Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Poema: El ALCE de Elizabeth Bishop

 


Elizabeth Bishop (USA, 1911 - 1979)

El alce

para Grace Bulmer Bowers

 

Desde provincias estrechas
de pescado y pan y té,
hogar de las mareas largas
donde la bahía deja el mar
dos veces al día y toma
los largos recorridos de los arenques,

adonde si el río
entra o se retira
en una pared de espuma marrón
depende de si encuentra
a la bahía entrando,
a la bahía fuera de su lugar;

donde, enarenado de rojo
a veces el sol se pone
mirando hacia un mar rojo,
y otros, veteando el lavanda
llano, barro fértil
en corrientes encendidas;

sobre rojas calles arenosas
por hileras de arces de azúcar,
pasando casas de campo
y prolijas, iglesias de madera,
blanqueadas, surcadas como almejas,
pasados un par de abedules gemelos plateados,

a través de la tarde noche
un colectivo viaja hacia el oeste,
el parabrisas destella rosa,
un rosa rebotando del metal,
cepillando el flanco abollado
del esmalte azul, destartalado;

por hondonadas, se eleva
y espera, paciente,
mientras un viajero solo
da besos y abrazos
a siete familiares
y un collie supervisa.

Adiós a los olmos,
a la granja, al perro.
El colectivo arranca. La luz
se intensifica; la niebla,
movediza, salada, tenue,
viene cerrándose.

Sus cristales redondos, fríos
se forman y deslizan y asientan
en las plumas blancas de las gallinas,
en repollos grises vidriosos,
sobre rosas de repollos
y lupinos como apóstoles;

las dulces arvejas se adhieren
a su blanca fibra húmeda
sobre los cercados blanqueados;
se arrastran los abejorros
dentro de las campanitas,
y la noche comienza.

Una parada en Bass River.
Luego las economías:
baja, media, alta;
cinco islas, cinco casas,
donde una mujer sacude un mantel
después de la cena.

Un parpadeo pálido. Pasó.
El pantano de Tantramar
y el aroma salado del heno.
Un puente de acero tiembla
y un tablón suelto cruje
pero no cede el paso.

A la izquierda, una luz roja
nada a través de la oscuridad:
la linterna del puerto de un barco.
Aparecen dos botas de goma,
iluminadas, solemnes.
Un perro ladra una vez.

Sube una mujer
con dos bolsas del mercado,
enérgica, pecosa, mayor.
“Una noche espléndida. Sí, señor,
todo el camino hacia Boston.”
Nos mira amigablemente.

Luz de luna mientras entramos
a los bosques de Nueva Brunswick,
peludos, rasposos, fragmentados;
luz de luna y bruma
atrapadas en ellos como lana de oveja
sobre arbustos en una pradera.

Los pasajeros se recuestan en sus asientos.
Ronquidos. Algunos largos suspiros.
Una divagación ensoñadora
comienza en la noche,
una apacible, auditiva,
lenta alucinación…

Entre ruidos y crujidos,
una vieja conversación
que no nos concierne,
pero que reconocemos, en algún lugar,
desde el fondo del colectivo:
voces de abuelos

ininterrumpidamente
hablando, eternamente:
nombres que se mencionan,
cosas finalmente esclarecidas;
lo que él dijo, lo que ella dijo,
quién consiguió la pensión;

muertes, muertes y enfermedades;
el año en el que volvió a casarse;
el año (en que algo) pasó.
Murió dando a luz.
Ese fue el hijo perdido
cuando la barcaza naufragó.

Empezó a tomar. Sí.
Ella empezó a caer.
Cuando Amos empezó a rezar
hasta en el almacén y
finalmente la familia
tuvo que encerrarlo.

“Sí…” ese peculiar
afirmativo. “Sí…”
Una respiración contenida,
mitad gemido, mitad aceptación,
que significa “La vida es así.
Lo sabemos (también la muerte).”

Hablando como hablaban
en la vieja cama de plumas,
en paz, una y otra vez,
luz de lámpara tenue en el pasillo,
por la cocina, el perro
escondido en su manta.

Ahora, está todo bien ahora
incluso para dormirse
así como en todas esas noches.
De repente el colectivero
frena con un sacudón,
apaga las luces.

Un alce ha salido
del bosque impenetrable
y está parado ahí, se asoma en realidad,
en la mitad de la calle.
Se aproxima; olfatea
el capó caliente del colectivo.

Imponente, sin cornamenta,
alto como una iglesia,
doméstico como una casa
(o seguro como las casas).
La voz de un hombre nos asegura
“Perfectamente inofensivo…”

Algunos de los pasajeros
exclaman en susurros,
como niños, suavemente,
“Realmente son grandes criaturas.”
“Es tremendamente liso”
“Mirá! Es hembra!”

Tomándose su tiempo,
examina el colectivo,
grandioso, de otro mundo.
¿Por qué, por qué sentimos
(todos sentimos) esta dulce
sensación de alegría?

“Curiosas criaturas,”
dice nuestro tranquilo conductor,
haciendo rodar sus erres.
“Miren eso, por favor.”
Después pone un cambio.
Por un momento más,

estirándose hacia atrás,
se puede ver al alce
sobre el pavimento iluminado por la luna
luego aparece un vago
olor a alce, un agrio

olor a gasolina.

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”