupendo; y tanto el
desconsuelo de las señoras al pensar que Damiancito iba a separárseles durante
las vacaciones, que él mismo, motu proprio, determinó no irse a su
pueblo y quedarse en la ciudad a fin de repasar los cursos ya hechos y
prepararse para los siguientes. Y cumplió el programa con todos sus puntos y
comas: entre textos y encajes, entre redes y cuadernos, rezando a ratos,
meditando con frecuencia, pasó los asuetos; y solo salía a la calle a las
diligencias y compras que a las señoras se les ocurrían, y tal vez a paseos
vespertinos a las afueras más solitarias de la ciudad, y eso porque las señoras
a ello lo obligaban.
Pasó el año siguiente; pero no
pasó sin que antes se acrecentara más y más el prestigio, la sabiduría, la
virtud sublime de aquel santo precoz. No pasó tampoco la inquina santa de doña
Pacha al rector del Seminario: que cada día le sancochaba la injusticia y el
espíritu de favoritismo que aun en los mismos seminarios cundía e imperaba.
Como a fines de ese año, a tiempo
que los exámenes se terminaban, se les hubiese ocurrido a los padres de Damián
venir a visitarlo a Medellín, y como Aguedita estuviera de viaje a los
ejercicios de diciembre, concertaron las patronas, previa licencia paterna, que
tampoco en esta vez fuese Damián a pasar las vacaciones a su pueblo. Tal resolución
les vino a las señoras, no tanto por la falta que Damián iba a hacerles, cuanto
y más por la extremada pobreza, por la miseria que revelaban aquellos
viejecitos, un par de campesinos de lo más sencillo e inocente, para quienes la
manutención de su hijo iba a ser, si bien por pocos días, un gravamen harto
pesado y agobiador. Damián, este ser obediente y sometido, a todo dijo amén con
la mansedumbre de un cordero. Y sus padres, después de bendecirle, partieron,
llorando de reconocimiento a aquellas patronas tan bondadosas y a mi Dios que
les había dado aquel hijo.
¡Ellos, unos pobrecitos
montañeros, unos ñoes, unos muertos de hambre, taitas de un curita! Ni podían
creerlo. ¡Si su Divina Majestad fuese servida de dejarlos vivir hasta verlo
cantar misa o alzar con sus manos la hostia, el cuerpo y sangre de mi Señor
Jesucristo! Muy pobrecitos eran, muy infelices; pero cuanto tenían, la
tierrita, la vaca, la media roza, las cuatro matas de la huerta, de todo
saldrían, si necesario fuera, a trueque de ver a Damiancito hecho cura. Pues
¿Aguedita? El cuajo se le ensanchaba de celeste regocijo, la glorificación de
Dios le rebullía por dentro al pensar en aquel sacerdote, casi hechura suya. Y
la parroquia misma, al sentirse patria de Damián, sentía ya vibrar por sus
aires el soplo de la gloria, el hálito de la santidad: sentíase la Padua
chiquita.
No cedía doña Pacha en su idea de
la beca. Con la tenacidad de las almas bondadosas y fervientes buscaba y
buscaba la ocasión; y la encontró. Ello fue que un día, por allá en los julios
siguientes, apareció por la casa, como llovida del cielo y en calidad de
huésped, doña Débora Cordobés, señora briosa y espiritual, paisana y próxima
parienta del rector del Seminario. Saber doña Pacha lo del parentesco y
encargar a dona Débora de la intriga, todo fue uno. Prestose ella con
entusiasmo, prometiéndole conseguir del rector cuanto pidiese. Ese mismo día
solicitó por el teléfono una entrevista con su ilustre allegado, y al Seminario
fue a dar a la siguiente mañana.
Doña Pacha se quedó
atragantándose de Te Deums y Magníficats, hecha una acción de gracias; corrió
Fulgencita a arreglar la maleta y todos los bártulos del curita, no sin
chocolear un poquillo por la separación de este niño que era como el respeto y
la veneración de la casa. Pasaban horas, y doña Débora no aparecía. El que vino
fue Damián, con sus libros bajo el brazo, siempre tan parejo y tan sonreído.
Doña Pacha quería sorprenderlo
con la nueva, reservándosela para cuando todo estuviera definitivamente
arreglado, pero Fulgencita no pudo contenerse y le dio algunas puntadas. Y era
tal la ternura de esa alma, tanto su reconocimiento, tanta su gratitud a las
patronas, que, en medio de su dicha, Fulgencita le notó cierta angustia, tal
vez la pena de dejarlas. Como fuese a salir, quiso detenerlo Fulgencita; pero
no le fue dado al pobrecito quedarse, porque tenía que ir a la Plaza del
Mercado a llevar una carta a un arriero, una carta muy interesante para
Aguedita.
Él que sale y doña Débora que
entra. Viene inflamada por el calor y el apresuramiento. En cuanto la sienten
las Del Pino se le abocan, la interrogan, quieren sacarle de un tirón la gran
noticia. Siéntase doña Débora en un diván exclamando:
-¡Déjenme descansar y les cuento!
Se le acercan, la rodean, la
asedian. No respiran. Medio repuesta un punto, dice la mensajera:
-¡Mis queridas! ¡Se las comió el
santico! ¡Hablé con Ulpianito: hace más de dos años que no ha vuelto al
seminario!… ¡Ulpianito ni se acordaba de él!…
-¡Imposible! ¡Imposible!
-exclaman a dúo las dos señoras.
-No ha vuelto… ¡Ni un día!
Ulpianito ha averiguado con el vicerrector, con los pasantes, con los
profesores todos del Seminario. Ninguno lo ha visto. El portero, cuando oyó las
averiguaciones, contó que ese muchacho estaba entregado a la vagamundería. Por
ahí dizque lo ha visto en malos pasos. Según cuentas, hasta donde los
protestantes dizque ha estado…
-¡Esa es una equivocación, misiá
Débora! -prorrumpe Fulgencita con fuego.
-¿Eso es para no darle la beca!
-exclama doña Pacha sulfurada-. ¡Quién sabe en qué enredo habrán metido a ese
pobre angelito!…
-¡Sí, Pacha! -asevera
Fulgencita-. A misiá Débora la han engañado. Nosotras somos testigos de los
adelantos de ese niño; él mismo nos ha mostrado los certificados de cada mes y
las calificaciones de los certámenes.
-Pues no entiendo, mis señoras, o
Ulpiano me ha engañado -dice doña Débora, ofuscada, casi vacilando.
Juan de Dios Barco aparece.
-¡Oiga, Juancho, por Dios!
-exclama Fulgencita en cuanto le echa el ojo encima-. Camine, oiga estas
brujerías. ¡Cuéntele, misiá Débora!
Resume ella en tres palabras;
protesta Juancho; se afirman las patronas; dase por vencida doña Débora.
-¡Esta no es conmigo!… -vocifera
doña Pacha, corriendo al teléfono.
¡Tilín!… ¡tilín!…
-¡Central!… ¡Rector del
Seminario!…
¡Tilín!… ¡tilín!…
Y principian. No oye, no
entiende; se enreda, se involucra, se tupe, da la bocina a Juancho y escucha
temblorosa. La sierpe que se le enrosca a Núñez de Arce le pasa rumbando. Da
las gracias Juancho, se despide, cuelga la bocina y aísla.
Y aquella cara anodina,
agermanada, de zuavo de Cristo, se vuelve a las señoras; y con aquella voz de
inmutable simpleza dice:
-¡Nos co-mió el ce-bo el
pen-de-je-te!
Se derrumba Fulgencia sobre un
asiento. Siente que se desmorona, que se deshiela moralmente. No se asfixia
porque la caldera estalla en un sollozo.
-¡No llorés, Fulgencia! -vocifera
doña Pacha con voz enronquecida y temblona-, ¡dejámelo estar!
Álzase Fulgencia y ase a la
hermana por los molledos.
-¡No le vaya a decir nada, mi
querida! ¡Pobrecito!
Rúmbala doña Pacha de tremenda
manotada.
-¡Que no le diga! ¡Que no le
diga! ¡Que venga aquí ese pasmao!… ¡Jesuíta! ¡Hipócrita!
-¡No, por Dios, Pacha!…
-¡De mí no se burla ni el obispo!
¡Vagamundo! ¡Perdido! ¡Engañar a unas tristes viejas! ¡Robarles el pan que
podían haberle dado a un pobre que lo necesitara! ¡Ah, malvado! ¡Comulgador
sacrílego! ¡Inventor de certificados y de certámenes!… ¡Hasta protestante será!
-¡Vea, mi queridita! No le vaya a
decir nada a ese pobre. Déjelo siquiera que almuerce.
Y cada lágrima le caía congelada
por la arrugada mejilla.
Intervienen doña Débora y
Juancho. Suplican.
-¡Bueno! -decide al fin doña
Pacha, levantando el dedo-. ¡Jartálo de almuerzo hasta que se reviente! Pero
eso sí: ¡chocolate del de nosotras sí no le das a ese sinvergüenza! ¡Que beba
aguadulce o que se largue sin sobremesa!
Y erguida, agrandada por la
indignación, corre a servir el almuerzo.
Fulgencita alza a mirar, como
implorando auxilio, la imagen de san José, su santo predilecto.
A poco llega el santico, más
humilde, con su sonrisilla seráfica un poquito más acentuada.
-Camine a almorzar, Damiancito…
-le dice doña Fulgencia, como en un trémolo de terneza y amargura.
Sentose la criatura y de todo
comió con mastiqueo nervioso, y no alzó a mirar a Fulgencita ni aun cuando esta
le sirvió la inusitada taza de agua de panela.
Con el último trago le ofrece
doña Fulgencia un manojo de tabacos, como lo hacía con frecuencia. Recíbelos
San Antoñito, enciende y vase a su cuarto.
Doña Pacha, terminada la faena
del almuerzo, fue a buscar al protestante. Entra a la pieza y no lo encuentra;
ni la maleta, ni el tendido de la cama.
Por la noche llaman a Candelaria
al rezo y no responde; búscanla y no aparece; corren a su cuarto, hallan
abierto y vacío el baúl… Todo lo entienden.
A la mañana siguiente, cuando
Fulgencita arreglaba el cuarto del malvado, encontró una alpargata inmunda de
las que él usaba; y al recogerla cayó de sus ojos, como el perdón divino sobre
el crimen, una lágrima nítida, diáfana, entrañable.
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