Tomado de:
Casado,
Miguel. (2003). La poesía como pensamiento. Madrid: Huerga Fierro.
Es muy conocido ese
momento de Soledades en que se lee: «hermosa tarde, tú curas la pobre
melancolía/ de este rincón vanidoso, oscuro rincón que piensa»; la fórmula
final, aparte del obvio eco cartesiano, elige como autodefinición el
pensamiento, quizá el motivo más reiterado por la crítica de Machado y también
en sus propias reflexiones. En esa línea, poesía y filosofía, sentimiento y
razón, aparecen constantemente comparados, contrapuestos; «la poesía -dice
Mairena- es el reverso de la filosofía, el mundo visto, al fin, del derecho
(...). Para ver del derecho "hay que haber visto” antes del revés. O
viceversa»[1].
La postura antidogmática se niega a establecer jerarquía, tampoco quiere
excluir con lo uno lo otro, pero poesía y filosofía aparecen como dos caras
distintas de la misma cosa - el derecho, el revés - y por ello no pueden
mostrarse simultáneamente. Si esto es así, y a la vez el pensamiento ocupa un
lugar central, es que Machado está perfilando el espacio de un pensamiento
específicamente poético, distinto de otros géneros posibles. En su obra se
encuentran, en efecto, aquí y allá, las pruebas de esta intención.
De este modo se extiende
al explicar las características de uno de sus apócrifos: «Para comprender
claramente el pensamiento de Martín en su lírica, donde se contiene su
manifestación integral, es preciso tener en cuenta que el poeta pretende, según
declaración propia, haber creado una forma lógica nueva, en la cual todo
razonamiento debe adoptar la manera fluida de la intuición. “No es posible
-dice Martín- un pensamiento heracliteano dentro de una lógica eleática”». En
este párrafo, parpadean dos principios fuertes que el propio Machado no siempre
reconoció, pero que ofrecen un claro punto de partida. Por un lado, el
pensamiento del poeta es en su lírica donde se contiene integralmente, se relativiza así la importancia de lo que él mismo
haya podido desarrollar en sus prosas teóricas, que son otra cosa; la crítica -esta misma lectura que aquí se hace- recibe
una advertencia: las poéticas que los poetas escriben pueden constituir textos
muy valiosos, pero lo serán por sí mismos; no como explicación del poema, que
sólo habla con su voz y en sus límites.
Por otro lado, sin
considerar aún la pareja razonamiento/intuición,
es fundamental la frase que Machado entrecomilla como cita de Abel Martín: «no
es posible un pensamiento heracliteano dentro de una lógica eleática». Parece
que lógica significa aquí forma de construir un razonamiento; significa, por
tanto, en la referencia lírica/ no lírica, género de habla, opción de lenguaje.
Si bien Machado tiende a ver, de modo tradicionalista, un pensamiento que
utiliza la palabra como instrumento, en este caso sugiere, en cambio, la
identidad pensamiento-escritura de modo muy revelador. Los dos puntos podrían
presidir la reflexión sobre el pensamiento poético-, sólo se da en el poema y
no se explica fuera de él; esa entidad cuaja en un cuerpo inseparable de
pensamiento-escritura, donde no operan las viejas categorías de fondo y forma.
Esto no se mantiene
constante en Machado: se olvida de modo intermitente, se contradice incluso. Es
curioso que los críticos, cuando tratan de exponer un sistema machadiano, sea
éste el que sea, se encuentran con la necesidad compartida de ir aparcando, en
sucesivos incisos, las contradicciones entre lo que ellos sostienen y lo que
Machado deja dicho aquí o allá. Es preciso asumirlo. Machado piensa sin
sistema, no necesita ser coherente consigo mismo para ir encontrando, donde se
hace posible, luz. Y, como ha escrito Guillermo de Torre al estudiarlo, «la
admiración más fértil hacia un escritor no reside en aceptar las cuestiones como
él las dejó, sino en prolongarlas, inclusive contrariarlas, para darles nueva
vida»[2].
Así, decía Juan de
Mairena: «En la gran ruleta de los hechos es difícil acertar, y quien juega
suele salir desplumado. En la rueda más pequeñita de las razones, con unas
cuantas preguntas se hace saltar la banca de las respuestas. Por eso damos
nosotros tanta importancia a las preguntas. En verdad, ésa es la moneda que
vuelve siempre a nuestra mano».
Cada vez que Machado se
acercaba a perfilar la índole del pensamiento poético, quedaba la razón como
término excluido. Si no cabe duda sobre la posición genéricamente racionalista
del conjunto de sus declaraciones, parece cierto que veía el poema en otro
espacio. Las conocidas contraposiciones entre el alma racional y el corazón
-como en los versos de «El limonero lánguido suspende...», donde el contexto da
este claro valor al contraste: «...que dice al alma luminosa: nunca, / y al
corazón: espera»- conducían a la misma salida; se acertara o no, la ruta estaba
marcada siempre por el sentimiento íntimo. Y esto, no por un empeño obstinado y
ciego, sino, al contrario, por encontrar en él el criterio último de
conocimiento: «...sólo eres tú, luz que fulges en el corazón, verdad».
La luz se traslada, en el
curso de muy pocas páginas de Soledades, desde el alma razonadora al corazón,
porque Machado encuentra continuos motivos de duda acerca de las capacidades
racionales para dar cuenta de la realidad, para acceder a ella. Cada teoría
tiene su trampa previa, establece su marco de observación y halla, al fin, las
claves que ella misma había puesto: «Echaste un velo de sombra/ -se lee en
Campos de Castilla- sobre el bello mundo y vas/ creyendo ver porque mides / la
sombra con un compás». Todo su manejo de la oposición conceptos/ intuiciones,
tan bergsoniana, tan propia igualmente del mundo simbolista, alienta el mismo
espíritu: el concepto es rígido, no capta lo real, accesible sólo a la
intuición; en el fondo, sólo queda verdad del lado de la poesía, porque sólo
ésta hace frente al desafío de la vida.
Hacer frente no es, de
manera necesaria, salir airoso, y a ello se acerca al menos en dos ocasiones
Machado con el motivo de los peces. En Juan de Mairena se propone esta receta
aforística: «El poeta es un pescador, no de peces, sino de pescados vivos;
entendámonos: de peces que puedan vivir después de pescados». El ingenio
paradójico juega a afilar la aporía, que, sin embargo, queda extremada: como un
enunciado sin solución; pero en Campos de Castilla el problema se enfoca de
modo más abierto, preguntando sin afirmar, sometiendo a elección «dos modos de
conciencia» que no parecen compatibles: «Dime tú: ¿Cuál es mejor / ¿Conciencia
de visionario / que mira en el hondo acuario/ peces vivos,/ fugitivos,/ que no
se pueden pescar,/ o esa maldita faena/ de ir arrojando a la arena,/ muertos,
los peces del mar?». Los datos que ya se tienen permiten reconocer aquí al
pensador racionalista que impone su poder de fabricar cadáveres-conceptos,
obstruyendo, condicionando la mecánica del mundo; y al poeta, el visionario
consciente, quien desde su cristal contempla la vida, que sigue en su ajena
autonomía. La lucidez de estar fuera es la raíz del poema; la dinámica libre de
la vida, su piedra de toque.
La poesía ofrece al
pensamiento este campo tan dinámico y libre, tan ambicioso y difícil. La razón
es sólo una parte -una parte mecánica y cuantificable, bien conocida porque se
comporta según reglas- del pensamiento: a éste se le abren, sin límites, otros
muchos modos de conocer y construir. Porque de lo que se trata es de conocer lo
aún no conocido, de extender fronteras, de alumbrar lo oscuro: «en nuestras
almas todo/ por misteriosa mano se gobierna./ Incomprensibles, mudas,/ nada
sabemos de las almas nuestras». Y, así, puede leerse un programa tan sencillo
como éste: «El alma del poeta/ se orienta hacia el misterio./ Sólo el poeta
puede/ mirar lo que está lejos/ dentro del alma». Machado, atraído siempre por
lo más inmediato y elemental, no renuncia, sin embargo, a poner el misterio en
el centro de su poética: el opaco mundo íntimo, aquello que circula por el
sujeto sin llegar a constituirlo, las zonas donde la razón no hace luz -eso es
el misterio. No supone ninguna clase de revelación, no ofrece la recompensa del
mito, es sólo un sentido, un vector, se orienta hacia. Y, como siempre en este
poeta, de lo que se habla es de las preguntas, del movimiento entre tanto,
nunca del espejismo de ninguna clase de logro, nunca -ni en esta vía indirecta-
de lo útil o lo pragmático, de unos medios para unos fines: «la belleza no está
en el misterio, sino en el deseo de penetrarlo».
Este modo de orientarse,
este abrazar el camino como fin, este señalar un campo amplio e inabarcable,
perfilan la gama de lo que el pensamiento poético pueda ser. El sueño
valleinclanesco y kafkiano de Abel Martín -«Recuerdos de sueño, fiebre y
duermivela»- es una prueba de falta de límites. Lo que había nacido en la
angostura del símbolo -«nosotros exprimimos/ la penumbra de un sueño en nuestro
vaso»- se expande al reconocer la creativa libertad del conocimiento, la falta
de fondo y de tapa de la conciencia.
Machado, en efecto, no les
pone límites a estas intuiciones: no se trata de una cuestión técnica, de que
el pensamiento pueda disponer de otros recursos, de otros mecanismos, que le
permitan ser más capaz en su cometido. El pensamiento poético supone un corte
con la línea de desarrollo del racionalismo: para él, a la inversa, la razón
puede ser una técnica más o menos oportuna; pero la concepción del mundo es
otra, otra la realidad que en él se construye. Un texto complejo y sugerente de
Juan de Mairena propone esta lectura:
«De lo uno a lo otro es el gran tema
de la metafísica. Todo el trabajo de la razón humana tiende a la eliminación
del segundo término. Lo otro no existe: tal es la fe racional, la incurable
creencia de la razón humana. Identidad = realidad, como si, a fin de cuentas,
todo hubiera de ser, absoluta y necesariamente, uno y lo mismo. Pero lo otro no
se deja eliminar; subsiste, persiste; es el hueso duro de roer en que la razón
se deja los dientes. Abel Martín, con fe poética, no menos humana que la fe
racional creía en lo otro, en ‘La esencial Heterogeneidad del ser, como si
dijéramos en la incurable otredad que
padece lo uno«. Y, mucho más adelante, añade: «Nuestra lógica pretende ser la
de un pensar poético, heterogeneizante, inventor o descubridor de lo real».
Machado tiene claro, en
primer lugar, que hay un problema previo de fe,
fe racional o fe poética, siempre se arraiga en una creencia, en una opción
instintiva, en un parti pris -no hay
un camino exclusivamente racional, de principio a fin: siempre se elige, se
apuesta, en el origen del camino; la falacia es pretender ignorarlo. En segundo
lugar, ambas opciones son igualmente humanas, por mucho que las definiciones
antropológicas tradicionales no lo hayan visto así, dejándose llevar a menudo
por un racionalismo reduccionista -el pensamiento crece de muchas formas, en
muchos terrenos.
La pluralidad podría ser,
así, el tercer punto de consideración; pero Machado se pronuncia más
radicalmente: heterogeneidad. Es una palabra que introduce lo irreductible, lo
ajeno, que establece la evidencia de un exterior que ha de seguir siéndolo
-incurable. «El pensamiento poético -dice también Mairena- no realiza
ecuaciones, sino diferencias esenciales, irreductibles». En lo más familiar o
en lo más extraño, queda un resto, se oye todavía otra voz. El poema permite
pensar estos términos siempre contradictorios" siempre en fuga; ofrece el
único lenguaje – de palabras o de silencios, de vibraciones o vacíos- que puede
comprenderlos (no abarcarlos, no entenderlos: un ser y no ser esos sentidos de
la comprensión, su calidez instantánea, la aguda experiencia de su dificultad,
la intuición viva de sus condiciones).
La heterogeneidad de lo que existe no supone una concepción bifronte
-lo uno, lo otro-, maniquea, sino una idea dinámica, heraclítea, del cambio continuo, que determina el conocimiento como
inestable y dependiente del curso temporal: «Todo se mueve, fluye, corre o
gira:/ cambian la mar y el monte y el ojo que los mira». Y, si hasta la
consistencia misma del sujeto está de este modo comprometida, en el curso vital
no podrá abrazarse otra postura filosófica que el escepticismo.
A lo largo de Juan de
Mairena, son permanentes las declaraciones y prevenciones en ese sentido, pues
el escéptico descree de cualquier clase de verdad fija, incluso la que él pueda
proponer en algún momento. La auto-ironía, el distanciamiento y el sano humor
acerca de uno mismo, son así mínimas necesidades profilácticas. Como se lee al
final de Nuevas canciones: «Doy
consejo, a fuer de viejo: / nunca sigas mi consejo». Pero hay un punto en que
el escepticismo y el pensamiento heterogeneizador se imbrican de manera
especialmente profunda: «La gracia del escéptico consiste en que los argumentos
no le convencen. Tampoco pretende él
convencer a nadie»; es decir, el escéptico se sitúa fuera de los hábitos
prácticos de la comunicación social, se sale del principio según el cual un
pensamiento puede ser común a todos y sólo queda ejercitarse en esa posibilidad
y perspectiva.
Como se vio en aquellos
versos del compás que iba midiendo
las sombras previamente arrojadas,
Machado tiene una lucidez poco común acerca de la interdependencia entre la
opción teórica previa y la observación, la realidad construida; de la
inconmesurabilidad entre los distintos juegos de lenguaje y géneros de habla.
El carácter extremo de esta postura puede comprobarse en estas palabras de
Mairena que conviene citar extensamente: «Nadie debe asustarse de lo que
piensa, aunque su pensar aparezca en pugna con las leyes más elementales de la
lógica. Porque todo ha de ser pensado por alguien, y el mayor desatino puede
ser un punto de vista de lo real. Que dos y dos sean necesariamente cuatro, es
una opinión que muchos compartimos. Pero si alguien sinceramente piensa otra
cosa, que lo diga. Aquí no nos asombramos de nada. Ni siquiera hemos de
exigirle la prueba de su aserto, porque ello equivaldría a obligarle a aceptar
las normas de nuestro pensamiento, en las cuales habrían de fundarse los
argumentos que nos convencieron. Pero estas normas y estos argumentos sólo
pueden probar nuestra tesis; de ningún modo la suya».
Asombra la nitidez con que
se establece la falta de vínculos entre los argumentos y la realidad; los
vínculos sólo existen en el interior de una determinada lógica, de unas normas
de pensamiento, son de índole discursiva. «El mayor desatino puede ser un punto
de vista de lo real», dice, y muestra cómo la aceptación de una lógica
elemental, válida para todos, es forzosamente reduccionista y autoritaria. Que
todo pensamiento de la identidad tiende a fijarse como ortodoxia. Y es así, en
este análisis, donde la vieja trampa del sentido común salta hecha pedazos.
Si la idea humanista del sensus communis venía a equivaler al
alma de una comunidad, su proyecto colectivo de vida, con todo su poder de
creatividad utópica -pese a la ingenua postergación de las diferencias entre
las clases sociales-, el sentido común, tal como lo hereda nuestro tiempo y lo
invocan los intelectuales conservadores, evoluciona hasta volverse parodia de
su origen: pensamiento único, lógica única, reducción extrema y autoritaria de
la realidad, y más a medida que se incrementa el control mediático de las
poblaciones. La voz de Machado se oye contra ese común denominador de los
temores y los intereses: «Siempre que he visto a un hombre solo, o seguido de
una menguada hueste, luchar contra el medio en que vive, he sentido el orgullo
de pertenecer a la especie humana». Esta reivindicación de lo que va contra
corriente puede desmentir otro tópico del racionalismo último: que desde el
relativismo escéptico no es posible acceder a una posición crítica, a una
actitud emancipadora.
Obviamente, la defensa de
lo otro sólo puede conducir a un pensamiento crítico; en el caso de Machado, se
dirige contra dos de los baluartes del sentido común: el casticismo y el
pragmatismo. La actitud castiza -como recordaron también otros contemporáneos
del poeta- se resume en esta contundente fórmula: «desprecia cuanto ignora». La
tradición se convierte en una fortaleza, vacunada contra cualquier cambio o
disidencia; el país que está siempre de vuelta de todo, que condenó y consideró
superados el existencialismo, el estructuralismo o la posmodernidad, sin
haberlos vivido nunca, es este país castizo, tan diferente del país popular:
los textos de Machado sobre el saber del pueblo marcan los límites frente a
este otro tipo de ignorancia controlada y manipulada, la que llama de los
«filósofos nutridos de sopa de convento».
Más interés quizá, por
menos citada, tiene su obsesión antipragmática: «Nosotros militamos contra una
sola religión, que juzgamos irreligiosa: la mansa y perversa que tiene
encanallado a todo el Occidente. Llamémosle pragmatismo». Que la consecución de
unos fines de modo eficaz pueda trasladarse como valor, justifique los actos,
es sin duda la médula de esa postura -«los pragmatistas piensan que, a última
hora, podemos aceptar como verdadero cuanto se recomienda por su utilidad».
Machado es ajeno al argumento de lo útil y construye la idea de poesía
exactamente en su negación; resulta muy significativo que, en algún texto de
Juan de Mairena, oponga al pragmatismo la razón originaria, la griega,
intuyendo la degradación del campo racional que describieron los fundadores de
la Escuela de Francfort, al distinguir entre la razón instrumental -razón
formal, que clasifica, deduce y concluye, como un mecanismo técnico de alta
eficacia- y la razón sustancial, que atiende a los valores y los contenidos. Es
esta razón fundadora la que puede entrar en diálogo con el pensamiento de lo
heterogéneo, aun desde la diferencia de sus discursos, mientras razón
instrumental y pragmatismo se confunden en la nueva ortodoxia dogmática.
Así tendrían que leerse
las invocaciones de Machado a lo racional, esa «España de la rabia y de la
idea», en que por otra parte -más allá del tópico del hombre bueno- apunta el
componente de íntima violencia que parece convenir a todo pensamiento crítico.
Esa rabia no es en él expresión
aislada: «la mano del piadoso nos quita siempre honor;/ mas nunca ofende al
darnos su mano el lidiador», y el resto de este poema -en Campos de Castilla-
es un elogio radical de la pelea mantenida con todas las armas.
Es cierto que Machado
resulta muy contradictorio en esta cuestión; por un lado, es como si su propio
temperamento lo alejara de una posición social crítica —no extrañéis, dulces
amigos,/ que esté mi frente arrugada;/ yo vivo en paz con los hombres/ y en
guerra con mis entrañas»- hasta que el reconocimiento público y las
circunstancias políticas, en los últimos años de su vida, le facilitaron el
camino; pero, por otro lado, siempre fue manifiesta su admiración por Unamuno,
precisamente por su papel continuo de remover. Tiene interés pararse por un
momento en su manejo de las ideas de guerra y paz durante la Gran Guerra
Europea, por su coincidencia con autores considerados viscerales como Unamuno o
Baroja.
La experiencia de la
guerra al final del siglo xx puede impedir la comprensión de lo que estos
hombres decían; pero viene a recordar que ningún concepto, ni siquiera el tan
legítimo de pacifismo, puede usarse de modo acrítico. La guerra es terrible
—dice Machado-, pero peores pueden hacerse algunas formas de paz, «paz sin
alma». Así, escribe en 1915: «Encadenada va el alma española en cuerda de
presos, conducida no sabemos a dónde. Nuestra neutralidad hoy consiste (...) en
no querer nada, en no entender nada. (...) Si no se enciende dentro la guerra,
perdidos estamos. La juventud que hoy quiere intervenir en la política debe, a
mi entender, hablar al pueblo y proclamar el derecho del pueblo a la conciencia
y el pan, promover la revolución, no desde arriba ni desde abajo, sino desde
todas partes».
El pensamiento crítico se
sitúa para Machado en el espacio de esa guerra interior, más que en el de la
paz clueca. Producir lo otro en el plano social, abrir a su diversidad el
lenguaje, requiere el choque, el gesto violento de la no aceptación. Desde el
sí no hay más pensamiento que el ya previsto. «El ceño de la incomprensión es,
muchas veces, el signo de la inteligencia, propio de quien piensa algo en
contra de lo que se le dice, que es, casi siempre, la única manera de pensar
algo».
Las consideraciones de
Machado sobre el pensamiento conducían, entre otros, a este itinerario por el
relieve de su escepticismo crítico; pero es hora de volver al principio, a otra
de las facetas fundamentales de la cuestión, y rastrear algunos de los
mecanismos que sirven al desarrollo del pensamiento poético en su marco, en el
poema.
En la obra de Machado es
quizá «Poema de un día» el texto en que se formula de modo más directo el curso
de poema-pensamiento como algo distinto de un poema-razonamiento. Se trata de
un monólogo que, aun con el corte retórico característico casi siempre de los
monólogos narrativos del XIX, incorpora un material informe, representativo del
transcurrir cotidiano, y trata de conservarlo así: como forma informe -el
recurso a la rima no impide, en este caso, un movimiento fluido y sin
estructura. Las reiteraciones del sonido del reloj, el pulso de un tiempo
monótono, subrayan esta incorporación del presente de la escritura al poema y
hacen equivalentes pensamiento y tiempo: el pensamiento es, así, discurso en su
sentido primero, no elaboración de ideas ni deliberación de conclusiones.
Pero -y esto es quizá más
importante- el presente de la escritura se impone, sobre todo, a través de la
irrupción de los objetos de la vida en el poema: están ahí como cosas que
obstruyen o condicionan, como puros volúmenes en el espacio, al margen de
cualquier intención significativa: «Anochece:/ el hilo de la bombilla/ se
enrojece,/ luego brilla,/ resplandece/ poco más que una cerilla. / Dios sabe
dónde andarán/ mis gafas... entre librotes,/ revistas y papelotes,/ ¿quién las
encuentra?... Aquí están». Aquí están:
la deixis introduce la realidad bruta -un objeto libre de sentido- en el poema,
e incluso la mención enseguida de un título bergsoniano -«Los datos/
inmediatos/ de la conciencia— puede leerse con la misma intención. Los objetos
(bombilla, gafas) son los datos inmediatos de la conciencia, la materia que la
cimenta; el poema es el lugar en que el lenguaje alcanza a abrirse a ellos: los
peces vivos, no sacados del acuario a la arena de las ideas.
Esta presencia, aunque
esté especialmente a la vista, no es excepcional: es uno de los rasgos que
distinguen lo poético como género de habla. Al final de la segunda de Las
semanas del jardín[3],
Sánchez Ferlosio incluye un apéndice titulado «El caso Manrique»; ahí imagina
un debate sobre las Coplas a la muerte de su padre entre Menéndez Pelayo y Juan
de Mairena: para el primero son un «doctrinal de cristiana filosofía»; para el
segundo, eso sería incompatible con la condición de «poema lírico» que él
reivindica. El texto de Ferlosio es de enorme interés como ejercicio de crítica
literaria no convencional -y también muy divertido-; pero lo que ahora cuenta
es cómo la fundamentación del carácter inconciliable de la filosofía y la
lírica, se da en el contraste entre lo genérico y lo particular. Sobre algunas
estrofas de las Coplas, Ferlosio se pregunta: «¿Cabe mayor conceptualismo, mayor
vacuidad intuitiva, mayor indigencia de todo halo empírico, de cualquier
connotación sensible, mayor banalidad?»; y, en cambio, acerca de alguna de las
estrofas invocadas por Mairena, dice: «... es sobre todo el nombre propio, y
ese concreto nombre propio; un nombre todavía capaz de alcanzar, como un
conjuro, lo nombrado, porque lo nombrado, con todo su ajuar, toda su atmósfera
y todo su paisaje, vive y alienta todavía como una imagen empírica y sensible
en la memoria común».
Lo genérico y lo particular
vivo, lleno de un peso empírico -no el realismo, sino el relieve del objeto, el
pez dentro del agua. Es curioso cómo el mismo Machado encontró palabras muy
próximas para acercarse a una definición del poema: «En la lírica, imágenes y
metáforas son de buena ley cuando se emplean para suplir la falta de nombres
propios y de conceptos únicos que requiere la expresión de lo intuitivo, nunca
para revestir lo genérico y convencional».
Esto puede parecer claro y
fácil, casi una trivial norma de estilo; pero, en el fondo, el debate no deja
de girar en torno al mismo punto: la aporía del acuario. La propuesta del poema
sólo se sostiene a base de forzar uno de los pilares básicos del lenguaje: «La
palabra -dice Abel Martín- es, en parte, valor de cambio, producto social,
instrumento de objetividad (objetividad en este caso significa convención entre
sujetos), y el poeta pretende hacer de ella medio expresivo de lo psíquico
individual, objeto único, valor cualitativo». Así, el poema -por muy normales
que sean sus palabras y construcciones- nunca puede estar escrito en lenguaje
normal, pues surge en la individualización de lo que es social, como explica
brillantemente Ferlosio sobre «las verduras de las eras». El poema necesita
siempre -dijo una y otra vez Machado- contacto directo con el mundo sensible o
con lo inmediato psíquico, ser objeto
único y vivo.
De este modo, es
insuficiente hablar de pensamiento poético como algo que puede ocurrir en la
poesía; debería entenderse más bien que el poema es un género de pensamiento,
pues se asienta en una crítica radical de los fundamentos del lenguaje y, como
tal, hace pensar a la palabra un mundo distinto del que la regula día a día,
socialmente.
Entre las formas con que
Machado aborda esta torsión, esta producción de lo particular, hay dos muy
significativas que conviene considerar brevemente.
En primer lugar, puede
hablarse del subrayado de la perspectiva como punto de inserción de la mirada,
sesgo o distancia con que ésta -y la voz-se enfrenta al mundo. Así, en un solo
poema de Campos de Castilla, se
encuentran todas estas referencias espaciales: «Mas si trepáis a un cerro ¿y
veis el campo/ desde los picos donde habita el águila», «¡Las figuras del campo
sobre el cielo!/ Dos lentos bueyes aran/ en un alcor...», «Bajo una nube de
carmín y llama,/ en el oro fluido y verdinoso/ del poniente, las sombras se
agigantan». El observador se mueve constantemente: busca un monumental picado,
se empequeñece mirando hacia la altura, a ras de suelo mide el espacio del ocaso:
un principio del cubismo se aplica sin geometría para dar, junto a la imagen,
su ojo; para traer los objetos con su tamaño real, con un momento de vida, con
su hora en punto.
A. partir de aquí, y en
segundo lugar, es decisivo el papel que desempeña la descripción. Resulta
conocido lo que Ortega escribió sobre algunos textos de Machado: «...sin
embargo, no se ha libertado aún el poeta en grado suficiente de la materia
descriptiva. Hoy por hoy significa un estilo de transición. El paisaje, las
cosas en torno persisten, bien que volatilizadas por el sentimiento, reducidas
a claros símbolos esenciales»[4].
Este tipo de juicio viene a ser un lugar común, y parece admirable que lo sea,
pues difícilmente puede sostenerse: en él se implica la idea de que la descripción
incorpora la materia representada sin elaborar subjetivamente, como si fuera un
cristal, y que sobre ella ya trabaja después el poeta en imprimir su sello
personal (sentir, simbolizar, esencializar). La más ingenua concepción del
lenguaje, la fe rústica en su poder representativo, objetivo, sustentan sin
duda este juicio. Más bien, habría que empezar por el lado contrario: todo
género de habla (descriptivo, narrativo, especulativo...) padece un alto grado
de codificación que reduce sus usos a un marco convencional, por encima de las
intenciones de los hablantes; el poeta trabaja por establecer, dentro de ese
marco opresivo, un momento, un punto singular -en la descripción, como en el
resto de géneros.
Desde sus primeros poemas,
de modo intermitente que se mezcla con un recurso dócil al repertorio retórico,
Machado está atraído por invocar la presencia de las cosas en sí, como un
espacio que crea sentido sin necesidad de traslación simbólica. Aunque los
tópicos sentimentales de la ruina sean tan evidentes en una imagen como ésta:
«La casa tan querida/ donde habitaba ella,/ sobre un montón de escombros arruinada/
o derruida, enseña/ el negro y carcomido/ maltratado esqueleto de madera», es
también evidente la fuerza autónoma de la última figura, la particularidad
material de ese esqueleto negro. Ningún poeta en castellano atendió tan
eficazmente como Machado a esta herencia de la poesía verlainiana[5],
tan reducida casi siempre a rasgos más superficiales o codificables.
Ya se vio en «Poema de un
día» cómo la vida estallaba en la irrupción de las cosas inmediatas,
y, cuando se habla en esta escritura de la vida, se habla sobre todo de la vida
interior. Machado es muy consciente de la paradójica vibración del mundo íntimo en los objetos más
externos; así, después de haber elaborado el símbolo del yo más inabarcable en
las galerías, utiliza tardíamente ese mismo título, «Galerías», para una serie
de las Nuevas canciones, dedicada de
modo estricto a la descripción del paisaje: «El monte azul, el río, las erectas/
varas cobrizas de los finos álamos,/ y el blanco del almendro en la colina,/
¡de nieve en flor y mariposa en árbol!», son galerías.
Hay, como se sabe, muchos
poemas que se consumen en la perdida luz del atardecer; pero hay también muchos
otros abiertos, en un aire cristalino, a la intensidad extrema de la mirada
-«El cielo /puro y azul. Corría/ un aire fuerte y seco», «Es una tarde clara,/
casi de primavera»... Y, si es verdad que la mayor intensidad de la luz, según
se aprende en los místicos, es la que se enciende dentro -«sólo eres tú, luz
que fulges en el corazón, verdad»-, también lo es que ese fenómeno luminoso
sostiene otra forma última de lo mismo; no contradice, insospechadamente aguza:
«No, mi corazón no duerme./ Está despierto, despierto./ Ni duerme ni sueña,
mira,/ los claros ojos abiertos,/ señas lejanas y escucha/ a orillas del gran
silencio».
En una «Poética» de 1931,
escribía Machado: «Las ideas del poeta no son categorías formales, cápsulas
lógicas, sino directas intuiciones del ser que deviene, de su propio existir;
son, pues, temporales. (...) Inquietud, angustia, temores, resignación,
esperanza, impaciencia que el poeta canta, son signos del tiempo y, al par,
revelaciones del ser en la conciencia humana». No se trata, pues, de buscar el
pensamiento del poeta en aquellos textos suyos que más se parecen a textos
especulativos o sapienciales (los «Proverbios
y cantares», por ejemplo), sino, al revés, en los más radicalmente líricos.
Si todo verdadero poema, como se vio, es un texto pensante, pues se constituye
en cuanto crítica del lenguaje, el momento más intensamente poético será el más
capaz de entregar lo singular, la intuición del existir, del ser que deviene.
Entre otras aportaciones,
hay una fórmula machadiana que lo cumple ejemplarmente: el
poema-paseo-pensamiento, salpicado por sus diversos libros, eficaz
cristalización de un cruce entre el subrayado de la perspectiva y el poder
descriptivo; sugerente unidad del andar y el pensar, como portadores de ese
sentimiento conjunto de espacio y tiempo que es lo existencial. Entre los
textos de esta clase, podría citarse el segundo de Campos de Castilla, «A orillas del Duero» -ejemplo típico de lo
machadiano, donde se reúnen las zonas de vibración memorable y las que no
tienen consistencia, los horrendos ripios, los tópicos ideológicos: ese cuerpo
contradictorio que compone uno de los legados más resistentes de este siglo.
En un julio agobiante, el
personaje sube por las colinas que rodean Soria. La palabra denotativa, seca,
va disponiendo sus elementos: la experiencia del calor, los olores ásperos, la
gama variadísima de los colores más mortecinos y apagados, el vuelo rapaz. Toda
la afluencia de los datos construye una doble imagen de cierre: la infiltración
de una historia en escombros y el propio paisaje llévalo a un límite: «Veía el
horizonte cerrado por colinas/ oscuras, coronadas de robles y de encinas...».
Si bien la reflexión histórica y sociológica mezcla con la descripción del
paisaje, nunca la determina ni imprime en ella el lenguaje del sentido: siguen
sólo las cosas, los colores, los impecables ejercicios de perspectiva.
En el gozne del poema, la
afirmación existencial de este perspectivismo -«todo se mueve, discurre, corre
o gira:/ cambian la mar y el monte y el ojo que los mira»- preserva el
desenlace de la influencia de cualquier razonamiento. Así, el delirante ensueño
imperialista, la desesperación por la mezquindad del entorno, se consumen en su
propio énfasis tópico y, cuando cesan, el poema reaparece y se desenvuelve sin
haberlos escuchado. El paseo continúa, ha transcurrido el tiempo y, en medio
del atardecer, el personaje va bajando hacia la ciudad: su perspectiva sobre el
horizonte se ha invertido: «Hacia el camino blanco está el mesón abierto/ al
campo ensombrecido y al pedregal desierto». El mundo es el mismo, pero el
tránsito de cerrado a abierto nada tiene que ver con el negro discurso. El
ritmo de los pasos, la mirada, las cosas que existen. Eso, parece, es pensar.
Extremando esta visión,
que lleva a encontrar el pensamiento poético allí donde menos convencionalmente
se ejerce, Juan de Mairena advertía de un cambio en sus propias normas: «nadie
duda de lo que ve, sino de lo que piensa». La poesía cae del lado del ver y
alimenta ahí esta sencilla arrogancia: «Pensaba mi maestro -recuerda también
Mairena- que la poesía, aun la más amarga y negativa, era siempre un acto
vidente, de afirmación de una realidad absoluta, porque el poeta cree siempre
en lo que ve, cualesquiera que sean los ojos con que mire».
Como ha escrito Olvido
García Valdés, en un hermoso y radical poema: «Es verdad lo que digo, cada/
palabra, dice del poema la lógica/ del poema. Condición de real al margen de lo
real./ Lo real dice yo siempre en el poema,/ miente nunca, así la lógica»[6].
[1]
Las
citas de Machado en prosa están tomadas de: Antonio Machado, Juan de Mairena.
Edición de Pablo del Barco. Alianza, Madrid, 1986.
[2] Guillermo de
Torre, «Teorías literarias de Antonio Machado». En: WAA, Antonio Machado. Edición
de Ricardo Gullón y Allen W. Phillips. El escritor y la crítica, Taurus,
Madrid, 1973.
[3]
Rafael
Sánchez Ferlosio, Las semanas del jardín. Semana segunda: Splendet dum
frangitur. Nostramo, Madrid, 1974.
[4] José Ortega y
Gasset, «Los versos de Antonio Machado». En: VVAA, Antonio Machado, ed. cit.
[5]
Ver
el apartado «Para una poética», en su introducción a: Paul Verlaine, La buena
canción. Romanzas sin palabras. Sensatez. Cátedra, Madrid, 1991.
[6]
Olvido
García Valdés, caza nocturna. Ave del Paraíso, Madrid, 1997.
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