![]() |
Sergio Pitol (México, 1933 - 2018) |
Victorio Ferri cuenta un cuento
Sergio Pitol
Para Carlos Monsiváis
Sé que me llamo
Victorio. Sé que creen que estoy loco (versión cuya insensatez a veces me
enfurece, otras tan solo me divierte). Sé que soy diferente a los demás, pero
también mi padre, mi hermana, mi primo José y hasta Jesusa, son distintos, y a
nadie se le ocurre pensar que están locos; cosas peores se dicen de ellos. Sé
que en nada nos parecemos al resto de la gente y que tampoco entre nosotros
existe la menor semejanza. He oído comentar que mi padre es el demonio y aunque
hasta ahora jamás haya llegado a descubrirle un signo externo que lo
identifique como tal, mi convicción de que es quien es se ha vuelto
indestructible. No obstante que en ocasiones me enorgullece, en general ni me
place ni me amedrenta el hecho de formar parte de la progenie del maligno.
Cuando un peón
se atreve a hablar de mi familia dice que nuestra casa es el infierno. Antes de
oír por primera vez esa aseveración yo imaginaba que la morada de los diablos
debía ser distinta (pensaba, es claro, en las tradicionales llamas), pero
cambié de opinión y di crédito a sus palabras, cuando luego de un arduo y
doloroso meditar se me vino a la cabeza que ninguna de las casas que conozco se
parece a la nuestra. No habita el mal en ellas y en esta sí.
La perversidad
de mi padre de tanto prodigarse me fatiga; le he visto el placer en los ojos al
ordenar el encierro de algún peón en los cuartos oscuros del fondo de la casa.
Cuando los hace golpear y contempla la sangre que mana de sus espaldas
laceradas muestra los dientes con expresión de júbilo. Es el único en la
hacienda que sabe reír así, aunque también yo estoy aprendiendo a hacerlo. Mi
risa se está volviendo de tal manera atroz que las mujeres al oírla se
persignan. Ambos enseñamos los dientes y emitimos una especie de gozoso
relincho cuando la satisfacción nos cubre. Ninguno de los peones, ni aun cuando
están más trabajados por el alcohol, se atreve a reír como nosotros. La
alegría, si la recuerdan, otorga a sus rostros una mueca temerosa que no se
atreve a ser sonrisa.
El miedo se ha
entronizado en nuestras propiedades. Mi padre ha seguido la obra de su padre, y
cuando a su vez él desaparezca yo seré el señor de la comarca: me convertiré en
el demonio: seré el Azote, el Fuego y el Castigo. Obligaré a mi primo José a que
acepte en dinero la parte que le corresponde, y, pues prefiere la vida de la
ciudad, se podrá ir a ese México del que tanto habla, que Dios sabe si existe o
tan solo lo imagina para causarnos envidia, y yo me quedaré con las tierras,
las casas y los hombres, con el río donde mi padre ahogó a su hermano Jacobo y,
para mi desgracia, con el cielo que nos cubre cada día con un color distinto,
con nubes que lo son solo un instante para transformarse en otras, que a su vez
serán otras. Procuro levantar la mirada lo menos posible, pues me atemoriza que
las cosas cambien, que no sean siempre idénticas, que se me escapen
vertiginosamente de los ojos. En cambio, Carolina, para molestarme, no obstante
que al ser yo su mayor debería guardarme algún respeto, pasa ratos muy largos
en la contemplación del cielo y en la noche, mientras cenamos, cuenta, adornada
por una estúpida mirada que no se atreve a ser de éxtasis, que en el atardecer
las nubes tenían un color oro sobre un fondo lila, o que en el crepúsculo el
color del agua sucumbía al del fuego y otras boberías por el estilo. De haber
alguien verdaderamente poseído por la demencia en nuestra casa sería ella. Mi
padre, complaciente, finge una excesiva atención y la alienta a proseguir,
¡como si las necedades que escucha pudieran guardar para él algún sentido!
Conmigo jamás habla durante las comidas, pero sería tonto que me resintiera por
ello, ya que por otra parte solo a mí me concede disfrutar de su intimidad cada
mañana, al amanecer, cuando apenas regreso a la casa y él, ya con una taza de
café en la mano que sorbe apresuradamente, se dispone a lanzarse a los campos a
embriagarse de sol y brutalmente aturdirse con las faenas más rudas. Porque el
demonio (no me lo acabo de explicar, pero así es) se ve acuciado por la necesidad
de olvidarse de su crimen. Estoy seguro de que si yo ahogara a Carolina en el
río no sentiría el menor remordimiento. Tal vez un día, cuando pueda librarme
de estas sucias sábanas que nadie, desde que caí enfermo, ha venido a cambiar,
lo haga. Entonces podré sentirme dentro de la piel de mi padre, conocer por mí
mismo lo que en él intuyo, aunque, desgraciada, incomprensiblemente, entre
nosotros una diferencia se interpondrá siempre: él amaba a su hermano más que a
la palma que sembró frente a la galería, y que a su yegua alazana y a la
potranca que parió su yegua; en tanto que Carolina es para mí solo un peso
estorboso y una presencia nauseabunda.
En estos días,
la enfermedad me ha llevado a rasgar más de un velo hasta hoy intocado. A pesar
de haber dormido desde siempre en este cuarto, puedo decir que apenas ahora me
entrega sus secretos. Nunca había, por ejemplo, reparado en que son diez las
vigas que corren a través del techo, ni que en la pared frente a la cual yazgo
hay dos grandes manchas producidas por la humedad, ni en que, y este descuido
me resulta intolerable, bajo la pesada cómoda de caoba anidaran en tal
profusión los ratones. El deseo de atraparlos y sentir en los labios el latir
de su agonía me atenaza. Pero tal placer por ahora me está vedado.
No se crea que
la multiplicidad de descubrimientos que día tras día voy logrando me reconcilia
con la enfermedad, ¡nada de eso! La añoranza, a cada momento más intensa, de
mis correrías nocturnas es constante. A veces me pregunto si alguien estará
sustituyéndome, si alguien cuyo nombre desconozco usurpa mis funciones. Tal
súbita inquietud se desvanece en el momento mismo de nacer; me regocija el
pensar que no hay en la hacienda quien pueda llenar los requisitos que tan
laboriosa y delicada ocupación exige. Solo yo que soy conocido de los perros,
de los caballos, de los animales domésticos, puedo acercarme a las chozas a
escuchar lo que el peonaje murmura sin obtener el ladrido, el cacareo o el
relincho con que tales animales denunciarían a cualquier otro.
Mi primer
servicio lo hice sin darme cuenta. Averigüé que detrás de la casa de Lupe había
fincado un topo. Tendido, absorto en la contemplación del agujero pasé varias
horas en espera de que el animalejo apareciera. Me tocó ver, a mi pesar, cómo
el sol era derrotado una vez más y con su aniquilamiento me fue ganando un
denso sopor contra el que toda lucha era imposible. Cuando desperté, la noche
había cerrado. Dentro de la choza se oía el suave ronroneo de voces presurosas
y confiadas. Pegué el oído a una ranura y fue entonces cuando por primera vez
me enteré de las consejas que sobre mi casa corrían. Cuando reproduje la
conversación mi servicio fue premiado. Parece ser que mi padre se sintió
halagado al revelársele que yo, contra todo lo que esperaba, podía llegar a
serle útil. Me sentí feliz porque desde ese momento adquirí sobre Carolina una
superioridad innegable.
Han pasado ya
tres años desde que mi padre ordenó el castigo de la Lupe, por malediciente. El
correr del tiempo me va convirtiendo en un hombre y gracias a mi trabajo he
sumado conocimientos que no por serme naturales dejan de parecerme prodigiosos:
he logrado ver a través de la noche más profunda; mi oído se ha vuelto tan fino
como lo puede ser el de una nutria; camino tan sigilosa, tan, si se puede
decir, aladamente, que una ardilla envidiaría mis pasos; puedo tenderme en los
tejados de los jacales¹ y permanecer allí durante larguísimos ratos hasta que
escucho las frases que más tarde repetirá mi boca. He logrado oler a los que
van a hablar. Puedo decir, con soberbia, que mis noches rara vez resultan
baldías, pues por sus miradas, por la forma en que su boca se estremece, por un
cierto temblor que percibo en sus músculos, por un aroma que emana de sus
cuerpos, identifico a los que una última vergüenza, o un rescoldo de dignidad,
de rencor, de desesperanza, arrastrarán por la noche a las confidencias, a las confesiones,
a la murmuración.
He conseguido
que nadie me descubra en estos tres años; que se atribuya a satánicos poderes
la facultad que mi padre tiene de conocer sus palabras y castigarlas en la
debida forma. En su ingenuidad llegan a creer que esa es una de las
atribuciones del demonio. Yo me río. Mi certeza de que él es el diablo proviene
de razones más profundas.
A veces, sólo
por entretenerme, voy a espiar a la choza de Jesusa. Me ha sido dado contemplar
cómo su duro cuerpecito se entreteje con la vejez de mi padre. La lubricidad de
sus contorsiones me trastorna. Me digo, muy para mis adentros, que la ternura
de Jesusa debía dirigirse a mí, que soy de su misma edad, y no al maligno, que
hace mucho cumplió los setenta.
En varias
ocasiones ha estado aquí el doctor. Me examina con pretenciosa inquietud. Se
vuelve hacia mi padre y con voz grave y misericordioso declara que no tengo
remedio, que no vale la pena intentar ningún tratamiento y que solo hay que
esperar con paciencia la llegada de la muerte. Observo cómo en esos momentos el
verde se torna más claro en los ojos de mi padre. Una mirada de júbilo (de
burla) campea en ellos y ya para esos momentos no puedo contener una
estruendosa risotada que hace palidecer de incomprensión y de temor al médico.
Cuando al fin se va este, el siniestro suelta también la carcajada, me palmea
la espalda y ambos reímos hasta la locura.
Está visto que
de entre los muchos infortunios que pueden aquejar al hombre, los peores
provienen de la soledad. Siento cómo esta trata de abatirme, de romperme, de
introducirme pensamientos. Hasta hace un mes era totalmente feliz. Las mañanas
las entregaba al sueño; por las tardes correteaba en el campo, iba al río o me
tendía boca abajo en el pasto esperando que las horas sucedieran a las horas.
Durante la noche oía. Me era siempre doloroso pensar y evitaba hacerlo. Ahora,
con frecuencia se me ocurren cosas y eso me aterra. Aunque sé que no voy a
morir, que el médico se equivoca, que en el Refugio necesita haber siempre un
hombre, pues cuando muere el padre el hijo ha de asumir el mando: así ha sido
desde siempre y las cosas no pueden ya ocurrir de otra manera (por eso mi padre
y yo, cuando se afirma lo contrario, estallamos de risa). Pero cuando solo,
triste, al final de un largo día comienzo a pensar, las dudas me acongojan. He
comprobado que nada sucede fatalmente de una sola manera. En la repetición de los
hechos más triviales se producen variantes, excepciones, matices. ¿Por qué,
pues, no habría de quedarse la hacienda sin el hijo que sustituya al patrón?
Una inquietud peor se me ha incrustado en los últimos días, al pensar que es
posible que mi padre crea que voy a morir y su risa no sea, como he supuesto,
de burla hacia la ciencia, sino producida por el gozo que la idea de mi
desaparición le produce, la alegría de poder librarse al fin de mi voz y mi
presencia. Es posible que los que me odian le hayan llevado al convencimiento
de mi locura…
En la capilla
que los Ferri poseen en la iglesia parroquial de San Rafael hay una pequeña
lápida donde puede leerse:
Victorio Ferri.
Murió niño.
Su padre y
hermana lo recuerdan con amor.
FIN
Cuadernos del unicornio, México, 1958
1. jacales: chozas
No hay comentarios:
Publicar un comentario