![]() |
Iván Turguéniev (Rusia, 1818 - Francia, 1883) |
El enano
Kaciano
Iván
Turguéniev
Volvía de una cacería en una mala “telega1”
y me agobiaba el calor de un día nebuloso. Dormitaba sometido con resignación a
las sacudidas del vehículo, cuyas ruedas levantaban una polvareda fina, que nos
envolvía.
Llamó de pronto mi atención la inquietud del
cochero, que hasta ese momento iba más tranquilamente adormecido que yo. Tiró
de las riendas, se volvió mirando y pegó a los caballos.
Viajábamos por una llanura labrada y chocábamos a
cada instante con montículos no aplanados por el arado. No veíamos casa alguna,
y solamente montecillos de abedules cortaban, con sus redondeadas copas, la
línea del horizonte. Estrechos senderos serpenteaban en toda la extensión de
los campos, a través de los montículos. Alcancé a distinguir, entre la
polvareda, cerca de nosotros, lo que había sorprendido al cochero.
Era un cortejo fúnebre. Delante, en un carrito
tirado lentamente por el caballo, iban un sacerdote y un subdiácono, que tenía
las riendas; enseguida el ataúd, llevado por cuatro hombres, y atrás dos
mujeres. Una de estas cantaba, con tono monótono y triste, una letra mortuoria.
Quiso mi cochero cortar camino, castigó a los
caballos y logró pasar antes que el cortejo. Pero apenas habíamos andado
doscientos metros, la “telega” se paró de golpe, se inclinó y por poco no
volcamos.
Después de contener a los caballos, el cochero
escupió, rabioso.
—¿Qué ocurre? —le pregunté.
—Se partió el eje. Nos ha traído desgracia este
entierro.
Bajé, muy preocupado de cómo saldríamos del paso.
El cochero la tomó con los caballos. Una rueda estaba casi metida bajo el
carro, y el eje parecía mostrarse al aire con una suerte de desesperación.
—¿Qué hacer ahora?
Mientras tanto, el cortejo fúnebre llegaba hasta
nosotros. Nos descubrimos y nos miramos con los que llevaban al muerto. Una de
las dos campesinas era una vieja pálida, pero su fisonomía estragada por el
dolor conservaba una expresión digna y severa. La otra, mujer joven, de unos
veinticinco años, tenía los ojos enrojecidos y la cara hinchada de tanto
llorar. Al pasar junto a nosotros suspendió su cantinela, que reanudó momentos
después. El cochero me informó:
—Entierran al carpintero Martín. Una de esas
mujeres es la madre, y la otra la viuda.
—¿Murió de enfermedad?
—Sí, de una fiebre maligna. Anteayer fueron por el
doctor, pero no lo encontraron. Martín era buen obrero; algo atolondrado, pero
sabía su oficio. ¡Cómo ha llorado su mujer! En fin, siempre lo mismo. Las
mujeres no necesitan comprar lágrimas. Y, por cierto, las lágrimas de las
mujeres todas son de la misma agua.
Hecha esta reflexión, se agachó junto al caballo,
pasó por debajo de la lanza y cogió el arco que está bajo la collera.
“¡Quién sabe cómo nos arreglaremos!”, dije entre
mí.
El cochero acomodó el caballo, le aseguró mejor el
arnés y se puso luego a contemplar la rueda maltrecha. Sacó una tabaquera,
levantó despaciosamente la tapa, metió sus gruesos dedos en la caja y restregó
la pulgarada de rapé. Luego frunció las narices y aspiró. Acabada esta
operación, hizo un horrible visaje, varios guiños, y sus ojos se llenaron de
lágrimas.
—¿Y bien? —interrogué.
No me hizo caso. Guardó su tabaquera y se quedó
absorto. Al rato subió a su asiento.
—¿Qué piensas hacer? —le pregunté con asombro.
—Suba, señor.
—¡Pero no podremos andar!
—Iremos.
—¿Y el eje?
—Suba. El eje está roto, pero podremos llegar hasta
la aldea de Judino.
—¿Crees que podremos llegar hasta allí?
El rústico no se dignó responderme. Castigó los
caballos, y fuese como fuese, alcanzamos la aldea. La componían siete “isbas2“.
Al entrar no hallamos un solo ser viviente. Ni siquiera gallinas. Fui hasta la
primera “isba”, llamé, nadie respondió. Volví a llamar y se oyó el maullido de
un gato. Me asomé a la primera pieza, que estaba oscura y con humo.
Volví al patio… Nada. Solamente un ternero y un
ganso.
Fui a explorar la segunda “isba”. Me pareció que en
el patio había un ser humano que dormía. Cerca de él un mal carro y un jamelgo
con el arnés remendado. Más allá, unos estorninos me observaban con apacible
curiosidad.
Me acerqué al durmiente para despertarlo. Se
levantó con sobresalto y balbuceó, procurando despertarse del todo:
—¿Qué hay? ¿Qué quiere usted?
Tanto me sorprendió su aspecto, que no pude
responderle. Imagínense un enano como de cincuenta años; de carita morena y
arrugada, puntiaguda nariz, ojos imperceptibles, una mata espesa de cabellos
negros desbordando de la cabeza como un hongo del tallo. Flaco, y mísera, su
mirada era tan extraordinaria que no puedo describirla.
—¿Qué quieren? —preguntó.
Escuchó mi explicación sin quitar ni un instante de
mí sus ojos, de guiño singular.
—Quiero un eje de rueda; pagaré lo que sea.
—¿Son cazadores?
Hizo esta pregunta mirándonos de pies a cabeza.
—Sí.
—¿Cómo es posible que no teman matar los pájaros
del cielo y los animales de los bosques? ¿Ignoran que es un pecado derramar
sangre inocente?
Hablaba con mucha claridad. No era su voz ni
rústica ni vacilante, pero tenía una suerte de dulzura que la asemejaba a la
voz de una mujer.
—No tengo eje —añadió mostrándome su carro—.
Solamente de muy mala calidad.
—Pero alguno podrá hallarse en la aldea.
—¿En qué aldea? Esto no es aldea, y todo el mundo
está en su trabajo; sigan su camino.
Y diciendo esto se puso en cuclillas sobre el suelo
quemante. Yo no podía consentir semejante conclusión.
—Escucha, buen hombre. Voy a pedirte un servicio.
Lo pagaré bien.
—No quiero tu dinero y tengo ganas de descansar
porque me fatigué mucho en mis diligencias de la ciudad.
—Te ruego que me escuches, amigo.
Entrecruzó las piernas delgaduchas, y luego de
reflexionar:
—Yo podría llevarte hasta el lugar donde hemos
vendido un corte de árboles; allí encontrarás obreros y podrás encargar que te
hagan un eje, o comprar uno ya hecho.
—Bien, muy bien. ¡Vamos!
—¿Un buen eje de encina? —prosiguió.
—¿Está lejos de aquí ese lugar?
—Tres “verstas3“.
—Podremos ir en tu carrito.
—No sé.
—Vamos, vamos, mi cochero espera en el camino.
Me costó un trabajo inmenso arrastrarlo fuera del
patio. Mi cochero estaba con un humor de todos los diablos. Había llevado los
caballos al abrevadero y encontró un agua detestable. De ahí su cólera; porque,
según los cocheros, el agua es lo primero del mundo. Al ver al enano, abrió
mucho los ojos y exclamó:
—¡Ah! ¡Kacianucho, buen día!
—Buen día, Jerofé; salud, hombre justo.
En seguida comuniqué al hombre justo la conducta de
Kaciano. Mientras él desenganchaba los caballos, mesuradamente pero con gusto,
el enano se apoyaba en la puerta cochera. Su expresión desatenta y enojada
demostraba cuánto le desagradaba nuestra irrupción en la casa.
—¿De modo que te han traído aquí? —le preguntó
Jerofé.
—Como ves.
—¿Sabes? Martín, Martín de Reabof, el carpintero…
—¿Qué?
—Ha muerto. Acabamos de encontrarnos con su
entierro.
Kaciano se estremeció.
—¿Muerto? —exclamó bajando la cabeza.
—¿Por qué no lo curaste? Se dice que tienes poder
para aliviar todas las enfermedades.
El cochero se divertía a costa del pobre enano.
—¿Ese es tu coche? —dijo mostrando el pequeño
vehículo.
—Sí.
—Es notable; con eso no llegaremos nunca al lugar
del corte. Mis caballos no podrán encajar porque son grandes. ¿Y qué vale esto?
Así diciendo, zamarreó el vehículo. Kaciano dijo:
—Realmente no sé cómo podríamos ir. A menos que
atemos esa pequeña criatura.
Y señaló su caballo.
—¿Esto? —preguntó burlonamente Jerofé, mientras
daba una humillante palmadita en el cuello del animal.
—Es preciso enganchar lo más pronto posible ese
matalón.
Me urgía llegar, porque durante los cortes hay con
frecuencia gallos silvestres y codornices. Cuando el carrito estuvo listo, me
instalé como pude con mi perro. Kaciano, envuelto en una manta y siempre
triste, se puso junto a mí. Jerofé me dijo, cuando íbamos a partir, con aire
misterioso:
—Hace bien en llevar a Kaciano. Es un “iurodwetz”.
Su influencia es mucha en estos lugares. No sé por qué le dicen “la Pulga”. Lo
único que debe exigirle es que lo conduzca al corte. Elija usted mismo el eje.
¿Habrá pan por allí? —preguntó Jerofé a Kaciano.
—Busca y encontrarás —le respondió sentenciosamente
nuestro mentor.
Para sorpresa nuestra, su caballo trotaba bastante
bien. Durante todo el trayecto, Kaciano guardó un silencio terco, y apenas
respondía a nuestras preguntas. Llegamos al corte y de allí fuimos a una “isba”
aislada, al borde de un riachuelo transformado en estanque. Había allí dos
jóvenes de palabra insinuante, viva, y sonrisa delicada. Les compré un eje, y
Kaciano, cuando volví al lugar del corte, me pidió que le permitiese
acompañarnos a la cacería.
Entramos en la explotación. Kaciano me llamaba más
la atención que el perro. Advertí, observándolo, que el mote de “Pulga” le
convenía exactamente. La masa enorme de sus cabellos le servía de sombrero; la
cabeza aparecía y desaparecía entre las ramas como podría ocurrir con una pulga
en un manojo de pasto. Sin cesar iba y venía, arrancaba hierbas medicinales que
se metía en el bolsillo, pronunciando palabras incoherentes. Alguna vez se
detenía y echaba sobre mí y sobre mi perro una mirada escrutadora.
En los montes suelen hallarse unos pajarillos de
color ceniciento, que revolotean, gorjean y saltan de un árbol a otro. Kaciano
los imitaba y los llamaba. Una codorniz le pasó entre las piernas gritando. La
imitó. Empezó una alondra a cantar ruidosamente. Kaciano hizo lo mismo. Pero
entretanto no me decía una sola palabra.
El día se puso hermosísimo, aunque con calor
sofocante. En el cielo algunas nubes ligeramente amarillas, semejantes a nieve
de primavera, recortaban sus bordes de encaje.
Kaciano y yo anduvimos mucho por la espesura.
Arbolillos nuevos, que apenas alcanzaban un metro de altura, circundaban viejos
troncos de árboles secos y les formaban un velo de verdura.
Nuestros pies se enredaban a cada momento en las
lianas henchidas por el sol; las hojitas nuevas de los arbustos tenían un
brillo de cobre, las flores cubrían el suelo. Había campánulas, pequeños
cálices amarillos de glaucios, pétalos rosados de celidonia. Acá y allá, en
espacios aislados, pilas de madera cortada proyectaban sombras oblicuas.
Por momentos se alzaba un vientecillo que enseguida
cesaba, después de acariciarme la cara. Todo se agitaba alegremente, animándose
a mi alrededor. Las hojas de los helechos se balanceaban con gracia durante un
instante y luego permanecían inmóviles. En la tranquilidad y el silencio, solo
el canto de los grillos continuaba sin parar, agudo, penetrante, como
acompañando el calor tórrido del día y emanado también de la tierra quemante.
Después de haber caminado mucho sin cazar ni una
perdiz, pasamos al corte vecino. Allí los álamos cortados yacían en el suelo
sobre ramas y gramillas aplastadas. Algunos tenían todavía algún follaje verde,
otros solo extendían ramas resecas y muertas. Los hachazos resonaban
sordamente, con lentitud. Se hubiera dicho que estos grandes seres tenían miedo
a la muerte.
Después de andar mucho sin encontrar caza posible,
vi un rascón que levantaba vuelo desde la espesura. Disparé un tiro, el ave dio
una vuelta un rato y cayó. En el momento de la detonación Kaciano se tapó los
ojos con las manos, inmóvil, mientras yo buscaba la presa. Luego examinó el
sitio donde había caído el rascón y dijo:
—¡Qué pecado! ¡Es un verdadero pecado!
Nos obligó el excesivo calor a buscar sombra. Me
instalé bajo un ramaje de castaño, junto al cual un joven plátano extendía sus
ramitas ligeras. Kaciano se sentó en el tronco caído de un abedul. Me puse a
observarlo. Las cimas de los árboles proyectaban sombras verdosas sobre su cara
y su cuerpecillo mísero. Fastidiado de su silencio, me tendí de espaldas y me
divertí en contemplar el juego de las hojas al entrecruzarse y combinarse con
movimiento suave sobre el fondo inmóvil del cielo azul.
Es un espectáculo encantador. Se puede imaginar que
tenemos delante el océano, con plantas fantásticas, de hojas que cambian su
verde diáfano por otro verde opaco. Islas flotantes son las nubes que pasan. De
pronto, el éter radiante se agita y murmura, y hace un ruido semejante al de
las olas que van a morir en la playa.
Este espectáculo llena el alma, todo ese azul hace
reír de contento. En las brillantes nubes que pasan y huyen pueden imaginarse
los años de felicidad, y parece que el pensamiento nos lleva más y más hacia
regiones donde uno quisiera quedarse.
—¡Barin4, barin! —gritó súbitamente
Kaciano. Me levanté sorprendido. Ahora me dirigía la palabra, este hombre que
hasta entonces apenas había respondido a mis preguntas. Mirándome a los ojos,
dijo:
—¿Por qué has matado este pájaro?
—El rascón —le respondí— es un ave de caza: se
come.
—Tú no lo mataste para comer, lo mataste para
divertirte.
—También tú comes patos y gallinas.
—Son aves que Dios ha hecho para el hombre; en
cambio, el rascón es un pájaro libre, un pájaro de los bosques. Hay muchos
pájaros como este y no debemos hacerles daño. Dios puso para el hombre otros
alimentos, el trigo nutritivo, los animales domésticos, como tenemos también el
agua del cielo.
Examiné con curiosidad a este hombre original que
me predicaba así. Las palabras le salían fácilmente y tenía un aire de gran
convicción.
—¿De suerte que sería asimismo un pecado matar un
pez?
—Un pez tiene la sangre fría —replicó—. Es una
bestia muda que nada siente, ni ve nada.
Guardó silencio un rato y luego prosiguió:
—La sangre es un elemento sagrado. Por eso se
esconde y no ve la luz. El santo sol de Dios nunca la baña con su luz. Es un
gran pecado ponerla a la claridad del día. ¡Es algo atroz!
Suspiró y se quedó callado. Confieso que me
intrigaba. Difería su lenguaje del que yo estaba acostumbrado a oír a los
campesinos rusos, y hasta sobrepasaba en elegancia el de aquellos que en
nuestro trato urbano consideran que hablan bien.
—Dime, Kaciano —lo interrogué con actitud
suplicante—, ¿en qué te ocupas?
Se turbó algo:
—Vivo como Dios ordena; pero, en lo de tener un
oficio, no tengo ninguno. Bien quisiera trabajar, pero no puedo. Mis manos son
torpes. Durante la primavera atrapo ruiseñores en sus nidos.
—¡Cómo! ¿Cazas ruiseñores? ¿No acabas de decirme
que no se debe pecar contra ningún huésped de los bosques, los prados o las
montañas?
—No se los ha de matar, es cierto; demasiado aprisa
viene la muerte a reclamar lo que se le debe, y por eso vivió poco tiempo el
carpintero Martín, y su mujer llora… Contra la muerte, los hombres y los
animales nada pueden. Yo no mato los ruiseñores; solamente los apreso para el
placer del hombre, para que se deleite con sus cantos, para que los ame.
—Sin duda los buscas en los alrededores de Kusk.
—Sí, aunque a veces más lejos. Paso la noche en los
pantanos, duermo solo en el boscaje, junto a las espesuras del follaje. Allí
escucho el canto de los pájaros, el ganguear de los patos salvajes. Observo, y
al alba pongo mis trampas. Hay ruiseñores que cantan con tal dulzura, tan
finamente, que me duele cazarlos.
—¿Y vendes tus cautivos?
—Los doy, barin, a gente buena.
—Además de eso, ¿qué haces?
—Y… nada, por desgracia. Soy mal obrero; sin
embargo, sé leer y escribir.
—¿De veras?
—Sí, personas de buena voluntad, socorridas por
Dios, me han enseñado lo poco que sé.
—¿Tienes familia?
—No, soy solo.
—¿Cómo es posible?
—Me faltó suerte en la vida; pero, como mis
desdichas agradan a Dios, no debo quejarme.
—¿No tienes ningún pariente?
—Sí… sí y no.
—Dime, te lo ruego, ¿por qué el cochero te echó en
cara que no hubieses curado a Martín? ¿Te asiste el poder de aliviar a los
enfermos?
—Tu cochero es un hombre justo, pero no impecable.
¿Quién, fuera de Dios, tiene poder para sanar enfermos? Hay, es verdad, hierbas
salutíferas que amenguan el mal; por ejemplo, la pimienta de agua y el llantén.
De ellas se puede hablar, porque son plantas del buen Dios; otras hay, útiles
también, pero no se puede decir el nombre que llevan, porque sería pecar.
Además, hay palabras que se necesitan decir, y entonces…
Se contuvo, y luego añadió en voz baja:
—Lo necesario, sobre todo, es la esperanza.
—¿Nada le suministraste a Martín?
—No, me previnieron demasiado tarde. De todos
modos, lo que está escrito debe suceder, los marcados por la muerte deben
perecer: ya el sol no les manda su calor, hasta el pan deja de servirles. ¡Que
Dios tenga piedad del pobre hombre!
—¿Hace tiempo que te han traído aquí?
—Unos cuatro años —repuso Kaciano con cierta
agitación—. En tiempo de nuestro difunto señor, vivíamos sin previsión ninguna.
Pero la tutoría nos trajo aquí. No incurrió en falta, estaba escrito.
—¿Dónde estabas antes?
—Vivíamos en la hermosa Mecha.
—¿Lejos de aquí?
—Cien “verstas”.
—¿Y allí estabas mejor?
—Sí, mucho mejor. Allí hay campaña abierta, grandes
ríos, y era nuestro país. Aquí estamos en la estrechez y somos huérfanos. En la
hermosa Mecha, cuando se asciende la colina, se tiene delante un paisaje
espléndido. ¡Dios mío! ¡Ah, cuánta hermosura! Podían contemplarse ríos,
ribazos, praderas, una iglesia. Se veía hasta lejos, hasta muy lejos. Sin duda,
aquí la tierra es mejor, más gorda y arcillosa, y produce mucho; pero en todas
partes se da trigo suficiente para mí.
—¿Quisieras volver a ver tu país, buen hombre?
—Sí, lo deseo. Sin embargo, en cualquier parte se
está bien. Soy hombre sin familia, a quien le gusta andar a la ventura. Además,
¿qué se gana con quedarse en la propia tierra? Al menos, cuando uno anda se
siente más liviano, el sol nos calienta más y estamos más bajo los ojos del
Señor. Se ven crecer las plantas alrededor, se recogen algunas. Luego se
encuentra un manantial, sale agua santa, se la bebe, se contempla el sitio. Los
pájaros gorjean y cantan. ¡Ah!, sobre todo en Kursk… las estepas. ¡Qué estepas!
He ahí lugares para la admiración y la alegría del hombre. Allí el alma se
eleva en alabanzas al Creador. Se dice que las estepas se extienden hasta los
mares calientes, donde vive el “gamaium” de canto dulce, y donde las manzanas
de oro cuelgan de ramas de plata. Todo hombre puede allí vivir y pasar sus días
en la alegría y la justicia. Allí llevaría yo de buena gana mi hogar. ¿Dónde no
estuve ya? He visto a Limbirsk, a Romen, a Moscú, la ciudad de las cúpulas de
oro. He visto a Oka, esa fértil nodriza, a Isna, la paloma, el Volga, la buena
madre. He visto muchas ciudades, con mucha buena gente. Hubiera podido vivir
por allá… y entonces… ya… Yo no soy el único pecador; hay muchos campesinos
que, como yo, vagan a través del mundo… Sí… ¿Y qué gana uno quedándose en su
lugar?… No hay justicia en el hombre.
Kaciano pronunció estas últimas palabras en voz muy
baja, casi ininteligible. Murmuró todavía algunas palabras; en su semblante
hubo una expresión tan extraña, que involuntariamente el mote de “inocente” me
volvió a la memoria. Movió la cabeza y pareció volver a sí mismo.
—¡Qué sol! —exclamó—. ¡Qué bien se está en los
bosques.
Movió los hombros, miró a su alrededor y canturreó
una canción, de la cual solo entendí estas palabras:
Por mi nombre soy Kaciano,
pero me llaman la Pulga.
—¡Ah!, compone versos —dije para mí.
Pero él me oyó y se puso a mirar atentamente hacia
el fondo del bosque.
En esto vi a una niña de unos ochos años. Estaba
vestida de azul y graciosamente tocada con un pañuelo rayado. Probablemente no
esperaba encontrar a nadie, porque al vernos se quedó inmóvil en medio del
bosquecillo de avellanos, sin animarse a avanzar ni acertar a retroceder. Nos
miraba temerosamente, con sus grandes ojos almendrados. Apenas tuve tiempo de
examinarla. Se escondió detrás de un árbol.
—Anucka, Anucka, ven —dijo el enano con dulzura.
—Tengo miedo —dijo ella.
—No… ven conmigo.
Anucka salió silenciosamente de su escondite,
haciendo un rodeo. Se oía apenas el rumor de sus piececillos sobre el césped.
Llegó junto a él. No era, como yo había pensado, una criatura de ocho años,
sino una encantadora niña de catorce a quince. Aunque algo delgada, era bien
proporcionada y muy ágil. Su diminuta figura tenía alguna vaga semejanza con el
aspecto de Kaciano, aunque este era feo. Ambos tenían los mismos rasgos agudos,
la misma mirada extraña y espiritual. Kaciano la miró con mucha atención.
—¿Recogías hongos?
—Sí —dijo con una sonrisa tímida.
—¿Encontraste muchos?
—Sí, bastantes.
—¿Los encontraste blancos? Muéstranos tu cosecha.
Puso en el suelo su canasta; destapándola, nos
mostró lo que había recogido. Kaciano exclamó:
—¡Son lindos! ¡Muy bien, Anucka!
—¿Es tu hija? —pregunté a Kaciano. Anucka se
sonrojó.
—No —dijo Kaciano—, una parienta… Vamos, Anucka,
vete.
—Podemos llevarla —me aventuré a decir.
—No, no, puede ir igualmente a pie.
Anucka se fue. Los ojos de Kaciano la siguieron
durante largo rato, con mirada que tenía algo de dulce y delicado. Luego
sonrió, levantó la cabeza y se frotó la cara.
—¿Por qué la hiciste irse tan pronto? Yo le hubiese
comprado hongos. ¡Qué encantadora criatura!
—Si quieres hongos, hay muchos en mi casa —repuso
Kaciano con fastidio.
Comprendí que nada lo haría confesar y volví al
lugar del corte. Había disminuido el calor; escrito estaba que mi cacería no
sería afortunada. Volví con un buen eje de rueda, pero solo con un rascón en el
morral.
—Tal vez yo tengo la culpa de tu poca suerte.
Ahuyenté la caza.
—¿Y cómo?
En vano procuré persuadir a Kaciano que si yo
volvía sin caza no se debía a tales o cuales palabras que hubiese pronunciado
al arrancar ciertas hierbas. Llegamos a su casa. Anucka no estaba allí. Pero
había vuelto ya y dejado su canasta.
Mi cochero examinó el eje y lo encontró pasable. Al
irme dejé algún dinero a Kaciano, que no aceptó sino después de haber
reflexionado largamente. Como siempre, permaneció apoyado en la puerta,
insensible a los sarcasmos de Jerofé y a mi amable despedida.
Al volver a la casa de Kaciano pude observar que mi
cochero estaba de muy mal humor. No había encontrado nada para comer en la
aldea y el abrevadero de los caballos estaba seco. Su descontento se le veía en
la cara. Aguardó a que yo iniciara la conversación y se limitó luego a
articular algunos monosílabos.
—¡Linda aldea! —dijo—. ¡Llamar a esto una aldea! Ni
siquiera hay “kwass5“…
La tomó con los caballos. Al de la derecha le dijo,
pegándole:
—¡Te conozco, hipócrita! Finges que tiras. Antes
eras un buen animal, ahora eres un pícaro. ¡Lah… lah… lah!…
—Jerofé —lo interpelé— ¿quién es este Kaciano?
Como hombre reflexivo y prudente, no respondió
enseguida. Pero advertí que mi pregunta le agradaba.
—¿La Pulga? Es un hombre extraño, un inocente que
no tiene igual. Dejó el trabajo. Verdad que con semejante cuerpo… En otro
tiempo se ocupaba, con sus tíos, de coches y caballos. Pero un buen día lo
plantó todo. Desde entonces siempre anda y se remueve. Bien merece su mote de
Pulga. Más libre que las cabras, va, viene, habla, tan pronto hace un largo
discurso como se queda callado durante horas. Es un hombre extraordinario,
desigual. Pero canta bien. ¡Oh, sí, canta muy bien!
—¿Y es médico?
—¿Semejante individuo médico? ¡Vamos, vamos! Sin
embargo, me curó de lamparones. Es un hombre sin ingenio y no es médico.
—¿Lo conoces desde hace tiempo?
—Sí.
—Y la pequeñuela Anucka, ¿quién es? ¿Parienta suya?
Me miró el cochero de soslayo.
—¿Su parienta?… Es huérfana… No se conoce a su
madre. Pero el enano parece quererla mucho. Por otra parte, es una chica lista,
inteligente, y Kaciano la instruye.
Se interrumpió bruscamente, y luego dijo:
—¡Caramba! Olor a quemado. Comprendo, es el eje
nuevo… El eje se quema… Voy a buscar agua a ese estanque.
Bajó lentamente de su asiento, fue a traer agua y
pareció sentir un placer inmenso cuando se oyó un silbo en el eje empapado de
golpe.
Repitió diez veces la misma operación en el
recorrido de ocho “verstas”. Caía la noche cuando llegamos a mi casa.
FIN
Relatos
de un cazador, 1852
1. telega: Carro de cuatro ruedas
usado en Rusia para transportar mercancías.
2. isba: Vivienda rural de
madera, propia de algunos países de Europa septentrional como Rusia.
3. verstas: Medida itineraria
rusa, equivalente a 1067 m.
4. barin: “Señor”, en ruso.
5. kwass: Bebida fermentada, espumosa, ligeramente alcohólica, popular en Rusia
No hay comentarios:
Publicar un comentario