Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Jorge Luis Borges: Poemas de La Cifra

 



Jorge Luis Borges (Argentina, 1899 - Suiza, 1986)

Poemas de La Cifra

 

Poeta: Jorge Luis Borges

(Argentina, 1899 - Suiza, 1986)

 

Ronda

 

El Islam, que fue espadas

que desolaron el poniente y la aurora

y estrépito de ejércitos en la tierra

y una revelación y una disciplina

y la aniquilación de los ídolos

y la conversión de todas las cosas

en un terrible Dios, que está solo,

y la rosa y el vino del sufí

y la rimada prosa alcoránica

y ríos que repiten alminares

y el idioma infinito de la arena

y ese otro idioma, el álgebra,

y ese largo jardín, las Mil y Una Noches,

y hombres que comentaron a Aristóteles

y dinastías que son ahora nombres del polvo

y Tamerlán y Omar, que destruyeron,

es aquí, en Ronda,

en la delicada penumbra de la ceguera,

un cóncavo silencio de patios,

un ocio del jazmín

y un tenue rumor de agua, que conjuraba

memorias de desiertos.

 

El acto del libro

 

Entre los libros de la biblioteca había uno, escrito en lengua arábiga, que un soldado adquirió por unas monedas en el Alcana de Toledo y que los orientalistas ignoran, salvo en la versión castellana. Ese libro era mágico y registraba de manera profética los hechos y palabras de un hombre desde la edad de cincuenta años hasta el día de su muerte, que ocurriría en 1614.

Nadie dará con aquel libro, que pereció en la famosa conflagración que ordenaron un cura y un barbero, amigo personal del soldado, como se lee en el sexto capítulo.

El hombre tuvo el libro en las manos y no lo leyó nunca, pero cumplió minuciosamente el destino que había soñado el árabe y seguirá cumpliéndolo siempre, porque su aventura ya es parte de la larga memoria de los pueblos.

¿Acaso es más extraña esta fantasía que la predestinación del Islam que postula un Dios, o que el libre albedrío, que nos da la terrible potestad de elegir el infierno?

 

Descartes

 

Soy el único hombre en la tierra y acaso no haya tierra ni hombre.

Acaso un dios me engaña.

Acaso un dios me ha condenado al tiempo, esa larga ilusión.

Sueño la luna y sueño mis ojos que perciben la luna.

He soñado la tarde y la mañana del primer día.

He soñado a Cartago y a las legiones que desolaron a Cartago.

He soñado a Virgilio.

He soñado la colina del Gólgota y las cruces de Roma.

He soñado la geometría.

He soñado el punto, la línea, el plano y el volumen.

He soñado el amarillo, el azul y el rojo.

He soñado mi enfermiza niñez.

He soñado los mapas y los reinos y aquel duelo en el alba.

He soñado el inconcebible dolor.

He soñado mi espada.

He soñado a Elisabeth de Bohemia.

He soñado la duda y la certidumbre.

He soñado el día de ayer.

Quizá no tuve ayer, quizá no he nacido.

Acaso sueño haber soñado.

Siento un poco de frío, un poco de miedo.

Sobre el Danubio está la noche.

Seguiré soñando a Descartes y a la fe de sus padres.

 

Las dos catedrales

 

En esa biblioteca de Almagro Sur

compartimos la rutina y el tedio

y la morosa clasificación de los libros

según el orden decimal de Bruselas

y me confiaste tu curiosa esperanza

de escribir un poema que observara

verso por verso, estrofa por estrofa,

las divisiones y las proporciones

de la remota catedral de Chartres

(que tus ojos de carne no vieron nunca)

y que fuera el coro, y las naves,

y el ábside, el altar y las torres.

Ahora, Schiavo, estás muerto.

Desde el cielo platónico habrás mirado

con sonriente piedad

la clara catedral de erguida piedra

y tu secreta catedral tipográfica

y sabrás que las dos,

la que erigieron las generaciones de Francia

y la que urdió tu sombra,

son copias temporales y mortales

de un arquetipo inconcebible.

 

Beppo

 

El gato blanco y célibe se mira

en la lúcida luna del espejo

y no puede saber que esa blancura

y esos ojos de oro que no ha visto

nunca en la casa, son su propia imagen.

¿Quién le dirá que el otro que lo observa

es apenas un sueño del espejo?

Me digo que esos gatos armoniosos,

el de cristal y el de caliente sangre,

son simulacros que concede al tiempo

un arquetipo eterno. Así lo afirma,

sombra también, Plotino en las Ennéadas.

¿De qué Adán anterior al paraíso,

de qué divinidad indescifrable

somos los hombres un espejo roto?

 

Al adquirir una enciclopedia

 

Aquí la vasta enciclopedia de Brockhaus,

aquí los muchos y cargados volúmenes y el volumen del atlas,

aquí la devoción de Alemania,

aquí los neoplatónicos y los gnósticos,

aquí el primer Adán y Adán de Bremen,

aquí el tigre y el tártaro,

aquí la escrupulosa tipografía y el azul de los mares,

aquí la memoria del tiempo y los laberintos del tiempo,

aquí el error y la verdad,

aquí la dilatada miscelánea que sabe más que cualquier hombre,

aquí la suma de la larga vigilia.

Aquí también los ojos que no sirven, las manos que no aciertan,

las ilegibles páginas,

la dudosa penumbra de la ceguera, los muros que se alejan.

Pero también aquí una costumbre nueva

de esta costumbre vieja, la casa,

una gravitación y una presencia,

el misterioso amor de las cosas

que nos ignoran y se ignoran.

 

Aquél

 

Oh días consagrados al inútil

empeño de olvidar la biografía

de un poeta menor del hemisferio

austral, a quien los hados o los astros

dieron un cuerpo que no deja un hijo

y la ceguera, que es penumbra y cárcel,

y la vejez, aurora de la muerte

y la fama, que no merece nadie,

y el hábito de urdir endecasílabos

y el viejo amor de las enciclopedias

y de los finos mapas caligráficos

y del tenue marfil y una incurable

nostalgia del latín y fragmentarias

memorias de Edimburgo y de Ginebra

y el olvido de fechas y de nombres

y el culto del Oriente, que los pueblos

del misceláneo Oriente no comparten,

y vísperas de trémula esperanza

y el abuso de la etimología

y el hierro de las sílabas sajonas

y la luna, que siempre nos sorprende,

y esa mala costumbre, Buenos Aires,

y el sabor de las uvas y del agua

y del cacao, dulzura mexicana,

y unas monedas y un reloj de arena

y que una tarde, igual a tantas otras,

se resigna a estos versos.

 

Eclesiastés, 1-9

 

Si me paso la mano por la frente,

si acaricio los lomos de los libros,

si reconozco el Libro de las Noches,

si hago girar la terca cerradura,

si me demoro en el umbral incierto,

si el dolor increíble me anonada,

si recuerdo la Máquina del Tiempo,

si recuerdo el tapiz del unicornio,

si cambio de postura mientras duermo,

si la memoria me devuelve un verso,

repito lo cumplido innumerables

veces en mi camino señalado.

No puedo ejecutar un acto nuevo,

tejo y torno a tejer la misma fábula,

repito un repetido endecasílabo,

digo lo que los otros me dijeron,

siento las mismas cosas en la misma

hora del día o de la abstracta noche.

Cada noche la misma pesadilla,

cada noche el rigor del laberinto.

Soy la fatiga de un espejo inmóvil

o el polvo de un museo.

Sólo una cosa no gustada espero,

una dádiva, un oro de la sombra,

esa virgen, la muerte. (El castellano

permite esta metáfora.)

 

Dos formas del insomnio

 

¿Qué es el insomnio?

 

La pregunta es retórica; sé demasiado bien la respuesta.

Es temer y contar en la alta noche las duras campanadas fatales, es ensayar con magia inútil una respiración regular, es la carga de un cuerpo que bruscamente cambia de lado, es apretar los párpados, es un estado parecido a la fiebre y que ciertamente no es la vigilia, es pronunciar fragmentos de párrafos leídos hace ya muchos años, es saberse culpable de velar cuando los otros duermen, es querer hundirse en el sueño y no poder hundirse en el sueño, es el horror de ser y de seguir siendo, es el alba dudosa.

 

¿Qué es la longevidad?

 

Es el horror de ser en un cuerpo humano cuyas facultades declinan, es un insomnio que se mide por décadas y no con agujas de acero, es el peso de mares y de pirámides, de antiguas bibliotecas y dinastías, de las auroras que vio Adán, es no ignorar que estoy condenado a mi carne, a mi detestada voz, a mi nombre, a una rutina de recuerdos, al castellano, que no sé manejar, a la nostalgia del latín, que no sé, a querer hundirme en la muerte y no poder hundirme en la muerte, a ser y seguir siendo.

 

The Cloisters

 

De un lugar del reino de Francia

trajeron los cristales y la piedra

para construir en la isla de Manhattan

estos cóncavos claustros.

No son apócrifos.

Son fieles monumentos de una nostalgia.

Una voz americana nos dice

que paguemos lo que queramos,

porque toda esta fábrica es ilusoria

y el dinero que deja nuestra mano

se convertirá en zequíes o en humo.

Esta abadía es más terrible

que la pirámide de Ghizeh

o que el laberinto de Cnosos,

porque es también un sueño.

Oímos el rumor de la fuente,

pero esa fuente está en el Patio de los Naranjos

o en el cantar Der Asra.

Oímos claras voces latinas,

pero esas voces resonaron en Aquitania

cuando estaba cerca el Islam.

Vemos en los tapices

la resurrección y la muerte

del sentenciado y blanco unicornio,

porque el tiempo de este lugar

no obedece a un orden.

Los laureles que toco florecerán

cuando Leif Ericsson divise las arenas de América.

Siento un poco de vértigo.

No estoy acostumbrado a la eternidad.

 

Nota para un cuento fantástico

 

En Wisconsin o en Texas o en Alabama los chicos juegan a la guerra y los dos bandos son el Norte y el Sur. Yo sé (todos lo saben) que la derrota tiene una dignidad que la ruidosa victoria no merece, pero también sé imaginar que ese juego, que abarca más de un siglo y un continente, descubrirá algún día el arte divino de destejer el tiempo o, como dijo Pietro Damiano, de modificar el pasado.

 

Si ello acontece, si en el decurso de los largos juegos el Sur humilla al Norte, el hoy gravitará sobre el ayer y los hombres de Lee serán vencedores en Gettysburg en los primeros días de julio de 1863 y la mano de Donne podrá dar fin a su poema sobre las transmigraciones de un alma y el viejo hidalgo Alonso Quijano conocerá el amor de Dulcinea y los ocho mil sajones de Hastings derrotarán a los normandos, como antes derrotaron a los noruegos, y Pitágoras no reconocerá en un pórtico de Argos el escudo que usó cuando era Euforbo.

 

Epílogo

 

Ya cumplida la cifra de los pasos

que te fue dado andar sobre la tierra,

digo que has muerto. Yo también he muerto.

Yo, que recuerdo la precisa noche

el ignorado adiós, hoy me pregunto:

¿Qué habrá sido de aquellos dos muchachos

que hacia mil novecientos veintitantos

buscaban con ingenua fe platónica

por las largas aceras de la noche

del Sur o en la guitarra de Paredes

o en fábulas de esquina y de cuchillo

o en el alba, que no ha tocado nadie,

la secreta ciudad de Buenos Aires?

Hermano en los metales de Quevedo

y en el amor del numeroso hexámetro,

descubridor (todos entonces lo éramos)

de ese antiguo instrumento, la metáfora,

Francisco Luis, del estudioso libro,

ojalá compartieras esta vana

tarde conmigo, inexplicablemente,

y me ayudaras a limar los versos.

 

Buenos Aires

 

He nacido en otra ciudad que también se llamaba Buenos Aires.

Recuerdo el ruido de los hierros de la puerta cancel.

Recuerdo los jazmines y el aljibe, cosas de la nostalgia.

Recuerdo una divisa rosada que había sido punzó.

Recuerdo la resolana y la siesta.

Recuerdo dos espadas cruzadas que habían servido en el desierto.

Recuerdo los faroles de gas y el hombre con el palo.

Recuerdo el tiempo generoso, la gente que llegaba sin anunciarse.

Recuerdo un bastón con estoque.

Recuerdo lo que he visto y lo que me contaron mis padres.

Recuerdo a Macedonio, en un rincón de una confitería del Once.

Recuerdo las carretas de tierra adentro en el polvo del Once.

Recuerdo el Almacén de la Figura en la calle de Tucumán.

(A la vuelta murió Estanislao del Campo.)

Recuerdo un tercer patio, que no alcancé, que era el patio de los esclavos.

Guardo memoria del pistoletazo de Alem en un coche cerrado.

En aquel Buenos Aires, que me dejó, yo sería un extraño.

Sé que los únicos paraísos no vedados al hombre son los paraísos perdidos.

Alguien casi idéntico a mí, alguien que no habrá leído esta página,

lamentará las torres de cemento y el talado obelisco.

 

La puerta

 

Del otro lado de la puerta un hombre

deja caer su corrupción. En vano

elevará esta noche una plegaria

a su curioso dios, que es tres, dos, uno,

y se dirá que es inmortal. Ahora

oye la profecía de su muerte

y sabe que es un animal sentado.

Eres, hermano, ese hombre. Agradezcamos

los vermes y el olvido.

 

Himno

 

Esta mañana

hay en el aire la increíble fragancia

de las rosas del Paraíso.

En la margen del Éufrates

Adán descubre la frescura del agua.

Una lluvia de oro cae del cielo;

es el amor de Zeus.

Salta del mar un pez

y un hombre de Agrigento recordará

haber sido ese pez.

En la caverna cuyo nombre será Altamira

una mano sin cara traza la curva

de un lomo de bisonte.

La lenta mano de Virgilio acaricia

la seda que trajeron

del reino del Emperador Amarillo

las caravanas y las naves.

El primer ruiseñor canta en Hungría.

Jesús ve en la moneda el perfil de César.

Pitágoras revela a sus griegos

que la forma del tiempo es la del círculo.

En una isla del Océano

los lebreles de plata persiguen a los ciervos de oro.

En un yunque forjan la espada

que será fiel a Sigurd.

Whitman canta en Manhattan.

Homero nace en siete ciudades.

Una doncella acaba de apresar

al unicornio blanco.

Todo el pasado vuelve como una ola

y esas antiguas cosas recurren

porque una mujer te ha besado.

 

La dicha

 

El que abraza a una mujer es Adán. La mujer es Eva.

Todo sucede por primera vez.

He visto una cosa blanca en el cielo. Me dicen que es la luna,

pero qué puedo hacer con una palabra y con una mitología.

Los árboles me dan un poco de miedo. Son tan hermosos.

Los tranquilos animales se acercan para que yo les diga su nombre.

Los libros de la biblioteca no tienen letras. Cuando los abro surgen.

Al hojear el atlas proyecto la forma de Sumatra.

El que prende un fósforo en el oscuro está inventando el fuego.

En el espejo hay otro que acecha.

El que mira el mar ve a Inglaterra.

El que profiere un verso de Liliencron ha entrado en la batalla.

He soñado a Cartago y a las legiones que desolaron a Cartago.

He soñado la espada y la balanza.

Loado sea el amor en el que no hay poseedor ni poseída,

pero los dos se entregan.

Loada sea la pesadilla, que nos revela que podemos crear el infierno.

El que desciende a un río desciende al Ganges.

El que mira un reloj de arena ve la disolución de un imperio.

El que juega con un puñal presagia la muerte de César.

El que duerme es todos los hombres.

En el desierto vi la joven Esfinge, que acaban de labrar.

Nada hay antiguo bajo el sol.

Todo sucede por primera vez, pero de un modo eterno.

El que lee mis palabras está inventándolas.

 

Elegía

 

Sin que nadie lo sepa, ni el espejo,

ha llorado unas lágrimas humanas.

No puede sospechar que conmemoran

todas las cosas que merecen lágrimas:

la hermosura de Helena, que no ha visto,

el río irreparable de los años,

la mano de Jesús en el madero

de Roma, la ceniza de Cartago,

el ruiseñor del húngaro y del persa,

la breve dicha y la ansiedad que aguarda,

de marfil y de música Virgilio,

que cantó los trabajos de la espada,

las configuraciones de las nubes

de cada nuevo y singular ocaso

y la mañana que será la tarde.

Del otro lado de la puerta un hombre

hecho de soledad, de amor, de tiempo,

acaba de llorar en Buenos Aires

todas las cosas.

 

Blake

 

¿Dónde estará la rosa que en tu mano

prodiga, sin saberlo, íntimos dones?

No en el color, porque la flor es ciega,

ni en la dulce fragancia inagotable,

ni en el peso de un pétalo. Esas cosas

son unos pocos y perdidos ecos.

La rosa verdadera está muy lejos.

Puede ser un pilar o una batalla

o un firmamento de ángeles o un mundo

infinito, secreto y necesario,

o el júbilo de un dios que no veremos

o un planeta de plata en otro cielo

o un terrible arquetipo que no tiene

la forma de la rosa.

 

El hacedor

 

Somos el río que invocaste, Heráclito.

Somos el tiempo. Su intangible curso

acarrea leones y montañas,

llorado amor, ceniza del deleite,

insidiosa esperanza interminable,

vastos nombres de imperios que son polvo,

hexámetros del griego y del romano,

lóbrego un mar bajo el poder del alba,

el sueño, ese pregusto de la muerte,

las armas y el guerrero, monumentos,

las dos caras de Jano que se ignoran,

los laberintos de marfil que urden

las piezas de ajedrez en el tablero,

la roja mano de Macbeth que puede

ensangrentar los mares, la secreta

labor de los relojes en la sombra,

un incesante espejo que se mira

en otro espejo y nadie para verlos,

láminas en acero, letra gótica,

una barra de azufre en un armario,

pesadas campanadas del insomnio,

auroras y ponientes y crepúsculos,

ecos, resaca, arena, liquen, sueños.

 

Otra cosa no soy que esas imágenes

que baraja el azar y nombra el tedio.

Con ellas, aunque ciego y quebrantado,

he de labrar el verso incorruptible

y (es mi deber) salvarme.

 

Yesterdays

 

De estirpe de pastores protestantes

y de soldados sudamericanos

que opusieron al godo y a las lanzas

del desierto su polvo incalculable,

soy y no soy. Mi verdadera estirpe

es la voz, que aún escucho, de mi padre,

conmemorando música de Swinburne,

y los grandes volúmenes que he ojeado,

hojeado y no leído, y que me bastan.

Soy lo que me contaron los filósofos.

El azar o el destino, esos dos nombres

de una secreta cosa que ignoramos,

me prodigaron patrias: Buenos Aires,

Nara, donde pasé una sola noche,

Ginebra, las dos Córdobas, Islandia...

Soy el cóncavo sueño solitario

en que me pierdo o trato de perderme,

la servidumbre de los dos crepúsculos,

las antiguas mañanas, la primera

vez que vi el mar o una ignorante luna,

sin su Virgilio y sin su Galileo.

Soy cada instante de mi largo tiempo,

cada noche de insomnio escrupuloso,

cada separación y cada víspera.

Soy la errónea memoria de un grabado

que hay en la habitación y que mis ojos,

hoy apagados, vieron claramente:

el Jinete, la Muerte y el Demonio.

Soy aquel otro que miró el desierto

y que en su eternidad sigue mirándolo.

Soy un espejo, un eco. El epitafio.

 

La trama

 

En el segundo patio

la canilla periódica gotea,

fatal como la muerte de César.

Las dos son piezas de la trama que abarca

el círculo sin principio ni fin,

el ancla del fenicio,

el primer lobo y el primer cordero,

la fecha de mi muerte

el teorema perdido de Fermat.

A esa trama de hierro

los estoicos la pensaron de un fuego

que muere y que renace como el Fénix.

Es el gran árbol de las causas

y de los ramificados efectos;

en sus hojas están Roma y Caldea

y lo que ven las caras de Jano.

El universo es uno de sus nombres.

Nadie lo ha visto nunca

y ningún hombre puede ver otra cosa.

 

Milonga de Juan Muraña

 

Me habré cruzado con él

en una esquina cualquiera.

Yo era un chico, él era un hombre.

Nadie me dijo quién era.

 

No sé por qué en la oración

ese antiguo me acompaña.

Sé que mi suerte es salvar

la memoria de Muraña.

 

Tuvo una sola virtud.

Hay quien no tiene ninguna.

Fue el hombre más animoso

que han visto el sol y la luna.

 

A nadie faltó el respeto.

No le gustaba pelear,

pero cuando se avenía,

siempre tiraba a matar.

 

Fiel como un perro al caudillo

servía en las elecciones.

Padeció la ingratitud,

la pobreza y las prisiones.

 

Hombre capaz de pelear

liado al otro por un lazo,

hombre que supo afrontar

con el cuchillo el balazo.

 

Lo recordaba Carriego

y yo lo recuerdo ahora.

Más vale pensar en otros

cuando se acerca la hora.

 

Andrés Armoa

 

Los años le han dejado unas palabras en guaraní, que sabe usar cuando la ocasión lo requiere, pero que no podría traducir sin algún trabajo.

 

Los otros soldados lo aceptan, pero algunos (no todos) sienten que algo ajeno hay en él, como si fuera hereje o infiel o padeciera un mal.

Este rechazo lo fastidia menos que el interés de los reclutas.

No es bebedor, pero suele achisparse los sábados.

Tiene la costumbre del mate, que puebla de algún modo la soledad.

Las mujeres no lo quieren y él no las busca.

Tiene un hijo en Dolores. Hace años que no sabe nada de él, a la manera de la gente sencilla que no se escribe.

No es hombre de buena conversación, pero suele contar, siempre con las mismas palabras, aquella larga marcha de tantas leguas desde Junín hasta San Carlos. Quizá la cuenta con las mismas palabras, porque las sabe de memoria y ha olvidado los hechos.

No tiene catre. Duerme sobre el recado y no sabe qué cosa es la pesadilla.

Tiene la conciencia tranquila. Se ha limitado a cumplir órdenes.

Goza de la confianza de sus jefes.

Es el degollador.

Ha perdido la cuenta de las veces que ha visto el alba en el desierto.

Ha perdido la cuenta de las gargantas, pero no olvidará la primera y los visajes que hizo el pampa.

Nunca lo ascenderán. No debe llamar la atención.

En su provincia fue domador. Ya es incapaz de jinetear un bagual, pero le gustan los caballos y los entiende.

Es amigo de un indio.

 

El tercer hombre

 

Dirijo este poema

(por ahora aceptemos esa palabra)

al tercer hombre que se cruzó conmigo antenoche,

no menos misterioso que el de Aristóteles.

El sábado salí.

La noche estaba llena de gente;

hubo sin duda un tercer hombre,

como hubo un cuarto y un primero.

No sé si nos miramos;

él iba a Paraguay, yo iba a Córdoba.

Casi lo han engendrado estas palabras;

nunca sabré su nombre.

Sé que hay un sabor que prefiere.

Sé que ha mirado lentamente la luna.

No es imposible que haya muerto.

Leerá lo que ahora escribo y no sabrá

que me refiero a él.

En el secreto porvenir

podemos ser rivales y respetarnos

o amigos y querernos.

He ejecutado un acto irreparable,

he establecido un vínculo.

En este mundo cotidiano,

que se parece tanto

al libro de las Mil y Una Noches,

no hay un solo acto que no corra el albur

de ser una operación de la magia,

no hay un solo hecho que no pueda ser el primero

de una serie infinita.

Me pregunto qué sombras no arrojarán

estas ociosas líneas.

 

Nostalgia del presente

 

En aquel preciso momento el hombre se dijo:

qué no daría yo por la dicha

de estar a tu lado en Islandia

bajo el gran día inmóvil

y de compartir el ahora

como se comparte la música

o el sabor de una fruta.

En aquel preciso momento

el hombre estaba junto a ella en Islandia.

 

El ápice

 

No te habrá de salvar lo que dejaron

escrito aquellos que tu miedo implora;

o eres los otros y te ves ahora

centro del laberinto que tramaron

tus pasos. No te salva la agonía

de Jesús o de Sócrates ni el fuerte

Siddharta de oro que aceptó la muerte

en un jardín, al declinar el día.

Polvo también es la palabra escrita

por tu mano o el verbo pronunciado

por tu boca. No hay lástima en el Hado

y la noche de Dios es infinita.

Tu materia es el tiempo, el incesante

tiempo. Eres cada solitario instante.

 

Poema

 

Anverso

 

Dormías. Te despierto.

La gran mañana depara la ilusión de un principio.

Te habías olvidado de Virgilio. Ahí están los hexámetros.

Te traigo muchas cosas.

Las cuatro raíces del griego: la tierra, el agua, el fuego, el aire.

Un solo nombre de mujer.

La amistad de la luna.

Los claros colores del atlas.

El olvido, que purifica.

La memoria que elige y que reescribe.

El hábito que nos ayuda a sentir que somos inmortales.

La esfera y las agujas que parcelan el inasible tiempo.

La fragancia del sándalo.

Las dudas que llamamos, no sin alguna vanidad, metafísica.

La curva del bastón que tu mano espera.

El sabor de las uvas y de la miel.

 

Reverso

 

Recordar a quien duerme

es imponer a otro la interminable

prisión del universo.

Y de su tiempo sin ocaso ni aurora.

Es revelarle que es alguien o algo

que está sujeto a un nombre que lo publica

y a un cúmulo de ayeres.

Es inquietar su eternidad.

Es cargarlo de siglos y de estrellas.

Es restituir al tiempo otro Lázaro

cargado de memoria.

Es infamar el agua del Leteo.

 

El Ángel

 

Que el hombre no sea indigno del Ángel

cuya espada lo guarda

desde que lo engendró aquel Amor

que mueve el sol y las estrellas

hasta el Ultimo Día en que retumbe

el trueno en la trompeta.

Que no lo arrastre a rojos lupanares

ni a los palacios que erigió la soberbia

ni a las tabernas insensatas.

Que no se rebaje a la súplica

ni al oprobio del llanto

ni a la fabulosa esperanza

ni a las pequeñas magias del miedo

ni al simulacro del histrión;

el Otro lo mira.

Que recuerde que nunca estará solo.

En el público día o en la sombra

el incesante espejo lo atestigua;

que no macule su cristal una lágrima.

 

Señor, que al cabo de mis días en la Tierra

yo no deshonre al Ángel.

 

El sueño

 

La noche nos impone su tarea

mágica. Destejer el universo,

las ramificaciones infinitas

de efectos y de causas, que se pierden

en ese vértigo sin fondo, el tiempo.

La noche quiere que esta noche olvides

tu nombre, tus mayores y tu sangre,

cada palabra humana y cada lágrima,

lo que pudo enseñarte la vigilia,

el ilusorio punto de los geómetras,

la línea, el plano, el cubo, la pirámide,

el cilindro, la esfera, el mar, las olas,

tu mejilla en la almohada, la frescura

de la sábana nueva...

los imperios, los Césares y Shakespeare

y lo que es más difícil, lo que amas.

Curiosamente, una pastilla puede

borrar el cosmos y erigir el caos.

 

Un sueño

 

En un desierto lugar del Irán hay una no muy alta torre de piedra, sin puerta ni ventana. En la única habitación (cuyo piso es de tierra y que tiene la forma del círculo) hay una mesa de madera y un banco. En esa celda circular, un hombre que se parece a mí escribe en caracteres que no comprendo un largo poema sobre un hombre que en otra celda circular escribe un poema sobre un hombre que en otra celda circular... El proceso no tiene fin y nadie podrá leer lo que los prisioneros escriben.

 

Al olvidar un sueño

a Viviana Aguilar

 

En el alba dudosa tuve un sueño.

Sé que en el sueño había muchas puertas.

Lo demás lo he perdido. La vigilia

ha dejado caer esta mañana

esa fábula íntima, que ahora

no es menos inasible que la sombra

de Tiresias o que Ur de los Caldeos

o que los corolarios de Spinoza.

Me he pasado la vida deletreando

los dogmas que aventuran los filósofos.

Es fama que en Irlanda un hombre dijo

que la atención de Dios, que nunca duerme,

percibe eternamente cada sueño

y cada jardín solo y cada lágrima.

Sigue la duda y la penumbra crece.

Si supiera qué ha sido de aquel sueño

que he soñado, o que sueño haber soñado,

sabría todas las cosas.

 

Inferno, V, 129

 

Dejan caer el libro, porque ya saben

que son las personas del libro.

Lo serán de otro, el máximo,

pero eso qué puede importarles.)

Ahora son Paolo y Francesca,

no dos amigos que comparten

el sabor de una fábula.

Se miran con incrédula maravilla.

Las manos no se tocan.

Han descubierto el único tesoro;

han encontrado al otro.

No traicionan a Malatesta,

porque la traición requiere un tercero

y sólo existen ellos dos en el mundo.

Son Paolo y Francesca

y también la reina y su amante

y todos los amantes que han sido

desde aquel Adán y su Eva

en el pasto del Paraíso.

Un libro, un sueño les revela

que son formas de un sueño que fue soñado

en tierras de Bretaña.

Otro libro hará que los hombres,

sueños también, los sueñen.

 

Correr o ser

 

¿Fluye en el cielo el Rhin? ¿Hay una forma

universal del Rhin; un arquetipo,

que invulnerable a ese otro Rhin, el tiempo,

dura y perdura en un eterno Ahora

y es raíz de aquel Rhin, que en Alemania

sigue su curso mientras dicto el verso?

Así lo conjeturan los platónicos;

así no lo aprobó Guillermo de Occam.

Dijo que Rhin (cuya etimología

es rinan o correr) no es otra cosa

que un arbitrario apodo que los hombres

dan a la fuga secular del agua

desde los hielos a la arena última.

Bien puede ser. Que lo decidan otros.

¿Seré apenas, repito aquella serie

de blancos días y de negras noches

que amaron, que cantaron, que leyeron

y padecieron miedo y esperanza

o también habrá otro, el yo secreto

cuya ilusoria imagen, hoy borrada

he interrogado en el ansioso espejo?

Quizá del otro lado de la muerte

sabré si he sido una palabra o alguien.

 

La fama

 

Haber visto crecer a Buenos Aires, crecer y declinar.

Recordar el patio de tierra y la parra, el zaguán y el aljibe.

Haber heredado el inglés, haber interrogado el sajón.

Profesar el amor del alemán y la nostalgia del latín.

Haber conversado en Palermo con un viejo asesino.

Agradecer el ajedrez y el jazmín, los tigres y el hexámetro.

Leer a Macedonio Fernández con la voz que fue suya.

Conocer las ilustres incertidumbres que son la metafísica.

Haber honrado espadas y razonablemente querer la paz.

No ser codicioso de islas.

No haber salido de mi biblioteca.

Ser Alonso Quijano y no atreverme a ser don Quijote.

Haber enseñado lo que no sé a quienes sabrán más que yo.

Agradecer los dones de la luna y de Paul Verlaine.

Haber urdido algún endecasílabo.

Haber vuelto a contar antiguas historias.

Haber ordenado en el dialecto de nuestro tiempo las cinco

o seis metáforas.

Haber eludido sobornos.

Ser ciudadano de Ginebra, de Montevideo, de Austin y

(como todos los hombres) de Roma.

Ser devoto de Conrad.

Ser esa cosa que nadie puede definir: argentino.

Ser ciego.

Ninguna de esas cosas es rara y su conjunto me depara una fama

que no acabo de comprender.

 

Los justos

 

Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire.

El que agradece que en la tierra haya música.

El que descubre con placer una etimología.

Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.

El ceramista que premedita un color y una forma.

El tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada.

Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.

El que acaricia a un animal dormido.

El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.

EI que agradece que en la tierra haya Stevenson.

El que prefiere que los otros tengan razón.

Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.

 

El cómplice

 

Me crucifican y yo debo ser la cruz y los clavos.

Me tienden la copa y yo debo ser la cicuta.

Me engañan y yo debo ser la mentira.

Me incendian y yo debo ser el infierno.

Debo alabar y agradecer cada instante del tiempo.

Mi alimento es todas las cosas.

El peso preciso del universo, la humillación, el júbilo.

Debo justificar lo que me hiere.

No importa mi ventura o mi desventura.

Soy el poeta.

 

El espía

 

En la pública luz de las batallas

otros dan su vida a la patria

y los recuerda el mármol.

Yo he errado oscuro por ciudades que odio.

Le di otras cosas.

Abjuré de mi honor,

traicioné a quienes me creyeron su amigo,

compré conciencias,

abominé del nombre de la patria.

Me resigno a la infamia.

 

El desierto

 

Antes de entrar en el desierto

los soldados bebieron largamente el agua de la cisterna.

Hierocles derramó en la tierra

el agua de su cántaro y dijo:

si hemos de entrar en el desierto,

ya estoy en el desierto.

Si la sed va a abrasarme,

que ya me abrase.

Esta es una parábola.

Antes de hundirme en el infierno

los lictores del dios me permitieron que mirara una rosa.

Esa rosa es ahora mi tormento

en el oscuro reino.

A un hombre lo dejó una mujer.

Resolvieron mentir un último encuentro.

El hombre dijo:

Si debo entrar en la soledad

ya estoy solo.

Si la sed va a abrasarme,

que ya me abrase.

Esta es otra parábola.

Nadie en la tierra

tiene el valor de ser aquel hombre.

 

El bastón de laca

 

María Kodama lo descubrió. Pese a su autoridad y a su firmeza, es curiosamente liviano. Quienes lo ven lo advierten; quienes lo advierten lo recuerdan.

Lo miro. Siento que es una parte de aquel imperio, infinito en el tiempo, que erigió su muralla para construir un recinto mágico.

Lo miro. Pienso en aquel Chuang Tzu que soñó que era una mariposa y que no sabía al despertar si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre.

Lo miro. Pienso en el artesano que trabajó el bambú y lo dobló para que mi mano derecha pudiera calzar bien en el puño.

No sé si vive aún o si ha muerto.

No sé si es taoísta o budista o si interroga el libro de los sesenta y cuatro hexagramas.

No nos veremos nunca.

Está perdido entre novecientos treinta millones.

Algo, sin embargo, nos ata.

No es imposible que Alguien haya premeditado este vínculo.

No es imposible que el universo necesite este vínculo.

 

A cierta isla

 

¿Cómo invocarte, delicada Inglaterra?

Es evidente que no debo ensayar

la pompa y el estrépito de la oda,

ajena a tu pudor.

No hablaré de tus mares, que son el Mar,

ni del imperio que te impuso, isla íntima,

el desafío de los otros.

Mencionaré en voz baja unos símbolos:

Alicia, que fue un sueño del Rey Rojo,

que fue un sueño de Carroll, que soy un sueño,

el sabor del té y de los dulces,

un laberinto en el jardín,

un reloj de sol,

un hombre que extraña (y que a nadie dice que extraña)

el Oriente y las soledades glaciales

que Coleridge no vio

y que cifró en palabras precisas,

el ruido de la lluvia, que no cambia,

la nieve en la mejilla,

la sombra de la estatua de Samuel Johnson,

el eco de un laúd que perdura

aunque ya nadie pueda oírlo,

el cristal de un espejo que ha reflejado

la mirada ciega de Milton,

la constante vigilia de una brújula,

el Libro de los Mártires,

la crónica de oscuras generaciones

en las últimas páginas de una Biblia,

el polvo bajo el mármol,

el sigilo del alba.

Aquí estamos los dos, isla secreta.

Nadie nos oye.

Entre los dos crepúsculos

compartiremos en silencio cosas queridas.

 

El go

 

Hoy, nueve de setiembre de 1978

tuve en la palma de la mano un pequeño disco

de los trescientos sesenta y uno que se requieren

para el juego astrológico del go,

ese otro ajedrez del Oriente.

Es más antiguo que la más antigua escritura

y el tablero es un mapa del universo.

Sus variaciones negras y blancas

agotarán el tiempo.

En él pueden perderse los hombres

como en el amor y en el día.

Hoy, nueve de setiembre de 1978,

yo, que soy ignorante de tantas cosas,

sé que ignoro una más,

y agradezco a mis númenes

esta revelación de un laberinto

que nunca será mío.

 

Shinto

 

Cuando nos anonada la desdicha,

durante un segundo nos salvan

las aventuras ínfimas

de la atención o de la memoria:

el sabor de una fruta, el sabor del agua,

esa cara que un sueño nos devuelve,

los primeros jazmines de noviembre,

el anhelo infinito de la brújula,

un libro que creíamos perdido,

el pulso de un hexámetro,

la breve llave que nos abre una casa,

el olor de una biblioteca o del sándalo,

el nombre antiguo de una calle,

los colores de un mapa,

una etimología imprevista,

la lisura de la uña limada,

la fecha que buscábamos,

contar las doce campanadas oscuras,

un brusco dolor físico.

Ocho millones son las divinidades del Shinto

que viajan por la tierra, secretas.

Esos modestos númenes nos tocan,

nos tocan y nos dejan.

 

El forastero

 

En el santuario hay una espada.

Soy el segundo sacerdote del templo. Nunca la he visto.

Otras comunidades veneran un espejo de metal o una piedra.

Creo que se eligieron esas cosas porque alguna vez fueron raras.

Hablo con libertad; el Shinto es el más leve de los cultos.

El más leve y el más antiguo.

Guarda escrituras tan arcaicas que ya están casi en blanco.

Un ciervo o una gota de rocío podrían profesarlo.

Nos dice que debemos obrar bien, pero no ha fijado una ética.

No declara que el hombre teje su karma.

No quiere intimidar con castigos ni sobornar con premios.

Sus fieles pueden aceptar la doctrina de Buddha o la de Jesús.

Venera al Emperador y a los muertos.

Sabe que después de su muerte cada hombre es un dios que ampara a los suyos.

Sabe que después de su muerte cada árbol es un dios que ampara a los árboles.

Sabe que la sal, el agua y la música pueden purificarnos.

Sabe que son legión las divinidades.

Esta mañana nos visitó un viejo poeta peruano. Era ciego.

Desde el atrio compartimos el aire del jardín y el olor de la

tierra húmeda y el canto de aves o de dioses.

A través de un intérprete quise explicarle nuestra fe.

No sé si me entendió.

Los rostros occidentales son máscaras que no se dejan descifrar.

Me dijo que de vuelta al Perú recordaría nuestro diálogo en un poema.

Ignoro si lo hará.

Ignoro si nos volveremos a ver.

 

Diecisiete haiku

 

1

 

Algo me han dicho

la tarde y la montaña.

Ya lo he perdido.

 

2

 

La vasta noche

no es ahora otra cosa

que una fragancia.

 

3

 

¿Es o no es

el sueño que olvidé

antes del alba?

 

4

 

Callan las cuerdas.

La música sabía

lo que yo siento.

 

5

 

Hoy no me alegran

los almendros del huerto.

Son tu recuerdo.

 

6

 

Oscuramente

libros, láminas, llaves

siguen mi suerte.

 

7

 

Desde aquel día

no he movido las piezas

en el tablero.

 

8

 

En el desierto

acontece la aurora.

Alguien lo sabe.

 

9

 

La ociosa espada

sueña con sus batallas.

Otro es mi sueño.

 

10

 

El hombre ha muerto.

La barba no lo sabe.

Crecen las uñas.

 

11

 

Esta es la mano

que alguna vez tocaba

tu cabellera.

 

12

 

Bajo el alero

el espejo no copia

más que la luna.

 

13

 

Bajo la luna

la sombra que se alarga

es una sola.

 

14

 

¿Es un imperio

esa luz que se apaga

o una luciérnaga?

 

15

 

La luna nueva.

Ella también la mira

desde otra puerta.

 

16

 

Lejos un trino.

El ruiseñor no sabe

que te consuela.

 

17

 

La vieja mano

sigue trazando versos

para el olvido.

 

Nihon

 

He divisado, desde las páginas de Russell, la doctrina de los conjuntos, la Mengenlehre, que postula y explora los vastos números que no alcanzaría un hombre inmortal aunque agotara sus eternidades contando, y cuyas dinastías imaginarias tienen como cifras las letras del alfabeto hebreo. En ese delicado laberinto no me fue dado penetrar.

 

He divisado, desde las definiciones, axiomas, proposiciones y corolarios, la infinita sustancia de Spinoza, que consta de infinitos atributos, entre los cuales están el espacio y el tiempo, de suerte que si pronunciamos o pensamos una palabra, ocurren paralelamente infinitos hechos en infinitos orbes inconcebibles. En ese delicado laberinto no me fue dado penetrar.

 

Desde montañas que prefieren, como Verlaine, el matiz al color, desde una escritura que ejerce la insinuación y que ignora la hipérbole, desde jardines donde el agua y la piedra no importan menos que la hierba, desde tigres pintados por quienes nunca vieron un tigre y nos dan casi el arquetipo, desde el camino del honor, el bushido, desde una nostalgia de espadas, desde puentes, mañanas y santuarios, desde una música que es casi el silencio, desde tus muchedumbres en voz baja, he divisado tu superficie, oh Japón. En ese delicado laberinto…

 

A la guarnición de Junín llegaban hacia 1870 indios pampas, que no habían visto nunca una puerta, un llamador de bronce o una ventana. Veían y tocaban esas cosas, no menos raras para ellos que para nosotros Manhattan, y volvían a su desierto.

 

La cifra

 

La amistad silenciosa de la luna

(cito mal a Virgilio) te acompaña

desde aquella perdida hoy en el tiempo

noche o atardecer en que tus vagos

ojos la descifraron para siempre

en un jardín o un patio que son polvo.

¿Para siempre? Yo sé que alguien, un día,

podrá decirte verdaderamente:

No volverás a ver la clara luna.

Has agotado ya la inalterable

suma de veces que te da el destino.

Inútil abrir todas las ventanas

del mundo. Es tarde. No darás con ella.

Vivimos descubriendo y olvidando

esa dulce costumbre de la noche.

Hay que mirarla bien. Puede ser la última.


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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”