Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Yo no como mango verde porque me pela la boca...(Elsy Manzanares)




 

Elsy Manzanares

Sin ninguna pretensión de querer saber más que lo que hasta ahora sé del mango, leí un tratado sobre el jugoso fruto que cayó en mis manos. Es un estudio realizado en Costa Rica que sirve de guía sobre el cultivo y otros menesteres relacionados con este mágico fruto. Allí se habla desde su historia, origen, características hasta lo que es el objetivo del tratado académico, que son las formas de cultivarlo. Estas últimas muy estructuradas, armadas a manera de rompecabezas y bien documentadas como para que no se le escape ni un detalle al que se dedique a su cultivo.
Como el mango es una de mis frutas favoritas me aventuré a leer aquel tratado, como todos los tratados que en las universidades llaman ensayos, con una introducción, esta contaba que el mango viene de 111 países y que en el mundo se producen cerca de 14 millones de toneladas al año. Luego un agradecimiento larguísimo y saltaba inmediatamente a la historia del mango. ¡Vaya sorpresa! El mango tiene historia, bueno, origen. Resulta que parece que se originó en la India y en la antigua Birmania, me adentraba en la lectura y mientras más complicados encontraba algunas partes del proceso y los colores que hay que darle al mango para que puedan ser exportables, recordé uno de los mangos más dulces que comí un día que caminaba hacia el Ávila, por la avenida Luis Roche de Altamira y de pronto mientras yo subía, el mango venía disparado en dirección  contraria como si de una pelota se tratara. Tanto, que de pronto hasta sentí que no podría atraparlo por la velocidad. Resulta que el mango había tomado vuelo, porque al caer al suelo —intuí— y encontarse con la calle en bajada, decidió seguir su rumbo, lo atrapé y a pesar de todas las volteretas estaba en buen estado, lo  acaricié un poco para quitarle el sabor a acera y me lo comí. ¡Qué delicia de mango!
   En aquel momento lo primero que me vino a la cabeza fue que era una afortunada por vivir en una ciudad donde las frutas llegaban a mis manos, donde me conseguía un mango dulce, sabroso y rojizo como lo recomendaba el  manual de Costa  Rica y sin mayores aspavientos, caminando por las calles. Me pregunté ¿quién iba a cuidar que ese mango llegara rojito a mi boca? Nadie, por supuesto. Las matas de mango de Altamira. La Castellana, Los Palos Grandes y Los Chorros son matas centenarias casi todas y no creo que haya nadie que las cuide. El agua, la que cae del cielo, y quién sabe si de vez en cuando la Alcaldía las poda, por recomendación de los vecinos para que las raíces no levanten las aceras, pero por nada más. Ahí están erguidas, hermosas dándole color a Caracas o a buena parte de ella y arrojando mangos y mangazos a la calle como ofrenda al caraqueño que camina.
   Mi papá solía contarme cómo eran Los Palos Grandes cuando él tenía solo 12 años, porque desde niño vivió en Chacao, y no por casualidad comenzaba sus historias por las matas de mango. Cuántos se comían acampados en sus sombras, la diferencia entre el manzano, el de hilachas y muchos años después fue que apareció —me contaba— el injerto con lechosa y luego con piña que fueron de los primeros. Esto hacía mucho contraste con lo que había leído en el manual que contaba que el mango era de una clase Dicotiledóneas, del género Mangigera y de una orden Sapindales. Nada de esa rimbombancia en los nombres de los mangos hacía que los cuentos que contaba mi papá los hiciera menos deliciosos, menos dulces y de colores intensos. El manual insistía en los niveles de humedad y la acidez del terreno y recordaba la mata de mango que veo hoy desde la ventana de mi casa con unos racimos inmensos y curiosamente, aunque no es tiempo  de mango, porque estamos en septiembre y el mango se da entre abril y junio, la mata es frondosa, de un verde que inunda la vista y da equilibrio al asfalto.
También leyendo el manual me vino a mi mente la canción que cantaba cuando era una niña, mientras comía mango verde con sal, y como una especie de negación de la negación cantaba: «yo no como mango verde porque me pela la boca, yo como mango maduro porque así es...que me provoca».
   Había otra canción que disfrutaba mucho cuando el frutero, por aquellos años, llegaba a las puertas de las casas en unas camionetas descubiertas atrás exhibiendo hermosas frutas,  siempre húmedas y provocadoras, seguro fue la inspiración de César del Ávila cuando escribió: «Vengan que llegó el manguero, traigan chicas sus canastas a 25 por medio bien maduritos para las muchachas».
  Al pasar de los años la presencia del mango llegó hasta las recetas de cocina.  Siempre había escuchado, para señalar algo muy confuso, que era «un arroz con mango». Pues un día me atreví y me dije, y por qué no probar lo que verdaderamente es esa mezcla de sabores, y procedí a crear una receta que se ha hecho muy popular entre mis amistades y es el arroz con mango. Una ensalada que lleva todas las yerbas imaginables, langostinos, camarones, pepitonas, mostaza, aceite de oliva, sal marina y mango pintón. Se ha convertido en todo un éxito, gracias a lo controvertido de sus sabores.
El mango es parte de mi vida, de mi niñez, de mis historias, pero repetidas una y mil veces en cada uno de los habitantes de esta ciudad que aún al pasar por las calles y avenidas, escuchan los mangazos al caer en  los  techos de los carros; vemos los mangos comidos por los pajaritos y la magia de esa naturaleza allí a los ojos de todos se hace nuestra cotidianidad, a veces la pasamos por alto, pero otras veces nos confronta con una hermosa ciudad que se resiste a ser fría y antipática ante el ruido de cornetas, carros y mala educación de transeúntes.
   Ese manual llegó a mis manos en un momento en que tal vez necesitaba, a través del mango, recordar mi infancia, volver a mi memoria aquellos hermosos recuerdos de Los Dos Caminos y Los Chorros  en bicicleta, robando mangos y  subiendo como monos aquellos árboles, testigos hoy, de un desarrollo de la ciudad que no ha logrado derrumbarlos.

1 comentario:

  1. Y... en esa historia del mango, supongo que dice que llegó a America entre 1800 y 1850, por lo cual es muy probable que Simón Bolívar nunca comió un mango.

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”