La muñeca descansaba en la gran silla tapizada de terciopelo. No había
mucha luz en la estancia, pues el cielo de Londres aparecía oscuro. En la suave
y gris penumbra se mezclaban los verdes de las cortinas, tapices, tapetes y
alfombras. La muñeca, cuya cara semejaba una mascarilla pintada, yacía sobre
sus ropas y gorrito de terciopelo verde. No era la clásica que acunan en sus
bracitos las niñas. Era un antojo de mujer rica, destinada a lucir junto al
teléfono, o entre los almohadones de un diván. Y así permanecía nuestra muñeca,
eternamente fláccida, a la vez que extrañamente viva.
Sybil Fox se apresuraba en terminar el corte y
preparación de un modelo. De modo casual sus ojos se detuvieron un momento en
la muñeca, y algo extraño en ella captó su interés. No obstante, fue incapaz de
saber qué era, y en su mente se abrió una preocupación más positiva.
«¿Dónde habré puesto el modelo de terciopelo azul? -se
preguntó-. Estoy segura de que lo tenía aquí mismo.»
Salió al rellano y gritó:
-¡Elspeth! ¿Tienes ahí el modelo azul? La señora
Fellows está al llegar.
Volvió a entrar y encendió las lámparas. De nuevo miró
la muñeca.
-Vaya, ¿dónde diablos estará...? ¡Ah, aquí!
Recogía el modelo cuando oyó el ruido peculiar del
ascensor que se detenía en el rellano, y, al momento, la señora Fellows entró
acompañada de su pekinés, que bufaba alborotador, como un tren de cercanías al
aproximarse a una estación pueblerina.
-Vamos a tener aguacero -dijo la dama-. Y será un
señor «aguacero».
Se quitó de un tirón los guantes y el abrigo de piel.
Entonces entró Alicia Coombe, como siempre hacía
cuando llegaban clientes especiales, y la señora Fellows lo era.
Elspeth, la encargada del taller, bajó con el vestido
y Sybil se lo puso a la señora Fellows.
-Bien -dijo Sybil-. Le cae estupendo. Es un color
maravilloso, ¿no le parece?
Alicia Coombe se recostó en su silla, estudiando el
modelo.
-Sí -exclamó-. Es bonito. Realmente es todo un éxito.
La señora Fellows se volvió de medio lado y se miró al
espejo.
-Desde luego, sus vestidos hacen algo en la parte baja
de mi espalda.
-Está usted mucho más delgada que tres meses atrás
-aseguró Sybil.
-No -dijo ella-, si bien es cierto que lo parezco. En
realidad esa sensación la producen sus modelos. Disimulan muy bien mis caderas
-suspiró mientras se alisaba las protuberancias de su anatomía-. Siempre ha
sido mi pesadilla. Durante años he intentado disimularlo atiesándome. Ahora ya
no puedo hacerlo, pues tengo tanto estómago como... Tendrá usted que tener en
cuenta ambas cosas, ¿podrá?
-Me gustaría que viese a otras clientes.
La señora Fellows seguía examinándose.
-El estómago es peor -dijo-. Se ve más. Claro que eso
puede parecérnoslo porque al hablar con la gente les damos la cara y entonces
no ven la espalda. De todos modos he decidido vigilar mi estómago y dejar que
lo otro se apañe solo.
Estiró un poco más el cuello para contemplarse, y
exclamó de repente:
-¡Oh, esa muñeca me ataca los nervios! ¿Desde cuándo
la tienen?
Sybil miró insegura a Alicia, que parecía esforzarse
en recordar.
-No lo sé exactamente. Hace bastante tiempo... nunca
me acuerdo de las cosas. Es terrible lo que me ocurre, sencillamente no puedo
recordar! Sybil, ¿desde cuándo la tenemos?
-No lo sé.
-Es lo mismo; no se preocupen -intervino la señora
Fellows-. De todos modos seguirá estropeando mis nervios. Parece vigilarnos y
reírse de nosotras desde su envoltorio de terciopelo. Yo me desembarazaría de
ella si fuese mía.
Dicho esto acusó un ligero estremecimiento. Luego se
puso a discutir sobre detalles de costura. ¿Era evidente acortar las mangas una
pulgada? ¿Y el largo? Después que fueron solucionados tan importantes puntos,
la señora Fellows se vistió sus prendas y se dispuso a marcharse. Al pasar por
delante de la muñeca, volvió la cabeza.
-No -dijo-. No me gusta la muñeca. Da la sensación de
ser algo vivo; de ser algo que impone su presencia. No; decididamente, no me
gusta.
-¿Qué quiso decir? -preguntó Sybil mientras la señora
Fellows descendía las escaleras.
Antes de que Alicia pudiera contestar, la señora
Fellows asomó la cabeza por la puerta.
-¡Cielos! Me olvidé de Fou-Ling. ¿Dónde estás,
príncipe?
Las tres mujeres miraron a su alrededor. El pekinés se
hallaba sentado junto a la silla de terciopelo verde. Sus ojos permanecían
fijos en la fláccida muñeca, sin que denotase placer o resentimiento.
Simplemente miraba.
-Ven aquí, tesoro de mamita.
El tesoro de mamita no hizo caso.
-Cada día se vuelve más desobediente -explicó su dueña
como si alabase una virtud-. Vamos, tesorito. Cariñito.
Fou-Ling volvió la cabeza una pulgada y media hacia
ella, y con manifiesto desdén continuó observando la muñeca.
-Mi pequeño Fou-Ling está muy impresionado. No
recuerdo que le haya sucedido eso antes. Le ocurre lo mismo que a mí. ¿Estaba
la muñeca aquí la última vez que vine?
Las dos mujeres se miraron. Sybil mantenía fruncido el
ceño, y Alicia, al responder, hizo otro tanto.
-Ya le dije que... no sé, no logro acordarme de nada.
¿Cuánto hace que la tenemos, Sybil?
-¿Cómo llegó aquí? -preguntó la señora Fellows-. ¿La
compraron ustedes?
-Oh, no -Alicia pareció sorprenderse ante la idea-.
Oh, no. Supongo que alguien me la regalaría.
Desalentada, denegó con la cabeza antes de continuar:
-Resulta enloquecedor que todo se vaya de la mente
cuando una intenta recordar.
-Anda, vamos; no seas estúpido, Fou-Ling. ¡Vamos,
camina! Vaya, tendré que cogerte en brazos.
Y en los brazos de su dueña, Fou-Ling emitió un corto
ladrido de protesta, antes de salir de la estancia con la cabeza vuelta hacia
la silla.
-¡Esa muñeca rompe mis nervios! -exclamó la señora
Groves.
La señora Groves era la asistenta. Había acabado de
fregar el suelo, moviéndose como los cangrejos. Entonces se hallaba en pie, y
con un trapo sacudía el polvo de los muebles.
-¡Qué cosa más extraña! -continuó-. Nadie advirtió su
presencia hasta ayer. Y sucedió de repente, como usted misma me dijo.
-¿No le gusta? -preguntó Sybil.
-¡No! Ya lo he dicho: me rompe los nervios. Es... es
antinatural, si me entiende lo que quiero decir. Sus largas piernas colgantes,
el modo de yacer y la mirada astuta de sus ojos impresionan.
-Nunca se ha quejado de ella -dijo Sybil, sorprendida.
-Créame, hasta hoy me ha pasado inadvertida. Sí, ya sé
que lleva tiempo aquí, pero... -enmudeció mientras en su rostro se reflejaba
una expresión de miedo-. Parece una de esas criaturas terroríficas que una
sueña a veces.
La señora Groves recogió sus utensilios de limpieza y
se dio prisa en abandonar la salita de pruebas.
Sybil miró la muñeca y no pudo evitar una oprimente
sensación inexplicable. La entrada de Alicia distrajo su atención.
-Señorita Coombe, ¿desde cuándo tiene usted esta
muñeca?
-¿La muñeca? Querida, ya sabe que no recuerdo las
cosas. Ayer... ¡qué absurdo! Ayer quise asistir a una conferencia y no había
recorrido la mitad de la calle cuando advertí que no recordaba dónde iba.
Después de mucho pensar me dije que sería a casa Fortnums. Había algo que
deseaba comprar allí -se pasó la mano por la frente-. Le será difícil creerme,
y, sin embargo, es verdad. Cuando tomaba el té en casa me acordé de la
conferencia. Ya sé que la gente se vuelve desmemoriada con los años, pero a mí
me ocurre demasiado pronto. Ahora mismo no sé dónde he puesto el bolso... y mis
gafas. ¿Dónde puse las gafas? Las tenía hace un momento, ¡leía algo en el
periódico!
-Las gafas están en la repisa de la chimenea -dijo
Sybil dándoselas-. ¿Desde cuándo está aquí la muñeca? ¿Quién se la regaló?
-Son dos respuestas en blanco. Alguien debió de
enviármela, supongo. Es raro, pero todos parecen extrañar su presencia aquí.
-Desde luego. Sí, resulta curioso; yo misma soy
incapaz de acordarme cuando la vi por vez primera.
-No se vuelva como yo -exclamó Alicia-. Usted es joven
todavía.
-Esto no remedia mi falta de memoria, señorita Coombe.
Ayer, al fijarme en ella, pensé que tenía algo... algo impalpable. Creo que la
señora Groves está en lo cierto. La muñeca rompe los nervios de cualquiera. Y
el caso es que ayer fui consciente de que esa sensación de captar un no sé qué
en la muñeca, la he sentido antes, si bien no recuerdo en qué momento. En
realidad es como si nunca la hubiese visto, y de pronto descubriese su
presencia, segura de conocerla hace mucho tiempo.
-Quizá un día entró volando por la ventana subida en
una escoba -dijo Alicia-. Bien, el caso es que está aquí, y es nuestra. -Miró a
su alrededor, antes de añadir-: No sabría imaginarme la habitación sin ella. ¿Y
usted?
-Tampoco -repuso Sybil, acusando un ligero
estremecimiento-. Pero me gustaría poder...
-Poder, ¿qué? -preguntó Alice.
-Imaginar la habitación sin ella.
-¡Caray! ¡Todos se ponen tontos con la muñeca!
-exclamo Alicia, no de muy buen talante-. ¿Qué hay de malo en la pobre? Bueno,
quizá parezca una col marchita. No, no es eso. La veo así porque no llevo
puestas las gafas-. Se las colocó sobre la nariz y miró la muñeca-: Sí, desde
luego causa cierta sensación nerviosa. Tal vez sea su mirada triste, aunque
burlona.
-Sorprende -dijo Sybil-, que la señora Fellows se
sintiera molesta con ella, precisamente hoy.
-Es una mujer que nunca oculta lo que piensa -repuso
Alicia.
-Conforme -insistió la otra-; pero lo extraño es que
fuese hoy, como si antes no la hubiese visto.
-La gente suele profesar antipatías repentinas.
-Sí, es un aserto irrefutable. ¡Quién sabe!
Posiblemente no estaba aquí ayer, y sea cierto que entró por la ventana como
usted dijo.
-¡Oh, no, querida! -repuso Alicia-. Eso fue una broma.
Yo sé que está en su silla desde hace mucho tiempo. Sólo que hasta ayer no se
hizo visible.
-Sí, es una seguridad dormida en nuestro
subconsciente. Desde luego hace tiempo que nos hace compañía, si bien hasta
ahora no nos hemos percatado de su presencia.
-¡Oh, Sybil! ¡Olvidémoslo! Me da escalofríos. ¿Supongo
que no intenta construir una historia sobrenatural, ¿verdad?
Cogió la muñeca, la sacudió, arregló sus hombros y
volvió a sentarla en otra silla. La muñeca se movió ligeramente, hasta quedar
en una postura de relajamiento.
-¡Qué cosa más sorprendente! -exclamó Alicia,
mirándola-. Es una cosa sin vida, y, no obstante, parece que la tiene.
-¡Me ha descompuesto! -dijo la señora Groves, mientras
quitaba el polvo de la habitación destinada a exposición-. Me temo que no me
quedan ganas de volver al probador.
-¿Quién la ha descompuesto? -preguntó Alice, que se
hallaba sentada en un escritorio situado en un ángulo repasando varias
cuentas-. Esta mujer -ahora hablaba para ella misma y no para la señora
Groves-, piensa que tendrá dos vestidos de noche, tres de cóctel y otro de
calle para todos los años sin pagar un solo penique.
-¿Quién ha de ser? ¡Esa muñeca! -gritó la asistenta.
-¡Vaya! ¿Otra vez la muñeca?
-¿No la ha visto sentada al pupitre que hay en el
probador, como si fuera un ser humano? ¡Me descompuso!
-¿De qué habla usted, señora Groves? -preguntó Alicia.
Ésta se puso en pie, cruzó la estancia y el recibidor
y penetró en el salón de pruebas. La muñeca, como si fuera de carne y hueso,
permanecía sentada en una silla, arrimada al pupitre, sobre el cual descansaban
sus largos y fláccidos brazos.
-Alguien ha querido gastarme una broma -dijo Alicia-.
Pero hay tanta naturalidad en ella que parece estar viva.
En aquel momento Sybil bajaba las escaleras del
taller, con un vestido que debía de ser probado aquella mañana.
-Venga, Sybil, y verá la muñeca sentada a mi pupitre,
escribiendo cartas.
Las dos mujeres se miraron.
-Me gustaría saber quién la ha colocado ahí, ¿Fue
usted?
-No -contestó Sybil-. Quizá haya sido una de las
chicas.
-Una broma estúpida, de veras -se quejó Alicia.
Cogió la muñeca del pupitre y la echó encima del sofá.
Sybil colocó el vestido sobre una silla, y, luego, se
fue al taller.
-¿Conocen la muñeca de terciopelo que hay en el salón
de pruebas? -preguntó.
La encargada y tres chicas alzaron la vista.
-¿Quién gastó la broma de sentarla al pupitre, esta
mañana?
Las tres chicas se miraron unas a otras, y Elspeth, la
encargada, exclamó sorprendida:
-¿Sentarla al pupitre? ¡Yo no!
-Ni yo -dijo una de las chicas-. ¿Fuiste tú, Marlene?
La aludida sacudió la cabeza.
-¿No será una broma suya, Elspeth?
El aspecto sombrío de la encargada no inducía a
suponerla amiga de bromas, y mucho menos cuando tenía la boca llena de
alfileres.
-No, desde luego que no. Me sobra trabajo para
entretenerme en jugar con muñecas.
-Bueno -intervino Sybil, a quién sorprendió el temblor
de su propia voz-. Después de todo es una broma bastante simpática. Me gustaría
saber quién lo hizo.
Las tres muchachas se defendieron.
-Se lo hemos dicho, señorita. Ninguna de nosotras lo
hizo, ¿verdad Marlene?
-Yo no -afirmó ésta-. Y si Nillie y Margaret dicen que
tampoco, pues ninguna de nosotras ha sido.
-Ya ha escuchado antes mi respuesta -dijo Elspeth-. ¿A
santo de que viene todo esto? ¿No habrá sido la señora Groves?
Sybil denegó con un gesto de cabeza.
-No; ella no se hubiese atrevido; está asustada.
-Bajaré a ver la muñeca -dijo Elspeth.
-Ya no está en el mismo sitio -informó Sybil-. La
señorita Coombe la quitó del pupitre y la puso en el sofá. Pero alguien tuvo
que ponerla en la silla. En realidad, su aspecto es gracioso, y no comprendo
por qué se oculta quien lo hizo.
-Señorita Fox; lo hemos negado dos veces -habló
Margaret-. ¿Por qué se empeña en que mentimos? Ninguna de nosotras hubiera
hecho una cosa tan tonta.
-Lo siento -se excusó Sybil-. No quise ofenderlas.
¿Quién pudo ser?
-Quizá fue ella sola -aventuró Marlene, que se puso a
reír.
Sybil no agradeció la sugerencia.
-Está bien. Olvidemos lo sucedido -dijo antes de bajar
de nuevo las escaleras.
Alicia tarareaba una cancioncilla mientras buscaba
algo a su alrededor.
-He vuelto a perder mis gafas -explicó a Sybil-. No
importa, en realidad no quiero ver nada en este momento. Lo malo para una
persona tan ciega como yo, es que si pierde las gafas y carece de otro par de
reserva, nunca logrará hallar las primeras.
-Las buscaré yo -se ofreció Sybil-. Las tenía hace un
momento.
-Fui a la otra habitación cuando usted fue arriba.
Quizá me las olvidé allí. Es una lata eso de las gafas. Quiero seguir con esas
cuentas, ¿cómo lo haré si no las encuentro?
-Iré a su dormitorio a buscarle el otro par.
-Sólo tengo el par que uso.
-¿Qué ha hecho de las otras?
-No lo sé. Creía haberlas olvidado ayer en el
restaurante. Pero me informaron por teléfono que no están allí. También llamé a
dos tiendas, donde estuve de compras.
-Oh, querida; necesita tres pares.
-Sí, y entonces me pasaré la vida buscándolos. Es
mejor tener un solo par.
-Bueno, en alguna parte han de estar -dijo Sybil-. No
ha salido usted de estas dos habitaciones. Si no aparecen aquí, han de estar en
el probador.
Sybil se encaminó a la otra sala, y tras detenida
búsqueda infructuosa, se le ocurrió levantar la muñeca del sofá.
-¡Ya las tengo! -gritó.
-¿Dónde estaban Sybil?
-Debajo de nuestra preciosa muñeca. Supongo que las
dejaría en el sofá al ponerla allí.
-No; estoy segura de no haberlo hecho.
-Entonces se las quitaría ella.
-¡Quién sabe! -dijo Alicia, mirando la muñeca-. Parece
muy inteligente.
-No me gusta su cara -afirmó Sybil-. Da la impresión
de saber algo que nosotros ignoramos.
-Su aspecto es triste y a la vez dulce -comentó
Alicia.
-¡Oh! Yo no advierto la más mínima dulzura en ella.
-¿No? Quizá tenga razón. Bueno, sigamos con el trabajo.
Lady Lee vendrá antes de diez minutos y quiero acabar estas facturas y
mandarlas al correo.
-¡Señorita Fox! ¡Señorita Fox!
-¿Qué pasa, Margaret? ¿Qué ocurre?
Sybil cortaba una pieza de género de satén sobre la
mesa de trabajo.
-¡Oh, señorita Fox! Se trata de la muñeca. Bajé el
vestido castaño y vi la muñeca sentada delante del pupitre. ¡Yo no he sido, ni
las otras chicas! Por favor, créame, nosotros no haríamos una cosa así.
Las tijeras de Sybil se desviaron un poco.
-¡Vaya! -exclamó enojada-. Mire lo que me ha hecho
hacer. Espero que podrá arreglarse. Bueno, ¿qué pasa con la muñeca?
-Vuelve a estar sentada ante el pupitre.
Sybil bajó al probador. La muñeca se hallaba sentada
al pupitre, exactamente como antes.
-Eres muy decidida, ¿eh? -dijo a la muñeca.
La cogió sin contemplaciones y la echó encima del
sofá.
-¡Ese es tu sitio, niña! ¡No te muevas de ahí!
Luego se encaminó a la otra estancia.
-Señorita Coombe.
-Diga, Sybil.
-Alguien nos toma el pelo.
La muñeca volvía a estar sentada ante el pupitre.
-¿Quién le parece que es?
-Tiene que ser una de las tres de arriba. Seguramente
lo considerará gracioso. Pero el caso es que todas juran ser inocentes.
-¿No será Margaret?
-No, no lo creo. Margaret estaba sorprendida cuando
entró a decírmelo. En todo caso será esa burlona de Marlene.
-Sea quien fuese, hace una tontería.
-Estoy de acuerdo -dijo Sybil-. No obstante, pienso
poner coto a eso.
-¿Qué hará para evitarlo?
-Ya lo verá.
Aquella noche, antes de irse, cerró con llave el
probador.
-Me llevo la llave.
-Comprendo -repuso Alicia, con cierto aire de
diversión-, Usted piensa que soy yo, ¿verdad? Me considera tan distraída como
para sentar a la muñeca al pupitre, y que escriba en mi lugar. ¡Claro, y luego
me olvido de todo!
-Está dentro de lo posible -admitió Sybil-. En
realidad, sólo trato de asegurarme de que nadie repetirá la broma esta noche.
Al día siguiente lo primero que hizo Sybil fue abrir
la puerta del probador y entrar dentro. La señorita Groves, manifiestamente
agraviada, esperaba con la bayeta en la mano en el recibidor.
-¡Ahora veremos! -dijo Sybil.
Y lo que vio la obligó a dar un respingo.
La muñeca aparecía sentada al pupitre.
-¡Sopla! -exclamó la sirvienta detrás de Sybil-. ¡Eso
sí que es misterio! Señorita Fox, se ha puesto algo pálida, como si hubiera
recibido un susto. Necesita un sedante. ¿Sabe si la señorita Coombe tiene algún
potingue apropiado en su dormitorio?
-Gracias; no lo necesito. Me encuentro bien.
Entonces cogió la muñeca.
-Alguien ha vuelto a gastarnos la misma broma -exclamó
la señora Groves.
-No comprendo cómo ha podido ser -repuso Sybil-. Cerré
con llave anoche. ¡Nadie pudo entrar!
-Puede que alguien tenga otra llave -aventuró la
asistenta.
-No lo creo. Nunca nos hemos molestado en cerrar el
probador. La llave de esta puerta es antigua y sólo hay una.
-Quizá encaje la de otra puerta, la de enfrente, por
ejemplo.
Probaron todas las llaves; pero ninguna abría la
puerta del probador.
-Es raro, señorita Coombe -aseguró Sybil más tarde,
mientras comían juntas.
En los ojos de la señorita chispeaba la diversión que
todo aquello le producía.
-Querida -le contestó-. Opino que es algo
extraordinario. Deberíamos escribir al departamento de psiquiatría. Quien sabe,
quizá se le ocurra enviarnos un especialista... un médium, o algo parecido, con
el fin de comprobar qué hay de especial en el cuarto.
-Parece ser que no le preocupa.
-Tiene razón. En cierto modo, disfruto. A mi edad
resulta divertido que ocurran cosas extrañas, inexplicables y misteriosas.
Claro que... -se quedó pensativa un momento-. No; no creo que me guste. Bien,
tendremos que admitir que la muñeca se toma muchas libertades, ¿no le parece?
Aquella noche Sybil y Alicia volvieron a cerrar con
llave la puerta.
-Sigo creyendo que alguien se divierte con esta clase
de bromas -afirmó decidida Sybil-. Si bien no comprendo por qué...
Alice la interrumpió al preguntarle:
-¿Cree que volveremos a encontrarla mañana sentada al
pupitre?
-Me temo que así sea.
Se equivocaron. La muñeca no estaba al pupitre, pero
sí en el alféizar de la ventana, mirando la calle. Y de nuevo les sorprendió la
extraordinaria naturalidad de su posición.
-¡Qué cosa más ridícula! -comentó Alicia mientras
tomaban una taza de té aquella tarde.
Las dos mujeres habían estado de acuerdo en tomar el
té en la salita del despacho de Alicia, en vez de hacerlo como siempre, en el
probador.
-¿Ridículo en qué sentido?
-Me refiero a esa tonta preocupación que nos embarga,
sólo porque una muñeca cambia de posición y lugar.
Pero si hasta entonces los movimientos de la muñeca
parecían realizarse de noche, días después también se observaban a cualquier
hora. Así, cada vez que entraban en el probador, aunque hubieran estado
ausentes unos minutos, la encontraban en distinta postura o sitio. A veces
quedaba en el sofá y aparecía en una silla, otras en el alféizar, o bien junto
al pupitre.
-Se traslada a su antojo -dijo Alicia-. Y creo, Sybil,
que eso la divierte.
Las dos mujeres miraban la figura inerte y fláccida de
blando terciopelo, con su cara de seda pintada.
-Sólo unos trozos de terciopelo, seda y algo de
pintura, eso es lo que es -comentó Alicia-. Podríamos... bueno, creo que
podríamos deshacernos de ella.
-¿Cómo?
-Pongámosla en el fuego. Sería una ceremonia semejante
a la cremación de una bruja. También podemos tirarla al cubo de la basura.
-Lo último no daría resultado. Seguro que alguien la
sacaría para devolvérnosla.
-¿Y si la enviásemos a una de esas sociedades que
tantas veces nos piden cosas para sus tómbolas o subastas? Me parece que ésta
sería una buena idea.
-No sé... no sé... -Sybil denotaba duda y
preocupación-. Tampoco me ofrece confianza.
-¿Por qué?
-Temo que volvería.
-¿Que volvería con nosotras?
-Sí.
-¿Quiere usted decir que haría lo mismo que una paloma
mensajera?
-Sí.
-¿No estaremos perdiendo la cabeza? -preguntó Alicia-.
Quizá sí, quizá yo me he chiflado y usted se divierte a costa mía.
-No, no eso no. Sin embargo, me siento presa de una
desagradable sensación, como si ella fuera demasiado fuerte para nosotras.
-¿Qué dice? ¿Esa masa de harapos?
-Sí, esa horrible masa fláccida de harapos. ¿No lo ve?
¡Es tan decidida!
-¿Decidida?
-Hace lo que le da la gana. Se comporta como si esta
habitación le perteneciera en exclusiva.
-Sí -dijo Alicia, mirando a su alrededor-. En
realidad, siempre ha sido su habitación. Se me ocurrió que hacía juego con los
colores que predominan -y añadió con mayor viveza-: Pero resulta absurdo que
una muñeca se adueñe de una estancia. Y lo malo no es eso; lo malo es que la
señora Graves se niega a entrar para hacer la limpieza.
-¿Se niega porque le asusta la muñeca?
-No. Simplemente da una u otra excusa -en su voz había
pánico al continuar-: ¿Qué haremos, Sybil? ¡Acabara conmigo! No he logrado
diseñar nada desde hace varias semanas.
-¡Oh! Yo tampoco logro fijar la mente cuando trabajo
-confesó Sybil-. Y eso hace que cometa errores imperdonables. Quizá... -dudó un
momento antes de proseguir-, quizá la idea de escribir al centro de
investigación psíquica fuese una solución.
-¡Nos creerían un par de locas! -exclamó Alicia-. No
lo dije en serio. No; decididamente, no. Seguiremos así hasta que...
-¿Hasta qué...?
-¡Oh, no lo sé! -la risa de Alicia sonó insegura.
Al día siguiente Sybil encontró la puerta del probador
cerrada con llave.
-Señorita Coombe, ¿tiene la llave? ¿La cerró usted
anoche?
-Sí, la cerré y ya va a permanecer así.
-¿Qué quiere usted decir?
-Sencillamente: que renuncio a esa habitación. ¡Que se
la quede la muñeca! No necesitamos esa estancia. Probaremos aquí.
-Pero esta es su salita despacho.
-No importa.
-¿De veras no entrará más en el probador? -preguntó
Sybil incrédula.
-¡Exacto!
-Pero, ¿y la limpieza? Se pondrá horrible de suciedad.
-¡Qué se ponga! Si el probador se ha convertido en
lugar privado de una muñeca, pues... ¡para ella! Eso sí, que limpie la
habitación -y añadió-: Nos odia, ¿no lo sabe?
-¿Qué dice? -preguntó asombrada Sybil-. ¿Qué la muñeca
nos odia?
-Sí. ¿No se ha percatado de ello al mirarla?
-Creo que sí -comentó pensativa, Sybil-. Creo que sí
lo advertí. Hace mucho tiempo que tengo la sensación de que nos odia y quiere
echarnos de allí.
-Es muy cruel -aseguró Alicia-. Bueno, desde ahora
podrá vivir satisfecha.
Durante algunos días hubo paz en el taller de
modistas. Alicia explicó al resto del personal que había renunciado
temporalmente al probador, pues eran demasiadas habitaciones para limpiar todos
los días.
Eso no evitó que aquella misma tarde una de las
obreras dijese a otra compañera:
-Realmente está ida la señorita Coombe. Siempre me
pareció algo rara; sobre todo cuando pierde las cosas y las olvida. Ahora se
pasa de la raya. ¡Mira que tenerle ojeriza a la muñeca!
-¿No temes que se vuelva loca -preguntó la otra-, y un
mal día nos apuñale, o intente algo parecido?
Alicia, que las oyó, se sentó indignada en su silla.
«¿Qué yo estoy ida?» -se preguntó-. Luego, furiosa, dijo en voz alta:
-En realidad, si no fuera por Sybil, creería que es
verdad. Ella y la señora Groves temen, como yo, que hay algo en la muñeca.
Tres semanas más tarde Sybil dijo a Alicia:
-Es necesario que entremos en el probador.
-¿Para qué?
-Debe hallarse muy sucio. Además, las polillas
atacarán cuanto hay allí dentro. Sería mejor barrer y quitar el polvo, y luego
cerrar de nuevo.
-Prefiero que siga como está antes de entrar otra vez.
-Es usted más supersticiosa que yo -dijo Sybil.
-Eso parece -contestó Alicia-. En cierto modo, al
principio me divertía. Sin embargo, bien se ve que soy más crédula que usted.
Realmente estoy asustada, y prefiero no entrar en esa habitación.
-En tal caso, entraré sola -afirmó Sybil.
-Muy bien. Pero confiese que lo hace por simple
curiosidad.
-Tiene usted razón. Me siento curiosa. Quiero ver qué
ha hecho la muñeca.
-Sería mejor no molestarla. Desde que la dejamos sola
parece estar satisfecha. ¿Para qué perturbar su tranquilidad? -Alicia suspiró
hondamente-. ¡Qué bobadas decimos!
-¿Seguro que son bobadas? En todo caso es ella quien
nos obliga a decirlas. Y... ¡déme la llave!
-¡Está bien; está bien!
-¿Teme que salga de la habitación o algo parecido? Si
es capaz de eso, también podría atravesar puertas y ventanas.
Sybil abrió el probador.
-¡Qué cosa más extraña! -dijo.
-¿Qué pasa? -preguntó Alicia, mirando por encima del
hombro de Sybil.
-Apenas hay polvo. Y, lógicamente, después de tan
tiempo tendría que haberlo.
-Sí, es raro.
-¡Mírela! -invitó Sybil.
La muñeca se hallaba en el sofá. En vez de fláccida,
aparecía erguida con un cojín detrás de ella, mostrando ese aire inconfundible
de quien se sabe dueña y señora de su casa. Por su actitud, cualquiera hubiese
creído que esperaba visita.
-Ya lo ve -dijo Alicia-. Parece encontrarse en su
hogar. Casi siento la necesidad de pedir excusas.
-Vámonos.
Sybil volvió a cerrar la puerta.
Las dos mujeres se miraron, visiblemente temerosas.
-Me gustaría saber por qué nos asusta tanto -dijo
Alicia.
-¡Cielos! ¿y quién no se asustaría? -preguntó la otra.
-Bueno, pero después de todo, ¿qué es lo que sucede?
¡Nada; absolutamente nada! Sólo se trata de una especie de marioneta que se
mueve a su antojo por la habitación.
-¿Y si no es ella? ¿Y si fuera obra de un
prestidigitador?
-¡Quién lo sabe!
-No, seguro que no es eso. Es... la muñeca.
-¿Está segura de que ignora su procedencia, señorita
Coombe?
-No tengo ni la menor idea. Y cuanto más lo pienso,
más me afianzo en la creencia de que ni la compré ni me la regalaron. Para mí,
es que vino sola.
-¿Y se irá algún día del mismo modo que vino?
-¿Por qué ha de irse? Ha logrado cuanto deseaba.
Sin embargo, la muñeca no debía de haber conseguido
cuanto deseaba. Pues, al día siguiente, Sybil, al entrar en el salón de
exposiciones, se quedó con la boca abierta. Luego gritó por el hueco de las
escaleras.
-¡Señorita Coombe! ¡Señorita Coombe; baje en seguida!
-¿Qué ocurre?
Alicia, que se había levantado tarde, descendió cojeando
pues sentía dolor reumático en la rodilla derecha.
-¿Qué pasa, Sybil?
-¡Véalo usted misma!
Desde el umbral del salón, Alicia contempló la muñeca,
que aparecía sentada en un sillón, tranquilamente apoyada contra el brazo del
mismo.
-Ha salido -susurró Sybil-. Se ha salido del probador.
Seguro que ahora quiere adueñarse de este salón.
Alicia se sentó junto a la puerta.
-No me extrañaría que piense en quedarse con todas las
dependencias.
-Podría ser -dijo Sybil.
-¡Desagradable y perversa muñeca! -gritó Alicia-. ¿Por
qué nos fastidias? ¡No te queremos!
Tanto ella como Sybil creyeron percibir que se movía.
Fue algo parecido a un relajamiento de sus miembros de trapo. El largo brazo
que descansaba en el sofá, medio le ocultaba el rostro, como si las observase
astuta y maliciosamente.
-¡Criatura horrible! -volvió a gritar Alicia-. ¡No
puedo soportarte! ¡No puedo soportarte más!
Su acción sorprendió a Sybil. Corrió al interior de la
estancia, cogió la muñeca, se fue a la ventana, la abrió y tiró el manojo de
trapos a la calle.
Sybil, asustada, no pudo reprimir un grito:
-¡Alicia! ¿Qué ha hecho? Estoy segura de que no debió
hacerlo.
Luego se unió a ella en la ventana. Sobre el
pavimento, la muñeca yacía boca abajo.
-¡La ha matado! -dijo entrecortadamente Sybil.
-¡No sea absurda! ¿Cómo puedo matar una cosa de
terciopelo y seda?
-Es horriblemente real -murmuró Sybil.
-¡Cielos! Aquella niña...
Una niña de corta edad, mal vestida, se paró junto a
la muñeca en la acera. Miró arriba y abajo de la calle, que apenas tenía
tránsito en aquella hora de la mañana, si bien pasaban algunos coches; luego,
como satisfecha de su inspección, recogió la muñeca y echó a correr.
-¡Párate! ¡Párate! -gritó Alicia.
Ésta se volvió a Sybil.
-¡Esa niña no debe llevarse la muñeca! ¡No debe! Esa
muñeca es peligrosa... Tenemos que evitarlo.
En aquel momento tres taxis circulaban por una
dirección y dos camiones por la otra. La niña tuvo que detenerse en una isla en
el centro de la calzada. Sybil bajó presurosa las escaleras, seguida de Alicia.
Sortearon un par de vehículos, y, al fin, llegaron a la isla antes de que la
niña cruzase al lado opuesto.
-No puedes llevarte esa muñeca -dijo Alicia-.
Devuélvemela.
La niña, delgada, de unos ocho años y algo bizca, la
miró desafiadora.
-¿Por qué tengo que dársela? Usted la tiró por la
ventana, ¿no? Yo vi cómo lo hacía. Si usted la tiró por la ventana es que no la
quiere. ¡Ahora es mía!
-Te compraré otra -ofreció Alicia-. Iremos a la tienda
de juguetes que tú digas, y te compraré la mejor muñeca que tengan. Pero
devuélveme ésta.
-¡No!
La niña estrechó protectoramente en sus brazos a la
muñeca de terciopelo.
-Tienes que devolvérsela -dijo Sybil-. No es tuya.
Quiso arrebatársela, pero la pequeña dio una patada en
el suelo, y les gritó:
-¡No! ¡No! ¡No! Es bien mía. La quiero. Ustedes no la
quieren. La odian. Si no la odiaran no la hubieran tirado por la ventana. Yo la
quiero, y eso es lo que ella necesita; que la amen.
Luego se deslizó como una anguila entre los vehículos
y cruzó la calle, siguió por una callejuela, y desapareció antes de que las dos
mujeres se atreviesen a cruzar.
-Se ha ido -exclamó Alicia desalentada.
-La muñeca necesita que la amen -repitió Sybil.
-Puede que sea verdad. Quizá sea cuanto quiso la
pobre; ser amada.
En el centro de una calle londinense, dos mujeres se
miraron asustadas.
"The Dressmaker's Doll",
Double Sin and Other Stories, 1961
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