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Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Ensayo: Antonio Machado. El ojo que lo mira por Miguel Casado





Antonio Machado
Sevilla, 1875 - Collioure (Francia), 1939

Tomado de:
Casado, Miguel. (2003). La poesía como pensamiento. Madrid: Huerga Fierro.


Es muy conocido ese momento de Soledades en que se lee: «hermosa tarde, tú curas la pobre melancolía/ de este rincón vanidoso, oscuro rincón que piensa»; la fórmula final, aparte del obvio eco cartesiano, elige como autodefinición el pensamiento, quizá el motivo más reiterado por la crítica de Machado y también en sus propias reflexiones. En esa línea, poesía y filosofía, sentimiento y razón, aparecen constantemente comparados, contrapuestos; «la poesía -dice Mairena- es el reverso de la filosofía, el mundo visto, al fin, del derecho (...). Para ver del derecho "hay que haber visto” antes del revés. O viceversa»[1]. La postura antidogmática se niega a establecer jerarquía, tampoco quiere excluir con lo uno lo otro, pero poesía y filosofía aparecen como dos caras distintas de la misma cosa - el derecho, el revés - y por ello no pueden mostrarse simultáneamente. Si esto es así, y a la vez el pensamiento ocupa un lugar central, es que Machado está perfilando el espacio de un pensamiento específicamente poético, distinto de otros géneros posibles. En su obra se encuentran, en efecto, aquí y allá, las pruebas de esta intención.
De este modo se extiende al explicar las características de uno de sus apócrifos: «Para comprender claramente el pensamiento de Martín en su lírica, donde se contiene su manifestación integral, es preciso tener en cuenta que el poeta pretende, según declaración propia, haber creado una forma lógica nueva, en la cual todo razonamiento debe adoptar la manera fluida de la intuición. “No es posible -dice Martín- un pensamiento heracliteano dentro de una lógica eleática”». En este párrafo, parpadean dos principios fuertes que el propio Machado no siempre reconoció, pero que ofrecen un claro punto de partida. Por un lado, el pensamiento del poeta es en su lírica donde se contiene integralmente, se relativiza así la importancia de lo que él mismo haya podido desarrollar en sus prosas teóricas, que son otra cosa; la crítica -esta misma lectura que aquí se hace- recibe una advertencia: las poéticas que los poetas escriben pueden constituir textos muy valiosos, pero lo serán por sí mismos; no como explicación del poema, que sólo habla con su voz y en sus límites.
Por otro lado, sin considerar aún la pareja razonamiento/intuición, es fundamental la frase que Machado entrecomilla como cita de Abel Martín: «no es posible un pensamiento heracliteano dentro de una lógica eleática». Parece que lógica significa aquí forma de construir un razonamiento; significa, por tanto, en la referencia lírica/ no lírica, género de habla, opción de lenguaje. Si bien Machado tiende a ver, de modo tradicionalista, un pensamiento que utiliza la palabra como instrumento, en este caso sugiere, en cambio, la identidad pensamiento-escritura de modo muy revelador. Los dos puntos podrían presidir la reflexión sobre el pensamiento poético-, sólo se da en el poema y no se explica fuera de él; esa entidad cuaja en un cuerpo inseparable de pensamiento-escritura, donde no operan las viejas categorías de fondo y forma.
Esto no se mantiene constante en Machado: se olvida de modo intermitente, se contradice incluso. Es curioso que los críticos, cuando tratan de exponer un sistema machadiano, sea éste el que sea, se encuentran con la necesidad compartida de ir aparcando, en sucesivos incisos, las contradicciones entre lo que ellos sostienen y lo que Machado deja dicho aquí o allá. Es preciso asumirlo. Machado piensa sin sistema, no necesita ser coherente consigo mismo para ir encontrando, donde se hace posible, luz. Y, como ha escrito Guillermo de Torre al estudiarlo, «la admiración más fértil hacia un escritor no reside en aceptar las cuestiones como él las dejó, sino en prolongarlas, inclusive contrariarlas, para darles nueva vida»[2].
Así, decía Juan de Mairena: «En la gran ruleta de los hechos es difícil acertar, y quien juega suele salir desplumado. En la rueda más pequeñita de las razones, con unas cuantas preguntas se hace saltar la banca de las respuestas. Por eso damos nosotros tanta importancia a las preguntas. En verdad, ésa es la moneda que vuelve siempre a nuestra mano».
Cada vez que Machado se acercaba a perfilar la índole del pensamiento poético, quedaba la razón como término excluido. Si no cabe duda sobre la posición genéricamente racionalista del conjunto de sus declaraciones, parece cierto que veía el poema en otro espacio. Las conocidas contraposiciones entre el alma racional y el corazón -como en los versos de «El limonero lánguido suspende...», donde el contexto da este claro valor al contraste: «...que dice al alma luminosa: nunca, / y al corazón: espera»- conducían a la misma salida; se acertara o no, la ruta estaba marcada siempre por el sentimiento íntimo. Y esto, no por un empeño obstinado y ciego, sino, al contrario, por encontrar en él el criterio último de conocimiento: «...sólo eres tú, luz que fulges en el corazón, verdad».
La luz se traslada, en el curso de muy pocas páginas de Soledades, desde el alma razonadora al corazón, porque Machado encuentra continuos motivos de duda acerca de las capacidades racionales para dar cuenta de la realidad, para acceder a ella. Cada teoría tiene su trampa previa, establece su marco de observación y halla, al fin, las claves que ella misma había puesto: «Echaste un velo de sombra/ -se lee en Campos de Castilla- sobre el bello mundo y vas/ creyendo ver porque mides / la sombra con un compás». Todo su manejo de la oposición conceptos/ intuiciones, tan bergsoniana, tan propia igualmente del mundo simbolista, alienta el mismo espíritu: el concepto es rígido, no capta lo real, accesible sólo a la intuición; en el fondo, sólo queda verdad del lado de la poesía, porque sólo ésta hace frente al desafío de la vida.
Hacer frente no es, de manera necesaria, salir airoso, y a ello se acerca al menos en dos ocasiones Machado con el motivo de los peces. En Juan de Mairena se propone esta receta aforística: «El poeta es un pescador, no de peces, sino de pescados vivos; entendámonos: de peces que puedan vivir después de pescados». El ingenio paradójico juega a afilar la aporía, que, sin embargo, queda extremada: como un enunciado sin solución; pero en Campos de Castilla el problema se enfoca de modo más abierto, preguntando sin afirmar, sometiendo a elección «dos modos de conciencia» que no parecen compatibles: «Dime tú: ¿Cuál es mejor / ¿Conciencia de visionario / que mira en el hondo acuario/ peces vivos,/ fugitivos,/ que no se pueden pescar,/ o esa maldita faena/ de ir arrojando a la arena,/ muertos, los peces del mar?». Los datos que ya se tienen permiten reconocer aquí al pensador racionalista que impone su poder de fabricar cadáveres-conceptos, obstruyendo, condicionando la mecánica del mundo; y al poeta, el visionario consciente, quien desde su cristal contempla la vida, que sigue en su ajena autonomía. La lucidez de estar fuera es la raíz del poema; la dinámica libre de la vida, su piedra de toque.
La poesía ofrece al pensamiento este campo tan dinámico y libre, tan ambicioso y difícil. La razón es sólo una parte -una parte mecánica y cuantificable, bien conocida porque se comporta según reglas- del pensamiento: a éste se le abren, sin límites, otros muchos modos de conocer y construir. Porque de lo que se trata es de conocer lo aún no conocido, de extender fronteras, de alumbrar lo oscuro: «en nuestras almas todo/ por misteriosa mano se gobierna./ Incomprensibles, mudas,/ nada sabemos de las almas nuestras». Y, así, puede leerse un programa tan sencillo como éste: «El alma del poeta/ se orienta hacia el misterio./ Sólo el poeta puede/ mirar lo que está lejos/ dentro del alma». Machado, atraído siempre por lo más inmediato y elemental, no renuncia, sin embargo, a poner el misterio en el centro de su poética: el opaco mundo íntimo, aquello que circula por el sujeto sin llegar a constituirlo, las zonas donde la razón no hace luz -eso es el misterio. No supone ninguna clase de revelación, no ofrece la recompensa del mito, es sólo un sentido, un vector, se orienta hacia. Y, como siempre en este poeta, de lo que se habla es de las preguntas, del movimiento entre tanto, nunca del espejismo de ninguna clase de logro, nunca -ni en esta vía indirecta- de lo útil o lo pragmático, de unos medios para unos fines: «la belleza no está en el misterio, sino en el deseo de penetrarlo».
Este modo de orientarse, este abrazar el camino como fin, este señalar un campo amplio e inabarcable, perfilan la gama de lo que el pensamiento poético pueda ser. El sueño valleinclanesco y kafkiano de Abel Martín -«Recuerdos de sueño, fiebre y duermivela»- es una prueba de falta de límites. Lo que había nacido en la angostura del símbolo -«nosotros exprimimos/ la penumbra de un sueño en nuestro vaso»- se expande al reconocer la creativa libertad del conocimiento, la falta de fondo y de tapa de la conciencia.
Machado, en efecto, no les pone límites a estas intuiciones: no se trata de una cuestión técnica, de que el pensamiento pueda disponer de otros recursos, de otros mecanismos, que le permitan ser más capaz en su cometido. El pensamiento poético supone un corte con la línea de desarrollo del racionalismo: para él, a la inversa, la razón puede ser una técnica más o menos oportuna; pero la concepción del mundo es otra, otra la realidad que en él se construye. Un texto complejo y sugerente de Juan de Mairena propone esta lectura: «De lo uno a lo otro es el gran tema de la metafísica. Todo el trabajo de la razón humana tiende a la eliminación del segundo término. Lo otro no existe: tal es la fe racional, la incurable creencia de la razón humana. Identidad = realidad, como si, a fin de cuentas, todo hubiera de ser, absoluta y necesariamente, uno y lo mismo. Pero lo otro no se deja eliminar; subsiste, persiste; es el hueso duro de roer en que la razón se deja los dientes. Abel Martín, con fe poética, no menos humana que la fe racional creía en lo otro, en ‘La esencial Heterogeneidad del ser, como si dijéramos en la incurable otredad que padece lo uno«. Y, mucho más adelante, añade: «Nuestra lógica pretende ser la de un pensar poético, heterogeneizante, inventor o descubridor de lo real».
Machado tiene claro, en primer lugar, que hay un problema previo de fe, fe racional o fe poética, siempre se arraiga en una creencia, en una opción instintiva, en un parti pris -no hay un camino exclusivamente racional, de principio a fin: siempre se elige, se apuesta, en el origen del camino; la falacia es pretender ignorarlo. En segundo lugar, ambas opciones son igualmente humanas, por mucho que las definiciones antropológicas tradicionales no lo hayan visto así, dejándose llevar a menudo por un racionalismo reduccionista -el pensamiento crece de muchas formas, en muchos terrenos.
La pluralidad podría ser, así, el tercer punto de consideración; pero Machado se pronuncia más radicalmente: heterogeneidad. Es una palabra que introduce lo irreductible, lo ajeno, que establece la evidencia de un exterior que ha de seguir siéndolo -incurable. «El pensamiento poético -dice también Mairena- no realiza ecuaciones, sino diferencias esenciales, irreductibles». En lo más familiar o en lo más extraño, queda un resto, se oye todavía otra voz. El poema permite pensar estos términos siempre contradictorios" siempre en fuga; ofrece el único lenguaje – de palabras o de silencios, de vibraciones o vacíos- que puede comprenderlos (no abarcarlos, no entenderlos: un ser y no ser esos sentidos de la comprensión, su calidez instantánea, la aguda experiencia de su dificultad, la intuición viva de sus condiciones).


La heterogeneidad de lo que existe no supone una concepción bifronte -lo uno, lo otro-, maniquea, sino una idea dinámica, heraclítea, del cambio continuo, que determina el conocimiento como inestable y dependiente del curso temporal: «Todo se mueve, fluye, corre o gira:/ cambian la mar y el monte y el ojo que los mira». Y, si hasta la consistencia misma del sujeto está de este modo comprometida, en el curso vital no podrá abrazarse otra postura filosófica que el escepticismo.
A lo largo de Juan de Mairena, son permanentes las declaraciones y prevenciones en ese sentido, pues el escéptico descree de cualquier clase de verdad fija, incluso la que él pueda proponer en algún momento. La auto-ironía, el distanciamiento y el sano humor acerca de uno mismo, son así mínimas necesidades profilácticas. Como se lee al final de Nuevas canciones: «Doy consejo, a fuer de viejo: / nunca sigas mi consejo». Pero hay un punto en que el escepticismo y el pensamiento heterogeneizador se imbrican de manera especialmente profunda: «La gracia del escéptico consiste en que los argumentos no le convencen. Tampoco pretende él convencer a nadie»; es decir, el escéptico se sitúa fuera de los hábitos prácticos de la comunicación social, se sale del principio según el cual un pensamiento puede ser común a todos y sólo queda ejercitarse en esa posibilidad y perspectiva.
Como se vio en aquellos versos del compás que iba midiendo las sombras previamente arrojadas, Machado tiene una lucidez poco común acerca de la interdependencia entre la opción teórica previa y la observación, la realidad construida; de la inconmesurabilidad entre los distintos juegos de lenguaje y géneros de habla. El carácter extremo de esta postura puede comprobarse en estas palabras de Mairena que conviene citar extensamente: «Nadie debe asustarse de lo que piensa, aunque su pensar aparezca en pugna con las leyes más elementales de la lógica. Porque todo ha de ser pensado por alguien, y el mayor desatino puede ser un punto de vista de lo real. Que dos y dos sean necesariamente cuatro, es una opinión que muchos compartimos. Pero si alguien sinceramente piensa otra cosa, que lo diga. Aquí no nos asombramos de nada. Ni siquiera hemos de exigirle la prueba de su aserto, porque ello equivaldría a obligarle a aceptar las normas de nuestro pensamiento, en las cuales habrían de fundarse los argumentos que nos convencieron. Pero estas normas y estos argumentos sólo pueden probar nuestra tesis; de ningún modo la suya».
Asombra la nitidez con que se establece la falta de vínculos entre los argumentos y la realidad; los vínculos sólo existen en el interior de una determinada lógica, de unas normas de pensamiento, son de índole discursiva. «El mayor desatino puede ser un punto de vista de lo real», dice, y muestra cómo la aceptación de una lógica elemental, válida para todos, es forzosamente reduccionista y autoritaria. Que todo pensamiento de la identidad tiende a fijarse como ortodoxia. Y es así, en este análisis, donde la vieja trampa del sentido común salta hecha pedazos.
Si la idea humanista del sensus communis venía a equivaler al alma de una comunidad, su proyecto colectivo de vida, con todo su poder de creatividad utópica -pese a la ingenua postergación de las diferencias entre las clases sociales-, el sentido común, tal como lo hereda nuestro tiempo y lo invocan los intelectuales conservadores, evoluciona hasta volverse parodia de su origen: pensamiento único, lógica única, reducción extrema y autoritaria de la realidad, y más a medida que se incrementa el control mediático de las poblaciones. La voz de Machado se oye contra ese común denominador de los temores y los intereses: «Siempre que he visto a un hombre solo, o seguido de una menguada hueste, luchar contra el medio en que vive, he sentido el orgullo de pertenecer a la especie humana». Esta reivindicación de lo que va contra corriente puede desmentir otro tópico del racionalismo último: que desde el relativismo escéptico no es posible acceder a una posición crítica, a una actitud emancipadora.
Obviamente, la defensa de lo otro sólo puede conducir a un pensamiento crítico; en el caso de Machado, se dirige contra dos de los baluartes del sentido común: el casticismo y el pragmatismo. La actitud castiza -como recordaron también otros contemporáneos del poeta- se resume en esta contundente fórmula: «desprecia cuanto ignora». La tradición se convierte en una fortaleza, vacunada contra cualquier cambio o disidencia; el país que está siempre de vuelta de todo, que condenó y consideró superados el existencialismo, el estructuralismo o la posmodernidad, sin haberlos vivido nunca, es este país castizo, tan diferente del país popular: los textos de Machado sobre el saber del pueblo marcan los límites frente a este otro tipo de ignorancia controlada y manipulada, la que llama de los «filósofos nutridos de sopa de convento».
Más interés quizá, por menos citada, tiene su obsesión antipragmática: «Nosotros militamos contra una sola religión, que juzgamos irreligiosa: la mansa y perversa que tiene encanallado a todo el Occidente. Llamémosle pragmatismo». Que la consecución de unos fines de modo eficaz pueda trasladarse como valor, justifique los actos, es sin duda la médula de esa postura -«los pragmatistas piensan que, a última hora, podemos aceptar como verdadero cuanto se recomienda por su utilidad». Machado es ajeno al argumento de lo útil y construye la idea de poesía exactamente en su negación; resulta muy significativo que, en algún texto de Juan de Mairena, oponga al pragmatismo la razón originaria, la griega, intuyendo la degradación del campo racional que describieron los fundadores de la Escuela de Francfort, al distinguir entre la razón instrumental -razón formal, que clasifica, deduce y concluye, como un mecanismo técnico de alta eficacia- y la razón sustancial, que atiende a los valores y los contenidos. Es esta razón fundadora la que puede entrar en diálogo con el pensamiento de lo heterogéneo, aun desde la diferencia de sus discursos, mientras razón instrumental y pragmatismo se confunden en la nueva ortodoxia dogmática.
Así tendrían que leerse las invocaciones de Machado a lo racional, esa «España de la rabia y de la idea», en que por otra parte -más allá del tópico del hombre bueno- apunta el componente de íntima violencia que parece convenir a todo pensamiento crítico. Esa rabia no es en él expresión aislada: «la mano del piadoso nos quita siempre honor;/ mas nunca ofende al darnos su mano el lidiador», y el resto de este poema -en Campos de Castilla- es un elogio radical de la pelea mantenida con todas las armas.
Es cierto que Machado resulta muy contradictorio en esta cuestión; por un lado, es como si su propio temperamento lo alejara de una posición social crítica —no extrañéis, dulces amigos,/ que esté mi frente arrugada;/ yo vivo en paz con los hombres/ y en guerra con mis entrañas»- hasta que el reconocimiento público y las circunstancias políticas, en los últimos años de su vida, le facilitaron el camino; pero, por otro lado, siempre fue manifiesta su admiración por Unamuno, precisamente por su papel continuo de remover. Tiene interés pararse por un momento en su manejo de las ideas de guerra y paz durante la Gran Guerra Europea, por su coincidencia con autores considerados viscerales como Unamuno o Baroja.
La experiencia de la guerra al final del siglo xx puede impedir la comprensión de lo que estos hombres decían; pero viene a recordar que ningún concepto, ni siquiera el tan legítimo de pacifismo, puede usarse de modo acrítico. La guerra es terrible —dice Machado-, pero peores pueden hacerse algunas formas de paz, «paz sin alma». Así, escribe en 1915: «Encadenada va el alma española en cuerda de presos, conducida no sabemos a dónde. Nuestra neutralidad hoy consiste (...) en no querer nada, en no entender nada. (...) Si no se enciende dentro la guerra, perdidos estamos. La juventud que hoy quiere intervenir en la política debe, a mi entender, hablar al pueblo y proclamar el derecho del pueblo a la conciencia y el pan, promover la revolución, no desde arriba ni desde abajo, sino desde todas partes».
El pensamiento crítico se sitúa para Machado en el espacio de esa guerra interior, más que en el de la paz clueca. Producir lo otro en el plano social, abrir a su diversidad el lenguaje, requiere el choque, el gesto violento de la no aceptación. Desde el sí no hay más pensamiento que el ya previsto. «El ceño de la incomprensión es, muchas veces, el signo de la inteligencia, propio de quien piensa algo en contra de lo que se le dice, que es, casi siempre, la única manera de pensar algo».


Las consideraciones de Machado sobre el pensamiento conducían, entre otros, a este itinerario por el relieve de su escepticismo crítico; pero es hora de volver al principio, a otra de las facetas fundamentales de la cuestión, y rastrear algunos de los mecanismos que sirven al desarrollo del pensamiento poético en su marco, en el poema.
En la obra de Machado es quizá «Poema de un día» el texto en que se formula de modo más directo el curso de poema-pensamiento como algo distinto de un poema-razonamiento. Se trata de un monólogo que, aun con el corte retórico característico casi siempre de los monólogos narrativos del XIX, incorpora un material informe, representativo del transcurrir cotidiano, y trata de conservarlo así: como forma informe -el recurso a la rima no impide, en este caso, un movimiento fluido y sin estructura. Las reiteraciones del sonido del reloj, el pulso de un tiempo monótono, subrayan esta incorporación del presente de la escritura al poema y hacen equivalentes pensamiento y tiempo: el pensamiento es, así, discurso en su sentido primero, no elaboración de ideas ni deliberación de conclusiones.
Pero -y esto es quizá más importante- el presente de la escritura se impone, sobre todo, a través de la irrupción de los objetos de la vida en el poema: están ahí como cosas que obstruyen o condicionan, como puros volúmenes en el espacio, al margen de cualquier intención significativa: «Anochece:/ el hilo de la bombilla/ se enrojece,/ luego brilla,/ resplandece/ poco más que una cerilla. / Dios sabe dónde andarán/ mis gafas... entre librotes,/ revistas y papelotes,/ ¿quién las encuentra?... Aquí están». Aquí están: la deixis introduce la realidad bruta -un objeto libre de sentido- en el poema, e incluso la mención enseguida de un título bergsoniano -«Los datos/ inmediatos/ de la conciencia— puede leerse con la misma intención. Los objetos (bombilla, gafas) son los datos inmediatos de la conciencia, la materia que la cimenta; el poema es el lugar en que el lenguaje alcanza a abrirse a ellos: los peces vivos, no sacados del acuario a la arena de las ideas.
Esta presencia, aunque esté especialmente a la vista, no es excepcional: es uno de los rasgos que distinguen lo poético como género de habla. Al final de la segunda de Las semanas del jardín[3], Sánchez Ferlosio incluye un apéndice titulado «El caso Manrique»; ahí imagina un debate sobre las Coplas a la muerte de su padre entre Menéndez Pelayo y Juan de Mairena: para el primero son un «doctrinal de cristiana filosofía»; para el segundo, eso sería incompatible con la condición de «poema lírico» que él reivindica. El texto de Ferlosio es de enorme interés como ejercicio de crítica literaria no convencional -y también muy divertido-; pero lo que ahora cuenta es cómo la fundamentación del carácter inconciliable de la filosofía y la lírica, se da en el contraste entre lo genérico y lo particular. Sobre algunas estrofas de las Coplas, Ferlosio se pregunta: «¿Cabe mayor conceptualismo, mayor vacuidad intuitiva, mayor indigencia de todo halo empírico, de cualquier connotación sensible, mayor banalidad?»; y, en cambio, acerca de alguna de las estrofas invocadas por Mairena, dice: «... es sobre todo el nombre propio, y ese concreto nombre propio; un nombre todavía capaz de alcanzar, como un conjuro, lo nombrado, porque lo nombrado, con todo su ajuar, toda su atmósfera y todo su paisaje, vive y alienta todavía como una imagen empírica y sensible en la memoria común».
Lo genérico y lo particular vivo, lleno de un peso empírico -no el realismo, sino el relieve del objeto, el pez dentro del agua. Es curioso cómo el mismo Machado encontró palabras muy próximas para acercarse a una definición del poema: «En la lírica, imágenes y metáforas son de buena ley cuando se emplean para suplir la falta de nombres propios y de conceptos únicos que requiere la expresión de lo intuitivo, nunca para revestir lo genérico y convencional».
Esto puede parecer claro y fácil, casi una trivial norma de estilo; pero, en el fondo, el debate no deja de girar en torno al mismo punto: la aporía del acuario. La propuesta del poema sólo se sostiene a base de forzar uno de los pilares básicos del lenguaje: «La palabra -dice Abel Martín- es, en parte, valor de cambio, producto social, instrumento de objetividad (objetividad en este caso significa convención entre sujetos), y el poeta pretende hacer de ella medio expresivo de lo psíquico individual, objeto único, valor cualitativo». Así, el poema -por muy normales que sean sus palabras y construcciones- nunca puede estar escrito en lenguaje normal, pues surge en la individualización de lo que es social, como explica brillantemente Ferlosio sobre «las verduras de las eras». El poema necesita siempre -dijo una y otra vez Machado- contacto directo con el mundo sensible o con lo inmediato psíquico, ser objeto único y vivo.
De este modo, es insuficiente hablar de pensamiento poético como algo que puede ocurrir en la poesía; debería entenderse más bien que el poema es un género de pensamiento, pues se asienta en una crítica radical de los fundamentos del lenguaje y, como tal, hace pensar a la palabra un mundo distinto del que la regula día a día, socialmente.


Entre las formas con que Machado aborda esta torsión, esta producción de lo particular, hay dos muy significativas que conviene considerar brevemente.
En primer lugar, puede hablarse del subrayado de la perspectiva como punto de inserción de la mirada, sesgo o distancia con que ésta -y la voz-se enfrenta al mundo. Así, en un solo poema de Campos de Castilla, se encuentran todas estas referencias espaciales: «Mas si trepáis a un cerro ¿y veis el campo/ desde los picos donde habita el águila», «¡Las figuras del campo sobre el cielo!/ Dos lentos bueyes aran/ en un alcor...», «Bajo una nube de carmín y llama,/ en el oro fluido y verdinoso/ del poniente, las sombras se agigantan». El observador se mueve constantemente: busca un monumental picado, se empequeñece mirando hacia la altura, a ras de suelo mide el espacio del ocaso: un principio del cubismo se aplica sin geometría para dar, junto a la imagen, su ojo; para traer los objetos con su tamaño real, con un momento de vida, con su hora en punto.
A. partir de aquí, y en segundo lugar, es decisivo el papel que desempeña la descripción. Resulta conocido lo que Ortega escribió sobre algunos textos de Machado: «...sin embargo, no se ha libertado aún el poeta en grado suficiente de la materia descriptiva. Hoy por hoy significa un estilo de transición. El paisaje, las cosas en torno persisten, bien que volatilizadas por el sentimiento, reducidas a claros símbolos esenciales»[4]. Este tipo de juicio viene a ser un lugar común, y parece admirable que lo sea, pues difícilmente puede sostenerse: en él se implica la idea de que la descripción incorpora la materia representada sin elaborar subjetivamente, como si fuera un cristal, y que sobre ella ya trabaja después el poeta en imprimir su sello personal (sentir, simbolizar, esencializar). La más ingenua concepción del lenguaje, la fe rústica en su poder representativo, objetivo, sustentan sin duda este juicio. Más bien, habría que empezar por el lado contrario: todo género de habla (descriptivo, narrativo, especulativo...) padece un alto grado de codificación que reduce sus usos a un marco convencional, por encima de las intenciones de los hablantes; el poeta trabaja por establecer, dentro de ese marco opresivo, un momento, un punto singular -en la descripción, como en el resto de géneros.
Desde sus primeros poemas, de modo intermitente que se mezcla con un recurso dócil al repertorio retórico, Machado está atraído por invocar la presencia de las cosas en sí, como un espacio que crea sentido sin necesidad de traslación simbólica. Aunque los tópicos sentimentales de la ruina sean tan evidentes en una imagen como ésta: «La casa tan querida/ donde habitaba ella,/ sobre un montón de escombros arruinada/ o derruida, enseña/ el negro y carcomido/ maltratado esqueleto de madera», es también evidente la fuerza autónoma de la última figura, la particularidad material de ese esqueleto negro. Ningún poeta en castellano atendió tan eficazmente como Machado a esta herencia de la poesía verlainiana[5], tan reducida casi siempre a rasgos más superficiales o codificables.
Ya se vio en «Poema de un día» cómo la vida estallaba en la irrupción de las cosas inmediatas, y, cuando se habla en esta escritura de la vida, se habla sobre todo de la vida interior. Machado es muy consciente de la paradójica vibración del mundo íntimo en los objetos más externos; así, después de haber elaborado el símbolo del yo más inabarcable en las galerías, utiliza tardíamente ese mismo título, «Galerías», para una serie de las Nuevas canciones, dedicada de modo estricto a la descripción del paisaje: «El monte azul, el río, las erectas/ varas cobrizas de los finos álamos,/ y el blanco del almendro en la colina,/ ¡de nieve en flor y mariposa en árbol!», son galerías.
Hay, como se sabe, muchos poemas que se consumen en la perdida luz del atardecer; pero hay también muchos otros abiertos, en un aire cristalino, a la intensidad extrema de la mirada -«El cielo /puro y azul. Corría/ un aire fuerte y seco», «Es una tarde clara,/ casi de primavera»... Y, si es verdad que la mayor intensidad de la luz, según se aprende en los místicos, es la que se enciende dentro -«sólo eres tú, luz que fulges en el corazón, verdad»-, también lo es que ese fenómeno luminoso sostiene otra forma última de lo mismo; no contradice, insospechadamente aguza: «No, mi corazón no duerme./ Está despierto, despierto./ Ni duerme ni sueña, mira,/ los claros ojos abiertos,/ señas lejanas y escucha/ a orillas del gran silencio».
En una «Poética» de 1931, escribía Machado: «Las ideas del poeta no son categorías formales, cápsulas lógicas, sino directas intuiciones del ser que deviene, de su propio existir; son, pues, temporales. (...) Inquietud, angustia, temores, resignación, esperanza, impaciencia que el poeta canta, son signos del tiempo y, al par, revelaciones del ser en la conciencia humana». No se trata, pues, de buscar el pensamiento del poeta en aquellos textos suyos que más se parecen a textos especulativos o sapienciales (los «Proverbios y cantares», por ejemplo), sino, al revés, en los más radicalmente líricos. Si todo verdadero poema, como se vio, es un texto pensante, pues se constituye en cuanto crítica del lenguaje, el momento más intensamente poético será el más capaz de entregar lo singular, la intuición del existir, del ser que deviene.
Entre otras aportaciones, hay una fórmula machadiana que lo cumple ejemplarmente: el poema-paseo-pensamiento, salpicado por sus diversos libros, eficaz cristalización de un cruce entre el subrayado de la perspectiva y el poder descriptivo; sugerente unidad del andar y el pensar, como portadores de ese sentimiento conjunto de espacio y tiempo que es lo existencial. Entre los textos de esta clase, podría citarse el segundo de Campos de Castilla, «A orillas del Duero» -ejemplo típico de lo machadiano, donde se reúnen las zonas de vibración memorable y las que no tienen consistencia, los horrendos ripios, los tópicos ideológicos: ese cuerpo contradictorio que compone uno de los legados más resistentes de este siglo.
En un julio agobiante, el personaje sube por las colinas que rodean Soria. La palabra denotativa, seca, va disponiendo sus elementos: la experiencia del calor, los olores ásperos, la gama variadísima de los colores más mortecinos y apagados, el vuelo rapaz. Toda la afluencia de los datos construye una doble imagen de cierre: la infiltración de una historia en escombros y el propio paisaje llévalo a un límite: «Veía el horizonte cerrado por colinas/ oscuras, coronadas de robles y de encinas...». Si bien la reflexión histórica y sociológica mezcla con la descripción del paisaje, nunca la determina ni imprime en ella el lenguaje del sentido: siguen sólo las cosas, los colores, los impecables ejercicios de perspectiva.
En el gozne del poema, la afirmación existencial de este perspectivismo -«todo se mueve, discurre, corre o gira:/ cambian la mar y el monte y el ojo que los mira»- preserva el desenlace de la influencia de cualquier razonamiento. Así, el delirante ensueño imperialista, la desesperación por la mezquindad del entorno, se consumen en su propio énfasis tópico y, cuando cesan, el poema reaparece y se desenvuelve sin haberlos escuchado. El paseo continúa, ha transcurrido el tiempo y, en medio del atardecer, el personaje va bajando hacia la ciudad: su perspectiva sobre el horizonte se ha invertido: «Hacia el camino blanco está el mesón abierto/ al campo ensombrecido y al pedregal desierto». El mundo es el mismo, pero el tránsito de cerrado a abierto nada tiene que ver con el negro discurso. El ritmo de los pasos, la mirada, las cosas que existen. Eso, parece, es pensar.


Extremando esta visión, que lleva a encontrar el pensamiento poético allí donde menos convencionalmente se ejerce, Juan de Mairena advertía de un cambio en sus propias normas: «nadie duda de lo que ve, sino de lo que piensa». La poesía cae del lado del ver y alimenta ahí esta sencilla arrogancia: «Pensaba mi maestro -recuerda también Mairena- que la poesía, aun la más amarga y negativa, era siempre un acto vidente, de afirmación de una realidad absoluta, porque el poeta cree siempre en lo que ve, cualesquiera que sean los ojos con que mire».
Como ha escrito Olvido García Valdés, en un hermoso y radical poema: «Es verdad lo que digo, cada/ palabra, dice del poema la lógica/ del poema. Condición de real al margen de lo real./ Lo real dice yo siempre en el poema,/ miente nunca, así la lógica»[6].


[1] Las citas de Machado en prosa están tomadas de: Antonio Machado, Juan de Mairena. Edición de Pablo del Barco. Alianza, Madrid, 1986.
[2] Guillermo de Torre, «Teorías literarias de Antonio Machado». En: WAA, Antonio Machado. Edición de Ricardo Gullón y Allen W. Phillips. El escritor y la crítica, Taurus, Madrid, 1973.
[3] Rafael Sánchez Ferlosio, Las semanas del jardín. Semana segunda: Splendet dum frangitur. Nostramo, Madrid, 1974.
[4] José Ortega y Gasset, «Los versos de Antonio Machado». En: VVAA, Antonio Machado, ed. cit.
[5] Ver el apartado «Para una poética», en su introducción a: Paul Verlaine, La buena canción. Romanzas sin palabras. Sensatez. Cátedra, Madrid, 1991.
[6] Olvido García Valdés, caza nocturna. Ave del Paraíso, Madrid, 1997.

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Itinerario. LIbro de Poesía. De: Gilberto Aranguren Peraza

Itinerario. LIbro de Poesía. De: Gilberto Aranguren Peraza
En nuestro día a día, perdemos de vista las cosas sencillas de la vida, el autor Gilberto Aranguren, a través del género poético, construye imágenes que conforman la interioridad de su mundo, le da importancia a cada aspecto de su vida y elige con cuidado aquello que le parece valioso y que pueda marcar totalmente la diferencia, él sabe que hay un mundo en su interior invisible para los demás y que cada evento exterior representa una ventana a su interior, ¡sus poemas son su reflejo!

LIBRO ITINERARIO

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Libro: Los ruidos de la Casa

Libro: Los ruidos de la Casa
La casa es un tejido de ruidos

Los ruidos de la casa

LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”