Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Ensayo: Bienvenido Junio… de Gustavo Löbig Martínez

 

 

Gustavo Löbig Martínez (Venezuela, 1962)

Bienvenido Junio…

 

Gustavo Löbig Martínez

 

Bienvenido Junio, y con él llegamos a la mitad de este año fugaz. En los comentarios del post de abril Martha Gloria Dávila-Alonso me propuso escribir sobre los ciclos y Elizabeth Nienstadt sugirió que hablase de la vulnerabilidad. Luego otras dos personas, que no nombro pues están pasando por situaciones difíciles, pidieron respectivamente por mensaje privado que escribiera sobre la conciencia y el cambio. El post de este mes se basa en esos cuatro temas, fáciles de relacionar porque en la vida todo está conectado -como los engranajes de un mecanismo o las piezas de un reloj- para que nos movamos y avancemos. Por su extensión dividí el texto en dos partes, la de hoy y la que publicaré mañana.

La palabra ciclo proviene del griego κύκλος (kyklos = rueda, círculo), y define la secuencia de fases por las que pasa un acontecimiento, un fenómeno natural o un ser hasta alcanzar un estado a partir del cual dichas etapas vuelven a repetirse en el mismo orden. Vulnerabilidad (del latín “vulnus”, que significa herida, golpe, desgracia o aflicción) indica el grado de indefensión o posibilidad de resultar lastimada que tiene una criatura al relacionarse con otra o al enfrentar un peligro. La vulnerabilidad de un bebé humano es absoluta y se prolonga más que la de cualquier animal, de ahí que el hombre haya inventado armas terriblemente destructivas para defenderse en un ambiente que percibe, es o ha hecho hostil.

El ciclo completo de la vida humana pasa por siete fases: nacimiento, infancia, niñez, adolescencia, adultez, vejez y muerte física. Conforme crece, el principal objetivo de la persona es sobrevivir y, en la medida de sus posibilidades, alcanzar el máximo de seguridad, bienestar y autonomía por medio del desarrollo de habilidades y recursos personales y sociales muy variados. Este enfoque de la vida, centrado en la supervivencia, el placer y el poder, ha convertido al ser humano en el mayor depredador del planeta y de su propia especie.

Pero no todos los humanos son predominantemente inconscientes y depredadores. Ninguna de las personas que amo lo es, y tampoco una anciana que conozco hace tiempo, cuya queja habitual desde joven es que esta vida es demasiado dura y ella muy blandita, aunque se conserva fuerte y por eso sigue siendo solidaria con los más indefensos. Como ella, muchos llegamos a viejos sin haber desarrollado habilidades como la astucia, el fingimiento o la violencia física, entre otros recursos defensivos bastante comunes; eso hace de nuestra longevidad un milagro, sobre todo si hemos pasado por situaciones con riesgo de muerte que inexplicablemente superamos sin mayor daño. Quizás existen entidades que velan por la supervivencia de unos y no de otros, por una razón que desconocemos y a la que llamamos suerte o destino a falta de un nombre mejor. Según Borges, algo, que ciertamente no se nombra con la palabra azar, rige en estos casos.

Cada persona cree único y especial su ciclo de vida, aunque sea el mismo para todas y uno más dentro de los ciclos de la naturaleza. En estos puede cambiar el protagonista, pero no el proceso. Marcan la existencia de ríos y bosques, montañas y glaciares, estrellas y arrecifes, naciones y clima, dominan los procesos biogeoquímicos y de los nutrientes, y en cada ciclo lo estático forma parte del cambio. La gente en los países con cuatro estaciones sabe que en primavera brotan las flores y en invierno cae la nieve. Los que viven junto al mar o grandes ríos como el Nilo se rigen por el vaivén de la marea, quienes viven en zonas afectadas más de una vez por incendios o inundaciones los recuerdan y actúan en consecuencia. En todas partes el día sigue a la noche, hasta en los círculos polares donde cada uno dura seis meses.

Para los inocentes animales y los pacientes árboles el fluir con los ciclos de la naturaleza no representa un problema, pues viven en armonía con ella, sin rebelarse contra la realidad ni negarla o lamentarla como hacemos los humanos. Las otras criaturas nos enseñan. Yourcenar admiraba esa inmensa libertad del animal de vivir sin más, sin toda la falsedad que por miedo añadimos a nuestra existencia restándole autenticidad. Y como dice el poeta de los ciclos, mi entrañable José Pulido, el día que escuches la bondad del árbol hablarás con respeto ante cualquier semilla.

La frecuente repetición de circunstancias hace que mucha gente vea la evolución humana no como una línea recta ascendente, sino como una espiral cuyos giros llevan a la persona a pasar de nuevo por cierta situación para ver si logra enfrentarla mejor, si en verdad aprendió de la experiencia previa. Muchos necesitamos repetir la prueba más de una vez. Como nadie hereda los conocimientos y la experiencia de sus padres, el aprendizaje de cada individuo parte de cero y por eso cae en los errores de sus ancestros; igual ocurre con esos países que, por ignorancia, repiten la deplorable historia que asoló a otras naciones, incluso si son sus vecinas en distancia y en tiempo.

La naturaleza cíclica del universo tiene mucho que ver con la impermanencia de todas las cosas, seres y situaciones. Al ser inestables, en algún momento cambiarán, desaparecerán o ya no nos satisfarán, y por eso cualquier apego genera sufrimiento. Buda hizo de esto el centro de su enseñanza y señaló que, desaparecida la dependencia, ya no hay temor a la pérdida ni dolor debido a ella. Pero nos resulta difícil vivir libres de apegos en un mundo donde el cambio es constante y rara vez controlable. Por eso casi toda la gente de cualquier época y cultura cree en un dios al que considera su protector.

Ese tipo de fe implica vulnerabilidad, tanto en la criatura que pide provisión o protección como en una divinidad que puede ser influida con ritos y plegarias. El hombre crea sus deidades, humanas o no, a la medida de sus deseos y necesidades, y la vulnerabilidad aparece en ellas como en todas sus demás obras y creencias; está presente en cada episodio de su breve y frágil vida, en sus relaciones sociales y amorosas, en la concepción de cada monstruo o héroe de los cuentos y leyendas, en todo invento tecnológico y creación artística, en cualquier texto narrativo o poético, en los boleros y demás canciones románticas; resuena con fuerza en la voz desgarrada de Turley cantando I heard the voice… que estoy oyendo mientras escribo esto, y también en el ¡ayúdame! de los niños gritones que ahora juegan en el parque frente a mi casa.

Pensando qué decir sobre los temas propuestos, recordé una conferencia a la que asistí hace muchos años en Canadá. La dictó Eckhart Tolle, de quien jamás había oído, y entré a su charla porque el pequeño grupo hispanohablante que me invitó dijo que la daría en español. Al iniciarla, Tolle recorrió con la mirada al público y la detuvo en mí; quizás le parecí conocido porque ese día yo lucía como Freddy Krueger, con mi cabeza recién rapada y un sweater similar al del personaje. Entre los apuntes de la charla encontré este: “Solo dejando ir la resistencia a la vida y haciéndote vulnerable puedes descubrir tu invulnerabilidad esencial”.

Recuerdo que cuando oí tales palabras asentí con entusiasmo, pues por aquel tiempo yo estaba metido hasta la coronilla en la práctica de Un Curso de Milagros, donde se afirma que una de las características distintivas de todo verdadero maestro espiritual es la indefensión. Mi deseo era llegar a ser ese tipo de maestro, cosa que no he conseguido hasta hoy, ni siquiera conservando mucha de la indefensión por la que a la edad de diez años perdía todas mis peleas con la pareja de malandritos que me quitaban las metras y los suplementos cuando nos cruzábamos por las calles de Chacao y lograban atraparme. El más pequeño se los llevaba corriendo mientras me dedicaba a intercambiar groserías, puñetazos, patadas, mordiscos y tirones de pelo con el otro, un poco mayor que yo.

Generalmente la pelea terminaba en empate, pero me costaba los tesoros adquiridos con mis ahorros e intercambios y un buen regaño cuando volvía a casa con las ropas sucias o rotas. ¡Te he dicho que no te juntes con esos niños! Pero mamaaá… ¡Pero mamá nada, que sea la última vez!, decía la mía, que se enfrentaba exitosamente con militares, oficinistas, secretarias, directores de escuela y porteros abusivos pero nada sabía de peleas con limpiabotas. Las suyas eran peleas de boca, no de puños ni con llaves de lucha libre como las que yo aprendía viendo cachascascán, un programa de tv. que ella detestaba.

La imagen en esta parte del post podría representar uno de mis muchos enfrentamientos con el raterito mayor, pero también ilustra cualquiera de mis incontables peleas contra la realidad de la vida, con frecuencia reacia a ajustarse a mis deseos, siempre más grande y fuerte que yo y por eso invariablemente ganadora. He tenido días en los que mi vida y yo no nos parecemos en nada, pero como nos necesitamos mutuamente seguimos juntos desde que nacimos y a veces hasta nos divertimos. Mi meta es poder despedirme de ella con estas palabras de Amado Nervo: ¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!

Volviendo a la charla, por lo general quienes buscan lucro o imagen social haciéndose pasar por maestros espirituales tienen una vida privada que evidencia lo contrario, pero intuí que ese no era el caso de Tolle. No cobraba por la conferencia, y en cuanto a pinta o imagen pasaba desapercibido; parecía no querer llamar la atención, aunque mantenía muy centrada la suya en el entorno mientras transmitía en lento español, con leve ceceo y acento bávaro, varios contenidos del Curso y algunas enseñanzas tomadas del sufismo y de Rumi, Maharshi, Meister Eckhart, Krishnamurti y otras fuentes que no pude reconocer.

Jamás había visto a un conferencista con tan poco carisma como ese alemán no muy alto y de cara fea aunque amable, todavía joven pero vestido como un viejito con chaleco y corbata de pajarita de colores claros y neutros, que se pasó todo el rato sentado en medio del escenario casi sin gesticular, diciendo con voz pausada y de pocos matices ideas que chocaban con las creencias más generalizadas sobre la vida. Entre esas ideas sugirió que para minimizar el sufrimiento de vivir nos dedicáramos a observar, sin juzgarlo como bueno o malo, el contenido de cada momento del presente y su efecto en nosotros; que procurásemos no reaccionar impulsivamente ante las circunstancias y solo después de estar en calma decidiéramos actuar; que evitáramos en lo posible escaparnos mentalmente al pasado o al futuro, sobre todo si ese viaje en el tiempo nos hacía sentir emociones como rabia, tristeza, rencor, ansiedad o miedo; que…. Y así siguió, dando consejos que me sonaban impracticables por antinaturales e inhumanos.

Al oírle decir tales cosas estuve a punto de abandonar el evento para ir a ver unos dinosaurios en las calles próximas, haciendo justo lo contrario de lo que Tolle recomendaba: perderme el presente, lleno de él y sus reflexiones novedosas para mí, por querer dar un vistazo al pasado y estar anticipando ese buen rato con los dinos. Decidí quedarme hasta el final de la charla por no herir a ese agradable orador si me iba mientras él hablaba de temas que le importaban; yo ignoraba que tal desprecio no lo afectaría tanto como a mí de estar en su lugar. También me quedé por respeto a quienes me invitaron y se decepcionarían al verme salir. Lo cierto es que nadie se fue antes de terminar el evento, del que guardo un grato recuerdo, y que luego pude ver de cerca a los dinosaurios y también disfruté a plenitud ese presente.

Esforzándose para decir en español lo que pensaba en su lengua materna, Tolle compartió con el público algunas cosas importantes que pudo entender de la vida cuando tocó fondo y vivió como homeless. No parecía identificado con el papel de maestro, se notaba libre del deseo de impactar o convencer, y su sencillez me recordó la de Rafael Cadenas; como este, tampoco se vendía como la voz de una sabiduría espiritual y aun así, sin ayuda de gestos ensayados, cambios de tono u otros recursos histriónicos o tecnológicos, hacía que su mensaje sonara convincente. Eso me gustó, lo asocié con honestidad, autenticidad y un gran poder personal.

Por suerte el orador hablaba lento, porque pude tomar nota de varias frases suyas que hallé de lo más interesantes. Después de tantos años me costó descifrar mis propios jeroglíficos para ustedes, pero mientras lo hacía recordaba, y ese fue el premio por encontrar aquella vieja libreta con un par de fotos dentro. Como dijo Thich Nhat Hanh, vivir a plenitud el presente no supone dejar de pensar en el pasado o no planificar con responsabilidad el futuro, sino evitar perder nuestra energía actual en rencores y lamentos por situaciones pretéritas o preocupándonos por otras que quizás nunca ocurran, pues nada de eso está pasando aquí y ahora.

El subir y bajar de nuestro bienestar, salud o éxito forma una especie de ciclo dentro de nuestro ciclo vital, y tiene mucho que ver con la vulnerabilidad de nuestro cuerpo y mente. Al respecto, algunas de las iluminadoras palabras de Tolle fueron:

“Muchos viven con un torturador en la cabeza que les quita energía vital, causándoles sufrimiento, infelicidad y enfermedad. Para silenciar al torturador usted debe…”

 

copyrigth©gustavolöbigmartínez

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”