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Algernon Blackwood (Inglaterra, 1869 - 1951) |
John Mudbury
regresaba de sus compras con los brazos llenos de regalos navideños. Eran las
siete pasadas y las calles estaban atestadas de gente. Era un hombre corriente,
vivía en un piso corriente de las afueras, con una mujer corriente y unos hijos
corrientes. Él no los consideraba corrientes, aunque sí los demás. Traía un
regalo corriente a cada uno: una agenda barata para su mujer, una pistola de
aire comprimido para el chico y así sucesivamente. Tenía más de cincuenta años,
era calvo, oficinista, honesto de hábitos y manera de pensar, de opiniones
inseguras, ideas políticas inseguras e ideas religiosas inseguras. Sin embargo,
se tenía a sí mismo por un caballero firme y decidido, sin percatarse de que la
prensa matinal determinaba sus opiniones del día. Y vivía… al día. Físicamente
estaba bastante sano, salvo el corazón, que lo tenía débil (cosa que nunca le
preocupó); y pasaba las vacaciones de verano jugando mal al golf, mientras sus
hijos se bañaban y su mujer leía a Garvice tumbada en la arena. Como la mayoría
de los hombres, soñaba, ociosamente con el pasado, se le escapaba
embarulladamente el presente, e intuía vagamente -tras alguna que otra lectura
imaginativa- el futuro.
-Me gustaría
sobreexistir -decía- si la otra vida fuera mejor que ésta -mirando a su mujer y
sus hijos, y pensando en el trabajo diario-. ¡Si no…! -y se encogía de hombros
como hace todo hombre valeroso.
Acudía a la
iglesia con regularidad. Pero nada en la iglesia lo convencía de que iba a subsistir
en la otra vida, ni le inclinaba a esperar tal cosa. Por otra parte, nada en la
vida lo convencía de que no fuera o no pudiera ser así. «Soy evolucionista», le
encantaba decir a sus pensativos amigotes (delante de una copa), ignorando que
se hubiera puesto en duda jamás el darwinismo.
Así, pues,
volvía a casa contento y feliz, con su montón de regalos navideños «para la
mujer y los chicos», y recreándose con la idea de la alegría y animación de su
familia. La noche anterior había llevado a «su señora» a ver Magia en un
selecto teatro de Londres frecuentado por intelectuales… y se había
entusiasmado lo indecible. Había ido indeciso, aunque esperando algo fuera de
lo corriente. «No es un espectáculo musical -advirtió a su mujer-; ni tampoco
una comedia o una farsa, en realidad», y en respuesta a la pregunta de ella
sobre qué decían las críticas, se encogió, suspiró y enderezó cuatro veces su
chillona corbata en rápida sucesión. Porque no podía esperarse que un «hombre
de la calle» con una pizca de dignidad entendiese lo que decían los críticos,
aunque entendiese la Obra. Y John había contestado con toda sinceridad: «Bueno,
dicen cosas. Pero el teatro está siempre lleno… y eso es lo que cuenta».
Y ahora, al
cruzar Piccadilly Circus entre el gentío para coger el autobús, quiso el azar
que (al ver un anuncio) le absorbiese el cerebro dicha Obra particular, o más
bien el efecto que le causara en su momento. Porque le había cautivado lo
indecible: con las maravillosas posibilidades que insinuaba, su tremenda osadía,
su belleza alerta y espiritual… El pensamiento de John se lanzó en pos de algo:
en pos de esa sugerencia curiosa de un universo más grande, en pos de la
sugerencia cuasi divertida de que el hombre no es el único… Y aquí chocó con
una frase que la memoria le puso delante de las narices: «La ciencia no agota
el Universo», ¡al tiempo chocaba con otra clase de fuerza destructora…!
No supo
exactamente cómo ocurrió. Vio un Monstruo feroz que lo miraba con ojos de
fuego. ¡Era horrible! Se abalanzó sobre él. Lo esquivó… y otro Monstruo salió
de una esquina a su encuentro. Corrieron los dos a un tiempo hacia él. Se hizo
a un lado otra vez, con un salto que podía haber salvado fácilmente una valla,
pero fue demasiado tarde. Le cogieron entre los dos sin piedad, y el corazón se
le subió literalmente a la boca. Le crujieron los huesos… Tuvo una sensación
dulce, un frío intenso y un calor como de fuego. Oyó un rugir de bocinas y
voces. Vio arietes; y un testudo de hierro… Luego surgió una luz cegadora…
«¡Siempre de cara al tráfico!», recordó con un grito frenético; y merced a una
suerte extraordinaria, ganó milagrosamente la acera opuesta.
No había
duda al respecto. Se había librado por los pelos de una muerte desagradable.
Primero, comprobó a tientas los regalos: los tenía todos. Luego, en vez de
alegrarse y tomar aliento, emprendió apresuradamente el regreso -¡a pie, lo que
probaba que se le había descontrolado un poco la cabeza!-, pensando sólo en lo
desilusionados que se habrían quedado su mujer y sus hijos si… bueno, si
hubiese ocurrido algo. Otra cosa de la que se dio cuenta, extrañamente, fue de
que ya no amaba a su mujer en realidad, y que sólo sentía por ella un gran
afecto. Sabe Dios por qué se le ocurrió tal cosa; el caso es que lo pensó. Era
un hombre honesto, sin fingimientos. La idea le vino como un descubrimiento. Se
volvió un instante, vio la multitud arremolinada alrededor del barullo de
taxis, cascos de policías centelleando con las luces de los escaparates… y
avivó el paso otra vez, con la cabeza llena de pensamientos alegres sobre los
regalos que iba a repartir… los niños acudiendo a la carrera… y su mujer -¡un
alma bendita!- contemplando embobada los paquetes misteriosos…
Y, aunque no
lograba explicarse cómo, al poco rato estaba ante la puerta del edificio
carcelario donde tenía su piso, lo que significaba que había hecho a pie las
tres millas. Iba tan ocupado y absorto en sus pensamientos que no se había dado
cuenta de la larga caminata. «Además -reflexionó, pensando cómo se había
salvado por los pelos-, ha sido un susto tremendo. Una mald… experiencia, a
decir verdad.» Todavía se notaba algo aturdido y tembloroso. A la vez, no
obstante, se sentía contento y eufórico.
Contó los
regalos… saboreó con antelación la alegría que iban a producir… y abrió
rápidamente con la llave. «Llego tarde -comprendió-; pero cuando ella vea los
paquetes de papel marrón, se le olvidará decir nada. Dios bendiga a esa alma
fiel.» Hizo girar suavemente la llave una segunda vez y entró de puntillas en
el piso… Tenía el espíritu henchido del sentimiento dominante de esta tarde: la
felicidad que los regalos navideños iban a proporcionar a su mujer y sus hijos.
Oyó ruido.
Colgó el sombrero y el abrigo en el diminuto vestíbulo (nunca lo llamaban
«recibimiento»), y se dirigió sigilosamente a la puerta del salón con los
paquetes escondidos detrás. Sólo pensaba en ellos, no en sí mismo… O sea, en su
familia, no en los paquetes. Abrió la puerta a medias y se asomó discretamente.
Para estupefacción suya, la habitación estaba llena de gente. Retrocedió con
rapidez, preguntándose qué podía significar. ¿Una fiesta? ¿Sin saberlo él? ¡Qué
raro…! Experimentó un profundo desencanto. Pero al retroceder, se dio cuenta de
que en el vestíbulo había gente también.
Estaba
enormemente sorprendido; aunque, por otra parte, no lo estaba en absoluto. Lo
estaban felicitando. Había una verdadera muchedumbre. Además, los conocía a
todos; al menos, sus caras le sonaban más o menos. Y todos lo conocían a él.
-¿No es
gracioso? -rió alguien, dándole una palmadita en la espalda-. ¡Ellos no tienen
ni la menor idea…!
El que
hablaba -el viejo John Palmer, el contable de la oficina, recalcó la palabra
«ellos».
-Ni la menor
idea -contestó él con una sonrisa, diciendo algo que no entendía, aunque sabía
que era cierto.
Su rostro,
al parecer, reflejaba la absoluta perplejidad que sentía. El impacto del golpe
recibido había sido mayor de lo que él había creído, evidentemente… Su cabeza
desvariaba… ¡al parecer! Pero lo raro era que jamás en la vida se había sentido
tan despejado. Había mil cosas que de repente se le habían vuelto de lo más
sencillas. Pero cómo se apretujaba esta gente, y con cuánta… ¡familiaridad!
-Mis
paquetes -dijo, abriéndose paso a empujones, alegremente, entre la multitud-.
Son regalos de Navidad que les he comprado -señaló con la cabeza hacia la
habitación-. He estado ahorrando durante semanas, sin fumar un cigarro ni
acercarme a un billar, y privándome de otras cosas, para comprarlos.
-¡Buen
muchacho! -dijo Palmer con una risotada-. El corazón es lo que cuenta.
Mudbury lo
miró. Palmer había dicho una verdad como un templo; aunque, probablemente, la
gente no lo entendería ni le creería.
-¿Eh?
-preguntó, sintiéndose torpe y estúpido, confundido entre dos significados, uno
de los cuales era bonito y el otro indeciblemente idiota.
-Por favor,
señor Mudbury, pase. Lo están esperando -dijo amable y pomposamente una voz. Y
al volverse, se encontró con los ojos benévolos y estúpidos de sir James
Epiphany, el director del banco donde trabajaba.
El efecto de
la voz fue instantáneo debido al prolongado hábito.
-Desde luego
-sonrió de corazón, y avanzó como movido por una costumbre inveterada. ¡Ah, qué
feliz y contento se sentía! Su afecto por su mujer era real. El amor, desde
luego, se había desvanecido; pero la necesitaba… y ella le necesitaba a él. Y a
sus hijos -Milly, Bill y Jean- los quería profundamente. ¡Valía la pena vivir!
En la
habitación había bastante gente… pero reinaba un asombroso silencio. John
Mudbury miró en torno suyo. Dio unos pasos hacia su mujer, que estaba sentada
en la butaca del rincón con Milly sobre sus rodillas. Algunos hablaban y
andaban de un lado para otro. El número de personas aumentaba por momentos. Se
colocó frente a ellas: frente a Milly y su mujer. Y les dirigió la palabra,
tendiéndoles los paquetes. «Es Nochebuena -susurró tímidamente-; y les he… les
he traído algo… a cada una. ¡Miren!» Les puso los paquetes delante.
-Por
supuesto, por supuesto -dijo una voz detrás él-; pero aunque se pasase usted un
siglo entero presentándoselos, daría igual: ¡no los verán jamás!
-Creo…
-susurró Milly, mirando a su alrededor.
-¿Qué es lo
que crees? -preguntó vivamente su madre-. Siempre estás pensando cosas
extrañas.
-Creo
-prosiguió la niña, ensoñadora- que Papá ya está aquí -calló; luego añadió con
la insoportable convicción de los niños-: estoy segura. Siento su presencia.
Sonó una
carcajada extraordinaria. Era sir James Epiphany el que reía. Los demás -toda
la multitud- volvieron la cabeza y sonrieron también. Pero la madre, apartando
de sí a la criatura, se levantó súbitamente con un gesto violento. Se le había
vuelto blanca la cara. Extendió los brazos… al aire que tenía ante ella. Aspiró
con dificultad, se estremeció. Había angustia en sus ojos.
-¡Miren!
-repitió John-. Les he traído los regalos.
Pero su voz,
por lo visto, no produjo el menor sonido. Y con una punzada de frío dolor,
recordó que Palmer y sir James habían muerto hacía años.
-Es magia
-exclamó-. Pero… yo te quiero, Jinny; te quiero… y… y siempre te he sido fiel;
fiel como el acero. Nos necesitarnos el uno al otro… ¿acaso no te das cuenta?
Seguiremos juntos, tú y yo, por los siglos de los siglos…
-Piense -lo
interrumpió una voz exquisitamente tierna-; ¡no grite! Ellos no pueden oírlo…
ahora -y al volverse, John Mudbury se encontró con los ojos de Everard Minturn,
su presidente del año anterior. Minturn se había ahogado en el hundimiento del
Titanic.
Entonces se
le cayeron los paquetes. El corazón le dio un enorme brinco de alegría.
Vio que su
cara -la de su mujer- miraba a través de él.
Pero la niña
lo miraba directamente a los ojos. Lo veía.
Lo que su
conciencia registró a continuación fue el tintinear de algo… lejos, muy lejos.
Sonaba a millas debajo de él… dentro de él… era él mismo quien sonaba
-absolutamente desconcertado- como una campanilla. Era una campanilla.
Milly se
inclinó y recogió los paquetes. Su cara irradiaba felicidad y alegría…
Pero a
continuación entró un hombre, un hombre de cara solemne y ridícula, con un
lápiz y un cuaderno. Llevaba un casco azul marino. Detrás de él venía una fila
de hombres. Traían algo… algo…, Mudbury no podía ver con claridad qué era. Pero
cuando se abrió paso entre la alegre muchedumbre para mirar, distinguió
vagamente dos ojos, una nariz, una barbilla, una mancha de color rojo oscuro y
un par de manos cruzadas sobre un abrigo. Una figura de mujer cayó entonces
sobre ellas, y oyó a sus hijos sollozar extrañamente… luego otros sonidos… como
de voces familiares riendo… riendo de alegría.
-Dentro de
poco se reunirán con nosotros. El tiempo es como un relámpago.
Y, al
volverse rebosante de dicha, vio que era sir James quien había hablado, al
tiempo que cogía a Palmer del brazo, como en un gesto natural, aunque
inesperado, de afectuosa y amable amistad.
-Vamos -dijo
Palmer sonriendo, como el que acepta un don en la comunidad universal-,
ayudémoslos. No lo comprenderán… Pero siempre podemos intentarlo.
La multitud
entera, riente y gozosa, se elevó. Fue, por fin, un instante de vida auténtica
y cordial. La paz y la alegría y el júbilo reinaban en todas partes.
Entonces
comprendió John Mudbury la verdad: que estaba muerto.
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