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Julio Cortázar |
ENTREVISTA A JULIO CORTÁZAR (por María Dolores Aguilera).
Publicada en el número 400 de Quimera, marzo de 2017.
Publicado en entrevistas, Julio Cortázar, mayo 2013.
Se atribuye la presunta muerte literaria de
Julio Cortázar a la tenacidad con que instala su maestría en el cuento, a la
dedicación obstinada con que hurga la región donde la llamada realidad se
troncha; que no ha evolucionado, dicen, olvidando que la mejor literatura
fecunda allí donde una puya interior, enteramente personal, y los poderes del
escribiente se acoplan, y que eso es singular y cohesivo, cualquiera que sea su
magnitud polifónica.
¿Sólo es cabal el Cortázar escritor de
cuentos? Probablemente no, pero sin duda en esa latitud se palpa el tamaño de
su fertilidad, como si en ella se obtuviese la réplica más acabada del sí
que podía ser. De ahí que ya Bestiario fuera perfecto: perfectamente
limitado, perfectamente vigoroso: de ahí que entre aquella entrega y Queremos
tanto a Glenda sólo medien treinta años y una depuración estilística. Es
por ello que su obra es de esas que no admiten afectos ambiguos. Cortázar quiso
escribir sus propias respuestas: «He dicho cada cosa como quería y podía
decirla». No es evidente que la inelegancia de incluir en el texto las
preguntas sin respuesta fuese a desvelar significaciones secretas, intrigantes
desasosiegos o iras tempestuosas. Pensar de la entrevista que es un género
posible habría justificado ese ejercicio.
A menudo, leyendo lo que se escribe acerca
de su obra es difícil sustraerse a la impresión de que se refieren a otro, a
alguno de sus otros menos representativos, quizá. Es duro hacerse a la idea de
que se trata de un escritor fantástico, aunque sea de lo cotidiano, como
matizan algunos. Si lográsemos parificar los conceptos, tal vez se hablase de
Cortázar en términos de naturalismo, de realismo.
¿Por qué no? Desde muy niño sospeché que se tiende a aceptar una idea
demasiado natural de la naturaleza, demasiado real de la realidad. Cuando un
niño imaginativo (no todos lo son) descubre el mundo de los insectos y el de
las estrellas, cuando mira a través de un tapón facetado de botella y ve prismarse
la luz y multiplicarse lo que parecía monolítico, el misterio y las
revelaciones le llegan simultáneamente: en una sola iluminación la poesía, la
música y la materia se vuelven intercambiables, osmóticas y cambiantes, y todo
es profundamente natural y real porque ya nada lo limita, es inútil que su tía
le recuerde que tres más tres son seis porque el tres también vale como un
pájaro que se inclina de lado en su vuelo, y el seis es un monje gordo que
medita más allá de la aritmética. Y cuando ese niño empieza a escribir, lo hace
con el naturalismo y el realismo de quien cree mucho más en su visión que en la
tabla de multiplicar; claro que también cree en ella, pero en la medida en que
la fatalidad de sus resultados lo llena de la misma maravilla que ese azar
donde todo es posible.
Soy realista porque me niego a dejar fuera de la realidad hasta la
última migaja del sueño, soy naturalista porque la naturaleza repite sus
ejemplares pero no sus combinaciones, y cada una de estas es una figura
diferente en la que todo puede acontecer de otra manera. ¿Es realmente
necesario hablar de fantástico en la vida y en la literatura, como no sea para
fijar momentos dignos de memoria, concreciones particularmente felices y sin
duda irrepetibles?
«Casa
tomada», «Manuscrito hallado en un bolsillo», «Lucas»… Diríase que su talento
se halla en la exactitud con que traslada al papel, al relato, percepciones
inmediatas de la conciencia.
Después de lo que precede, puedo aceptar el término exactitud sin
darle ningún relieve especial. Estar abierto, estar permanentemente disponible
frente al irisamiento infatigable de la realidad, elimina al máximo las
mediatizaciones de la razón razonante y conecta directamente lo percibido con
su expresión verbal («directamente» es desde luego un wishful thinking, pero
en todo caso hay mucho más de pasaje directo que de interpretación).
Curioso que usted elija como primer ejemplo el de «Casa tomada»,
porque allí la «exactitud» se aplicó a un campo particularmente evasivo, el
onírico. Recuerdo como si hubiera ocurrido hoy lo que viví en una mañana del
verano del 46 o 47: desperté de una pesadilla como el que saca la cabeza fuera
del agua para respirar, mi cuerpo estaba bañado en sudor, y el miedo de volver
a dormirme y recaer en el espanto me hizo saltar de la cama. Cuando estuve lo
bastante despierto para comprender, ya me había sentado frente a la máquina y
la primera frase del cuento empezaba a apresar algo que unos minutos después se
hubiera desdibujado como una nube de humo. En la pesadilla yo había estado solo
en la casa; en el cuento me desdoblé como tantas otras veces y miré en detalle
lo que había en la casa, vi una forma larvada y equívoca de vida, y la
exactitud estuvo en rehacer exactamente la estructura de la pesadilla dentro de
la estructura de un cuento, sin el sacrificio recíproco que malogra tantos
relatos nacidos de algún sueño. Como en la cirugía y en cierta cocina, había
que andar rápido, repetir e inventar sin perder un segundo: araña tejiendo una
tela que se destejía de minuto en minuto. La pesadilla quedó allí presa
exactamente en la sola telaraña de palabras que podía fijarla.
Culmen de esto tal vez sea Johnny-Charlie en
tanto que él, inmune a cualquier acomodación, representaría dramáticamente lo
que usted puesto que escribe no es, ni acaso llegue a ser, quizá porque, como
anotaría años más tarde, «me sé incapaz de ilusión o quizá, en el mejor de los
casos, de la capacidad para entrar en territorios diferentes».
No recuerdo dónde escribí esa frase, pero fuera de contexto no me
parece demasiado mía. Si un escritor de ficciones no es capaz de alienarse, de
enajenarse, de pasar de Jekyll a Hyde, de Gregorio Samsa a cucaracha, de
Flaubert a Bovary, no se entiende demasiado el interés de ficciones reducidas a
una combinatoria de retratos y de acciones vistas desde fuera. La estructura
literaria ficcional alcanza su sentido en la medida en que abre paso a las
irrupciones, a los desplazamientos, como el jazz los abría para Johnny.
Gracias a eso yo fui Johnny, allí donde la palabra creaba el territorio del
único encuentro posible entre perseguidor y perseguido.
La sensación de que Cortázar escribe mal
proviene sin duda de que misteriosamente no es un estilista. Se conoce su
escasa afición a elaborar sus textos siquiera las veces precisas, innumerables.
No se sabe si la razón es que de reelaborarlos perderían su «gracia» o que la
eficacia de la historia es un asunto diferente a la vuelta sobre cada palabra
escrita.
Por fin alguien que me dice esto en plenas narices; modestia aparte,
incluso parece escrito por mí, y esto por la razón antedicha, o sea que me pega
en plena cara. No sé nada de estilo ni de estilística pero en cambio conozco
bien la forma en que mi escritura llega a muchos de mis lectores, porque ellos
se encargan de acusarme recibo y su réplica me prueba que el duelo es parejo y
que no hay entre nosotros esa frecuente dialéctica de encantador de serpientes
y cobra hipnotizada. En todo caso, y a medida que pasan los años y las páginas,
mi manera de corregir lo que escribo se vuelve más y más previo a su escritura.
No se trata de una pérdida de espontaneidad, aunque creo estar escribiendo más
«seco» que antaño, por lo menos en materia de relatos; en suma se trata de una
operación de limpieza que opera más en el plano mental que sobre la cuartilla
escrita, una eliminación de inutilidades que la veteranía identifica en el
mismo instante en que buscan colarse. Tal vez lo hice siempre, y por eso mis
textos fueron poco corregidos sobre el papel; pero ahora tengo más conciencia
de ese proceso gracias al cual lo que busco decir alcanza su máxima libertad
porque es como un cuerpo desnudo, sans rien en lui qui pèse ou qui pose, para
decirlo con Paul Verlaine.
Decía «misteriosamente» basándome en su
confesada pasión por la música, arte hacia el que propenden todas las artes (Pater), arte
cuyo fondo reside y consiste en su forma.
No hay tanto misterio, finalmente. Si algo en mi escritura puede
considerarse como un estilo, le viene efectivamente de la música pero no en la
forma en que lo buscaron los simbolistas —melodía, eufonía, aristocracia sonora
del vocabulario y la prosodia—, sino como pulsión rítmica, digamos swing o
beat, y esto por la vía real del jazz. Si en mi deslumbramiento
adolescente por Jelly Roll Morton, Ellington, Armstrong y Earl Hines, ese
elástico latir de un corazón sonoro me explicó la magia que ejercía en mí toda
poesía rimada y ritmada (Garcilaso, Keats, Ronsard), el jazz habría de darme
algo todavía más hondo y que sigue siendo mi única razón de querer escribir
como quien juega o quien ama: la fluencia de la improvisación (en el riguroso
sentido del jazz, no en el de los rimadores de café) a la hora de la
puesta en palabras, esa confianza en lo oscuro, lo inexplicable y lo
irrazonable cuando irrumpen de las zonas vírgenes de lógica y gramática, y que
el mejor surrealismo habría de mostrarme pocos años más tarde.
De Poe y Baudelaire piensa que constituyen
un solo escritor desdoblado en dos personas. Cabe preguntarse si en alguna
ocasión Julio Cortázar ha descubierto la existencia de ese ser, escritor o no,
que le prolonga y cierra, como una esfera.
Los críticos se dieron cuenta antes que yo de la recurrencia del tema
del doble en mis textos, que por mi parte me había obsesionado desde niño en
textos ajenos. Las figuras siempre pavorosas del estudiante de Praga, de
William Wilson, del uno-doble de Stevenson, de The Secret Sharer de
Conrad y, desde luego, su insistente presencia en todo el romanticismo alemán.
Cuando trabajaba en la versión española de las obras en prosa de Poe, la
increíble fidelidad de la traducción de Baudelaire —increíble porque este no
sabía todo el inglés necesario y carecía de buenos diccionarios que registraran
los matices que la lengua había asumido en los Estados Unidos—, así como la
similitud de sus imágenes fotográficas, me parecieron corroboraciones
evidentes: esos ojos asimétricos y esos destinos simétricos… Por eso no me
asombraría verme un día a mí mismo como en un espejo sin cristal ni azogue;
pero él, ¿qué haría al verme? Hay un puente imaginario en Budapest que
me inquieta; hay un indio que huye en plena noche de los guerreros que lo
buscan para arrancarle el corazón
Recuerdo «Una flor amarilla» —que en otro
tiempo precisaría Borges en rosa—, su comienzo admirable («Parece una broma,
pero somos inmortales.»), tal vez paradigma de lo mejor, lo más fascinante de
Cortázar: el comienzo de sus textos.
A mí también me fascina el comienzo de muchos de mis textos, porque no
olvido su fulminante caída en pleno papel en blanco. Esa piedra en la cara que
tantas veces ha sido lo único que me llegaba junto con la ansiedad, con la
esperanza de otra cosa ya existente pero desconocida en el nivel de la palabra,
es mi sola razón de escritura. Hay ese zarpazo, ese desafío que viene de un mí
mismo que no conozco: lo que sigue es recoger el guante y batirse; nunca he
sabido lo que va a pasar después de ese comienzo imperioso, y por eso salgo a
reconocer lo que voy inventando o a inventar lo que voy reconociendo. Después
de todo, ¿por qué imaginar un doble remoto cuando ese otro ya vive en mi propia
casa, o yo en la suya, y de nuestra interminable batalla nace todo lo que he
(lo que hemos) escrito?
Le habrán dicho más de una vez que sus
cuentos tienen trampa, que, como Agatha Christie, se guarda siempre una carta.
Puede ser, pero el primer trampeado fui siempre yo, por las razones ut
supra. Poco podría darle al lector en el terreno de las sorpresas finales
si el primer sorprendido no fuera yo mismo. Por cierto que no todos mis cuentos
con «suspenso» responden a este mecanismo de autorevelación, pero sí los que
prefiero, como «La noche boca arriba», «Una flor amarilla» y «Grafitti».
Cabría pensar que su técnica, de relojería, ha
sido uno de los terrores de su trabajo literario.
La relojería me vino casi dada, pero no así la técnica para
transmitirla lo más impecablemente posible. Me acuerdo de ocho o nueve cuentos
que escribí siendo muy joven, y que destruí cuando empezó el ciclo de Bestiario.
Las máquinas de esos cuentos eran tan perfectas como puede desearlo el género
fantástico, pero la escritura las malograba. Supongo que en algún momento
comprendí que la relojería interna demandaba ese homólogo verbal que la pusiera
en marcha sin adelanto ni retraso, y que después de los despertadores de mesa
de luz había que llegar a los cronómetros. El verdadero problema era y sigue
siendo que la doble máquina de eso que cuenta el cuento y de eso que cuenta lo
que cuenta el cuento (pero sí, está clarísimo) se funda en una sola, que es el
cuento contado.
Intriga su declarada aversión, no inclinación
cuando menos, hacia medios como el alcohol, la droga que otros usaron
justamente como medios, acaso más preocupados por «averiguar» que por escribir.
¿Ha habido un punto hasta el que el exorcismo que parece practicar a través de
la literatura le ha privado de una experiencia «del otro lado»?
Ninguno de los posibles exorcismos al alcance de la mano me ha
parecido comparable al de la escritura; no me jacto de ello, porque cada uno
tiene sus demonios particulares y el derecho de enfrentarlos con el vade
retro que más le (y les, dicho sea de paso) convenga. De niño hubiera
querido franquear innumerables puertas que daban a jardines del deseo; la más
fascinante era la música, pero también estaba el mundo de los colores y las
formas, las maravillosas propuestas del microscopio, del cine, de las pasiones
trágicas. Fijarme en la escritura fue de alguna manera incorporar todo
eso al único terreno en el que desde un principio me sentí aceptado, y cuando
entré en la edad del «largo desarreglo de los sentidos», la literatura me había
dado suficientes drogas y alcoholes como para no salir a buscar sus versiones
materiales. Lo que no quita que beber y fumar me han ayudado siempre a
escribir, y creo que sé más sobre el ron, el whisky, el tabaco Three Nuns y los
cigarros Montecristo que sobre la ley de Mendel o Truman Capote. No
inexplicablemente, fumar marihuana me valió jaquecas rabiosas, y en cuanto al
hachís me dejó en un estado de avanzada indiferencia; no valía la pena insistir
en una oscuridad innecesaria. ¿Las experiencias del otro lado? Pero si no están
tan del otro lado, y no lo están en absoluto cuando el que está del otro lado
es uno mismo, como le pasa a cualquiera que haya vivido ávidamente la vida.
Se
han escrito tantas cosas fantásticas acerca de usted que parece temerario
preguntarle si cree haber atravesado alguna experiencia especialmente
paranormal.
Algunas veces, y nunca fueron agradables. La peor se dio en París
hacia el año 59; un médico calculó mal la dosis de un derivado del ácido
lisérgico que en ese momento parecía un tratamiento eficaz contra las jaquecas
(al final resultó que yo tenía sencillamente una alergia al ajo, pero este tema
que se vincula con la Transilvania no parece interesarle a usted), y una mañana
llena de sol en que caminaba por la rue de Rennes rumbo a la estación de
Montparnasse, de golpe me sentí extraño y tuve como la sospecha de que algo
abominable se cernía sobre mí. No demasiado insólitamente me encontré en la
típica situación de algunos de mis personajes: de pronto el horror innominado
en plena calle soleada, con gente yendo y viniendo, con perros y autobuses.
Desde luego no lo pensé en el momento, entre otras cosas porque todo
pensamiento se veía rechazado por esa concreción de una amenaza inconcreta;
intenté seguir caminando con la mayor naturalidad posible, y de pronto me di
cuenta de que había alguien caminando a mi lado, a mi izquierda, alguien casi
pegado a mí y que yo no me atrevía a mirar aunque de una manera inexplicable lo
estaba viendo. Entonces reconocí mi propio perfil a la altura exacta de mi cara
y fuera de mi cara, supe que eso era yo desdoblado, viéndome sin mirarme,
salido de mí mismo en una perfecta simetría paralela. Imposible calcular cuánto
duró lo que otros llamarán ilusión, efecto previsible de un medicamento basado
en un alucinógeno. En algún momento tuve la fuerza de desviar mis pasos (hacia
la derecha, lo recuerdo tan bien, hacia el lado donde él no estaba) y entrar en
un café; ya en el mostrador, apoyándome para no caerme, sentí que me había
abandonado, que ahora podía mirar a mi izquierda. Pedí un café doble y lo bebí
amargo y de un trago. Volví a mi casa, ya solo, y dormí todo el día. Él
también, supongo.
Me
pregunto cómo van sus relaciones especulares con el tiempo, ese que físicamente
le viene tratando con tan extraordinario mimo.
Mi pasaporte y mi médico dicen que tengo sesenta y seis años, y sin
duda están en lo cierto, pero ya una vez un aduanero alemán me retuvo veinte
minutos porque no creía en la fecha de nacimiento que indicaban mis papeles; la
torre de Babel me fue propicia, porque como era imposible entendernos en
nuestros respectivos idiomas, al final se cansó y me dejó pasar. Puede ser que
yo haya materializado lo que alguna vez llamé el complejo de Peter Pan; en todo
caso no creo en mi edad temporal puesto que nunca tuvo nada que ver con mis
frecuentes deslizamientos extratemporales. Alguien me preguntó en una
entrevista cuál era la edad que yo sentía, y respondí sin pensarlo: treinta y
cinco años. Sí, claro, están también los anteojos y todo eso, pero cuentan
poco; ya a los dieciocho años había caído en la jaula de mi primer oculista, y
a los veinticinco estuve más enfermo que en todo el resto de mi vida. Acaso el
ser como soy o como creo ser me viene de sentirme agradecido e intensamente
vivo en un mundo donde tanta gente vive muerta y no lo sabe.
¿Y
con Aquella que tomó a quien tanto gustaban sus relatos?
Creo que fue D. H. Lawrence quien dijo que la muerte no era nada, que
lo terrible era morir. Para mí ni siquiera esto es terrible pero en cambio me
parece escandaloso; siento que nos morimos por error, y que el error no es
nuestro: tonterías de un freno mal aplicado, de un microbio estúpido. ¿Leyó
«Anillo de Moebius»? Como no consiento en ninguna teología, me refugio en la
esperanza pura y creo que ese cuento la refleja lo mejor que puede. Alguien se
acordará aquí que en Rayuela la esperanza es descrita como «esa puta
vestida de verde». Lo sigo creyendo, me gustan las putas porque devuelven con
gracia lo que nuestra infame sociedad les quita o les impone, y me gusta el verde
porque es ácido y violento. Ah, pero nada de plagios incluso involuntarios; ya
mismo le restituyo a Apollinaire su hermosa visión, et comme l’espérance est
violente…
Acaso
porque se trata de sobrevivir (aunque su increíble optimismo obvia la cuestión)
Rayuela y su engagement político parecen pender del hilo al que
engarzamos esas ideas falsas que, para existir de manera mínimamente
«razonable», tejemos.
No, mi compromiso ideológico y mi responsabilidad literaria no se
asientan en ideas falsas, ni en la noción de lo razonable. La vida sólo es
razonable para aquellos que la derogan por razones de dominio, de chaleco, de
seguridad programada; pero no lo es para la inmensa mayoría que vive en la
miseria y la opresión, no lo es para quienes todo lo esperan porque nada
tienen, para los que sobreviven en un abandono crepuscular o en una amarga
batalla. Ni lo que llevo escrito ni mi compromiso personal buscan sobrevivencia
dentro de lo razonable, muy al contrario. Si yo fuera razonable, ¿no me valdría
más jugar al golf y hacer palabras cruzadas?
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