Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Noche Fiel y Virtuosa de Louise Glück

 

Louise Glück (USA, 1943)

 

NOCHE FIEL Y VIRTUOSA

 

 Autora: Louise Glück

 

Traducción: Andrés Catalán

 

 

Mi historia comienza de un modo muy sencillo: podía

hablar y era feliz.

O: podía hablar, por lo tanto era feliz.

O: era feliz, y por lo tanto hablaba.

Era como una luz brillante atravesando un cuarto a

oscuras.

 

Si es difícil empezar, imagínate lo que será acabar…

En la cama, sábanas estampadas con veleros de colores

que transmitían, simultáneamente, la idea de aventura

(en forma de exploración)

y una sensación de suave balanceo, como el de una cuna.

 

Es primavera, las cortinas se agitan.

La brisa entra en el cuarto, y con ella los primeros insectos.

Un zumbido parecido al sonido de las plegarias.

 

Recuerdos

que forman parte de un recuerdo más grande.

Puntos de claridad en la neblina, visibles

intermitentemente,

como un faro cuya única tarea

es emitir una señal.

 

¿Pero cuál es en realidad la razón de ser del faro?

Esto es el norte, dice.

No: soy tu puerto seguro.

 

Para su fastidio, compartía esta habitación con mi

hermano mayor.

Para castigarme por mi existencia, no me dejaba dormir,

leyéndome

relatos de aventuras a la luz amarilla de una lámpara.

 

Las costumbres de antes: mi hermano de su lado de la

cama,

en penumbra pero por voluntad propia,

la cabeza iluminada e inclinada sobre las manos, el rostro

oculto…

 

En la época a la que me refiero

mi hermano estaba leyendo un libro titulado, según él,

la noche fiel y virtuosa.

¿Se trataba de la noche en que leía mientras yo me

quedaba en vela?

No… era una noche de hace tiempo, un lago de

oscuridad en el que

aparecía una piedra, y de la piedra

sobresalía una espada.

 

Por mi cabeza desfilaban sus imitaciones,

un zumbido tenue, como de insectos.

Cuando no lo observaba, me quedaba en la cama que

compartíamos

mirando al techo; nunca

fue mi parte favorita de la habitación. Me recordaba

lo que no podía ver, el cielo obviamente, pero más

dolorosamente

a mis padres sentados sobre las blancas nubes con su

blanco atuendo de viaje.

 

Y sin embargo yo también viajaba,

en este caso imperceptiblemente

de esa noche a la mañana siguiente,

y yo también tenía un atuendo especial:

un pijama de rayas.

 

Imaginemos, digamos, un día de primavera.

Un día inofensivo: mi cumpleaños.

En el piso de abajo, tres regalos sobre la mesa del desayuno.

 

En una caja, pañuelos doblados con un monograma.

En la segunda caja, lápices de colores ordenados

en tres filas, como en una fotografía de la escuela.

En la última caja, un libro titulado Mi primera lectura.

 

Mi tía dobló el papel de envolver de colores;

hizo una bola perfecta con los lazos.

Mi hermano me hizo entrega de una chocolatina

envuelta en papel de plata.

 

Luego, de repente, me quedé a solas.

 

Quizás la ocupación de un niño muy pequeño

sea la de observar y escuchar:

 

en ese sentido, todo el mundo estaba ocupado:

escuchaba los sonidos de los pájaros a los que dábamos

de comer,

las tribus de insectos que eclosionaban, los pequeños

que se arrastraban por el alféizar, y arriba

la máquina de coser de mi tía haciendo

agujeros en una montaña de vestidos…

 

Impaciente, ¿estás impaciente?

¿Esperas a que termine el día, a que tu hermano regrese a

su libro?

¿A que la noche regrese, fiel, virtuosa,

a que repare, brevemente, el cisma

entre tú y tus padres?

 

Esto, por supuesto, no ocurrió de inmediato.

Mientras tanto, era mi cumpleaños;

de alguna forma el comienzo luminoso pasó a ser

la interminable mitad.

 

Templado para ser final de abril. Nubes

esponjosas en lo alto, flotando entre los manzanos.

Tomé Mi primera lectura, que parecía ser

la historia de dos niños: no podía leer las palabras.

 

En la página tres, aparecía un perro.

En la página cinco, había una pelota: uno de los niños

la lanzaba más alto de lo que parecía posible, tras lo cual

el perro flotaba hacia el cielo detrás de la pelota.

Esa parecía ser la historia.

 

Pasé las páginas. Cuando acabé,

volví a pasarlas, de modo que la historia adoptó una

forma circular,

como el zodíaco, me mareé. La pelota amarilla

 

parecía carecer de criterio, igualmente

cómoda en la mano del niño o en la boca del perro…

 

Debajo de mí, alzándome, unas manos.

Podían haber sido las manos de cualquiera,

de un hombre, una mujer.

Sobre mi piel expuesta, lágrimas. ¿Las de quién?

¿O es que estábamos bajo la lluvia, esperando a que

llegara el coche?

 

El día se había puesto inestable.

Aparecieron fisuras en el ancho azul, o,

mejor dicho, unas repentinas nubes negras

se impusieron sobre el fondo celeste.

 

En algún lado, en los lejanos confines del tiempo,

mi madre y mi padre

se embarcan en su último viaje,

mi madre besa cariñosamente al recién nacido, mi padre

lanza a mi hermano por los aires.

 

Me senté junto a la ventana, alternando

mi primera lección de lectura con

la observación del paso del tiempo, mi introducción a

la filosofía y a la religión.

 

Dormí, tal vez. Cuando me desperté

el cielo había cambiado. Caía una fina llovizna,

haciendo que todo pareciera nuevo y fresco…

 

Continué observando

los frenéticos encuentros del perro

con la pelota amarilla, un objeto

que pronto sería reemplazado

por otro objeto, quizás un peluche… 

 

Y entonces de repente cayó la tarde.

Escuché la voz de mi hermano

gritando que ya estaba en casa.

 

Qué mayor parecía, más mayor que esta mañana.

Dejó sus libros junto al paragüero

y fue a lavarse la cara.

Las mangas de su uniforme escolar

le colgaban a la altura de las rodillas.

 

No tienes ni idea de la impresión que produce

en un niño pequeño que algo

continuo se interrumpa.

 

Los sonidos, en este caso, del cuarto de costura,

como un taladro, pero muy lejano…

 

Cesaron. El silencio era omnipresente.

Y luego, en el silencio, pasos.

Y luego estábamos todos juntos, mi tía y mi hermano.

 

Luego llegó la hora del té.

En mi sitio, un trozo de bizcocho de jengibre

y en el centro del trozo,

una velita, lista para ser encendida.

No dices nada, señaló mi tía.

 

Era verdad:

de mi boca no salía ni un sonido. Y sin embargo

estaban en mi cabeza, expresados, posiblemente,

como algo menos exacto, acaso pensamientos,

aunque en aquel momento seguían pareciéndome

sonidos.

 

Algo había allí donde antes no había nada.

O debería decir: no había nada

pero había sido profanado por preguntas. 

 

Las preguntas me sobrevolaban la cabeza; tenían la

cualidad

de estar organizadas de algún modo, como planetas…

 

Fuera, caía la noche. ¿Era esta

aquella noche perdida, cubierta de estrellas, salpicada de

luna,

como algún producto químico que preservara

todo lo que en él estaba sumergido?

 

Mi tía había encendido la vela.

 

La oscuridad pasó por encima de la tierra

y en el mar flotaba la noche

amarrada a un madero.

 

Si hubiera podido hablar, ¿qué habría dicho?

Creo que habría dicho

adiós, porque en cierto sentido

era un adiós.

 

En fin, ¿qué iba a hacerle yo? Ya

no era un bebé.

 

La oscuridad me pareció reconfortante.

Alcanzaba a ver, débilmente, los veleros

azules y amarillos en el almohadón.

 

Estaba a solas con mi hermano;

estábamos acostados en la oscuridad, respirando juntos

en la más profunda intimidad.

 

Me había dado por pensar que los seres humanos se

dividen

entre quienes desean seguir adelante

y quiénes desean retroceder.

O, mejor dicho, quienes desean seguir moviéndose

y quienes quieren que les paren los pies

como ante una espada flamígera.

 

Mi hermano me dio la mano.

Pronto esto también desaparecía

aunque quizás, en la mente de mi hermano,

sobreviviría transformando en algo imaginario…

 

Una vez que se empieza, ¿cómo hace uno para detenerse?

Supongo que puedo esperar que me frene,

como en el caso de mis padres, un gran árbol…

la barcaza, como quien dice, habrá pasado

por última vez entre las montañas.

Algo, dicen, parecido a quedarse dormido,

cosa que procedí a hacer.

 

Al día siguiente, podía hablar de nuevo.

Mi tía estaba exultante

parecía que le hubiera transmitido

mi felicidad, aunque

a ella le hacía más falta, tenía dos niños que criar.

 

Me contentaba con mis cavilaciones.

Pasaba los días con los lápices de colores

(pronto gasté todos los colores oscuros)

aunque lo que veía, como le dije a mi tía,

era menos una versión objetiva del mundo

que una visión de cómo se había transformado

tras pasar por mi propio vacío.

 

Algo, dije, parecido al mundo en primavera.

 

Cuando no me ocupaba del mundo

hacía dibujos de mi madre

para los que mi tía hacía de modelo,

sujetando, a petición mía,

una ramita de sicómoro.

 

En cuanto al misterio de mi silencio:

seguía sintiendo cierta perplejidad

menos ante el repliegue de mi alma que

ante su regreso, puesto que volvió con las manos vacías…

 

Hasta qué profundidad llega, esta alma,

como un niño en unos grandes almacenes

que busca a su madre:

 

se parece tal vez a un buceador

con el aire suficiente en su bombona solo

para explorar las profundidades unos pocos minutos…

luego los pulmones lo obligan a regresar.

 

Pero algo sin duda, se oponía a los pulmones,

posiblemente un impulso suicida…

(Empleo la palabra alma como una concesión).

 

Por supuesto, en cierto sentido ya no tenía las manos

vacías:

tenía mis lápices de colores.

En otro sentido, de eso se trata:

había aceptado un sustituto.

 

Era todo un desafío usar los colores brillantes,

los que quedaban, aunque por supuesto mi tía los

prefería:

pensaba que todos los niños han de ser alegres.   

 

Y así pasó el tiempo: me convertí

en un niño como mi hermano, luego

en un hombre.

 

Me parece que aquí os dejo. He llegado a pensar

que no existe el final perfecto.

Sin duda existen infinitos finales.

O quizás, una vez que se empieza,

lo único que existe sean los finales. 

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”