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Anton Chejov (Rusia, 1860 - Alemania, 1904) |
En la administración de correos
La joven esposa del viejo administrador de Correos Hattopiertzof acababa de ser inhumada. Después del entierro fuimos, según la antigua costumbre, a celebrar el banquete funerario. Al servirse los buñuelos, el anciano viudo rompió a llorar, y dijo:
-Estos buñuelos son tan hermosos y rollizos como ella.
Todos los comensales estuvieron de acuerdo con esta
observación. En realidad era una mujer que valía la pena.
-Sí; cuantos la veían quedaban admirados -accedió el
administrador-. Pero yo, amigos míos, no la quería por su hermosura ni tampoco
por su bondad; ambas cualidades corresponden a la naturaleza femenina, y son
harto frecuentes en este mundo. Yo la quería por otro rasgo de su carácter: la
quería -¡Dios la tenga en su gloria!- porque ella, con su carácter vivo y
retozón, me guardaba fidelidad. Sí, señores; érame fiel, a pesar de que ella
tenía veinte años y yo sesenta. Sí, señores; érame fiel, a mí, el viejo.
El diácono, que figuraba entre los convidados, hizo un
gesto de incredulidad.
-¿No lo cree usted? -le preguntó el jefe de Correos.
-No es que no lo crea; pero las esposas jóvenes son
ahora demasiado..., entendez vous...? sauce provenzale...
-¿De modo que usted se muestra incrédulo? Ea, le voy a
probar la certeza de mi aserto. Ella mantenía su fidelidad por medio de ciertas
artes estratégicas o de fortificación, si se puede expresar así, que yo ponía
en práctica. Gracias a mi sagacidad y a mi astucia, mi mujer no me podía ser
infiel en manera alguna. Yo desplegaba mi astucia para vigilar la castidad de
mi lecho matrimonial. Conozco unas frases que son como una hechicería. Con que
las pronuncie, basta. Yo podía dormir tranquilo en lo que tocaba a la fidelidad
de mi esposa.
-¿Cuáles son esas palabras mágicas?
-Muy sencillas. Yo divulgaba por el pueblo ciertos
rumores. Ustedes mismos los conocen muy bien. Yo decía a todo el mundo: «Mi
mujer, Alona, sostiene relaciones con el jefe de Policía Zran Alexientch
Zalijuatski». Con esto bastaba. Nadie se atrevía a cortejar a Alona, por miedo
al jefe de Policía. Los pretendientes apenas la veían echaban a correr, por
temor de que Zalijuatski no fuera a imaginarse algo. ¡Ja! ¡Ja!... Cualquiera
iba a enredarse con ese diablo. El polizonte era capaz de anonadarlo, a fuerza
de denuncias. Por ejemplo, vería a tu gato vagabundeando y te denunciaría por
dejar tus animales errantes...; por ejemplo...
-¡Cómo! ¿Tu mujer no estaba en relaciones con el jefe
de Policía? -exclaman todos con asombro.
-Era una astucia mía. ¡Ja! ¡Ja!... ¡Con qué habilidad
los llamé a engaño!
Transcurrieron algunos momentos sin que nadie turbara
el silencio.
Nos callábamos por sentirnos ofendidos al advertir que
este viejo gordo y de nariz encarnada se había mofado de nosotros.
-Espera un poco. Cásate por segunda vez. Yo te aseguro que no nos volverás a coger -murmuró alguien.
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