Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

"Hechizo" de Gustavo Díaz Solís


Gustavo Díaz Solís. Venezuela 1920 - 2012


Estaba lejos, muy lejos el ancho camino rumoroso del mar. Los hombres de España se habían metido en los montes empujados por la secular audacia bizarra y poderosa. Era un destacamento español: ochenta soldados sedientos de oro, agitados por la fiebre de conquistar la fantástica ciudad del oro, hundida en la remota leyenda misteriosa.
Penosamente se iban abriendo paso entre la compacta maraña del bosque. Salían sudorosos a un claro del campo, acentuada de espinas la voluntad conquistadora, y acometían como en delirio una nueva lejanía. Andando, andando siempre, buscando siempre más allá del verde y del azul el duro amarillo alucinante.
Repechaban una cuesta, jadeantes, sonando hierros. Las armas a la mano, adivinando la muerte que pudiera esconderse detrás. Bajaban al valle, tomaban un breve descanso, y otra vez la marcha ansiosa hacia la tierra de maravilla que estaba siempre más allá de la última loma.
Caminaban, caminaban. El roce de los días ásperos les hizo precisa, escueta, la figura altanera. Ya sobre el cuerpo quedaban sólo harapos, y al extremo de los brazos la mano sobre el arcabuz o apretada tras el gavilán de la tizona.
Era una dura marcha tensa, inquietante. Al brusco sobresalto de las noches seguía el vasto misterio de los días llenos de luz violenta. Avanzaban, y de pronto el bosque espinaba alaridos. Y detrás de los alaridos venían las flechas, volando. Y en las puntas de las flechas la húmeda muerte venenosa.
Entonces quedaban algunos hombres, muertos, sobre la tierra. En una escaramuza morían tres, en otra de más allá dos o seis. Y así, cada día más reducida la columna que avanzaba.
Amanecía y la mansa luz del alba iluminaba la mueca espantosa, el duro perfil magro de muerte, y en la espalda la flecha —delgada, exacta— clavada al abrigo de la sombra.
Un día la refriega fue ya pelea grande. Los indios cayeron inesperadamente sobre el destacamento español. Era una abigarrada masa oscura, increíblemente móvil, erizada de gritos espantosos. Fue crudo el choque. La gente española, repuesta de la sorpresa, acometió con bríos. Los conquistadores se les iban encima a los asaltantes con los guapos caballos peleadores. Clavaban con regusto furioso las lanzas en los cuerpos desnudos. A tiros de arcabuz, a lanzadas y mandobles recios de tizona los derrotaron. También atropellando con el caballo cuando el indio, ya sin tiempo para tender el arco, huía.
El campo quedó sucio de muertos, y los indios que pudieron escapar se perdieron despavoridos entre los árboles.
Pocas bajas sufrió el destacamento. Los españoles quedaron bajo tierra, con sus improvisadas cruces de palo verde arriba.
Y prosiguieron la temeraria andanza. A poco, traspuesta una arboleda llena de antigua sombra, se les atravesó un río brusco de aguas leonadas. Buscaron el vado y el río quedó atrás rubricando la hazaña.
Cerca encontraron el poblacho de los indios, abandonado, quieto y silencioso bajo el rumor profundo de la selva. Llegaron cautelosos, desconfiados ya por las muchas sorpresas recibidas. Pero esta vez, nada. Ni una vida que perseguir y derribar y atravesar con la lanza. Resolvió el jefe hacer un alto para reponer las fuerzas y proveerse de bastimento que ya escaseaba en demasía. Después de la tensión de la llegada, el poblacho les fue entregando su silencio y las voces y los gestos se acomodaron a su dimensión salvaje.
Los días eran de ocio para los soldados, y por las noches el corro gárrulo en torno a las fogatas.
Tiempo adelante un soldado vio pastando cerca del pueblo, en la linde del campo, un venado que al ser descubierto lanzó un delgado y potente bufido y se perdió bruscamente en el herbazal.
El soldado regresó y contó lo que había visto.
Formáronse entonces partidas de caza que por haberla abundante daban exitosas batidas en las cercanías. Uno de los cazadores más animosos y afortunados era el soldado Orejón: espíritu simple, despreocupado, valiente sin alardes, metido dentro de un corpachón alto y gordo. Orejón regresaba siempre con alguna pieza apetecible.
Ganada ya la fama los compañeros comenzaban a hacerle encargos:
—¿Traerás hoy liebres, Orejón?
—Pues verás, no. Voy por un venado que ayer se me ha escapado otra vez. Lo he perseguido, pero cuando estoy por darle alcance desaparece como por encanto. Casi estoy por pensar que es un animal hechizado.
—¡Vamos! ¡Tonterías!
—¡Hemos visto tantas cosas extrañas en esta tierra!
Orejón traspuso la arboleda que rodeaba el poblacho y salió a la sabana, sigilosamente. El caballo pisaba paso como si entendiese la intención del jinete. La mirada buida del cazador escudriñaba todos los claros y en cada matorral creía descubrir el venado bellaco.
A veces paraba en seco el caballo y aprestaba el arcabuz. Pero era un fantástico animal que la tensión y la codicia formaban entre las hierbas.
Proseguía paso a paso, metiéndose cada vez más en la sabana. Era ya casi centro inquieto del campo.
De pronto allá estaba la silueta del venado, nítida, esbelta sobre el herbazal. La brisa le llevó el olor del hombre. Paró las orejas, avivó el brillo de los ojos redondos, volvió grupas y se fue en una retozona fuga silenciosa, casi insultante para el cazador.
—¡Maldito!
Orejón soltó un riendazo al caballo. El venado apresuró el paso sintiéndose perseguido y, lejos, casi en el filo de la sabana, se paró e irguió el cuello en actitud desafiadora.
Era imposible así alcanzarlo. Entonces Orejón corrió el venado un poco más, procurando acercarlo a un bosquecillo que aparecía a su izquierda. Luego torció y se entró por él acechando el venado, que parecía tranquilizado al desaparecer la imagen perseguidora.
La idea de alcanzar la presa ocupaba ya todo el pensamiento de Orejón. Desmontó. Deslizándose entre el bosque le salió al venado cerca, por la espalda.
Apuntó.
Cuando el aire se hizo claro otra vez, el venado era una mancha parda sobre el suelo.
Orejón corrió regocijado a constatar su acierto. Allí estaba, tibio y blando de vida sobre la hierba, húmedo el brillo de los ojos quietos. Entonces Orejón tornó por la bestia y amarró el venado a la grupa. Montó y se dispuso a regresar. Columbró lejos una arboleda azulenca y creyéndola ser la que rodeaba el poblacho, trotó hacia allá apresurado y lleno de íngrimo contento.
En el aire lila del atardecer quedaba un poco de luz de sol sobre los herbazales. Llegado a la arboleda Orejón buscó el camino que debía conducirlo al campamento. Pero se encontró de pronto enredado en un breñal y volvió atrás. Salió de nuevo a la sabana opacada por la noche.
Aún anduvo un trecho más para intentar la salida. Todo inútil.
Pero Orejón era hombre cargado de aventuras. Detuvo el caballo en el medio de la sabana, hizo una mueca de solitaria burla y resolvió apearse. Sin desesperar pensó que lo más sensato era aguardar el alba para mejor orientarse. Así se dispuso hacerlo y luego de asegurar la bestia a un haz de hierbas recias, se tendió a contemplar el alto cielo que ya goteaba estrellas.
Oscuras sombras llegaban en el vasto cauce del viento. Se fue quedando dormido.
Era ya espesa noche cuando de pronto una brusca luz lo hizo volver la cara soñolienta. Desde el confín del herbazal en sombra ascendía a prisa una redonda luna enorme que hacía más puro el silencio.
Pasado el sobresalto. Orejón dio espaldas a la luz molesta y buscó tranquilizar el sueño alborotado.
Primero fue un inquietarse del caballo cuyo instinto denunciaba la proximidad de algo extraño. Después un desapacible ruido en el herbazal que apagaba el ruido del viento. Y bruscamente la irrupción de chillantes alaridos que llenaron la noche de una pavorosa algarabía.
Orejón no tuvo tiempo ni para incorporarse. Tres, cinco, diez sombras ágiles le inmovilizaron brazos y piernas. Y otra —alta sombra enloquecida— levantó en la luz de la luna la otra luz dura e instantánea de la espada. El filo cayó sobre el cuello, atravesó la carne y el hueso y se hundió con ruido fofo en la tierra.
El caballo espantado logró evadir las manos temerosas que trataban de sujetarlo y se fue desbocado como una dura racha.
Los indios levantaron la cabeza ensangrentada, torcida por una mueca pavorosa, y se perdieron en la noche elevando inaudito vocerío.
En el pueblo enlunado y rumoreante, los compañeros aguardaban.
Primero se cruzaban bromas por la intriga de lo que pudiera traer Orejón. Luego las bromas se tornaban poderosa inquietud por su tardanza.
El jefe del destacamento no pudo contener su angustia. Ordenó:
—¡Disparad los arcabuces!
Un redondo ruido lento voló sobre los árboles y llenó de rumores las soledosas sabanas distantes. El viento llevó el eco innumerable hasta el caballo que tejía sobre la sabana una absurda red de espanto.
El instinto lo jineteó certero.
Los soldados revueltos en la sombra apretada bajo los primeros árboles oían aproximarse el redoblar de los cascos.
Se encendió una pequeña luz de esperanza.
Bruscamente la noche les echó encima el caballo que traía un pavor inmenso en los ojos desorbitados. La bestia dio un relincho medroso y comenzó a hacer contradictorios movimientos, como si buscara salirse del cerco de los soldados.
De pronto, como si fuera a hablar, se quedó inmóvil, despavoridos los ojos, temblorosos los belfos, tenso el cuerpo sudoroso de luna.

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”