Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Nochebuena de José Rafael Pocaterra


José Rafael Pocaterra (Valencia, Venezuela 1889 - Montreal, Canada 1955)



I

Cuando el ordenanza pasó la requisa de la tarde, todos los presos nos agrupamos para preguntarle la suerte que corría nuestro compañero Julián Freites, condenado por homicidio a "libra esterlina", que en el argot del presidio significaba seis con dos, o sea seis años dos meses.
En aquel foso estábamos los más distinguidos —no contando a Freitecito que lo pasaron con nosotros desde la noche antes sin saberse por qué—. Éramos cinco, todos por delitos comunes, pero no tan comunes que digamos: el compañero Montesdeoca, porque degolló al Cura de El Pao; los dos hermanos Rodríguez, Juancito y Pedro Manuel, que le dieron sus puñaladas a un sujeto a quien ellos no conocían personalmente para permitirse semejante confianza; un muchacho Carlés, aragüeño, ladrón de oficio y que apareció complicado en lo de la mujer descabezada que hallaron ahora años en Pagüita, y yo, que sólo tenía pendiente la causa de la Hacienda Rosa, porque en el asunto de los esposos Pérez, macheteados un año antes no se me pudo probar nada... Mi abogado fue un muchacho, uno de estos doctorcitos jóvenes de ahora que hacen absolver a Judas Iscariote por quince pesos.
Así que en este "foso" el ordenanza hilaba muy delgado y nos trataba con guante de seda.
     ¿Freitecito? Yo sé, pues — repuso, rascándose la cabeza...
Pero sí sabía. Tan lo sabía, que cuando el compadre Montesdeoca se le acercó y le puso en el hombro aquella manaza velluda, metiéndole la mirada torcida de zorro, balbuceó:
     Por lo que me paice, hay algo contra él; está en el calabozo, solo. Como que le van a dar su mere mere con pan caliente.
Hubo una protesta. Todos exclamamos:
     Y, ¿por qué lo van a "pelar"?
     ¡Hombre!, ¡no juegue!; si le pegan a ese hombre nos tendrán que matar a los demás.
El ordenanza era de la misma opinión:
-         Eso es verdad. Ahora a mi me paice que la pela se la ganó por haberle metido qué comer a un compañero, a ese catire yaracuyano que tienen a dieta en el 11.
Venía el "recorrida", un oficial, el cabo de presos, y se calló.

II

Hace doce años de eso. Entonces el servicio penintenciario era duro. Los hábitos de presidio no se normalizaron hasta más tarde; en agosto del año 908 que pasó una circular el Ministro. Y el castigo impuesto a Freitecito por falta de disciplina nos sublevó a todos verbalmente:
     ¡Es monstruoso! —exclamé.
     ¡Es un atropello! —comentó el vale Montesdeoca.
     ¡Eso conmueve! —añadió Carlés, el forzador de Aragua.
Se convino que aquello de propinarle cien palos a Freitecido no estaba en orden.

III

En la tarde supimos que el delator fue el mismo yaracuyano, el catire Miguel Ponte que se moría de hambre en el 11 porque era tragón como él solo y la ración se la recortaron como penitencia por los alborotos que formaba y los golpes que trató de darle a otro compañero, un viejecito tullido, malo y débil.
Y a él fue a quien Freitecito, burlando la orden, le pasó por debajo de la puerta dos hallaquitas y un pedazo de papelón.

IV

Freitecito sufrió el castigo estoicamente. Le pusimos azufre, manteca de gallina y suero en las caderas.
Después de curado se echó en un rincón, sin quejarse. Pero le brillaban los ojos como dos brasas.
A las dos semanas comenzó a engordar. Está probando: los hombres que reciben una paliza, yo no sé por qué fenómeno, engordan, se les cura el estómago, les salen "chapas".

                                                                                 V


Ayer, día de Noche Buena, trajeron al calabozo nuestro a Miguel Ponte, el yaracuyano. Parece que ha habido muchas condenas y están agrupando a los "viejos" en las cuadras de arriba.
Cuando tocaron "silencio", Freitecido se preparaba a acostarse
     Ahí está tu hombre – le soplé al oído.
     -Sí. Ha venido por su aguinaldo.
Y los ojos le brillaron como los de un gato en agosto. Tendió su cobija y se acostó. La una sería cuando oímos un ronquido grueso, después parecía un perro aullando y a poco una cosa así como un hervor de agua o como que estaba haciendo gárgaras.
Cuando amaneció, en el fondo del calabozo, yo me había despertado primero, advertí la cobija de Miguel Ponte toda revuelta, y de la mancha oscura, roja, del forro, salía un pie, un pie muy flaco, descalzo, amarillo, casi verde, pues, con los dedos recogidos, contraídos como se ponen para gatear un palo.
Llamé a los otros y lo descubrimos entre la manta y el zócalo de la pared. Tenía los ojos saltados, la boca desquijarada de la cual surgía, junto con un pedazo de lengua, un hilo de baba. Frío como el hierro de un grillete. 

VI

- -      ¡Recorrida, un hombre muerto!
Vinieron en tropel. El oficial, el médico, soldados.
Estaba estrangulado, admirablemente estrangulado. Se abrieron averiguaciones. Todos fuimos escrupulosamente interrogados, requeridos, acechados por la angustia de la repregunta.
Nadie dijo nada. Nadie supo nada. Cosas de presidio.
Al retirarse el oficial, comentó entre dientes:
     ¡Porción de vagabundos éstos! ¡Mire que y que ahorcar a un hombre en Noche Buena!

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”