Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Las de la Loza de Adriana Villanueva




Las vendedoras de frutas de Bartolomé Esteban Murillo (Sevilla, 1617 - 1682)

Autora: Adriana Villanueva


Esto de ser rica ya no me está gustando tanto. Una se siente sola. Extraño cuando salía a jugar a la calle y me quedaba hasta tarde cantando y bailando con las amigas del vecindario. Desde que nos mudamos a la colina paso todo el día peleando con Yuri por el control remoto de la televisión, o jugando solitario en la alfombra persa que tío Cruz encargó de Miami. Me muero de aburrimiento.
No voy a negar que al principio me pareció un sueño el día que mamá dijo que nos íbamos para siempre de ese callejón de mala muerte. En menos de un mes nos mudamos para una casa con jardín dejando atrás nuestras pertenencias, hasta la televisión, que no era pantalla plana ni jomtiater como la que tenemos en el estar de la nueva casa, pero que era de 25 pulgadas. Ni siquiera el conejito de peluche con el que dormía abrazada pudo venir. Mamá quería todo nuevo. Nada que le recordara su antigua vida.
Yuri y yo echamos broma y le decimos que no nos cambió a nosotras porque no pudo. Creo que no estamos tan equivocadas, mamá quiere que sus hijas seamos unas damitas, por eso tío Cruz contrató a una profesora de etiqueta para que nos enseñe a comportarnos en sociedad. Todavía no hemos tenido muchas  oportunidades de practicar lo aprendido con la señorita Clementina, aunque ella dice que nuestros avances son sorprendentes. Casi casi estamos para ser presentadas en el mismísimo palacio de Buckingham.
Sin embargo, a pesar de que sólo tengo a Yuri con quien jugar, sin duda se vive bien en esta casota: los chorros de agua caliente del jacuzzi te hacen cosquillas sabrosas, dormimos con almohadas de plumas y hay dos muchachas de servicio que limpian, cocinan, lavan, tienden y destienden nuestras camas. Ahora mis manos parecen las de un princesa. Pero lo que más me hace feliz, más que todos los lujos, es que desde que nos mudamos a la colina mamá es pura sonrisa y alegría. Sólo me cuesta entender por qué no permitió que nos despidiéramos de nuestras amigas:
"Este callejón se volvió pasado", dijo mientras el chofer de tío Cruz nos abría la puerta del carro el día que nos fuimos para no volver. "No hay lugar para explicaciones ni despedidas".
A mí que me encantaba tener amigas. La pasábamos bomba en el parquecito practicando los pasos de moda. A los muchachos no les interesaba bailar, ellos preferían jugar pelota y echar broma. Eran medio necios, pero también los extraño. Bailar con mi hermana no es divertido, no tiene ritmo y se cansa rápido. Mamá a veces se quita los zapatos y baila conmigo, lo hace para contentarme, ella pensaba que haríamos amigas en el colegio de las Ursulinas. Pero
ha pasado un año y todavía no nos invitan a fiestas, ni a merendar, ni siquiera a hacer tareas. Nosotras sí hemos invitado algunas condiscípulas a casa. Siempre tienen otro compromiso.
Cuando viene tío Cruz y mamá empieza con la cantaleta de que estamos solas, él le dice que no se preocupe, así sea a los realazos tendremos amigas. Tío Cruz le pide a mamá que tenga paciencia, pronto haremos una recepción a la que vendrá toda la ciudad y ¡ay! de quien nos haga un desaire. Pero el día de la fiesta tarda en llegar. Mientras tanto tío Cruz nos manda regalos con su chofer: bombones, una orquídea, un mueble nuevo, ropa linda, joyas para mamá, pero nada de fiestas. Todavía no es el momento.
Yuri piensa que estoy loca, dice que qué tontería es esa del aburrimiento. Ella no siente nostalgia del callejón. Que qué amigas ni qué amigas. Mi hermana no entiende cómo puedo comparar la casota con aire acondicionado central donde a través de las ventanas sólo se ve verde con el pedazo de edificio gris en el que vivíamos que parecía una prisión. Que si no me acuerdo de que los ascensores siempre estaban dañados; que el agua se la pasaba racionada y cuando había, de la regadera apenas salía un chorrito. Cómo comparar ese chorrito con el jacuzzi. Que si no me acuerdo de las noches de calor con los zancudos devorándonos y una rockola prendida a todo volumen en algún apartamento vecino. Prefiero quedarme callada para que mi hermana no se burle de mí, para que mamá no diga que a esta niña se le quedó el callejón metido por dentro; pero extraño esa rockola, ¡Dios, cómo la extraño! aquí los únicos ruidos que se oyen son los de la aspiradora... la lavadora... la secadora.
Para mí prisión es esta casota, a pesar de su jardín, de las alfombras persas, del jomtiater, del jacuzzi. Es que cuando abres el portón y asomas la nariz, sólo encuentras ausencia. Nadie camina por estas calles, bueno, las muchachas de servicio sí lo hacen, pero las oigo quejarse de que sólo un transporte pasa dos veces al día por la colina. Ni siquiera hay un quiosco donde comprar cigarros o lotería. Quizás por eso ninguna dura mucho tiempo en casa. Se sienten encerradas. Dicen que por aquí no pasa ni el frutero.
No se lo cuento a mamá porque a ella no le gusta que socialice con las empleadas.
Lo único interesante en esta urbanización son tres chicas de nuestra edad que viven en la casa de en frente. La que le falta una mano de pintura y se le están cayendo las tejas. En esa casa destartalada viven tres flacuchas que todas las tardes se escapan calladitas a la hora de la siesta por una puerta blanca. Regresan poco después con el rostro transformado, casi iluminadas, como si se hubieran reunido con los ángeles.
No fue fácil conocer a estas vecinas, ni a ningún otro vecino. Pero a estas vecinas en particular Yuri y yo deseábamos conocerlas porque desde la ventana del cuarto las veíamos jugando en su jardín y parecía que estuvieran tan solas como nosotras. Nos preguntábamos si se habrían percatado de nuestra existencia, si sabrían que a pocos metros de su casa vivían unas muchachas que podían ser sus amigas. Le rogamos a mamá que nos dejara tocar el timbre del caserón, pero a mamá nunca le gustó la casa, decía que afeaba la urbanización. Además, la señorita Clementina dijo que cuando una familia se muda a una urbanización es deber de los vecinos darle la bienvenida con galletas o dulces como lo hacen los gringos en las películas. Dónde se ha visto que los recién llegados deben presentarse ellos mismos.
Pero como ni del destartalado caserón ni de ninguna quinta de la colina vino visita a ofrecernos ni galletas ni dulces, mamá accedió a olvidar por un día las enseñanzas de la señorita Clementina y tocarle la puerta a las vecinas de enfrente con unas palmeritas que compró en una pastelería. Sacrificio que hizo de mala gana para ver si por fin hacíamos amigas.
Un caluroso jueves por la tarde mamá, Yuri, y yo, vestidas de forma elegante pero casual -como sugiere la señorita Clementina a la hora de hacer visitas de cortesía- tocamos el timbre del caserón y en lugar de que una empleada nos abriera la puerta, nos abrió una señora alta con el cabello agarrado en un moño descuidado. Ante la mirada neutra de la mujer, mamá le tendió la bandeja de palmeritas:
"Buenas tardes, somos las de La Loza, nos mudamos hace poco a la quinta de enfrente. Venimos a ponernos a la orden".
La señora tomó las palmeritas y nos hizo pasar. En silencio nos condujo por un pasillo a un oscuro salón que olía a moho y a encierro. La mujer corrió las cortinas, abrió la ventana y señaló con su larga y ensortijada mano un raído sofá de flores. Al entrar los rayos de sol en la habitación, un infinito ejército de partículas de polvo bailó al trasluz de la ventana. La señora se disculpó un momento y salió llevándose las palmeritas mientras mamá contemplaba con desaprobación su alrededor. Para colmo, un gato peludo saltó de atrás de una cursi estatua de Venus que había a un lado del salón y yo del susto di un grito. Yuri, que es alérgica al polvo y a los gatos, empezó a estornudar. Mamá, furiosa, espantando con un cojín los mosquitos que bailaban alrededor de sus pantorrillas desnudas, despotricaba en susurros:
"Quién me manda a hacerles caso: sólo con ver esta covacha desde afuera se veía que estas no son el tipo de amistades que estamos buscando".
La mujer del moño regresó con las palmeritas en un plato de porcelana escarapelado, seguida por otra señora igual de alta y desaliñada que se presentó dándonos la mano con fuerza varonil. Parecían hermanas, quizás gemelas, ambas vestían ropa pasada de moda de colores opacos. Las muchachas de la casa tardaron unos minutos en unírsenos, la más alta con una jarra de limonada en una bandeja de plata. La menos flaca con los vasos. La tercera llegó con las manos vacías, se sentó en una butaca con cierta dificultad y el gato, que se había escondido debajo del sofá, se acomodó mimoso en sus brazos.
Leticia dijo llamarse la tercera muchacha, la muchacha que desde la ventana de nuestro cuarto parecía la más bonita, la que siempre tenía un libro entre sus manos, la que mi hermana y yo soñábamos que algún día sería nuestra confidente y amiga. Viéndola de reojo acariciar torpemente a su gato, como si sus brazos, cabeza y tronco no estuvieran sincronizados, no pude dejar de notar que nuestra venerada Leticia era tan rígida como la estatuilla de Venus que adornaba el desvencijado salón. Me costaba creer que aquella joven que desde nuestra ventana era la imagen de perfección que mi hermana y yo soñábamos algún día alcanzar, vista de cerca era lo que en el callejón llamaríamos una "tullida".
Yuri, que no sirve para disimulos, entre estornudo y estornudo no le quitó los ojos de encima a la joven maltrecha mientras mamá comía palmeritas y tomaba tragos de limonada con cara de asco porque el cristal del vaso no se veía traslúcido. Yo intentaba desesperadamente que la conversación fluyera hablando de lo tranquila que es la zona, preguntándoles en qué colegio estudian. Las dueñas de la casa contestaron con monosílabos, no hicieron ningún esfuerzo en hacernos sentir bienvenidas, apenas si abrieron la boca. Ni siquiera probaron las palmeritas. Por eso mamá, cuando no habían pasado quince minutos de nuestra llegada, en medio de un incómodo silencio vio el reloj de oro que le regaló tío Cruz en su cumpleaños, y exclamó:
¡Miren la hora que es, se está haciendo tarde! Niñas nos tenemos que ir".
La despedida fue parca como el recibimiento, y a pesar de que mamá, tan hipócrita, invitó a las flacas para que cualquier tarde de estas fueran a ver una película en el jomtiater, apenas se cerró la puerta tras nosotras, exclamó sin temor a que la oyeran:
"¡Cuánta decadencia! Esa casa hiede a orina de gato".
Traté de defender la única amistad que veía en nuestro futuro próximo:
"Quizás son tímidas, pero se ven gente bien".
Mamá no quiso oír razones. "Son unas venidas a menos", repetía, y como mamá está segura de que la mala suerte se contagia, nos exigió que evitáramos a esa familia como si fueran leprosas. Y cuando mamá pone la cruz encima, es difícil que la quite. En el caso de las vecinas no fue necesario hacerla cambiar de opinión porque las muy mal educadas no nos devolvieron la visita. Las raras veces que nos cruzamos entrando o saliendo de nuestras respectivas casas, apenas nos saludamos con un esquivo gesto de cabeza.
Sin embargo, Yuri y yo no dejamos de espiar a las de enfrente, nos moríamos de la curiosidad de averiguar a dónde se dirigían todas las tardes a la hora de la siesta. Cuál era su misterioso destino después de atravesar la puerta blanca y abandonar el caserón. Pero mamá no nos dejaba salir a la calle, decía que ya no podemos andar realengas por ahí, no es propio de niñas de nuestra clase social. Quizás jamás nos habríamos atrevido a desobedecerla de no ser porque una noche, con lágrimas en los ojos por la impotencia, mamá, que después de nuestra fracasada visita estaba empeñada en presentarnos de una buena vez en sociedad, nos confesó que tío Cruz volvió a darle largas a la recepción. En este momento no podía enfrentarse a su otra familia.
Pero no fui yo quien decidió seguir a las flacas en su misteriosa expedición, fue Yuri, ella anhelaba la fiesta, pensaba que así la aceptarían sus compañeras del nuevo colegio, después de todo tío Cruz es poderoso, ¡ay!, de quien le haga un desaire, recordaba. Por eso al saber que el baile aún no podría ser y que nuestra única compañía sería la señorita Clementina dos tardes por semana hasta Dios sabe cuándo, mi hermana me dijo una mañana, con la misma naturalidad de quien mira al cielo nublado y anuncia "va a llover", que esta tarde era el día para seguir a las pretenciosas. Yuri sabía que a mamá no nos le podemos escabullir, no duerme siesta, pero como los viernes siempre va a la peluquería, era la tarde ideal para averiguar de una vez por todas qué se traían las vecinitas entre manos.
Al mediodía, ante la expectativa de nuestra aventura, apenas probé el almuerzo y eso que había milanesas con papas fritas. Mamá, preocupada por mi inapetencia, casi cancela su cita en la peluquería porque no le gusta dejarnos solas cuando estamos enfermas. Yuri me pegó patadas bajo la mesa, tuve que mentir diciéndole a mamá que comí galletas antes de almuerzo y se me quitó el hambre.
"Mal hecho", me reprendió mientras una de las muchachas de servicio le servía quesillo. "Sabes que no me gusta que coman entre comidas".
Antes de irse a la peluquería, mamá me tocó la frente y el cuello para asegurarse de que no tenía fiebre, y al sentir que estaba fresca, me dio un beso, tomó su cartera y salió de la casa con una canción entre los labios.
Apenas oímos cerrarse el portón, Yuri me pellizcó durísimo el brazo:
"¡Boba, casi lo echas todo a perder!".
Poco antes de las dos, cuando las muchachas de servicio terminaron de lavar los platos y se encerraron en su cuarto a ver la telenovela, Yuri y yo nos escabullimos a la calle escondiéndonos detrás de un árbol a esperar que nuestras vecinas salieran en su ritual paseo de la hora de la siesta. A las dos en punto, las flacas se escurrieron por la puerta blanca, pero algo había cambiado, no iban alegres como si las estuvieran esperando los ángeles, sino mal encaradas como si la expedición de hoy no fuera una aventura placentera.
"Mejor nos quedamos", le sugerí a Yuri cuando las vecinas doblaron apuradas la esquina. Presentía que algo no estaba bien. Mi hermana no quiso oír razones, me jaló por el brazo antes de que se nos fueran a perder las flacas. Lo más curioso es que a pesar de su semblante taciturno, la tullida Leticia estaba más iluminada y linda que nunca. Llena de alhajas como una princesa de las Mil y Una Noches.
El trecho recorrido no fue largo, menos de tres minutos a paso rápido. Las flacas se detuvieron en la plaza abandonada por donde pasa todas las tardes el transporte, esa en la que alguna vez hubo una estatua y hoy sólo queda el pedestal. Al otro lado de la acera nos escondimos detrás de un carro abandonado a través del cual vimos cómo las flacas adornaron a Leticia con plumas de pavo real, una estola de zorro y un velo rosa, como si la estuvieran preparando para su boda.
Engalanada de manera tan estrafalaria, la tullida se subió con dificultad pero sin ayuda al pedestal, parecía una de esas vírgenes sacrificadas de las que hablan los libros de historia, una princesa azteca esperando valiente a que le arranquen el corazón y lo lancen al fuego como ofrenda a los dioses. A las dos y ocho, coincidiendo con el paso frente a la plaza del transporte, con un doloroso esfuerzo que se reflejó en su demacrado rostro, Leticia echó la cabeza para atrás, dobló la espalda y extendió los brazos como si quisiera
alcanzar el cielo, manteniéndose durante el rápido paso del vehículo inerte, como la más sublime de las estatuas.
A mi, lejos de parecerme hermoso su gesto, me pareció de una tristeza tan grande, de tal desolación, que aprovechando que Yuri estaba como hipnotizada por el momento, corrí llorando calle abajo hasta que las perdí de vista.
No sé cuánto tiempo deambulé, ni qué pretendía hacer, ni cuál era mi destino. Como no tenía dinero le expliqué a una señora que estaba perdida y quería regresar a casa, le pedí que me prestara para el pasaje. La señora me miró extrañada, se preguntaría qué hacía una niña vestida como yo pidiendo dinero. Abrió su portamonedas y me dio suficiente para regresar. Antes de las cinco estaba en el callejón, poco había cambiado, sólo unos grafitis nuevos prometían amor eterno o alguna consigna política. Busqué a las amigas en el parque y las encontré, no estaban solas: los muchachos que antes nos esquivaban, hoy compartían sus juegos y bailes. Todos se sorprendieron al verme, algunas me abrazaron, otras me miraron de arriba abajo con indiferencia, con desdén, con qué te has creído después de un año sin aparecer venir a darte ínfulas de señoritinga. Al rato comenzaron a bailar, traté de unírmeles pero sus movimientos y su ritmo me eludían, me sentía tiesa, desubicada. Ya no era una de ellos.
Me fui sin despedirme. Nadie me detuvo.  Comenzaba a oscurecer y regresé al edificio del que deseé nunca haberme ido, el mismo que mamá y Yuri recuerdan como una prisión, como una pesadilla. El ascensor estaba averiado, subí los seis pisos sin detenerme, una vez frente al apartamento, toqué la puerta y me abrió una señora gorda, al explicarle que ese era mi hogar y que ahí fui feliz, me invitó a pasar y le dijo a un hombre que veía la televisión:
"Es la niña del general".
El apartamento tampoco era el mismo, a pesar de que nuestros muebles permanecían en su lugar, olía distinto, no a jabón de lavanda sino a caldo de repollo y zanahoria. La señora me ofreció un refresco, no le dije ni que sí ni que no, sólo entré sin pedir permiso al cuarto, abrí la puerta del closet, saqué una tabla del piso, mi lugar secreto, y ahí estaba el conejito que escondí para que mamá no lo botara en la mudanza. Lo tomé entre mis brazos y me acosté en la cama. Debí quedarme dormida porque cuando abrí los ojos, me encontré a tío Cruz vestido de uniforme haciéndome cariños en la cabeza mientras le explicaba a los nuevos inquilinos:
"No se acostumbra a ser princesa". Me tomó entre sus brazos y me llevó cargada los cinco pisos para abajo susurrándome al oído: "Tremendo susto nos echaste, mi niña, casi matas a tu mamá de un disgusto".
El chofer abrió la puerta del carro, me acurruqué en una esquina abrazada a mi conejito mientras tío Cruz llamaba a mamá por celular para avisarle que íbamos en camino. Al colgar, tomó mi mano y dándole un par de palmaditas, dijo:
"No te preocupes pequeña, serás feliz, así sea a los realazos". Pero esto de ser rica ya no me está gustando tanto.

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”