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Federico Vegas (Caracas, 1950) |
Publicado
en:
Vegas,
F. (2007). La ciudad y el deseo. Ensayos.
Petare. Municipio Sucre: Fundación Bigott.
Recuerdo haber comenzado este ensayo durante un
largo paseo por Chacao. Pensaba reflexionar sobre su plaza y sus calles. Llevaba varias ideas anotadas cuando, de pronto, al final de la tarde, una imagen pasó frente a mí y me hizo suspirar como Vinicius de Moraes: «¡Ah! La belleza que existe»; y, al verla alejarse: «¡Ay! ¿Por qué todo es tan triste?». A partir de ese momento mis calibradas reflexiones se convirtieron en deseos incurables.
Entre los damnificados por los estragos del tiempo suele estar
presente el verbo desear en todas sus conjugaciones. Y por estragos no me
refiero a tormentas o a sequías, sino al simple paso de las horas. Muy pocas
veces los años actúan a favor del deseo; sólo llegan a fortalecerlo cuando están
involucrados dos expertos en reciprocidad que han tenido la suerte de enamorarse profundamente. Ahora que Caracas es acosada por sus habitantes dos
preguntas son válidas: ¿cuánto la seguimos deseando?, ¿cuánto ella aún nos
desea?
El espacio deseado se distingue del espacio poseído de la
misma manera que la persona deseada se diferencia de la persona poseída. Desear
y poseer no son simplemente dos instancias; suelen, además, ser opuestos. Ortega
y Gasset ha escrito varios ensayos que explican esta crucial dualidad. Para
Ortega, una de las manifestaciones más omnipresentes del deseo es la expectativa que sentimos ante el ideal femenino; y esta expectativa
adquiere toda su fuerza no frente a la madre, o la hija, o la hermana, ni siquiera
frente a la esposa o la amante, sino ante la mujer que apenas llegamos a desear
por un instante, ante esa visión que se queda en puro anhelo, que vemos pasar
para no verla nunca más.
(Por supuesto que la ecuación opera de igual manera para la
mujer frente al ideal masculino -con diferencias sutiles y determinantes que
ojalá pueda yo comprender algún día-, así que pido excusas antes de seguirme ciñendo al punto de vista que me impone el género. Digamos que no es sesgado sino peligrosamente práctico.)
Dice Ortega: «Cada mujer que vemos por primera vez suscita en
nosotros la suprema esperanza de que ella es acaso la más bella... Cada individualidad
femenina me promete una belleza ignorada, novísima; la emoción que empuja a mis
ojos es la de quien espera un descubrimiento, una revelación súbita».
Quien mejor entiende esta paradoja de la intensidad escondida
y comprimida en lo efímero es la propia mujer. Ortega lo sabe y cita unas estrofas
de la poetisa Safo para asomarnos a ese sortilegio: «Como el viento resbala por las laderas y resuena entre los pinos, así estremece Eros mi corazón».
Ortega insiste en la tensión que existe entre desear y poseer.
A partir del deseo surge la tendencia hacia la posesión de lo deseado; deseamos
que ese algo entre en nuestra órbita, forme parte de nosotros. Allí radica la trampa: el deseo, al transformarse en posesión, puede morir al satisfacerse. En
cambio, cuando el deseo logra transfigurarse en amor, adquiere el ambiguo privilegio de convertirse en un eterno insatisfecho.
Curiosamente, esta insatisfacción constituye una ventaja. El
eterno insatisfecho está conformado, o alimentado, por su misma deliciosa empresa.
Todo el pensamiento de San Agustín parte de esa ansiosa búsqueda: ¿Quién me permitirá descansar contento y
tranquilo dentro de ti? ¿A quién deberé acudir para que entres en mi corazón y
lo desbordes?
¿Qué es entonces, según esta odisea, enamorarse? A diferencia
de la amistad, el amor es capaz de transitar en un solo sentido. Puede haber un amor profundo con un solo enamorado; en cambio, para una verdadera amistad hacen falta dos amigos. Tengamos, pues, en cuenta que una de las más crueles y fascinantes cualidades del amor es subsistir sin ser correspondido.
Y algo más grave aún: hay quien no le importa amar sin ser amado.
Pero no hay que mortificarse, con algo de suerte podemos
participar en una relación mutua, bilateral, que convierta al objeto del deseo
en un sujeto que también nos posee, hasta conformar una dualidad pletórica de «descubrimientos», de «revelaciones súbitas», una fusión que llega a constituir
esa «belleza ignorada, novísima» que nos obliga a redefinirnos. Y así, por obra
y gracia del amor, nos convertimos en otra cosa y logramos salir de nosotros
mismos para dirigirnos a lo deseado, para estar en él y con él.
Ortega también acude a San Agustín: «Mi amor es mi peso, por él
voy donde quiera que voy». Amar es gravitar hacia lo amado (al punto que los ingleses
hablan de «to fall in love», una suerte de «caer a los pies»), y en esta dirección
obtenemos la más pura evidencia de existir, de ser siendo en otro.
En uno de sus ensayos más decididamente masculino: Psicología del hombre interesante,
Ortega nos ofrece otra cita aún más conmovedora; esta vez del filósofo Georg Simmel: «La esencia de la vida consiste en anhelar
más vida». Ciertamente, «desear» es mejor aliado de esta causa que «poseer».
En las estrofas de La chica de Ipanema, Vinicius de Moraes
logra unir el espacio urbano a la propuesta de Ortega. Las estrofas de su canción
son certeras. Habla de una mujer que «es la cosa más linda que yo ya vi pasar». Ciertamente,
Vinicius no llega a poseerla, por eso exclama: «¡Ay! ¿Por qué todo es tan triste». Nadie se atreve a acercarse a la chica de Ipanema. Todo
el mundo en la calle suspira mientras ella sonríe sin mirar a nadie, mientras camina
a través de la ciudad buscando ese espacio infinito y sin dueño que es el mar.
Aprovechemos esta visita a Ipanema para explorar el
significado del verbo «suspirar». El suspiro es el sonido que hace el aire al
salir con peculiar fuerza. Si el aire suena al entrar, no se trata de un
suspiro sino de un susto. Ex halar no es igual a inhalar: en el susto el espíritu
ha entrado en nuestro cuerpo; en el suspiro lo devolvemos a la vida, y se
cumple la cita de Simmel que Ortega resume en una corta frase: «Vivir es más
vivir».
Walt Whitman presenta otro caso, radicalmente diferente, donde
se funde lo femenino y lo urbano en su poema «Una vez pasé por una ciudad populosa».
Pasé una vez por una
populosa ciudad, estampando para futuro empleo en la mente sus espectáculos, su
arquitectura, sus costumbres, sus tradiciones Pero ahora de toda esa ciudad me
acuerdo sólo de una mujer que encontré casualmente, que me demoró por amor.
Frente a la intensa relación que protagoniza Whitman, «Día
tras día ynoche tras noche estuvimos juntos, Todo lo demás lo he olvidado», la chica de
Ipanema viene a constituir una dosis homeopática. Mientras Whitman insiste en ver a la mujer poseída «cerca a mi lado con silenciosos labios, dolida, trémula», Vinicius observa marcharse a la mujer deseada y apenas alcanza a exclamar «Ah... la belleza que existe». Aquí tenemos la razón o la chispa del gran hallazgo de Vinicius: su certera descripción de ese ver algo que ya no está, algo que ha pasado ante nosotros pero que sigue perteneciendo al presente sin ninguna base afectiva que lo explique. Se trata, pues, de un deseo insatisfecho hacia una belleza jamás poseída, y de una melancolía que logra convertirse en un deseo aún más amplio. Esta súbita -y suspirada- amplitud nos pone en sintonía con la belleza de todo el derredor, al abrir nuestros sentidos y permitirnos contemplar a la ciudad que por un fugaz instante contuvo a lo deseado.
Podemos decir, pasando de la chica de Ipanema a la ciudad por
donde ella transita, que el espacio deseado no es de los inquilinos, ni de las asociaciones de vecinos, juntas de condominio, especuladores urbanos, ingenieros municipales, arquitectos o urbanistas; ni siquiera de los recién casados que buscan vivienda. El espacio deseado pertenece, en toda su plenitud, tan sólo al paseante.
¿Quién es ese ser con tan maravillosos poderes? Nadie ha
descrito mejor que Walter Benjamin este andar siempre indiferente y siempre
buscando nuevos objetos con infinita curiosidad. Disfrutemos de una de sus más
famosas descripciones:
El bulevar es la vivienda
del paseante, quien está entre fachadas tan cómodo como el burgués en las
cuatro paredes de su casa. Las vitrinas deslumbrantes de los comercios son para
él un adorno de pared tan bueno y mejor que para el burgués una pintura al óleo
en el salón. Los muros son el pupitre en el que apoya su cuadernillo de notas.
Sus bibliotecas son los kioscos de periódicos, y las terrazas de los cafés los
balcones desde donde hace su trabajo y contempla su negocio.
El paseante no comulga con quienes creen que amar la ciudad
consiste en intentar transformarla. Estos otros cruzados bien intencionados no se dan cuenta de que están ejerciendo una parte limitada y limitante de sus posibilidades. El deseo transformado en posesión pura puede incluso convertirse
en destrucción. Hay otra dirección, otro propósito para el deseo: entender la
vocación del objeto deseado.
Shoredith era el barrio más temido de Londres, con gánsteres
de verdad que hacían en él su campo de batalla. Hasta que en los noventa
llegaron los artistas jóvenes a buscar espacios grandes y baratos donde ubicar sus
estudios. Hoy sus calles están llenas de tiendas, bares y galerías de arte, y
todavía late el encanto de su espíritu salvaje. Igual sucedió antes con Camden
y Notting Hill. Abundan los ejemplos de cambios notables en la manera de concebir el espacio, de utilizarlo, de amarlo, sin necesidad de cambiar sus formas y estructuras. Tal es el caso de Soho, Chelsea, y el reciente
Meatpacket District en Nueva York. Y el ejemplo más emblemático:
Le Marais en París, que ha tenido una evolución radicalmente
distinta al b0rrón y cuenta nueva que proponía Le Corbusier, un extremo de
posesión maniática y omnipotente.
Caracas está urgida de comprensión y cariño. La ciudad
atraviesa momentos terribles y parece carecer de fuerzas para transformarse. A veces
lucha desesperada como un náufrago que intenta aferrarse a cualquier cosa que
flote; otras se entrega a su suerte y avanza mansamente a la deriva, o
encuentra algo de sosiego en la aceptación de su hundimiento. En tales
condiciones nadie puede establecer una relación amorosa. Tal es el proceso que
ha ido convirtiendo el centro de la ciudad en su margen más hostil.
A una ciudad tan frágil y confundida le hace falta, primero
que todo, conocerse a sí misma, entender qué diablos le sucede, hacerse
consciente do sus posibilidades y de su belleza innata e indestructible. Cuando un ser ha vivido en el menosprecio y la degradación, necesita ser protegido, incitado al deseo y a ser contexto de deseos. Si descubrimos y logramos explicar el contenido de la ciudad se irán produciendo una serie de consecuencias
lógicas e inevitables en el contenedor.
Cuando el paseante no establece una relación afectiva con las
calles y los edificios ordinarios de nada sirven las obras extraordinarias. El
romance urbano comienza en el encuentro del ciudadano con la ciudad cotidiana y
común, con los lugares donde el hombre puede asumir sus suspiros, sus asombros,
y hasta sus sustos.
El paseante tiene como tarea mantener vivo el deseo de Caracas
de ser ciudad. El paseante debe avanzar con el rigor y la incesante curiosidad del
navegante, pero hacerlo dentro de esa formidable concreción de lo terrestre que
es la ciudad. El lema será «¡Siempre perplejos! ». La perplejidad, con su carga
de dudas, emociones y visiones, nos hace reflexivos y permeables.
Maimónides escribió una Guía de perplejos. Trata sobre lo
divino, pero hay algunos apartados que pueden resultarnos útiles: «Sobre la
revelación», «Sobre la visión profètica»,
«Sentido
del reposo», «Explicación del verbo râkab». Este Râkab significa «cabalgar
sobre el cielo». Alguna vez he logrado ese caminar pausado, desapegado y elegante al avanzar por el centro de la ciudad. Sólo hace falta la compañía de un buen amigo para intercambiar observaciones, venir de un buen restaurante para tener lastre y haber bebido suficiente vino para alcanzar el grado adecuado de elevación.
La labor que propongo es sencilla. Existe una arquitectura del
propósito y de la transformación, pero también existe una arquitectura que se
alimenta de la arquitectura existente para transformar la vida en más vida, una
arquitectura que hace de la ciudad más ciudad. Veamos otra imagen de San Agustín,
la más gráfica: «Mi alma es una casa, pequeña para albergarte, pero yo te ruego
que la hagas crecer. Está en ruinas y te pido que la reconstruyas».
Entiendo mi fanatismo de proponer que se incida primero en la
cultura del espacio antes que en el espacio mismo, pero temo más a la
alternativa opuesta: a la posibilidad irreversible de transformar un espacio
aniquilando su cultura. Temo a toda posesión que aniquila el deseo. Temo a los proyectos
urbanos en una ciudad que se desprecia a sí misma, sin antes seducirla e incitarla a amar y ser amada. Debemos convencerla de que el amor es una promesa inextinguible con palabras similares a las de San Agustín, a las cuales sólo he cambiado el género, para referirlas a la ciudad y
ya no sólo a Dios.
Tú eres la más oculta y la
más presente.
Tú nunca cambias y sin
embargo cambias todas las cosas. Nunca eres nueva, nunca eres vieja, y aun así
todas las cosas obtienen de ti nueva vida.
Tu amas a las criaturas,
pero con un amor gentil. Tú las atesoras, sin asociarlas.
Tus tareas son variadas,
pero tu propósito es uno y siempre el mismo, Tú le das la bienvenida a todos los
que llegan a ti, aunque nunca los dejaste de tener a tu lado.
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