Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Cuento: La tienda de muñecos de Julio Garmendia


Julio Garmendia (Venezuela, 1898 - 1977)


La tienda de muñecos de Julio Garmendia



No sé cuándo, dónde ni por quién fue escrito el relato titulado “La tienda de los muñecos”. Tam­poco sé si es simple fantasía o si es el relato de co­sas y sucesos reales, como afirma el autor anónimo; pero, en suma, poco importa que sea incierta o ve­rídica la pequeña historieta que se desarrolla en un tenducho. La casualidad pone estas páginas al alcance de mis manos, y yo me apresuro a apode­rarme de ellas.

Helas aquí:


"No tengo suficiente filosofía para remontarme a las especulaciones elevadas del pensamiento. Esto explica mis asuntos banales y por qué trató ahora de encerrar en breves líneas la historia —si así puede llamarse— de la vieja Tienda de Muñecos de mi abuelo, que después pasó a manos de mi padrino, y de las de éste a las mías. A mis ojos posee esta tienda el encanto de los recuerdos de la familia y así como otros conservan los retratos de sus ante­pasados, a mí me basta, para acordarme de los míos, pasear la mirada por los estantes donde están alineados los viejos muñecos, con los cuales nunca jugué. Desde pequeño se me acostumbró a mirarlos con seriedad. Mi abuelo, y después mi padrino, so­lían decir, refiriéndose a ellos:
“—¡Les debemos la vida!”
"No era posible que yo, que les amé entrañablemente a ambos, considerara con ligereza a aquellos a quienes debían el precioso don de la existencia.”
"Muerto mi abuelo, mi padrino tampoco me permitió jugar con los Muñecos, que permanecieron, en los estantes de la tienda, clasificados en orden riguroso, sometidos a una estricta jerarquía, y sin que jamás pudieran codearse un instante los ejem­plares de diferentes condiciones; ni los plebeyos Andairnes que tenían cuerda suficiente para cami­nar durante el espacio de un metro y medio en superficie plana, con los lujosos y aristocráticos Mu­ñecos de chistera y levita que apenas si sabían le­vantar con mucha gracia la punta del pie elegantemente calzado. A unos y otros mi padrino no les dispensaba más trato que el indispensable para man­tener la limpieza en los estantes donde estaban ahi­lerados. No se tomaba ninguna familiaridad ni se permitía la menor chanza con ellos. Había instau­rado en la pequeña tienda un régimen que había de entrar en decadencia cuando entrara yo en posesión del establecimiento, porque mi alma no tendría ya el mismo temple que la suya y se resentiría visible­mente de las hermosas ideas libertarias que pros­peraban en el ambiente de los nuevos días.
“Por sobre todas las cosas, él imponía a los Mu­ñecos el principio de autoridad y el respeto supers­ticioso al orden y las costumbres establecidas desde antaño en la tienda. Juzgaba que era conveniente inspirarles temor y tratarlos con dureza a fin de evitar la confusión, el desorden, la anarquía, por­tadores de ruina, así en los humildes tenduchos como en los grandes imperios. Hallábase imbuido de aquellos erróneos principios en que se había edu­cado y que procuró inculcarme por todos los medios: viendo en mi persona el heredero que le sucedería en el gobierno de la tienda, me enseñaba los aus­teros procederes de un hombre de mando. En cuan­to a Heriberto, el mozo que desde tiempo atrás ser­vía en el negocio, mi padrino le equiparaba a los peores Muñecos de cuerda y le trataba al igual de los Maromeros de madera y los Payasos de serrín, muy en boga entonces. A su modo de ver, Heriberto no tenía más seso que los Muñecos en cuyo constante Comercio había concluido por adquirir cos­tumbres frívolas y afeminadas, y a tal punto subían en este particular sus escrúpulos, que desconfiaba de aquellos Muñecos que por una u otra causa iban a domicilio varias veces, llevados por Heriberto, sin ser vendidos en definitiva. A estos desdichados aca­baba por separarlos de los demás, sospechando tal vez que habían adquirido hábitos perniciosos en las manos de Heriberto...
"Así transcurrieron largos años, hasta que yo vine a ser un hombre maduro y mi padrino un anciano idéntico al abuelo que conocí en mi niñez. Habitá­bamos aún la trastienda, donde apenas si con mucha dificultad podíamos movernos entre los Muñecos. Allí había nacido yo, que así, aunque hijo legítimo de honestos padres, podía considerarme fruto de amores de trastienda, como suelen ser los héroes de cuentos picarescos.
”Un día mi padrino se sintió mal.
—Se me nublan los ojos —me dijo— y confundo los Abogados con las pelotas de goma, que en reali­dad están muy por encima de ellos.
”—Me flaquean las piernas —continuó tomándo­me afectuosamente la mano— y no puedo ya recorrer sin fatiga la corta distancia que te separa de los Bandidos. Por estos síntomas conozco que voy a morir, no me prometo muchas horas de vida y des­de ahora heredas la Tienda de Muñecos.
"Mi padrino pasó a hacer extensas recomendacio­nes acerca del negocio. Hizo luego una pausa du­rante la cual le vi pasear por la tienda y la tras­tienda su mirada ya próxima a extinguirse. Abar­caba así, sin duda, el vasto panorama del presente y el pasado, dentro de los estrechos muros tapizados de figurillas que hacían sus gestos acostumbrados y se mostraban en sus habituales posturas. De pronto, fijándose en los Soldados, que ocupaban un compartimiento entero de los estantes, reflexionó:
”—A estos guerreros les debemos largas horas de paz. Nos han dado prosperidad. Vender ejérci­tos es un negocio pingüe.
"Yo insistía cerca de él a fin de que consintiera en llamar médicos que lo vieran. Pero se limitó a mostrarme una gran caja que había en un rincón.
”—Encierra precisamente cantidad de Sabios, Pro­fesores, Doctores y otras eminencias de cartón y profundidades de serrín que ahí se han quedado sin venta y permanecen en la oscuridad que les conviene. No cifres, pues, mayores esperanzas en la utilidad de estos Sabios. Son preferibles los Animales, y en especial te recomiendo a los Asnos, que en todo tiempo fueron fieles sostenes de nuestra casa.
"Después de estas palabras mi padrino se sintió peor todavía y me hizo traer a toda prisa un Sacer­dote y dos Religiosas. Alargando el brazo los tomé en el estante vecino al lecho. —Hace ya tiempo — dijo palpándolos con suavidad— hace ya tiempo que conservo aquí estos muñecos, que difícilmente se venden. Puedes ofrecerlos con el diez por ciento de descuento, lo cual equivaldrá a los diezmos en lo tocante a los curas. En cuanto a las Religiosas, haz­te el cargo que es una limosna que les das.
"En ese momento mi padrino fue interrumpido por el llanto de Heriberto, que se hallaba en un rincón de la trastienda, la cabeza cogida entre las manos, y no podía escuchar sin pena los últimos acentos del dueño de la Tienda de Muñecos.
”—Heriberto —dijo éste dirigiéndose a él—, no tengo más que repetirte lo que tantas veces antes te he dicho: que no atiples la voz ni manosees los Muñecos.
"Nada contestó Heriberto, pero sus sollozos re­sonaron de nuevo, cada vez más altos y más des­templados.
"Sin duda, esa contrariedad apresuró el fin de mi padrino, que expiró poco después de pronunciar aquellas palabras. Cerré piadosamente sus ojos y enjugué en silencio una lágrima. Me mortificaba, sin embargo, que Heriberto diera mayores muestras de dolor que yo. Sollozaba ahogado en llanto, me­sábase los cabellos, corría desolado de uno a otro extremo de la trastienda. Al fin me estrechó en sus brazos:
—Estamos solos! ¡Estamos solos! —gritó.
”Me desasí de él sin violencia, y señalándole con el dedo el Sacerdote, el feo Doctor, las blancas Enfermeras, Muñecos en desorden junto al lecho, le hice señas de que los pusiera otra vez en sus puestos…”

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