En la calzada de Jesús del Monte
I
El primer discurso
En la Calzada más bien enorme de Jesús del Monte
donde la demasiada luz forma otras paredes con el polvo
cansa mi principal costumbre de recordar un nombre,
y ya voy figurándome que soy algún portón insomne
que fijamente mira el ruido suave de las sombras
alrededor de las columnas distraídas y grandes en su calma.
Cuánto abruma mi suerte, que barajan mis días estos dedos
de piedra
en el rincón oculto que orea de prisa la nostalgia
como un soplo que nombra el espacio dichoso de la fiesta.
Al centro de la noche, centro también de la provincia,
he sentido los astros como espuma de oro deshacerse
sí en el silencio delgado penetraba.
Redondas naves despaciosas lanudas de celestes algas
daban ganas de irse por la bahía en sociego
más allá de las finas rompientes estrelladas.
Y en la ciudad las casas eran altas murallas para que las
tinieblas quiebren,
¡oh el hervor callado de la luna que sitia las tapias
blancas
y el ruido de las aguas que hacía el origen se apresuran!,
y daban miedo las tablas frágiles del sueño lamidas por la
noche vasta.
Mas en los días el vuelo desgarrador de la paloma
embriagaba mis ojos con la gracia cruel de las distancias.
Cómo pesa mi nombre, qué maciza paciencia para jugar sus
días
en esta isla pequeña rodeada por Dios en todas partes,
canto del mar y canto irrestañable de los astros.
Calzada, reino, sueño mío, de veras tú me comprendes
cuando la demasiada luz forma nuevas paredes con el polvo
y mi costumbre me abruma y en ti ciego mi descanso.
* * *
Por la Calzada de Jesús del Monte
transcurrió mi infancia, de la tiniebla húmeda que era el vientre de mi campo
al gran cráneo ahumado de alucinaciones que es la ciudad. Por la Calzada de
Jesús del Monte, por esta vena de piedras he ascendido, ciego de realidad
entrañable, hasta que me cogió el torbellino endemoniado de ficciones y la
ciudad imaginó los incesantes fantasmas que me esconden. Pero ahora retorna la
circulación de la sangre y me vuelvo del cerebro a la entraña, que es donde
sucede la muerte, puesto que lo que abruma en ella es lo que pesa. Y a medida
que me vuelvo más real el soplo del pánico me purifica.
Y sin embargo aún tiene tiempo la
Calzada de Jesús del Monte para enseñarme el reverso claro de la muerte, la
extraña conciliación de los días de la semana con la eternidad.
En el orbe tumultuoso si bien
estático de sus velorios, metido en el oro de su pompa, allí se abren por
primera vez mis ojos; de allí me vuelvo al origen.
Voy a nombrar las cosas Voy a nombrar las cosas, los sonoros
altos que ven el festejar del viento,
los portales profundos, las mamparas
cerradas a la sombra y al silencio.
Y el interior sagrado, la penumbra
que surcan los oficios polvorientos,
la madera del hombre, la nocturna
madera de mi cuerpo cuando duermo.
Y la pobreza del lugar, y el polvo
en que testaron las huellas de mi padre,
sitios de piedra decidida y limpia,
despojados de sombras, siempre iguales.
Sin olvidar la compasión del fuego
en la intemperie del solar distante
ni el sacramento gozoso de la lluvia
en el humilde cáliz de mi parque.
Ni tu estupendo muro, mediodía,
terso y añil e interminable.
Con la mirada inmóvil del verano
mi cariño sabrá de las veredas
por donde huyen los ávidos domingos
y regresan, ya lunes, cabizbajos.
Y nombraré las cosas, tan despacio
que cuando pierda el Paraíso de mi calle
y mis olvidos me la vuelvan sueño,
pueda llamarlas de pronto con el alba.
El desconocido
Pasajero de blanco y suave lino
a quien la tarde borra entre sus oros,
con ágil paso y mágico decoro
te nos vas a la noche y tu destino.
Hace un instante su rostro parecía
como en familia eterno conocido,
nos alegró de verlo detenido
por el favor fugaz de su alegría.
Los portales, la luz, su furia breve
y aquel horror inútil que venía
del alamcén donde la luna bebe,
la soledad del hombre no existía,
que la tornaba soportable y leve
su religioso adiós, la cortesía.
Las Vacas
Extranjeras las vacas, soñando
con sus fábulas tontas, enormes
y calladas y justas.
Ni las auras, ni el aire, ni el tiempo,
ni la sed de la tierra, ni el sol,
han tocado sus frentes espesas.
Por debajo de todo, soñando
con sus fábulas, tercas,
inocentes y justas, las vacas,
escogidas de pronto, reflejan
el inmenso candor de la tarde.
Las Nubes
¡Qué libremente se van
las nubes, qué lentamente!
Y cuando el monte prudente
las llama oscuro, le dan
áureas migajas de pan
y siguen alucinadas
por las sabanas moradas
que tienen costas de fuego
- en las que se pierden luego
suaves, dementes, calladas.
El Circo
Y vimos al pacífico elefante
alzar su vieja trompa incomprensible
junto a las detenidas nubes blancas.
Y vimos al pacífico elefante.
Allí como una letra tosca y pura
que desborda el cuaderno de la infancia
-fino cuaderno, lujo de la noche-
nos ilustró la extraña lejanía
de las palmas grabadas y el silencio
que va creciendo con el humo pobre.
Allí como una letra tosca y pura
nos querías, justísimo elefante.
El Lunes
Viene afilado el lunes, y trae su cachiporra.
¿Adónde va el lunes con su cachiporra, blanco un costado, el otro rojo?
A tumbarte la puerta va el lunes, a tumbarte la puerta.
Testamento
Habiendo llegado al tiempo en que
la penumbra ya no me consuela más
y me apocan los presagios pequeños;
habiendo llegado a este tiempo;
y como las heces del café
abren de pronto ahora para mí
sus redondas bocas amargas;
habiendo llegado a este tiempo;
y perdida ya toda esperanza de
algún merecido ascenso, de
ver el manar sereno de la sombra;
y no poseyendo más que este tiempo;
no poseyendo más, en fin,
que mi memoria de las noches y
su vibrante delicadeza enorme;
no poseyendo más
entre cielo y tierra que
mi memoria, que este tiempo;
decido hacer mi testamento,
Es
éste: les dejo
el tiempo, todo el tiempo.
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