Héctor Hugh Munro (Saki) (Akyab, Birmania Británica, 1870 - Beaumont - Hamel, Francia, 1916) |
-Todas las
historias de caza son iguales -dijo Clovis-, igual que todas las de carreras de
caballos y todas las de…
-La mía no
se parece para nada a ninguna que hayas escuchado -dijo la baronesa-. Sucedió
hace bastante tiempo, cuando yo tenía unos veintitrés años. En ese entonces no
vivía separada de mi esposo: ninguno de los dos podía darse el lujo de pasarle
una pensión al otro. Digan lo que digan los refranes, la pobreza mantiene
unidos más hogares de los que desbarata. Lo que sí hacíamos era salir de caza
con jaurías distintas. Pero nada de esto tiene que ver con mi historia.
-Todavía no
llegamos al encuentro antes de la partida. Supongo que hubo uno -dijo Clovis.
-Claro que
sí -dijo la baronesa-. Estaban todos los de siempre, especialmente Constance
Broddle. Constance era una de esas muchachotas rubicundas que cuadran tan
bonito con los paisajes otoñales y los adornos navideños de la iglesia.
“-Tengo el
presentimiento de que algo terrible va a pasar -me dijo-. ¿Estoy pálida?
“Lo estaba,
casi tanto como una remolacha que acaba de recibir malas noticias.
“-Te ves
mejor que de costumbre -le dije-; pero en el caso tuyo eso es tan fácil…
“Antes de
que captara el correcto sentido de este comentario ya habíamos ido al grano. Los
perros acababan de levantar una zorra que andaba agazapada en unos matorrales.”
-Ya lo sabía
-dijo Clovis-. En todas las historias de cacería de zorras siempre hay una
zorra y unos matorrales.
-Constance y
yo íbamos bien montadas -prosiguió con calma la baronesa-, así que no nos costó
nada arrancar adelante, aunque la carrera era bastante dura. Sin embargo, en el
último trecho tal vez seguimos una línea demasiado independiente, porque se nos
perdió la pista de los perros y acabamos vagando a paso de tortuga por ahí,
lejos de todas partes. La cosa era bastante exasperante y el genio se me iba
agriando poco a poco, cuando, después de dar por fin con un amable seto que nos
dejó pasar, nos alegramos de ver unos perros que corrían ladrando por la
hondonada que había justo abajo.
“-¡Allá van!
-gritó Constance; y enseguida agregó, boquiabierta-: ¡En nombre de Dios! ¿A qué
le están ladrando?
“No era una
zorra cualquiera, de eso no había duda. Tenía el doble o más de altura, una
cabeza chata y fea y un cuello enormemente grueso.
“-¡Es una
hiena! -exclamé yo-; seguro se escapó del parque del señor Pabham.
“En ese
instante la bestia acorralada se volvió para enfrentarse con sus perseguidores;
y los perros, que no pasaban de una docena, la rodearon en semicírculo y pusieron
cara de estúpidos. Era evidente que se habían separado del resto para seguir
aquel rastro anómalo, y no estaban muy seguros de cómo tratar la presa ahora
que la tenían asediada.
“La hiena
saludó nuestra llegada con claras efusiones de alivio y amistad. A lo mejor
estaba acostumbrada a una bondad pareja por parte de los hombres, mientras que
su primera experiencia con una jauría le había dejado un mal sabor. Los perros
parecieron turbarse más que nunca cuando la presa hizo alarde de su instantánea
amistad con nosotras, y aprovecharon el débil toque de un cuerno en la
distancia a manera de excusa bienvenida para partir con discreción. Constance,
la hiena y yo quedamos solas a la luz del crepúsculo.
“-¿Ahora qué
vamos a hacer? -preguntó Constance.
“-¡Qué preguntona
eres! -dije.
“-Bueno, no
podemos quedarnos toda la noche aquí con una hiena -replicó.
“-Ignoro qué
entiendes tú por comodidad -le dije-, pero a mí no se me ocurriría pasar aquí
toda la noche, así no hubiera hiena. El mío puede ser un hogar desdichado, pero
al menos tiene instalación de agua fría y caliente, servicio doméstico y otras
conveniencias que aquí no vamos a encontrar. Mejor vamos hasta esos árboles que
hay a la derecha; me figuro que el camino de Crowley queda ahí detrás.
“Trotamos
despacio por una trocha en la que había vestigios de huellas de carreta, con la
bestia pisándonos dichosa los talones.
“-¿Qué
diantres vamos a hacer con la hiena? -fue la pregunta inevitable.
“-¿Qué se
hace por lo general con una hiena? -pregunté yo, irritada.
“-Jamás tuve
nada que ver con una hiena -dijo Constance.
“-Bueno,
pues yo tampoco. Si tan siquiera supiéramos su sexo, podríamos bautizarla. Tal
vez podamos llamarla Esmé. Es un nombre que sirve en ambos casos.
“La luz
todavía alcanzaba para distinguir los objetos al borde del camino, y el
desánimo se nos curó de golpe cuando nos topamos con un gitanito andrajoso que
recogía moras de un zarzal. La repentina aparición de un par de amazonas y una
hiena lo hizo salir gritando. De todos modos no habría sido mucha la
información geográfica que hubiéramos podido entresacar de aquella fuente; pero
existía la posibilidad de encontrar más adelante un campamento de gitanos.
Seguimos cabalgando esperanzadas pero sin novedad durante más o menos otra milla.
“-Me
pregunto qué hacía el niño allí -dijo Constance al rato.
“-Estaba
recogiendo moras. Nada más patente.
“-No me
gustó la forma en que gritó -prosiguió Constance-. Es como si el gemido me
siguiera sonando en los oídos.
“No reprendí
a Constance por esas mórbidas fantasías. A decir verdad, la misma sensación de
ser perseguida por un gemido pertinaz y molesto había venido royéndome los
nervios, ya de por sí crispados. Por el mero placer de la compañía llamé a
Esmé, que se había rezagado un poco. Con dos o tres saltos elásticos nos
alcanzó, y luego echó a correr y nos dejó atrás.
“El
acompañamiento de gemidos quedó explicado. El gitanito estaba firme, y me
figuro que dolorosamente, apresado en sus fauces.
“-¡Por la
Divina Providencia! -chilló Constance-. ¿Ahora qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a
hacer?”
-Tengo la
absoluta certeza de que en el juicio final Constance va a hacer más preguntas
que los propios serafines examinadores.
“Por mi
parte, hice todo lo que se me vino a la cabeza en aquel momento. Bramé, increpé
y supliqué en inglés, en francés y en el idioma de los guardabosques; di
fustazos ridículos e inútiles al aire; le arrojé a la bestia mi fiambrera. No
sé, de veras, qué más pude haber hecho. Y aun así seguimos avanzando a paso
lerdo, a medida que se iba poniendo más oscuro, con la tosca y siniestra figura
abriendo marcha y la lúgubre cantinela zumbando en los oídos. De pronto Esmé
saltó a un lado y se perdió entre unos arbustos tupidos, fuera de nuestro
alcance. El lamento se convirtió en un alarido que se cortó en seco. Acostumbro
pasar rápidamente por esta parte de la historia, porque en realidad es bien
horrible. Cuando la bestia se nos unió de nuevo, tras una ausencia de pocos
minutos, la rodeaba un aura de paciente comprensión, como si supiera que había
hecho algo que nosotras censurábamos pero que a ella se le hacía perfectamente
disculpable.
“-¿Cómo
puedes dejar que esa bestia voraz trote a tu lado? -preguntó Constance, que más
que nunca parecía una remolacha albina.
“-En primer
lugar, no puedo impedirlo -dije-; y en segundo lugar, por muchas cosas que
pueda ser, dudo que ahora mismo sea voraz.
“Constance
se estremeció. Y soltó otra de sus preguntas:
“-¿Crees que
la pobre criatura sufrió mucho?
“-Todos los
indicios apuntan a ese lado -dije-. Por otra parte, claro, a lo mejor lloraba
por puro berrinche. Los niños son así algunas veces.
“La
oscuridad era casi total cuando dimos de pronto con la carretera. En ese mismo
instante el destello de unas luces y el ruido de un motor nos pasaron rozando a
una distancia de veras inquietante. Un segundo después fueron seguidos por un
golpe seco y un aullido agudo y destemplado. El automóvil se detuvo, y cuando
llegué al lugar del accidente encontré a un joven que se inclinaba sobre un
oscuro bulto inerte tirado al borde de la carretera.
“-¡Usted
mató a mi Esmé! -exclamé amargamente.
“-Lo siento
muchísimo -dijo el joven-. Soy criador de perros, así que sé lo que estará
sintiendo. Haré lo que pueda por reparar el daño.
“-Entiérrelo
ahora mismo, por favor -le dije-. Creo que eso es lo menos que le puedo pedir.
“-Trae la
pala, William -le ordenó al conductor.
-Evidentemente,
las inhumaciones apresuradas a la vera del camino eran contingencias previstas.
“Tomó
bastante tiempo cavar una fosa de suficiente hondura.
“-¡Caramba,
qué soberbio ejemplar! -exclamó el automovilista mientras hacían rodar el
cadáver en la zanja-. Me temo que haya sido un animal muy valioso.
-Ganó el
segundo premio en la categoría de cachorros el año pasado en Birmingham
-respondí yo sin vacilar.
“Constance
soltó un sonoro resoplido.
“-No llores,
querida -le dije con la voz quebrada-. Todo acabó en un santiamén; no puede
haber sufrido mucho.
“-Mire -dijo
el muchacho, desesperado-: sencillamente tiene que permitirme hacer algo a modo
de compensación.”
-Me rehusé
con suavidad; pero, como insistiera, le di mi dirección.
“Por
supuesto, guardamos silencio respecto a los primeros episodios de aquella
tarde. El señor Pabham nunca dio aviso de la pérdida de su hiena: un año o dos
atrás, cuando un animal estrictamente frugívoro se extravió de su parque, se
vio en la obligación de pagar indemnizaciones en once casos de ataques a ovejas
y prácticamente tuvo que surtir de nuevo todos los gallineros de la vecindad,
de modo que una hiena fugitiva le habría significado un desembolso del tamaño
de un subsidio gubernamental. Los gitanos se mostraron igualmente recatados
acerca de la desaparición de su vástago; no me figuro que en los grandes
campamentos lleven la cuenta exacta de cuántos niños tienen.”
La baronesa
hizo una pausa para reflexionar, y luego continuó:
-Con todo,
la aventura tuvo un corolario. Recibí por correo un lindo brochecito de
diamantes con el nombre de Esmé engastado en un ramito de romero. A propósito,
perdí de paso la amistad de Constance Broddle. Es que cuando vendí el broche me
negué, con justa razón, a compartir con ella la ganancia. Le señalé que la
parte del asunto relacionada con Esmé era de mi propia invención, y la de la
hiena era cosa del señor Pabham, si de veras se trataba de una hiena, de lo
cual, claro, no tengo prueba alguna.
FIN
“Esme”, 1911
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