Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Cartas a mi madre por navidad de Rainer María Rilke

 

Rainer María Rilke (Praga, República Checa, 1875 - Suiza, 1926)

(1900 – 1925)

Rainer María Rilke

 

 

De las mil ciento treinta y cuatro cartas que Rainer Maria Rilke escribió a su madre a lo largo de treinta años –desde 1896 a 1926– destacan por su homogeneidad de contenido y de tono las veintiséis cartas navideñas –enviadas de 1900 a 1925– que Leonor Saro ha traducido con rigor y a la vez con sensibilidad de poeta. Traducir no es una ciencia exacta. Hay máquinas que traducen, pero su única virtud es la precisión. Esa precisión puede ser decisiva para traducir un manual de instrucciones, pero no lo es para traducir una obra literaria. Un requisito esencial de toda traducción literaria –y ese requisito no lo puede ni lo podrá cumplir máquina alguna– es que el resultado sea también literario. Y eso no está al alcance de cualquiera.

Las obras literarias, como las obras artísticas, se explican por sí mismas, y lo que pueda añadirse desde fuera tiene que ser breve y clarificador. Rodear una obra de palabrería no hace más que enturbiar su disfrute. En el caso de las Cartas navideñas son dos las claves que pueden resultar útiles al lector (aunque quizá en vez de útiles le resulten perjudiciales porque, en la literatura, como en la vida, hay cosas que es mejor no saber). Primera: Rilke ni quiso ni fue querido nunca por su madre. Segunda: Rilke consideró que las más de diez mil cartas que escribió (a más de mil corresponsales) formaban parte de su obra literaria.

Sin comunicación no hay amor, y Sophia Rilke era una mujer distante, hermética, inaccesible. «¿Quién puede comunicarse con alguien que es, como ella, una casa de  muñecas en que tanto las puertas como las ventanas están pintadas?», escribe el poeta en una carta.

En otra carta dice: «La veo raras veces, pero, como sabes, todo encuentro con ella significa para mí una especie de recaída... Cuando no tengo más remedio que ver a esta mujer alocada, irreal, sin la menor relación con nada, entonces siento, como ya me sucedía de niño, la necesidad de huir de ella, y temo íntimamente, a pesar de los años transcurridos, no estar lo suficientemente lejos de ella. Además, me horroriza su piedad distraída, su fe arbitraria y, sobre todo, esa rareza y esas deformaciones a la que está adherida, tan vacías como un traje colgado, fantasmal y absurdo». Hay una carta en que lo confiesa abiertamente: «No quiero a mi madre». Y atribuye a esa carencia su dificultad para amar a las mujeres. «No, no soy un enamorado: este asunto me conmueve solo desde fuera, quizá porque nadie me deja conmovido nunca enteramente, quizá porque no quiero a mi madre... Todo amor es para mí fatiga, trabajo, surmenage; solo para con Dios tengo cierta ligereza, pues amar a Dios significa entrar, ir, quedarse, descansar y estar por todas partes en el amor de Dios».

A raíz del último encuentro que Rilke tuvo con su madre –en Múnich, en el otoño de 1915–, once años antes de la muerte del poeta, Rilke escribió este poema:

 

Ay, dolor, mi madre me derriba.

Piedra a piedra yo me había levantado

y ya estaba en pie, como casa pequeña,

en torno a la que gira el día, incluso estando solo.

Y viene ahora mi madre y me derriba.

 

Me derriba cuando viene y mira.

No ve siquiera que uno está construyéndose.

Las paredes de piedra me atraviesa.

Ay, dolor, mi madre me derriba.

 

Vuelan ligeros en torno a mí los pájaros.

Los perros, aun extraños, me conocen: es él.

Solo mi madre no sabe quién soy yo,

desconoce mi rostro que ha cambiado despacio.

 

Entre nosotros no ha habido nunca un viento cálido.

Ella no vive donde están los vientos.

Su corazón descansa en una alta empalizada,

y Cristo viene y la lava cada día.

 

La segunda clave, quizá tan decepcionante para el lector como la anterior, es que Rilke consideraba que sus cartas formaban parte de su obra literaria. Y la literatura es, por esencia, ficción. «Cada vez estoy más convencido de que es la misma pluma la que redacta mis dos tipos de escritura (beide Schriftlichkeiten), la literaria y la del trato social (die des Verkehrs)», escribió en una carta.

Estas son las dos claves. Pero, en el fondo, ¿qué utilidad tiene ponerlas de relieve? Probablemente ninguna. Las veintiséis cartas que el lector ha leído en la bella traducción de Leonor Saro son veintiséis piezas literarias. Rilke, aunque habla de sí mismo y aunque se dirija a su madre –lo que podría haber sido la ocasión de expresar la máxima sinceridad–, ha hecho, simplemente, y nada menos que literatura. Que un autor hable de sí mismo, que escriba en primera persona, que exprese sentimientos íntimos, que lo haga a través de un medio tan personal como las cartas... nada de esto significa, en el caso de un escritor, que esté expresando su verdadera intimidad. Lo que un escritor hace, por definición, es literatura. Que esa literatura sea extraliterariamente sincera es algo absolutamente contingente (e indiferente): en algún caso lo será y en otros no lo será. Es un tremendo error identificar mecánicamente el yo literario con el yo real.

En mitad de esta extraordinaria ficción que son las cartas que Rilke dirige a su madre hay algunos pequeños rasgos conmovedores: que el poeta firmara siempre René, y nunca con su nombre literario, Rainer, como hizo en las demás cartas; que recordara continuamente el pacto que ambos hicieron de pensar el uno en el otro a las seis de la tarde de la víspera de Navidad; que el escribir cada año la carta navideña no se interrumpiera ni siquiera en los cinco años de la guerra.

Y hay también un aspecto muy sutil en estas cartas: Rilke le escribe a su madre en su lengua materna. Es como si el poeta tuviera, en las cartas, una relación más entrañable con su lengua. Eso hace que resulte perceptible en ellas una especial delicadeza lingüística.

Las cartas que Sophia Rilke envió a su hijo no se conservan. Habría sido interesante conocerlas, pero en el fondo da igual. Las cartas de Rilke son un monólogo. Las más de diez mil cartas que escribió a lo largo de su vida son pura introspección, puro ahondamiento en su propia intimidad. No hay en ellas intercambio alguno de sentimientos o noticias con los corresponsales.

Por tratase de cartas navideñas y por ser las cartas de Rilke ejercicios de introspección, tienen particular interés para entender el sentimiento religioso del poeta. La relación de Rilke con Dios es ambigua, contradictoria, difícilmente comprensible. El poeta se sintió siempre «atravesado por un viento» (durchtweht) que era Dios. Pero estuvo siempre en lucha con él, y no una noche, como Jacob con el ángel, sino toda su vida. Y es que Dios es irreductible, incómodo, desconcertante, es la alteridad absoluta, y quizá por eso Rilke, aunque no le entendamos, ha sido uno de los hombres más auténticamente religiosos que han existido.

 

Antonio Pau

 

Carta I

 

Matasellos: Berlín, 22 de diciembre de 1900.

 

Mi querida y bondadosa madre: Nunca hemos tenido muchas ocasiones para hablar junto al árbol de Navidad. Hoy tampoco puede ser, sobre todo porque hablar sobre el papel no puede evocar la ilusión de la cercanía. Debes tener, más que la ilusión, la seguridad de que estoy junto a ti en esta noche que tú siempre has adornado y enaltecido gracias a tu ejemplo, a tu amor y a tu bondad, desde que la experimenté por primera vez. Debes sentirme cerca, pues te he enviado mi nuevo libro y de este modo vengo a ti con lo mejor que he conseguido hasta ahora, con lo mejor en lo que me he podido transformar, con mucho más que con mi cuerpo y mi rostro, con mucho más que con mi alma: con la potencia de mi fuerza y de mi amor, con una parte de mi devoción más profunda, con un trozo de mi futuro. Mi libro Historias del buen Dios es todas esas cosas. Recíbelo con agrado y deja que en esta noche santa cumpla en ti lo que yo deseo. Reconóceme en él, querida madre. No digo más, madre. Simplemente voy a dejar mi libro bajo el arbolito de Navidad, o sobre la mesita donde están los ángeles cantores y donde todos estos años has desplegado la abundancia de tus regalos. Ya ves, podemos expresarnos tranquilamente, porque estoy ahí contigo, como el año pasado, pero esta vez sin prisas, sin llegar y sin marcharme corriendo a una hora determinada. Esta noche recorro tranquilo todo el salón sin odio y participando con todo mi amor. Y no me voy a marchar hasta que no empieces a ponerte triste... Pero eso no va a pasar, ¿verdad?, porque mi libro está lleno de confianza y de luz. Y ahora, bromas aparte, otro pequeño presente: un librito de Josef Victor von Scheffel como recuerdo de nuestro viaje a Toblino (1) . Espero que te guste. Cientos de besos:

 

René, ¡y su presencia!

 

 

(1) Castillo en la región del Tirol del Sur

 

 

Carta II

 

 

Westerwede en Worpswede, Baja Sajonia, 21 de diciembre de 1901.

 

Querida madre:

 

¡Es Navidad! Me gustaría poder escribirte una larga carta, pero mi nueva condición de padre me tiene tan atareado que no puedo enviarte más que unas pocas y sentidas palabras. Creo que esta vez no vivirás con tanta tristeza y temor que no vaya a pasar el día 24 contigo a Praga, puesto que sabes que ahora tengo mi propia casa y una mujer maravillosa y una niña para las que me gustaría decorar el árbol de Navidad (2). ¡Ya no estoy solo! ¡Eso lo dice todo! En la hora de los regalos estaré contigo en espíritu. Me temo que vengo con las manos vacías, porque no he podido adjuntarte el libro Los últimos que quería regalarte... ¡Quiero animarte un poco, querida madre! Así que te envío dos fotos nuestras, como tanto me has pedido... Así también tendrás contigo una imagen de nosotros y podrás ver una parte de nuestra casa y del jardín. ¡Qué bonito pensar que ya lo conoces todo! Me hubiera gustado enviártelas enmarcadas, pero no conozco el tono exacto de la tapicería roja y por lo menos deberían ir a juego con las tuyas. Así que las recibirás tal cual están. En cuanto anochezca haremos el reparto de regalos y Clara (que hoy ya está despierta) caminará por la habitación y podrá llevar a nuestra querida niña hasta el árbol. ¡Gracias por todo y feliz Navidad! Te llevamos en lo más profundo de nuestros pensamientos. Te mando besos cariñosos.

 

Tu agradecido René.

 

Querida madre: Te mando mis mejores deseos y un abrazo muy cariñoso en este día de Navidad, y también un saludo de nuestra pequeña.

 

Tu hija Clara.

 

 

(2) En Alemania el reparto de regalos tiene lugar durante la tarde del día de Nochebuena. Los padres decoran el árbol, iluminan y decoran la estancia principal y, cuando todo está listo, se abren las puertas del salón y entran los niños a abrir los regalos que el Niño Jesús (Christkind) ha colocado bajo el árbol de Navidad. Después del reparto de regalos, tiene lugar la cena familiar

 


Carta III

 


París, rue de l’Abbé de l’Epée, 21 de diciembre de 1902.

 

Mi querida y bondadosa madre:

 

¡Por fin ha llegado la Navidad! Por desgracia muy lejos el uno del otro, pero llenos de los mejores y más profundos deseos y pensamientos. ¿Cómo estás, querida madre? Pareciera que no sé nada de ti desde hace siglos, aunque por supuesto también es culpa mía porque, de nuevo, llevo mucho tiempo sin escribirte, ¿verdad? Pero en los últimos tiempos he estado inmerso en el trabajo, así que me he visto obligado a desatender todo lo demás (también lo amado y lo importante). Perdóname. Todavía no te he dado las gracias por el precioso vestidito que le enviaste a Ruth por su cumpleaños. Ha sido muy bien recibido y Ruth ya se lo ha puesto varias veces. Lo lleva en todas las fiestas así que sin duda lo lucirá también en Navidad. Te puedes imaginar con cuanta nostalgia hemos estado pensando en nuestra niña todos estos días y cómo hemos recordado las Navidades del año pasado, reunidos por primera vez los tres junto al gran árbol y rodeados de cosas bonitas en la tranquilidad festiva de nuestro querido hogar. Estas Navidades no estarán exentas de cierta tristeza. No vamos a hacer ninguna celebración, seguimos estando muy lejos de casa, descansaremos un poco durante dos o tres días y pensaremos en Oberneuland todavía más que de costumbre. Hemos enviado allí una pequeña caja con algunas fruslerías, sobre todo cosas prácticas, y la abuela Westhoff se encargará de todo lo demás, de preparar una bonita Navidad para Ruth y de cumplir todos los deseos que se dibujen en su carita. También vamos a pensar mucho en ti, querida madre. Ojalá tu salud te permita festejar este día tranquila y recogida. Espero que no haya nada en casa que te disguste ni que te irrite, para que así tampoco nada de fuera pueda perturbar tu paz. Nosotros pedimos para ti salud y días dichosos y participamos con el corazón de tu Nochebuena, igual que si estuviéramos contigo. Me temo que vengo con las manos totalmente vacías, querida madre. No era lo que había planeado en un principio. Mi idea era dejar sobre la mesa de Navidad el trabajo de todo este año, la gran monografía de Worpswede. Pero acabo de enterarme de que, debido a un retraso en la imprenta, el libro no está listo todavía. Esto me pone muy triste, pero de este retraso yo no tengo culpa alguna así que te pido que no me lo tengas en cuenta. Toma pues el avance de este libro (que te hará, espero, un poco de ilusión) de tu 13 mesa navideña. El libro le seguirá tan pronto como sea posible, quizá a lo largo del mes de diciembre. Tan pronto como supimos que la monografía no iba a estar a tiempo pensamos en darte alguna pequeña alegría. No hemos encontrado nada, solo un pequeño calendario y una libretita que te adjunto con esta carta, porque siempre se necesitan estas cosas y conviene tenerlas a mano y porque sé que tú siempre les encuentras uso. También te envío el impreso del anuario de Lourdes. Es un cuaderno sencillo, bastante mal impreso, pero seguro que te interesará, tanto por los textos como por las ilustraciones. Dentro hay una lámina de Lourdes (ya la reconocerás), en la que el lugar tiene un cierto parecido con Arco. También hay otras láminas y un retrato de Bernardette que te pueden animar un poco. Y aún tengo otra cosa que pedirte: si te falta todavía alguna de las fotografías de la serie Nos contemporains chez eux, ¿podrías decirme cuál? Estas imágenes aquí no cuestan casi nada y me hubiese gustado mucho enviarte alguna si hubiese sabido cuáles tenías ya. No me acordaba exactamente. Creo recordar que ya tienes Ohnet, Zola y Renan, ¿no? ¿Quizá también Feuillet? ¿Quieres alguna otra? De Zola hay tres fotografías diferentes (además de esa en la que está sentado en su escritorio hay dos más) y de Ohnet hay una especialmente simpática. Por favor, hazme saber tus deseos. Queremos darte con esto una pequeña alegría, aunque llegue con retraso. Introduciré la fotografía entre las páginas de la monografía y lo enviaré todo en cuanto pueda. Me darías una gran alegría si me escribieras con alguna petición, porque me duele mucho que estas Navidades vengan tan escasas. ¡Si al menos mi libro estuviera listo! Hazme saber pronto de tu buena salud y escríbeme qué tienes planeado para las fiestas y para la Nochebuena. Es más fácil pensar en alguien cuando sabemos qué es lo que está haciendo. De Oberneuland vas a recibir fotografías nuevas de nuestra querida Ruth, que con suerte te llegarán a tiempo. Y vamos a tenerte muy presente en nuestro corazón. Así que pasa un buen día y disfruta de estas tranquilas fiestas. Quizás podrías viajar pronto a Arco. Me haría muy feliz saber que estás allí, siempre me preocupa que tengas que quedarte en Praga. ¿Qué tal el tiempo? Tras unos días de mucho frío aquí ha vuelto a hacer bastante calor. La gente se sienta en las terrazas de los cafés y en los jardines, pero el ambiente está húmedo y triste, y no parece en absoluto Navidad. Aquí casi nadie pone el árbol y la gran fiesta consiste en comerse unos gansos enormes. Clara siempre está pensando cómo podríamos animarte. También te pide que nos digas si tienes algún deseo que nosotros pudiéramos concederte. En fin, querida madre, feliz, muy feliz Navidad. Como siempre en esta noche estaré con el corazón lleno de amor, muy cerca de ti, especialmente cerca. Te abraza: Tu René. Gracias por comprarle la tarta a la abuela una vez más.¡Los deseos concluyen aquí!

 

 

Carta IV

 

 

Roma, Villa Strohl-Fern, 20 de diciembre de 1903.

 

Mi querida madre:

 

Adjunto una pequeña carta que no debes abrir hasta el 24 por la tarde y la carta para la abuela. Ten la amabilidad de entregársela junto con la tarta que quieres darle de nuestra parte. Ya habrás recibido la carta de anteayer y también el paquetito para la Nochebuena. Me duele mucho no poder enviar nada más. ¡Cómo me gustaría! Hoy hemos oído que nuestra querida Ruth ha pasado un muy buen cumpleaños y que está bien. Este año no vamos a poner el árbol y vamos a pasar la fiesta tranquilos, sin parafernalias, pero haciendo memoria de todo lo que nos es querido en este mundo. Espero que te encuentres bien ahora, queridísima madre. ¡Cuéntame cosas buenas! Para mí es el mejor regalo de Navidad,

 

tu René

 


Carta V

 

 

Roma, Villa Strohl-Fern, 20 de diciembre de 1903.

 

Cara mamá:

 

Hasta el día 24, en nuestra hora más amada, no debes leer estas líneas, que han de ser para ti testimonio de mi presencia espiritual en tu velada navideña. No puedo presentarme ante ti sin un pequeño presente, pero uno que realmente me acerque a ti y haga que pueda acompañarte donde tú estés y estar frente a ti junto con mi querida esposa, siempre que tú quieras, como en nuestro reciente reencuentro en Karlsbad. A este respecto expresaste un deseo cuando estuvimos en París. No pude concedértelo entonces, pero como ves, no me he olvidado, y deseo de todo corazón que te guste la imagen y que te ayude a tener la sensación de que estamos presentes, tanto en esta Nochebuena como después, siempre que la tengas delante. Estuvimos pensando en ponerle un marco y nos hubiera gustado hacerlo, pero sé que preferirás forrarla con el terciopelo de siempre, para que haga juego con el resto de tus cuadros. No me atrevo a encargar aquí el marco, porque no conozco el tono exacto del terciopelo ni sé dónde lo fabrican. Además, enmarcarla habría dificultado y complicado el envío, así que te lo mando tal cual está, y te ruego que seas indulgente y que disculpes la sobriedad de nuestro regalo, y que lo aceptes con la intención con la que yo te lo entrego. El Niño Jesús (3) que tienes tú para mí, por todo lo que me has contado en tus cartas, es mucho mejor que lo que yo tengo para ti. Pero, aunque mi regalo no sea suficiente, sí ha de serlo la promesa de que todos mis deseos celebran tu fiesta contigo y rezan por ti en la hora santa que vivimos juntos, porque ambos la acogemos y la sentimos muy profundamente. Disfruta, querida madre, de su gran fiesta con el corazón abierto y deja que, con sus suaves manos, tome todas las inquietudes de tu corazón. Quien confía es fuerte, y esta plácida hora navideña, llena de maravillas y de misterio, pertenece a aquellos que pueden compartir su fortaleza. Tan solo debemos ser lo bastante silenciosos, solitarios y pacientes para absorber en nuestro interior la gracia de esta hora, que a tantos no llega a causa del ruido y del desorden. Al final todo depende de que seamos fieles a lo grande, a lo que experimentamos en la soledad del corazón y que nadie puede perturbar. Si en estas horas de recogimiento y elevación nos decimos a nosotros mismos que es esta la vida que se agita en nosotros festiva y temblorosa y que nos deslumbra con grandes y brillantes lágrimas que vienen de lo más profundo de nosotros mismos, entonces la confusión que nos rodea, lo cotidiano y lo turbio ya no podrán aturdirnos: lo soportaremos todo con compasiva indulgencia, y cuando padezcamos la carga de la vida, esta no nos empequeñecerá sino que nos devolverá la medida que tiene pensada para nosotros Dios, que nos concede estas horas de felicidad como estaciones brillantes en el oscuro camino, para que podamos buscarle. Toma estas palabras, queridísima madre, en esta hora tranquila, como signo y testimonio de mi cercanía y de mi presencia amorosa. Cómo deseo que esta noche santa te encuentre sana y que tus circunstancias te permitan pasar horas tranquilas. Te damos las gracias por todo el amor y las bendiciones que nos dedicas en nuestra soledad y por lo que le has enviado a nuestra Ruth. Siempre sabes hacernos bien, y debes saber que nos llega al fondo del corazón. Te abraza con amor, querida madre,

 

tu René.

 

(3) El Christkind es una imagen introducida por Lutero en Alemania, que representa a Jesús como un infante de unos nueve años, rizos rubios y a menudo unas alas de ángel. La tradición del Christkind como portador de regalos navideños se introdujo como una reacción protestante al culto católico de los santos, para desalentar la celebración de la festividad de san Nicolás. A lo largo del siglo XIX las regiones católicas adoptaron esta tradición



Carta VI

 


¡Para leer el 24! Oberneuland en Bremen, 20 de diciembre de 1904.

 

Mi querida y bondadosa madre:

 

Feliz Navidad de parte de los tres. Ojalá sientas nuestra proximidad y nuestros profundos deseos, mi querida madre, y no te sientas sola y abandonada, sino abrazada por mis pensamientos más cálidos y llenos de afecto. Llevo casi una semana en Oberneuland. He encontrado a Clara sana y con mucho trabajo; ahora tiene un estudio precioso y lleno de luz en Oberneuland muy cerca de la casa Westhoff y tiene discípulas en Bremen, que la absorben por completo y a quienes va a visitar a menudo. A esto se añade que le han otorgado un encargo muy prestigioso, el busto del célebre escritor y profesor Bulthaupt para la asociación de artistas de Bremen... un trabajo muy importante para el que se han presentado muchos artistas. El trabajo debe comenzar justo después de Navidad y Clara tiene mucho que hacer con los pasos preliminares... Entretanto he vuelto a ver a Ruth y me he encontrado con que se ha vuelto una personita con un carácter muy especial, con puntos de vista muy definidos y opiniones muy bien formadas acerca de todo. Es una niña realmente encantadora y parece que me ha reconocido, así de confiada y de cariñosa es conmigo. No te he escrito nada todavía sobre sus deseos, porque aún no la conozco tan bien como para saber cuáles son. Además, seguro que averiguas qué es lo más adecuado, como siempre. Pasaremos las Navidades aquí tranquilos en casa de Clara. El 24 pondremos el árbol y abriremos los regalos con los Westhoff (habría sido demasiado duro para Helmuth (4) y para la abuela Westhoff separarse de ella esta noche), y el 25, al caer la tarde, Ruth abrirá los regalos con nosotros. He traído algunas cosas para ella de Suecia, Copenhague y Hamburgo con las que espero alegrarla un poco. No es mucho, pero seguro que percibe el cariño con el que se las regalo. El 24 a las seis de la tarde te llevaré en mis pensamientos, como siempre y le rogaré a Dios que quiera disponer en ti una hora llena de paz. Una hora tranquila llena de una firme esperanza que resuene como una campana de Navidad. Ten el ánimo alegre, querida madre. Piensa en tu querida Roma, que forme parte también de tu fiesta, deja sobre la mesa una cartita para ti en la que solo ponga una palabra: Roma. Nosotros te enviamos tan solo un pequeño presente en el que estamos los tres incluidos. Clara te envía una fotografía de Ruth y yo te envío otra también. Las imágenes se tomaron en otoño, pero espero que sean tu alegría de Navidad. Espero que te gusten mucho. (No las he hecho enmarcar porque sé que prefieres tus marcos de terciopelo por encima de cualquier otro). Que venga el Niño Dios a todos nuestros corazones.

 

Tu afectuoso René.

 


(4) Helmuth Westhoff era el hermano de Clara, trece años menor que ella. Fue un pintor muy reputado y autor de uno de los retratos más conocidos de Rilke.

 

 

Carta VII

 

 

Worpswede en Bremen,

 

20 de diciembre de 1905.

Para leer el 24.

 

Mi querida y bondadosa madre:

Que tengas una feliz, alegre y santa Navidad.

Nuestra pequeña y querida niñita rubia de largos cabellos dorados que ronda por aquí como si fuera el mismísimo Niño Jesús, viene a cada momento para enseñarme alguna cosa, así que nunca tengo el silencio suficiente para escribir tranquilo. Pero esta pequeña molestia no puede sino contribuir a que estas pocas palabras sean aún más navideñas, pues proviene de esta pequeña y querida niña que aguarda llena de esperanza, alegría y confianza el día que cada vez está más cerca.

No quiero escribir mucho porque no voy a estar aquí mucho tiempo y quiero volcar en estos días todo mi afecto. Quiero estar atento cada vez que mi hija venga a enseñarme algo y quiero hacer lo que ella me demanda. Te lo puedes imaginar.

Por eso es tan corta esta cartita, mi querida madre, que debe servir solo como acompañamiento de los dos paquetitos que ha dejado el Niño Jesús para ti en nuestra casa.

Cuando el día 24 pienses en nosotros, dirige tus pensamientos a Oberneuland; esperaremos aquí todos los paquetes y envíos y volveremos el domingo, porque Helmuth se pondría muy triste de tener que estar sin Ruth y porque aquí tenemos muy poco espacio. Así que en Oberneuland tendremos dos árboles de Navidad y abriremos regalos dos veces. Yo organizaré nuestro reparto de regalos sobre las cinco. Cuando a esta hora, querida madre, pienses en nosotros, tus pensamientos se encontrarán a mitad de camino con los nuestros, que te buscan para llevarte el aroma, el brillo y la paz de nuestra Navidad: de este modo, como nos hablamos de corazón a corazón, en realidad, no existe lejanía alguna. Estarás en tu soledad, rodeada por todos nosotros y podrás sentir cómo la Navidad nos circunda y nos penetra.

Que resuenen en tu corazón alegres campanas llenas de esperanza, tañidas por los deseos de Navidad que nosotros te dirigimos.

Da las gracias por todo lo que amas y es verdadero para ti y celebra una fiesta tranquila y llena de esperanza en tu corazón, rodeada por las montañas y los valles que, con todos sus frutos, son también una suerte de hogar para ti.

En realidad, no es triste estar solo cuando todos los caminos al amor permanecen abiertos: de esta conexión nace entonces esta fiesta en común, que solo puede brotar del corazón donde yacen el verdadero amor y la verdadera comunión, y donde podemos reunir todo lo que nos es querido en un momento de solemne tranquilidad.

Llévanos en tu corazón. Las campanas de Navidad deben decirte esto: qué bienvenida tan grande puedes darnos y de qué manera tan extraordinaria puede transformarse tu soledad en esta noche de fiesta al estar sola junto a nosotros.

 

Lleno de afecto te abraza,

 

 

tu agradecido René.

 

 

Carta VIII



Capri, Villa Discopoli, Italia,

19 de diciembre de 1906.

 

Mi querida y bondadosa madre:

 

Mis temores se han visto confirmados: los nuevos libros no han llegado e incluso si llegaran a lo largo de estos días no puedo esperar que estén a tiempo sobre tu mesa navideña. Vengo por tanto con las manos totalmente vacías. A decir verdad, todavía albergaba la esperanza de poder enviarte alguna fruslería de Capri, pero te confieso abiertamente que no encuentro nada, porque aquí las tiendas, fuera de temporada, parecen estar sumidas en un sueño invernal. Perdóname pues si acudo a ti aún más escaso que de costumbre: en el fondo vengo con el mismo corazón con el que venía de niño y tú, a pesar de las complicaciones que la vida interpone entre dos personas cercanas que se ven poco, no has perdido todavía la confianza en este corazón, ¿no es cierto? Se encuentra de nuevo a tu lado, con sus viejos, cálidos y sinceros deseos, aunque esta vez sin ninguna petición concreta, pero sí participando de la calma de esta hora sagrada, en la que se detienen todas las máquinas del mundo y nada está en movimiento, salvo los corazones, que laten más deprisa, más libres, más llenos de misterio por la expectación y por el recuerdo de la felicidad pasmosa de la niñez. Esta vez estamos los dos solos y por ello estaremos más próximos junto al árbol y, con toda seguridad, sentirás cómo mi recuerdo te alcanza y te espera en el umbral de tu oración cuando lo busques y lo necesites. Me cuesta creer que sea Navidad aquí, cuando veo los rosales en flor y las naranjas maduras y, en los días buenos que tenemos entre tormenta y tormenta, cuando siento tan claramente el aroma de todo a mi alrededor: el de los pequeños narcisos blancos, el de los geranios, el de los cientos y cientos de rosas que brotan ininterrumpidamente. Mi benevolente anfitriona, cuando está aquí, celebra la Navidad invitando a 50 niños pobres y haciéndoles regalos (5). En el estudio hemos adornado un pino (aquí no hay abetos), con rosas, rosas frescas y con luces, y la servidumbre está ensayando villancicos. Además, somos un círculo pequeño de personas. El 23 nuestra casita estará completa con la llegada inminente de dos huéspedes que pasarán aquí el invierno: la madrastra de mi casera, la venerable baronesa de Rabenau y una joven condesa del palacio de Solms-Laubach, a la cual conocí en Darmstadt. La venerable baronesa, por su parte, es una dama delicada y encantadora, todavía hermosa, así que nuestra pequeña compañía se completará con personas de lo más simpáticas. Tengo la ventaja de pasar bastante tiempo solo. Pido que me envíen la cena a mi casita para poder trabajar sin que me molesten. Es lo que más falta me hace. Es precioso oír a los gaiteros que durante la Navidad recorren todo el lugar y tocan canciones ancestrales delante de las capillas y de los iconos de las madonas para honrar al Niño Dios. Es un gesto muy navideño al que sí que me puedo aferrar. No te sientas muy sola. Piensa en cómo te abrazo con todo mi corazón.

 

Tu viejo y agradecido René.

Gracias por los recuerdos

que envías a mis amigos.

 


(5) Alice Faehndrich, baronesa de Nordeck-Rabenau tenía muchos intereses artísticos y su villa en Capri, también conocida como la Casa de las Rosas, se convirtió en un auténtico refugio de artistas.

 

 

 

Carta IX

 


Oberneuland en Bremen,

21 de diciembre de 1907.

 

Mi querida y bondadosa madre:

 

Que todos nuestros más profundos pensamientos estén contigo en esta serena hora de Navidad. En tu carta leo agradecido tu promesa de que en tu soledad sentirás mi afectuosa cercanía y la seguridad que tu devoción te procura al no rehuir la añoranza y la entrega huyendo hacia la plenitud de todos los sentimientos, sino aspirando a la magnificencia y la elevación inagotables de la adoración más profunda e imperturbable. Ya sabes que allí podemos reencontrarnos y comprendernos mutuamente y también que tu soledad descansa sobre un gran número de amistades profundas que quizá solo puedan provenir de aquellos que también sobrellevan su soledad con esta consistencia. Querida madre, ojalá pases esta plácida hora, la hora de Navidad, sumida en estos sentimientos y con esta seguridad de espíritu. Pienso en ti con todo mi corazón, sin dejar que me abrume la distancia; a las seis abriré el sobre que venía con tu carta certificada, y al mismo tiempo tú abrirás el pequeño paquete que te envío hoy. Entonces la pequeña Ruth admirará el árbol de Navidad y celebrará su fiesta, a la que contribuirán más que ninguna otra cosa los regalos que le has procurado con tanto cuidado. Por tu carta sé con cuánto cariño piensas en nosotros y que siempre encuentras para cada uno lo que más nos va a gustar. Muchísimas gracias por todo. Estoy seguro de que Clara estará entusiasmada con la franela inglesa. Ahora mismo le hace falta un vestido de mañana así que no podrías haber dado con un regalo mejor. Y Dios sabe lo larga que es la lista de Ruth: el vestidito de piqué le va a parecer especialmente bonito, y no sabes cuánto deseaba unas pinturas pastel. No hay nada que le guste más que dibujar y escribir. Habla muchísimo de ti. En su cumpleaños se puso muy triste cuando el cartero no trajo ninguna carta tuya, porque contaba con que las felicitaciones de la «abuela Phia» (así te llama) llegaran con el correo de mediodía. Pero se sintió muy aliviada y orgullosa cuando, ya sentados a la mesa, le llegó un telegrama dirigido a ella. Quizás recibas a tiempo, como alegría navideña, la tan esperada buena noticia de Roma. No hay palabras para decir cuánto anhelo yo también aquellos días en el sur. El clima aquí me desanima, los días son muy cortos y los caminos apenas están transitables por la humedad. Quién no querría viajar hasta el sol. Una vez más, feliz Navidad (feliz, pese a todo, dentro de ti) de parte de los tres, sobre todo del que te abraza con todo el corazón:

 

René.

 

Carta X

 

París, rue de Varenne, 77, 

21 de diciembre de 1908. 

 

Mi querida y bondadosa madre:

 

Te deseo una feliz Navidad llena de paz. No tenía intención alguna de olvidarme de esta fiesta. Pensaré en mis seres queridos, y por supuesto, las seis de la tarde sigue siendo nuestra hora acordada, como siempre.

Ayer te envié dos paquetitos certificados y espero que, en caso de que no venga anotado, te hayas percatado de que no deben ser abiertos hasta que no leas esta carta. 

Estoy tan apurado que, como puedes ver, hasta la carta de Navidad tengo que escribirla con prisas. Me ha llegado correspondencia de amigos que están muy lejos y evidentemente tengo el deseo de responderles con al menos unas pocas líneas. Me lleva mucho tiempo porque estoy muy concentrado en el trabajo y cuando me pongo con cualquier otra cosa, estoy solo a medias. No debes temer que no vaya a celebrar la Navidad por el trabajo: siempre será la fiesta más grande para mí, la única fiesta imprescindible y cuando dije que quería trabajar también el 24 me refería a que pretendo pasar la Nochebuena en solemne y sereno recogimiento: no podría celebrarla mejor. En cualquier caso, a las seis, todos mis pensamientos se dirigirán a ti, todo mi amor y todos mis recuerdos más sinceros y vivaces: de esto puedes estar segura y espero que no pases esta hora sin estar plena y sinceramente convencida de ello. Las fruslerías que he buscado aquí para ti son tan solo recuerdos desde París. Hubiera preferido comprarte el calendario en azul, pero ya no tenían. (Esto último es de Clara). 

Has pensado tanto y con tanto cariño en Ruth... y estoy seguro de que has hecho lo imposible por encontrarlo todo en Riva. Yo nunca encuentro nada aquí en París. Clara tiene la intención de ir a ver a Ruth. Yo la estoy animando porque para Ruth sería una fiesta totalmente distinta si su madre estuviera allí. 

En fin, mamá, te estrecho entre mis brazos con un beso navideño y te deseo valor, salud y bendiciones en esta hora tan querida y familiar. 

 

Tu René. 

 

Carta XI

 


París, 20 de diciembre de 1909.

Mi querida madre: 

 

Miles de gracias por tu carta, que tan gratamente me trajo la seguridad de que tu estancia está siendo muy buena. Esperemos que todo siga así y que todo te vaya resultando muy familiar y querido (6). Poco a poco se te irá asentando el sueño cuando te vayas acostumbrado al estímulo de esos aires tan fuertes y saludables (que debe ser magnífico respirar) y, cuando tengas el diagnóstico y la respuesta del doctor Noacks, es de esperar que podrás instalarte con calma y con alegría, y disponerlo todo tal y como necesitas.

He escrito a la abuela. Cuando me llegó tu advertencia, ya le había enviado un paquetito que contenía una bolsa de seda llena de bombones que había comprado pensando que este año no podrías encargar nada de mi parte. Creo que le hará ilusión. La bolsa es de seda muy buena, con estampado de flores y ribeteada con un ancho cordón dorado, y la tienda es una de las más reputadas, así que el contenido no se quedará atrás tampoco. Desgraciadamente no ha sido posible pagar aquí el impuesto de la aduana, pero será una cantidad muy pequeña y no causará ningún problema.

Sí, como siempre, celebramos nuestra fiesta a las seis. A esa hora estaré junto a tu fuego, muy atento, con todo el corazón. Te adjunto aquí una pequeña carta de Navidad para esta hora junto con un paquetito, que también te pido no abras hasta a las seis de la tarde del día 24.

El resto de los días trabajaré sin contemplaciones, pues aún tengo mucho que hacer y me inquieta el poco tiempo que queda para mi viaje. Te abrazo con cariño, querida madre. 

 

De tu René.

 

(6) La madre de Rilke se encontraba entonces en el sanatorio Weisser Hirsch en Dresde.  

 

 

Carta XII

 

París, rue de Varenne, 

20 de diciembre de 1909. 

 

Mi querida y bondadosa madre: 

 

Que la bendición y la santa amistad de Dios estén contigo en esta serena fiesta. Yo la celebro contigo en espíritu, como cada año, y me alegro mucho de que estés de viaje ahora para pasar en un entorno agradable esta noche solemne, casi el broche final de todo el año. Bien es cierto que sola, y rodeada de extraños, pero en esa condición tranquila y pacífica que nos permite trasladar las necesidades del hogar a la intimidad, a un lugar extremadamente protegido del corazón, donde emerge en el hombre solitario, más clara y nítidamente que en ninguna otra persona, como un sustituto de todo lo que le falta, la conciencia de portar dentro de sí el hogar interior de Dios.

¿Cómo podríamos vivir y celebrar esta hora santa sino en esta tranquilizadora certeza que nos humilla y nos honra al mismo tiempo, que ilumina el corazón y hace al alma más ligera? Y ¿es posible permanecer en este gran consuelo sin el presentimiento de que no habríamos podido penetrar en él si nos hubiesen sobrevenido menos persecuciones, pruebas e injusticias? El peso que llevamos a los hombros, ¿no nos empuja más hacia el fondo de nuestro corazón, un corazón que, cuando somos felices, tan solo conocemos dispersa y superficialmente? El mal que ha llamado nuestra atención, pisándonos los talones, ¿cuántas veces no nos ha precipitado hacia el camino correcto? Y, cuando nos ha abrumado algún dolor, ¿no hemos desarrollado la paciencia necesaria para esperar que haya algo bueno dispuesto para nosotros y que nosotros mismos somos lo bastante maduros para entenderlo y servirnos de ello?

Nuestra vida es rápida y corta, Dios en cambio es lento y sin fin. Por eso siempre hay momentos en los que ambas cosas no parecen conciliables, y tampoco nos corresponde a nosotros saber cómo se concilian. Tan solo debemos estar ahí con el corazón abierto al misterio de que lo grande encuentre espacio en lo pequeño, de que en la intensidad de nuestra existencia puede condensarse un instante de eternidad, que coincide con la eternidad ininterrumpida de Dios.

Que sean estos, querida madre, nuestros mutuos pensamientos en la hora santa de esta antigua fiesta sagrada, que compartimos juntos en espíritu. Que el coraje y la alegría inunden tu corazón.

Como he tenido mucho trabajo, no he podido salir a buscar algo para tu mesa. Por eso 31 te envío solo una pequeña edición de Imitation (7). A ti también te encanta y a mí esta obra tan rica y misteriosa siempre me ha conmovido más leída en francés: tómala con amor, como se te entrega a ti.

 

Te abraza con toda el alma,

 

tu René.

 

(7) Se refiere a Imitatio Christi, de Thomas von Kempen. 

 

 

 

Carta XIII

 

 

Túnez, Tunesia Palace-Hôtel, 

19 de diciembre de 1910. 

 

Mi querida y bondadosa madre: 

 

De muy lejos, desde un continente y un país extranjero, vienen esta vez mis reflexiones navideñas, y a pesar de ello, siento con mayor intimidad la conciencia de que nuestros pensamientos no tendrán dificultad para encontrarse y emocionarse en la hora del reparto anual de regalos, sino que yo estaré muy cerca de tu sereno corazón en fiesta con mis más sinceros sentimientos de participación y pertenencia. Así que, madre, un cariñoso beso en esta solemne hora de Navidad, la más pacífica del año, la más hogareña, en la que, aún en lo invisible, los deseos se tensan hasta el extremo y se cumplen maravillosamente. Pásala en un gran y profundo recogimiento de tu corazón, aparta de ti toda duda y toda incertidumbre; esta noche tenemos un lugar dentro de nosotros donde somos tan solo niños que esperan, confían y permanecen imperturbables en su derecho a la gran alegría; esto es la Navidad, una vez al año, sentir esta esperanza dentro de uno mismo, esta firme exigencia, a la que nada puede defraudar; sentir que el adulto que ahora está sobre nosotros, no quiere sorprendernos con menos, no, sino con mucho más, con el infinito; que en realidad nuestros más grandes deseos, si de veras los engarzamos en el corazón, no pueden permanecer sin cumplirse; que en ningún momento llevamos con nosotros el deseo, sino un pequeño cumplimiento que debemos poner en las manos de Dios, que lo hará crecer para honra de nuestra tierra. Estas son, queridísima madre, mis reflexiones navideñas para ti, siente su calor y deja que, con las tuyas propias, inunden el espacio de tu corazón. Aquí hay mezquitas, templos de otra fe, pero del mismo Dios. Esto se siente en la intimidad con la que la vida de los musulmanes se dispone en torno a lo religioso. Es una tierra con una fe grande y apasionada. ¡No hay más que recordar que las raíces de la primera cristiandad se hunden en este suelo, Cartago es la patria de San Agustín! Así que, querida madre, valor, confianza y un corazón lleno de luz. El día 24 a las seis de la tarde, como siempre, participaré en espíritu de tu querida fiesta y me pondré a tu lado. 

Te abraza, 

 

tu viejo René. 

 

 

Posdata: Querida madre, desgraciadamente me he dejado en París un pequeño calendario que parecía hecho para ti, pero me arrepiento aún más de otra cosa: en la basílica de Nuestra Señora de África en Argelia te compré una cruz muy bonita, pero no la encuentro, debo de haberla perdido, lo cual me da muchísima pena y rabia. Así que te confieso abiertamente mi desgracia y te envío tan solo esta carterita de Túnez. Espero que, humilde como es, encuentre una buena acogida.

 

 

Carta XIV

 

 

Duino (8), 

Jueves, 1911. 

 

Queridísima madre: 

 

Estaba esperando tu mensaje para enviarte este paquete adjunto que no debes abrir. Ayer salió un paquetito certificado que espero que también guardes sin abrir. 

Te agradezco, entre un montón de garabatos (he despachado desde ayer más de 30 cartas y envíos a través del correo de Duino, al que tengo atemorizado) tus cariñosas líneas: tan solo espero que recobres tu salud y que, aunque sea discretamente, esta vaya mejorando poco a poco. Cada vez que recibo una de tus cartas espero lo primero estas noticias, y luego leo el resto. 

No debes tomarte a mal la impuntualidad de Clara: vosotros pertenecéis a una generación muy meticulosa; a nosotros, al parecer, nos cuesta despachar rápidamente nuestras gestiones. También lo he observado con la condesa Taxis: ella lo solventa todo con la máxima presteza, mientras que yo voy aplazando todos mis asuntos para el día siguiente, es una vergüenza. Y al final me perjudica: esta vez han sido los cobertores del equipaje. Es ridículo, pero no consigo tomar las medidas. Cuando por fin me hago con una cinta métrica, la maleta ya no está, cuando tengo delante la maleta, alguien me ha cogido la cinta, y cuando tengo las dos cosas, estoy a toda prisa y no tengo tiempo. Así que sí, es una vergüenza. 

No me olvido de la abuela. Le mando una caja de dulces de Trieste que compré el otro día yo mismo. Esas cosas siempre le hacen ilusión. 

Yo mismo llevo sin saber nada de Clara mucho, mucho tiempo. Hay que tener en cuenta que, a causa del tratamiento que está siguiendo, no puede disponer totalmente de su tiempo (9). Espero que esté sana y que Ruth pase una buena Navidad. No pasa nada en absoluto si tu regalo llega un poco más tarde, le hace incluso más ilusión recibir regalos cuando ya se ha terminado todo. 

Bueno, querida madre, que te vaya muy bien. Sí, todo apunta a que pasaré aquí también el Año Nuevo. Tengo intención de quedarme aquí una larga temporada. 

Te abraza con todo el corazón,

tu René.

 

 

(8) Rilke pasó una larga estancia en el castillo de Duino, cerca de Trieste, alojado por su gran amiga la princesa Marie von Thurn und Taxis-Hohenlohe, quien recogió su relación con el poeta en el libro Recuerdos de Rilke, publicado en español por la editorial Paidós. Fue aquí donde comenzó la composición de sus famosas Elegías de Duino. 

(9) Clara Westhoff siguió un tratamiento de psicoanálisis con el doctor Gebsattel.

 

 

Carta XV

 

 

Castillo de Duino en Nabresina, 

litoral austríaco, 21 de diciembre de 1911. 

 

Querida y bondadosa madre:

 

¡Otra Navidad más! Que Dios sea contigo y traiga luz a tu corazón. 

Pasa esta fiesta inmersa en tu tranquilidad, tal y como yo la pasaré inmerso en la mía, cada uno en su habitación. Nos toca la mejor parte, pues podemos entrar dentro de nosotros mismos y, a fin de cuentas, eso es lo más navideño que podríamos desear. 

Lo que realmente me duele es tener que presentarme esta vez con las manos vacías. Absolutamente vacías. Ayer te envié un paquetito certificado, pero no significa nada: tan solo tu buena voluntad podrá perdonármelo. Llevo aquí ya ocho semanas y no hay nada. Contaba con Trieste, pero siempre que voy a buscar algo, vuelvo con las manos vacías o con algo inapropiado. 

Sé indulgente conmigo, ni siquiera he podido envolver mis regalos como hubiera querido, pues me faltan cintas y cosas así que en París siempre tengo a mano. Me llamó mucho la atención un librito con las láminas de la obra de Fra Angelico da Fiésole, que, a pesar de ser tan pequeñas, dan idea del aura y de la magia de estas imágenes, que fueron pintadas de rodillas. En él reconocerás con alegría algunas cosas conocidas, y tendrás un adelanto de otras que no conoces y que aún están por venir. Desgraciadamente tiene la solapa un poco rota, ya estaba así en la librería. Era el único ejemplar que tenían y si hubiera encargado otro, este no te habría llegado a tiempo. Tampoco el calendario es como me habría gustado porque es italiano, pero no había opción y de todos me pareció el más bonito. Así que ya ves, tengo que disculparme de principio a fin por todo mi envío... aunque esto no es lo importante; lo importante es nuestra íntima conexión, a la que como siempre me acojo a las seis de la tarde: a esa hora yace la misma calma en tu corazón y en el mío y la distancia que media entre nosotros, que este año es más corta, no tiene importancia alguna. Pienso mucho en cuando por estas fechas, el año pasado, estuve en Túnez. Fue, sin duda, una de las Navidades más asombrosas que he vivido nunca. El pino, comprado y adornado en el último momento, que después de todo irradiaba tanta fiesta, lucía grisáceo bajo la luz de tantas velas, y el espejo de enfrente creaba una atmósfera sutil y neblinosa en la habitación y reflejaba en ella todos sus destellos. Y a la mañana siguiente, era casi sorprendente salir y encontrarse en un país oriental, que no sabe nada de la Navidad ni ha adoptado nada de ella. Todo lo más, la pequeña iglesia católica, convenientemente escondida en una alquería del centro del barrio árabe, la celebraba y cantaba en medio de una tiniebla antigua, que conservaba algo de la clandestinidad de las catacumbas. Qué distinto este año. Hace mucho que no sé nada de Clara, pero supongo que tiene la intención de ir a ver a Ruth y quedarse en Oberneuland hasta fin de año. He encontrado en Trieste un teatro de marionetas para Ruth con personajes muy impresionantes. Ya lo he enviado y espero que llegue a tiempo. Mi querida madre, una vez más, pasa una reunión muy íntima y espiritual, con el corazón en paz, como siempre bajo la mirada del Niño Jesús, para el cual ninguno de nosotros envejece demasiado, y para el que solo nos volvemos adultos cuando llega el momento de enseñarles a los pequeños y de entrar con ellos en el salón y permanecer a su lado mientras Él, muy bajito, apenas como un suspiro, acaricia nuestro corazón, sabiendo que estamos llenos de esperanza y que nunca esperaremos hallar mayores dones y milagros y signos que en aquel lugar. Te abrazo, mi amada madre, desde el fondo de mi corazón, deseándote la mejor Navidad posible. Tu René. 

 

 

Carta XVI

 

 

Duino, 30 de diciembre de 1911. 

 

Mi querida madre: 

 

Estaba disponiéndome a abrir tu carta cuando he visto «ouvrier lundi matin» y entonces he apartado la mano enseguida. Las cartas en las que nos contamos la Nochebuena se han cruzado. Leí la tuya con alegría y emoción, aceptaste mis regalos y comprendiste su intención... me parecían tan desafortunados y, sin embargo, los buenos y sinceros deseos y pensamientos que viajaban con ellos han llegado a ti ilesos y de una pieza, con lo cual han cumplido su propósito. 

Déjame que en estas pocas líneas (hoy no me da para más) te desee para este año 1912 todos los dones imaginables. Y ya sabes que son muchísimos, aunque tengamos que dejar que el buen Dios haga la elección. Pero si aceptamos que todo lo que haya de venir pasa por sus manos, entonces no hay nada que finalmente no se decida para bien nuestro. 

Ve con Dios en este año nuevo, este es en fin el resumen de todos mis deseos, y en estos días, si hay confianza y entendimiento mutuos, se puede ser parco sin que por ello todos nuestros deseos no se comprendan totalmente. 

Y salud: cuídate y ten paciencia, estoy seguro de que así fortificarás este bien tan precioso, aunque ya has hecho algunos avances. Tus condiciones mentales también irán siendo cada vez más constantes: ya es mucho poder preparar esta querida fiesta en soledad, como siempre hemos hecho, con tanta paz y tanta alegría. 

De Clara tan solo he sabido que han pasado una preciosa Nochebuena: ha comprado una bonita y pequeña cómoda blanca para la abuela, para la máquina de coser que yo le regalé, que era lo que quería como regalo principal, y con Ruth está muy feliz y también muy ocupada. La abuela me ha enviado por Navidad, junto con unas líneas muy afectuosas, 30 coronas, y ayer me llegó una carta suya en la que me confirmaba cuánto le habían gustado los dulces de Trieste.

Bueno, mi querida madre, te mando todo mi amor y mi cariño, te abraza en el umbral del nuevo año,  

 

tu viejo René.

 

(Ya ves que estoy loco por este excelente papel, no quiero que se me acabe nunca).  

 

 

Carta XVII

 

 

Ronda, 16 de diciembre de 1912. 

 

Mi querida y bondadosa madre: 

 

Por si acaso te envío ya hoy la carta con la cual deseo pasar a tu lado nuestra hora santa, puesto que, dado que estoy en Ronda, no sé cuánto tiempo tardará en llegar el correo ni cómo están establecidas las conexiones con Italia. 

Ya habrás recibido la carta que empecé a escribirte cuando recibí la tuya del día siete. Entretanto yo ya me he aclimatado a la vida en Ronda, hace bastante frío, pero el aire puro de las montañas no puede sino hacerme bien y si se tiene frío, pues se sale a pasear, que siempre es una solución. El paisaje montañoso emerge tan magnífico del aire soleado y transparente, que caminar es tan tentador como leer un precioso libro abierto. Ayer atravesé las montañas con el propósito de visitar la pequeña y espléndida ermita que hay al otro lado, en lo alto, consagrada a la patrona de Ronda, la Virgen de la Cabeza. Cuando llegué disfruté de las indescriptibles vistas que desde allí tenía de esta aparición que es la ciudad de Ronda, que se presentaba apoteósica ante mí... los dos enormes peñascos sobre los que descansa la ciudad, separados por el abismo del barranco estrecho y profundo; abajo, muy abajo, la corriente del río, estrecho pero vivaz, se precipita hacia los molinos y discurre más calmado por las laderas de las montañas, buscando la vaguada imperturbable, y todo el inmenso conjunto iluminado por la suave puesta de sol. Tal era la imagen que me proporcionaba la pequeña y solitaria ermita. Desgraciadamente estaba cerrada. Seguramente hubiera sido posible conseguir las llaves en alguna granja cercana pero no quería traer a alguien y renunciar a mi preciada soledad. Así que decidí entrar otro día para contemplar la antiquísima talla que según la tradición descubrió un campesino en una gruta hace mucho tiempo.

Pienso mucho en Roma y me hubiera gustado enviarte algo directamente desde aquí, pero Ronda es en este aspecto el lugar más pequeño y rural que te puedas imaginar y sus conexiones postales son tan modestas y penosas que resulta imposible enviar nada, aunque sea algo muy pequeño. 

Así que esta vez no te envío ni siquiera un calendario. Pero te mando todo mi amor, mi lealtad y mi fervor. 

 

Tu René. 

 

Carta XVIII

 

 

París, rue Campagne-Première, 17, Distrito XIV, 

21 de diciembre de 1913 (domingo). 

 

Mi querida y bondadosa madre: 

 

Otra vez comienza nuestra bella fiesta cargada de dones y me confío a la costumbre de llevarla, a la hora convenida, hasta el umbral de tu corazón, donde sé que has preparado un cuarto, el más silencioso, íntimo y adornado. Que la bendición de esta noche santa irradie en tu apacible salón. Intento estar lo más cerca de ti en espíritu, como cuando de niño, con todo mi ser, arrodillándonos juntos, rodeados de campanillas, poníamos el corazón en el celestial y brillante propósito de esta fiesta. Gracias al esfuerzo del bueno de papá, era tan grande aquella alegría para mi corazón, aún tan joven, que todavía hoy, en cuanto me rindo al recuerdo por un momento, descubro dentro de mí sus corrientes inagotables. No he pasado ninguna Navidad, dondequiera que estuviera, sin que, por un segundo, tras mis ojos cerrados, todo se llenara de claridad y de asombro. Que se reúnan todas las luces de mi infancia en esas noches felices, pues parecía entonces como si, vestido con mis mejores galas, fuera hermano de los ángeles, como si me mantuviera entre ellos y el resto del mundo, florando en una isla hasta la cual se hubiera elevado la ligereza de mi corazón.

Pasemos pues, querida madre, esta noche santa, haciendo memoria con seriedad y fervor. Yo creo que no puede pasar sin que nuestro corazón siempre inquieto salte de alegría hacia el pasado. Pues aquí, en el día del nacimiento inagotable del Salvador, la alegría rescata las preocupaciones y la melancolía que habitan en nuestras profundidades. 

¡Te deseo una fiesta alegre, serena, llena de esperanza! 

He enviado por separado dos pequeños regalos, que espero te hayan llegado a tiempo y que tengas ya frente a ti, aunque sean tan modestos. 

Yo abriré a la misma hora los dos paquetes que ya tengo tras de mí en la cómoda, y tu carta, que me ha llegado entretanto. Espero encontrar en ella tus recuerdos llenos de amor, pero también la noticia de que te sientes mejor y de que ya no tienes quejas de tu salud. Cuando pienses en Ruth no dudes de su amor y de su cariño, ni siquiera en tus pensamientos más peregrinos. Ella lo aprecia y lo atesora todo a su propia manera íntima y cerrada. Al final lo peor no es que ella viva sin haber sido educada de acuerdo con ningún principio ni con ninguna aseveración determinada. Es aún más imposible que diga algo, a no ser que alguna emoción incontrolable la lleve a ello. Por lo que respecta a Clara, ella difícilmente podría decir nada en contra de la persona a quien más ama en el mundo. Ya sabes lo tremendamente difícil que es para ella lidiar consigo misma y si se la conoce como yo la conozco, no se puede pensar en ella más que con benevolencia, por mucho que nos fallase y se olvidara del mundo entero. 

Te digo esto para que, en la medida de lo posible y considerándolo desde este punto de vista, ninguna obcecación y, sobre todo, ninguna sospecha puedan enturbiar el profundo sosiego de esta fiesta, que celebras tranquila y que acontece en la intimidad de tu ser. 

 

Tu viejo René.

 

 
Carta XIX

 

 

Navidades 1914. 

 

Querida y bondadosa madre: 

 

Por fin ha llegado esta fiesta santa, imperturbable a pesar de estos confusos tiempos grises, y se detiene en todas las puertas, y tras muchas puertas aguardan muchos niños su llegada. Siempre ha habido algo de paz en el viento invernal alrededor de estas fechas, ojalá, incluso este año, siga presente este Misterio, y convenza, transforme y sobrecoja a los hombres agitados y violentos que han tomado la muerte en sus manos y se han traído la desgracia los unos a los otros. La conciencia es impotente, casi como el dueño que ya no tiene poder sobre el perro que ha mordido a otros perros, la Iglesia es impotente; ni el mismo Cristo puede hacer nada contra estos pueblos. Y no obstante existe un poder sobre el mundo, que abarca también esto, lo que sucede hoy y lo que permite que suceda, pues la historia entera de la humanidad está atravesada por una poderosa presencia que permite que sucedan las cosas. De qué le serviría al hombre que Dios lo sostuviera y detuviese su voluntad; el hombre debe darse cuenta de que por más lejos que llegue, no va a encontrarse con los límites de Dios, pero sin duda sí con su propio fin. 

Uno se pregunta si es posible que este año haya Navidad, cuando casi todos los hombres, padres e hijos, han sido arrebatados de sus hogares, donde en muchos domina el convencimiento, y en todos, la amenaza de no regresar jamás. Pero la Navidad es la fiesta más íntima de todas y aunque en el hogar no pueda celebrarse, esta no se desvanece, sino que golpea nuestro interior y busca dentro de nosotros el cuarto más íntimo, donde incluso la tristeza está de fiesta en el espacio protegido de nuestro corazón. Lo que quiero decir es que, si los hogares no pueden permitírselo, los corazones sí deben acoger la vieja fiesta en esta noche de invierno: en ellos será celebrada, elevada y glorificada y esto será un avance para que todas las celebraciones, cuando sean despojadas de todos sus signos externos, puedan materializarse en lo invisible. 

Te deseo también a ti, querida madre, que a las seis de la tarde, a nuestra hora convenida, estés tranquila y confiada en tu salita; que hoy más que nunca, traslades las luces y los regalos, y los obsequios, y el lugar de Dios a lo más íntimo de tu propio corazón; y que en su cámara más silenciosa, libre de toda perturbación, nos demos los regalos y que allí nos recibas, segura en las manos del Salvador, que siempre vuelve a hacerse pequeño. 

En los últimos años yo he trasladado esta fiesta a mi propio interior y creo, la verdad, que si me hubiera quedado en Múnich habría pasado la noche solo en mi habitación, celebrando el recogimiento, el ensimismamiento del corazón y el recuerdo. Puesto que, desde que soy niño, he tendido a ser solitario y a no tener familia y a huir de las fiestas familiares, y he preferido por el contrario tener relaciones distantes por todo el mundo, estoy predeterminado a no sentir en la proximidad, sino en la distancia; solo en la distancia se manifiestan mis sentimientos con toda su verdad, poder y profundidad. Y así lo siento ahora mientras lees esta carta, mi querida madre, y podrás comprobar mi cercanía y mi presencia en tu corazón mucho mejor que si pudieses verme con tus propios ojos. 

Te abraza y te bendice, 

tu viejo René.

 

 

Carta XX

 

 

Viena, Distrito IV. Victorgasse, 5ºA,

19 de diciembre 1915.

Mi querida y bondadosa madre:

Mis felicitaciones de Navidad vienen esta vez desde muy cerca, incluso desde territorio austríaco, aunque es muy improbable que me encuentre aquí cuando el día 24 dirija mis pensamientos a ti. En cualquier caso, cuando abras esta carta, a nuestra hora de siempre, las seis, estaré preparado, con todos mis pensamientos puestos en ti y el corazón dispuesto para acoger al santo Niño Dios. Espero que acuda a ti, especialmente a ti, con su bendición y su luz consoladora, lleno de obsequios: con la certeza de que, mientras los tiempos y los destiempos siguen su curso, el corazón resguardado y divino es el escenario y la isla de Dios, que puede ser una sede del cielo en la paz, en la esperanza, en la alegría, aun cuando el mundo entero está condenado y destruido. Nuestro propio ser es a menudo compasivo con los padecimientos de nuestro tiempo y se preocupa con las complejas preocupaciones que han caído sobre todos los pueblos, que sienten en todo momento la amenaza de la caída, pero su experiencia más verdadera no es lo que se nos exige ni lo que nos ha sido asignado, no es esta miseria de hoy y de mañana, ni el desconcierto, ni la ofuscación, ni el desbordamiento, ni siquiera el propio hundimiento... sino Dios. Dios es la experiencia única de nuestro ser, en su núcleo, en su unidad y en su intimidad. Cuando vivimos verdaderamente, no somos capaces de nada más que de Él, de acercarnos y caminar hacia Él, puesto que Él no se realiza ni se comprende en nosotros, sino que sencillamente nos sacude, y por tanto no debemos tener duda alguna de su presencia. Es tan fuerte, que ni el más grande revés de la fortuna tiene poder alguno sobre Él, y en el anhelo, en cada intuición que tenemos de su rostro, nuestra miseria y toda la muerte del mundo son dominadas y detenidas. Esta certeza debe constituir el brillo y la bendición de la Navidad, reconocer la inocencia de Dios en la imagen de su hijo hombre.

Que, incluso este año, querida madre, estas sean las reflexiones comunes de nuestra noche de Navidad. Lee con la intención con la que te la envío esta continuación de nuestra vieja oración navideña al comienzo de la hora santa, en la que el Niño Dios nos recuerda su crecimiento infinito y el glorioso poder de su íntima debilidad. Que Su bendición esté contigo, querida madre. Sinceros recuerdos de tu viejo

René.

 

Carta XXI

 

Múnich, Kaferstrasse 11,

última semana de Navidad 1916.

Mi querida y bondadosa madre:

Otra vez ha llegado nuestra querida hora de Navidad, en la que celebro y retomo tantas cosas de mi infancia. Celebrémosla juntos en mutuo y pacífico entendimiento: a las seis de la tarde. Cuando el año pasado te envié desde Viena mi carta de Navidad pensé instintivamente que las próximas Navidades el mundo estaría, tendría que estar sanándose. No es así, más cuando la conciencia incesante de sus heridas y de sus golpes sobrevuela cada día y cada noche, en mayor medida la dificulta y capitula la vivencia de esta fiesta santa precisamente, en la que la Salvación se encarnó en la tierra, la salvación del mundo, maltratada, incomprendida y sacrificada. El año pasado no había nadie en la Victorgasse y no sé si este año podría soportar el esplendor de un árbol de Navidad. Hay tanta pesadumbre en el aire que alcanza y golpea cada objeto que tenemos que tomar y sostener. Y el brillo y el parpadeo de la luz, lejos de constituir un resplandor, adquieren el sentido de esta inseguridad sin nombre en la que vivimos. ¿Quién tiene el corazón para celebrar una fiesta, quién tiene fuerzas para cantar un villancico? ¿Quién puede arrodillarse y estar alegre? La fiesta convive con el luto opaco, y la voz que tendría que entonar los villancicos le deja paso al lamento. Y el arrodillarse que significa elevación es el mismo que expresa la sumisión que padecemos bajo el peso del sino que lo invade todo. Y, sin embargo, querida madre, al vernos obligados una vez más a aceptar esta fiesta en un mundo tan severamente afligido, se nos plantea una prueba, si sabemos entender qué significa celebrar más allá de nosotros mismos. Porque no nos celebramos a nosotros en la imagen de este Niño salvador, sino la fuerza del Espíritu más alto. Tampoco su alianza con nosotros, puesto que la hemos rechazado y la hemos negado y no la hemos permitido entrar. Celebramos el Espíritu mismo, su manifiesta transformación en un niño visible, su unidad y su inocencia, le rogamos que esté con nosotros cuando estemos en peligro y lo hacemos con el ánimo alegre. No tenemos nada en común con este Niño divino, pero podemos vislumbrarlo incluso ahora, igual que los Reyes y los pastores vislumbraron atónitos la estrella que anticipó en el cielo su llegada. Este Niño, con su pobreza incomparable, está en el extremo del mundo, en el límite de nuestra visión, en el sitio más recóndito de nuestro corazón: por eso es tan pequeño, un Niño que viene de muy lejos, y que tan solo crece en nosotros en la cruz, que está en el centro de nuestro corazón. Y quizá por eso se confirma la necesidad forzosa de celebrar una fiesta así (la fiesta de la inocencia en medio de un mundo que no puede estar más sumido en la deuda). Quizá esta miseria refuerce nuestra resolución de no elogiar jamás la nuestra, sino de sanarnos en los confines de nuestro ser. Me siento tan incapaz de pasar la Navidad en mi salón que iré a la misa del Gallo, me sentaré arriba junto al órgano y entonaré el salmo más hermoso, ensalzando la Navidad inagotable. Ni la mía, ni la de los feligreses, ni el trocito que se encuentra en nuestro apretado corazón: yo canto y ensalzo la Navidad del Eterno, la Navidad del espacio, la Navidad de las estrellas inmutables. Que esta sea, querida madre, nuestra oración y nuestra plegaria común, que nos une y nos alegra a los dos. Con este espíritu estoy a tu lado,

siempre tu viejo René.

Y tan solo un paquetito: el deseado calendario.

 

Carta XXII

 

 

Múnich, Hotel Continental,

19 de diciembre de 1917.

Mi querida madre:

Por fin me dispongo a escribir tu carta de Navidad: que nuestra hora tan querida y familiar en el fondo de nuestros corazones nos bendiga. Me entristece mucho saber de tu continuada enfermedad en circunstancias tan difíciles y casi insoportables; nos queda al menos el consuelo de que lo más difícil ya ha pasado, de que este año podemos celebrar esta Navidad, aunque todavía haya miseria y preocupación, más confiados y aliviados que las tres anteriores. Puesto que esta vez la palabra paz ya ha recorrido como un astro el este del mundo, podemos esperar que volverá a alzarse y a fulminar con su luz todo resentimiento y toda voluntad maligna.

Que Dios bendiga tu Navidad, querida madre. Que, a pesar de todos los desvelos, sea pura y alegre. Mis pensamientos estarán contigo, como siempre, a la hora acostumbrada, las seis, y te abrazarán con mi recuerdo y mi afectuosa cercanía. Espero que brille un arbolito sobre el pesebre del Niño Jesús. Como regalo solo puedo presentarte esta carta. El envío de todo lo demás se ha complicado y el libro que tenía pensado para ti, espero poder tenerlo para después de las fiestas, pues tengo que conseguir primero el permiso de exportación. Pero sentirás, espero, mi presencia en tu fiesta, aunque no tenga una prueba más tangible, si recibes, como espero, esta carta a tiempo.

Ojalá la amargura que te he causado con mi persistente silencio se difumine en la claridad de tu buen ánimo. Últimamente he atravesado una temporada de inhibición morbosa que me ha impedido totalmente ponerme a escribir, especialmente durante mi inesperada estancia en Berlín, durante la cual he tenido mucho trato cara a cara con la gente y apenas correspondencia escrita. Esta noche no es el momento de relatarte mis vivencias berlinesas... he conocido a mucha, mucha gente, y creo que este ha sido el principal sentido de todas estas semanas.

Pero hoy no es día para hablar de gente, aunque sea gente tan buena y tan valiosa como la que me he encontrado. Hoy es día para reencontrarnos en la conciencia del corazón del Salvador, que siempre vuelve a nacer para los hombres, para volver a ofrecerles la oportunidad de hacerse jóvenes y de nacer de nuevo en medio del invierno baldío. Reflexionemos en paz y llenos de confianza, querida madre, y que todo lo que se ha caído y derrumbado en nosotros se reconstruya gracias a la fe en la salvación a la que clamamos sin nombre y a la que quizás todos los hombres nos aferraremos con más pasión y más determinación cuando la desgracia y la desventura de estos años espantosos toquen a su fin.

Te abrazo, querida mamá, como un niño, y te ruego que perdones mi apatía y todas mis faltas con tu hacendoso amor. Me faltan fuerzas para relacionarme y para comunicarme. Es como si en estos tiempos tan solo pudiera sobrevivir callando y conteniéndome. Que Dios nos ayude en el fondo de nuestro corazón.

Tu viejo René.

 

Carta XXIII

 

 

Segundo domingo de Adviento, 1918.

Mi querida y bondadosa madre:

 

Retomo la pluma con ocasión de nuestra reunión navideña: ¡Bendito sea tu corazón en fiesta! Que encuentres la fuerza y el recogimiento necesarios para celebrar nuestra vieja y sagrada hora con entusiasmo y sosiego. También este año, tu corazón debe estar, como siempre, cierto de mi cercanía y de mi participación en este momento tan íntimo. La celebraré tranquilo y solo en mi sala, abriré mi Biblia y festejaré la paz que se nos ha concedido por fin, aunque no sea tan completa y tan respirable como habíamos esperado. Aunque quizás fuera un poco infantil esperar que tal estado de caos y destrucción pudiera transformarse de un día para otro en pureza y transparencia. Igual que los primeros días de guerra fueron muy turbios, también son los comienzos del fin de la guerra inciertos y apagados, pues lo opuesto del mal y del espanto no puede sino ser también ambiguo e impuro. Solo cuando la afligida humanidad encuentre un suelo fuera de ambos opuestos, en el que, sin saberlo aún ni desearlo, nos encontremos unos junto a otros, será posible un nuevo comienzo, será posible el desahogo, será posible un futuro puro... (que Dios nos permita presenciar sus primeros pasos...) Por lo pronto, nos hemos librado de una preocupación estéril que venía de largo y que en los últimos cuatro años se ha ido haciendo cada vez más densa y enorme, y nos hemos sumido en una inquietud titubeante y llena de contradicciones que resulta incluso más confusa en la medida en que creíamos que podíamos esperar un alivio inmediato. Sin duda hemos atravesado años duros, pero aún no ha cesado el examen de los pueblos; podría asegurarse incluso que es ahora cuando comienza realmente. Hasta ahora solo ha sido como un dictado, ahora cada individuo se enfrenta a las preguntas, y debe contestar y responder de ellas. Y ¡ay del infame que ahora no esté preparado o sea impuro!

Si comparamos, querida madre, este año con los cuatro anteriores, me parece indecible lo mucho más esperanzador que este se presenta. Por mucho que las opiniones y los esfuerzos difieran, ahora son libres, y si el cansancio y el agotamiento severo no se hubiesen llevado al extremo, se nos concedería hoy la energía que yace en millones de corazones, como un grano de invierno sobre el que aún no ha caído la nieve. Todavía no somos conscientes del crecimiento visible a causa de estos tiempos de frío y de evidente necesidad, pero cuando se separe el trigo de la paja, la buena voluntad será lo que  permanezca. Bendiciones en nuestra querida hora, en la que estoy junto a ti con nuestras viejas plegarias y celebraciones.

Tu viejo René.

 

Carta XXIV

 

 

Grand-Hôtel Locarno, Suiza (Ticino),

14 de diciembre de 1919.

Mi querida y bondadosa madre:

Domingo y diez días para Navidad: ya no puedo posponer más las palabras que han de unirnos a la hora acostumbrada en esta noche santa. Podemos respirar aliviados. Quién podría estar preparado después de estos horribles años. Pero resulta que para desahogarse de lo malo hay que superar lo peor. La curación del mundo llevará mucho tiempo y los inicios de su convalecencia están aquejados aún de todos los síntomas de su mortal padecimiento, precipitándose en la ceguera, en la testarudez y en la falsa audacia. ¡Ninguna de mis cartas navideñas ha estado tan cargada de preocupación como la de este año! Además, sé tan poco de ti y no sirve de nada saber más, puesto que no puedo solventar de ningún modo los apuros y los conflictos que vives en Praga y conocer todos los detalles que turban y hacen gris tu día a día con su mezquina inevitabilidad tan solo me conduciría a un mayor desconcierto. Siempre que veo a alguien de Bohemia le asedio a preguntas y me consuela oír que allí las circunstancias son más favorables que en otras partes de la antigua Austria. Lo que se oye de la Viena asediada es estremecedor.

Yo tampoco te he dado noticias mías en mucho tiempo: durante más de un mes mi vida ha sido de lo más intranquila y cambiante. Había pronunciado un par de conferencias en Zúrich, me llegaron otras invitaciones... y entre unas cosas y otras han sido siete y mi camino ha discurrido por las principales ciudades suizas. Como no me he limitado a recitar este o aquel fragmento de alguno de mis libros, sino que he ido improvisando mis charlas libremente, he conseguido que el público comprendiera mejor lo que le ofrecía, de modo que se han generado tantas consultas y aportaciones que es posible que para comienzos de año dicte una segunda serie de conferencias. El público suizo tiene fama de ser reservado, así que tengo aún más razones para sentirme gratificado por su participación. He sentido una gran alegría, tanto con las veladas en términos generales, como con las amables relaciones, algunas incluso de amistad que he trabado gracias a mis apariciones públicas aquí y allá (especialmente en Basilea, Berna y Winterthur). No he dudado en incluir estas buenas noticias en la carta que leerás en nuestra hora sagrada. Ha sido bueno para mi ánimo y en ningún modo insignificante, considerando que con este logro he retomado mi vida en su valor más significativo y universal, fuera de las fronteras antinaturales a las que durante años se ha visto confinada. Qué alegría, qué liberación ha sido para mí leer en la conferencia de traducción los originales franceses e italianos junto con mis traducciones. Un intento de cuyo éxito en Suiza estaba bastante seguro. Ojalá pudiera, en la medida en que estuviera en mi mano, contribuir a recuperar el buen juicio y la común reconciliación de los pueblos de esta manera o de otra similar.

Querida madre: vengo con las manos vacías... pero al menos este año puedo regalarte la imagen de estas manos, junto con mi rostro. ¡Este podría ser mi Niño Jesús para el año 1919! Cuatro pequeñas fotos: en una puedes ver a nuestro pequeño grupo en el Hermitage de Nyon, mi querida anfitriona, la condesa M. Dobrcensky (con su perro), su hijo pequeño (que también ha perdido a su padre en la guerra) y al fondo una prima de la condesa, la baronesa L. Mallowetz, que estaba allí de paso. En mi opinión esta es la fotografía menos lograda. Mi preferida es en la que salgo sentado en el banco. ¿Qué te parece? Así que este año estoy a tu lado por cuatro, querida madre. (Las fotografías son recientes, se tomaron muy a finales de octubre, el día en que empecé mi tournée). Deja que estas imágenes completen la imagen interior que celebra contigo esta vieja y querida fiesta. ¡Que la bendición de esta noche santa esté contigo! Hónrala con el regalo del consuelo y de la confianza, con la paz y con la alegría inagotable de la voz de los ángeles, que en esta noche penetra y acalla todas las cosas.

Te abraza

tu viejo René.

 

Carta XXV

 

Castillo de Berg am Irchel en el cantón de Zúrich, Suiza,

17 de diciembre de 1920.

Mi querida madre:

Una vez más, en nuestra hora bendita, te mando el más afectuoso recuerdo de estos pasados días de Navidad y el deseo de que por fin se te conceda pasar, tras estos tiempos tan malos, una celebración cada año más tranquila y llena de paz, y finalmente en un pequeño hogar propio.

Dicho esto, está ya dicho todo en realidad, pues hoy no se trata de leer sino de entrar dentro de uno y preparar en este día de fiesta el pesebre en el propio corazón, para que en lo más profundo de nosotros el Salvador venga de nuevo al mundo.

Lo que yo te deseo, querida madre, es que en esta noche solemne, el recuerdo de toda la miseria, la conciencia de la reciente inquietud y la inseguridad de la existencia se detengan por completo y, en la medida de lo posible, se diluyan en esta íntima certeza de la gracia, capaz de penetrar con su suave victoria lo aparentemente insuperable y para la cual todo tiempo, por oscuro que sea en su ruina, y todo temor, por terrible que este sea, tienen cabida en su tiempo, que no es nuestro.

No existe un momento en todo el año en el que su constante y factible manifestación y su omnipresencia se revelen a nuestro espíritu con tanta vivacidad como en esta noche de invierno que, independiente al transcurso de los siglos y gracias a la llegada de este Niño, capaz de transformar a todos los seres, prevaleció de golpe sobre la suma de todos los demás poderes terrenales.

Aunque el verano ligero, en el que la existencia parece considerablemente más fácil y soportable, en el que no tenemos que defendernos del inminente hostigamiento del aire de la naturaleza tan hacendosa y alegre, aunque el feliz verano nos procure tantos consuelos, ¿qué son todos ellos en comparación con los inconmensurables y consoladores tesoros de esta noche aparentemente tan modesta, incluso pobre, que de repente se abre en nuestro interior, como un corazón ardiente que todo lo abraza y que, custodiándonos fervientemente, responde a nuestra escucha interior con su latir de campana?

Todos los avisos de los tiempos primigenios no fueron suficientes para anunciar esta noche, todos los himnos cantados en su alabanza no son equiparables al silencio y a la expectación con la que se arrodillaron los pastores y los Reyes, así como tampoco nosotros, ninguno de nosotros, hemos podido nunca precisar la medida de nuestra vida en el transcurso de esta noche milagrosa.

Este es el misterio del hombre que se arrodilla, que se arrodilla profundamente: que la naturaleza de su alma es más grande que la del que está de pie, y esto es lo que se celebra en esta fiesta. El que se arrodilla, el que realmente se entrega al arrodillarse, pierde la medida de lo que le rodea e incluso cuando levanta la vista, ya no sabría decir qué es grande y qué es pequeño. Pero, aunque así doblado apenas tenga la altura de un niño, este hombre arrodillado en modo alguno es pequeño. Con él, la balanza se desplaza, pues siguiendo la fuerza y la particular gravedad de sus rodillas y ocupando la posición que estas toman, pertenece ya al mundo de las alturas (que se encuentra en lo profundo) y si las alturas siguen siendo inconmensurables para nuestros ojos y para nuestras máquinas, ¿quién puede entonces medir lo profundo?

Esta es pues la noche de las profundidades abiertas y deslumbrantes: que te traigan, querida madre, todas sus dichas y bendiciones. Amén.

Para el día de Nochebuena a las seis de la tarde, de 1920.

René.

 

Carta XXVI

 

Castillo de Muzot en Sierre, Valais, último domingo de Adviento, 1921.

Mi querida y bondadosa madre:

¿Cómo ha podido pasar ya un año? Me veo tan claramente en las montañas sentado a mi escritorio, escribiéndote la carta de Navidad sobre arrodillarse (me parece que recuerdo aún algunas palabras...) y ya es hora de volver a preparar nuestra cita junto al árbol.

Aquí estoy, querida madre, una Navidad más, para unirme, como cada año, a tus fervientes oraciones, y como cada año, te pido que te recluyas en ti misma y te eleves en el viejo y sagrado resplandor de esta noche solemne. Seamos un poco injustos con esta vida, en este momento en el que las circunstancias externas aún nos traen tantas angustias. Que en este momento sea temporal, transitoria, y que lo que se eleve por encima de ella y la supere sea esa intimidad nuestra, que ha permanecido imperturbable, ese centro más profundo y más puro de nuestra naturaleza, en el cual, a lo largo de toda nuestra vida, siempre hemos encontrado amparo, quietud, superación y confianza. Allí, en el centro de su espíritu, a menudo inaccesible incluso para sí mismo, celebra el cristiano la Navidad, y su fiesta depende de si ha recibido la gracia para penetrar en lo más profundo de su ser, para permanecer allí en silencio por un momento, para encontrarse, de manera indecible y solemne, como en casa. En cuanto a mí, lo tendré más fácil que tú, en mi remoto refugio, cuando a la hora acostumbrada, en consideración a nosotros y también por mí mismo, busque en mi propio ser el camino hacia el Santísimo, pues aquí todo favorece tal fin: esta vieja casa solariega alberga incluso, en la misma planta en la que se encuentra mi despacho, una pequeña habitación que se sigue llamando «La Capilla», aunque lleva vacía mucho tiempo, y tan solo conserva un pequeño y característico vano con la bóveda tallada a mano, que indica el lugar donde se encontraba el altar hace trescientos o cuatrocientos años. Y, por si fuera poco, al otro lado del camino se ve desde mi ventana la ermita campestre consagrada a santa Ana, un pequeño santuario abandonado, que aún visitan algunos devotos, que siempre ha pertenecido al castillo de Muzot y que se encuentra en el mismo sitio en el que antaño se erigía la iglesia mayor, cuyo último clérigo, Matthias Will, en el siglo XVII, fue posteriormente beatificado y aún hoy es venerado en todo el Valais. Y esto no es lo único que me ayuda en mi recogimiento espiritual: todo Muzot está rodeado de una constelación de iglesias blancas y alargadas, todas con sus campanas cristalinas y sus preciosos carillones. Cuando salgo, no hay ni un solo cruce que no esté señalado por una apacible cruz de madera, ni una sola colina que no esté coronada por una pequeña ermita. Así que voy a tener muchos apoyos para entrar en mí mismo en nuestra hora santa y, rodeado de todas estas reservas, te encomendaré y te evocaré con todo mi corazón.

Pero tampoco a ti, que tienes siempre esa fuerza inquebrantable para encontrar en este íntimo momento el camino hacia la claridad interior en la que siempre es Navidad, tampoco a ti te será difícil, a pesar de que, en tu horizonte más cercano, te asedien las preocupaciones, retirarte al lugar más puro y excelso de tu espíritu, para celebrar el misterio del pequeño Salvador, cuyo poder ya era el más glorioso e inocente cuando estaba en el pesebre, recién venido al mundo, y el mundo aún no era suyo. Así que hoy, aquellos que tengan un corazón sereno, y no demasiado centelleante, podrán acogerlo, adorarlo y maravillarse.

 ¡Ten una feliz y sagrada fiesta, querida madre!

 

Carta XXVII

 

Castillo de Muzot en Sierre, Valais,

18 de diciembre de 1922.

Aquí está, querida madre, mi felicitación en nuestra hora habitual, como siempre, fiel de año en año. Espero que te encuentre en la gozosa y profunda intimidad en la que siempre hemos celebrado este momento, que merece ser el más lleno de esperanza de todo el año. ¡El nacimiento del Redentor! Siento que te sumerges en el amado milagro, tantas veces vislumbrado y que experimentas en la infinita seguridad de su contemplación la límpida castidad de nuestro corazón... y cómo este, cuando tenemos la fuerza de mantenerlo en medio de la luz, se fortalece y está a salvo de los ataques de la miseria y la soledad.

Cada año me conmueve más, querida madre, cómo has conseguido, con un cuerpo tan debilitado y dolorido, conservar tal fuerza y tal constancia de corazón contra las más difíciles y perennes adversidades; muchos en tu situación hubieran desesperado, mientras que tú, considerándolo bien, en tu constante lucha, te has ido volviendo más fuerte, incluso palpablemente más feliz y, aunque la vida te haya mostrado su cara más amarga, de lo más profundo de tu corazón han brotado una alegría y una aceptación que no pueden explicarse con los medios de la razón humana y que quizás tengan que permanecer siempre maravillosas e inexplicables. Pero hoy es la noche del milagro, del milagro del santo pesebre, que te ha brindado esta abundancia, porque nunca has dejado de honrarlo y adorarlo en todas las circunstancias. Así que estemos unidos, querida madre, también hoy, como lo estamos desde hace décadas, como en mi infancia más temprana, alegres y estupefactos frente a este sagrado misterio. Qué bien sabía preparar el bueno de papá la habitación de los regalos; cuando se abría la puerta de dos hojas mi corazón de niño latía muy fuerte y se sentía sobrecogido por una ola de satisfacción. Pero el sobrecogimiento aumenta cuando nuestro corazón de niño crece y se hace grande, y esta ola sobreabundante, que cumple todas las expectativas, es aún más poderosa en el corazón adulto, cuando este ya no palpita en el umbral de la habitación decorada en secreto, que se abre de pronto, ni frente a la mesa plagada de regalos, sino en el lugar más pequeño e insignificante en el que encendemos la luz de la Navidad. Las manifestaciones externas de este bello milagro podrían ser cada vez más pequeñas y modestas, porque nosotros ya hemos llegado a percibir, por encima del más pequeño signo de su presencia, todo el resplandor en nosotros mismos, en nuestro espíritu en fiesta y en paz. Fuera hay una mesita para los regalos, pero dentro del corazón hay una mesa enorme llena de satisfacciones, rodeada de un esplendor que supera incluso el recuerdo del bello árbol de Navidad de la infancia. Si en medio de esta gratuidad de nuestro ser, donde todo parece cumplido y satisfecho, alguno de mis deseos pudiese hacerse realidad, sería este, mi querida madre: que las circunstancias te permitan por fin celebrar las próximas Navidades en esa casita propia que deseas desde hace tanto tiempo, y que la venta de la casa tenga lugar muy pronto.

Con esta certeza, querida madre, te abraza con afecto, bajo las luces de Navidad, siempre a la misma hora,

tu René.

 

Carta XXVIII

 

 

Castillo de Muzot en Sierre, Valais,

antes de Navidad, 1923.

 

Para leer a nuestra hora querida ¡las seis de la tarde!

Mi querida y bondadosa madre:

Nuestra entrañable tradición de las seis de la tarde tiene muchas peculiaridades a las que nos gusta ser fieles: pero una de sus más bellas bendiciones es que no solo compartimos cada año la vieja alegría de la Navidad, sino que esta costumbre secreta nuestra también permite que vivamos con expectación la ilusión prenavideña, contenida tras la puerta cerrada, que siempre ha hecho palpitar nuestro corazón y ha sido tan significativa para nosotros. Pues, a causa de la distancia que tienen que superar nuestras cartas, nos hemos visto obligados a escribir unos días antes de la fiesta, imaginándonos toda una presencia oculta, y también lo que sentiremos a las seis de la tarde y lo que puede fortalecer y satisfacer al otro, ¡a ti! y de repente nos encontramos sumidos en la ilusión y hablamos en medio de ella. Y en ninguna parte se reconoce y se concreta tan bien la alegría como en la ilusión. Con que ahí es donde yo me encuentro, querida madre: en esta ilusión que nos es tan familiar, que se transformará en alegría cuando leas esto y entre líneas me estreches entre tus brazos. Pero déjame que me detenga un poco más en la ilusión. Me la enseñasteis papá y tú de un modo incomparable, a través de los preparativos y las sorpresas que siempre han sido parte de esta fiesta en nuestra casa. Me golpeaba el corazón el día de mi cumpleaños, se dilataba desde san Nicolás hasta Navidad e iba aumentando la emoción cada vez más, el 21, el 22, el 23, hasta la noche extrañamente apacible del 24, cuando, en mitad de una tormenta que ya no podía ir a más, irrumpía el viento de la calma: comenzaba siendo demasiado, después penetraban sin aliento las campanas y los carillones, abriendo de golpe las puertas a través del crepúsculo de un incomparable día de invierno. Quizás por eso, querida madre, me he vuelto un admirador tan ferviente de la alegría (la prefiero sin duda alguna a la felicidad, incluso a lo que la gente considera una gran felicidad), porque vosotros me habéis educado en la gran alegría de la ilusión, y en las Nochebuenas, cuando se acumulaban tantas satisfacciones, le pedíais a mi corazón descubrir en la ilusión una dimensión de la alegría completamente indecible. La alegría misma era entonces también indecible. Quizás irrumpía en ella alguna turbación, o la asaltaba algún vértigo, o la empañaba alguna fatiga... y entonces ya no nos rendíamos a ella tan clara y alegremente, ni participábamos de ella tan incondicionalmente como en el estremecimiento angelical de la ilusión. Íbamos hasta ella, subíamos hasta arriba y aguantábamos al filo del borde y a veces no pensábamos más que en caer, caer muy hondo y suavemente. Porque, quién sabe, quizás la vida sea tan infinitamente discreta que la alegría no sea más que una quimera: quizá todo lo terreno, en el balance último en el que, como una minucia, naufraga hasta el más grande dolor, no sea más que ilusión y la alegría que ha de sobrepasar nuestro ser nos espere en algún otro lugar.

Mi querida y bondadosa madre, celebremos este año con esta perspectiva nuestra querida y apacible fiesta y dejemos que sea, como lo fue también el nacimiento del Salvador, la fiesta de la ilusión. Pues la alegría fue la Redención, la Resurrección, la Ascensión a los cielos. Y mira: estos acontecimientos y revelaciones de la alegría definitiva sobrepasaron a María hasta tal punto, que solo podrían entenderse como un bendito dolor.

Lee en este sentido mis dos nuevos libros, el trabajo de mi último invierno en Muzot: como un intento de reunir la vida y la muerte en una descomunal alegría sin nombre y de expresar todo lo que nos acontece de tal modo que podamos celebrarlo como ilusión por el estremecimiento, por la expectativa, por el misterio. Amén.

Arrodillémonos otra vez juntos, querida madre, reconozcamos la única fuente de la gracia y pidamos sus bendiciones.

Tu viejo René.

 

Carta XXIX

 

Valmont, Glion,

17 de diciembre de 1924.

Mi querida y bondadosa madre:

 

Al escribir la fecha me he dado cuenta de que todavía queda una semana para nuestra noche, para nuestras seis de la tarde. No obstante, querida madre, te escribo ya las palabras que tengo pensadas para nuestra hora de Navidad: esta carta te dirá por qué. Y aunque no es fácil imaginarse la Navidad y la Nochebuena aquí y ahora (en un día de tanto sol), sí que me es posible alcanzar el lugar donde cada año, en el corazón, tiene lugar nuestra Navidad; aquí es donde yo me retiro, querida madre, para estar contigo y de aquí provienen las palabras y sentimientos que te dirijo hoy para que te abracen dentro de una semana.

Así que, querida madre, ¡feliz Navidad! Volvamos la mirada, como cada año, a nuestros recuerdos tan familiares, hasta que nos encontremos el uno junto al otro, arrodillados en el escabel, sabiendo de antemano la sorpresa que mi corazón aguarda ignorante, palpitando muy fuerte y lleno de anhelo. Cada vez que volvemos a trasladarnos a esta situación que siempre ha permanecido en nuestro espíritu y en nuestro sentir y cuya tensión y candor no podemos comparar ni intercambiar con ninguna tensión o pureza de nuestra vida interior, podemos estar seguros de entrar en nuestro corazón, en el centro de nuestra amada y firme Navidad, allí donde se encuentra el pesebre, bajo la gran estrella que condujo a los primeros fieles hasta él. Arrodillémonos y deleitémonos con esta gran alegría que basta para restablecer en el cielo invernal el calor y el brillo que en verano y en otoño parecen desaparecer. Aquí el sol interior de las almas brilla sobre el Niño Jesús y deja en nuestro corazón la promesa de sus estaciones. Este sol, cuya salida sobre la noche nevada fue uno de los más íntimos y entrañables propósitos de Dios, este sol, una vez puesto en órbita, comienza su círculo en el interior de nuestra naturaleza y prosigue su camino por encima del crecimiento de nuestros sentimientos, de nuestra confianza y de nuestra fe... y en sus propios dominios, tal y como hace el sol del mundo visible, despierta todo lo que florece, y moldea y madura todos nuestros frutos. También este sol, como el del mundo, cambia la distancia que le separa de nosotros, también él, cubierto de nubes o brillando sobre otro hemisferio, nos exige un frío invierno, días de invierno privados de su luz y su calor... E incluso cuando este astro magnífico nos lo concede todo, no somos capaces de darle las gracias, en parte a causa de nuestra debilidad, en parte porque la fuerza de su resplandor amenaza con cegarnos con un exceso de fuego. Por eso nos aferramos con tanta fuerza al poder de la gracia navideña: porque aquí, en su crepúsculo infantil, este sol glorioso y espléndido es aún tan dulce que podemos perseverar y entregarnos a contemplarlo boquiabiertos y a estar verdaderamente en presencia suya. El resto del tiempo es la fe la que debe ayudarnos, pero hoy, cuando este sol parece casi necesitado en el regazo de su dulce origen, basta el amor incansable que todo lo acoge y comprende, para conducirnos a la divinidad y sostenernos en su sobreabundancia.

Que este brillo lleno de amor, querida madre, te rodee, te dé fuerzas y te bendiga con su paz y su dicha.

Tu viejo René.

[Telegrama de Valmont. 24 de diciembre de 1924]

Sigo en Valmont. Estaré a tu lado a las seis de la tarde.

René.

 

Carta XXX

 

 

Muzot, antes de Navidad, 1925.

Mi querida madre:

 

Cuando leas estas líneas, nuestra hora querida habrá entrado ya en vigor, un año más: ¡siente que estoy a tu lado para celebrarla contigo! Tan cerca de la Heinrichsgasse... Siempre pienso que, si escuchas con atención, seguro que aún pueden oírse las campanas que papá hacía sonar de manera tan alegre, justo en el momento más emocionante... Creo que todas las alegrías de mi vida han tenido este sonido y me han hecho pensar en la Navidad, aunque fuera otro momento del año: la satisfacción, la larga fila de satisfacciones que encontraba antaño bajo el resplandeciente árbol de Navidad, atónito, con el corazón latiéndome hasta la garganta, han sido así de decisivas para el resto de los dones que he tenido después en mi vida. Esta vieja y temprana alegría, tan bien plantada en mi corazón y en el tuyo, debe bastarnos para iluminar y atesorar esta noche que compartimos por encima de todas las distancias. Cuando mi existencia, bajo la terrible presión de la escuela militar, pasó a estar más tarde en mis propias manos, a menudo tan débiles y confundidas, yo aún era incapaz de sostenerla y cuando llegaba la Navidad os la daba a vosotros, a papá y a ti, para que la sostuvierais, y ha sido determinante para mí que fuerais capaces de ponerla sin vacilar bajo la protección y el resplandor de esta fiesta y de elevarla en su júbilo tan alto como fuera posible, en este júbilo que me regalaron los ángeles, y que muy lejos de desaparecer, ha crecido conmigo en todas las etapas de mi vida. A los pequeños ángeles de nuestra vieja Navidad, querida madre, que eran ya entonces tan poderosos comparados conmigo, les pido hoy que compartan nuestro recuerdo y que se repartan entre tu mesa y la mía, entre tu soledad y la mía. Nos arrodillamos al mismo tiempo, en la misma memoria, internándonos, cada uno por su lado, en la misma luz de la gracia de esta Nochebuena: así nos arrodillamos el uno junto al otro. Inclúyeme en tus abnegadas oraciones, en su solemnidad y alegría que, desde el pesebre, obediente, vives siempre como una ocasión, y déjame decirte cuán hondamente admito la valentía que te permite sentir y celebrar la Navidad en soledad y con cierta tristeza, sin que ninguna distracción ni ninguna carencia puedan perturbar tus sentimientos. Así de grande es el don que tu valentía recibe siempre del Niño Redentor, pero también es grande su virtud para recibir el don del valor verdadero del corazón. Te abraza muy fuerte,

 

tu viejo René.

 

El calendario ha salido ya, de forma nada navideña, a través del correo de la editorial. Cuento con que esté ya frente a ti y que sea para ti un buen sustituto de mi intención de regalo, cuyas posibilidades me limitas aún más con tus malas experiencias en la aduana, de modo que este año reprimo toda inclinación a enviarte nada más. Además, Sierre sigue siendo Sierre y Muzot sigue siendo Muzot y en esta tierra no es fácil caer en la tentación de las compras.

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”