Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Cuento: El club de los masturbadores de José Balza


José Balza (Coporito - Tucupita, Venezuela - 1939)


Publicado en ERÓTICOS EROTOMANOS Y OTRAS ESPECIES. Selección y Prólogo de R. J. Lovera De-Sola.
Fragmento tomado de su novela D. Caracas: Monte Ávila, Editores, 1977, págs. 81-86. El título es del compilador.


El portero reconoce a Fer. Entrarnos sin ninguna dificultad a la planta baja del edificio. Primero un pasillo, luego la escalera reducida, y el sótano. Hay luz suficiente para que todo parezca una agencia comercial, un depósito. Todo el edificio parece dedicado a oficinas. Fer toca la puerta, y alguien acude pronto. Una mujer pequeña y gastada nos hace entrar. Ahora el nuevo pasillo está alegremente decorado y unas luces opacas vuelven a despertar tonos rojos. Tengo tiempo de vislumbrar una cortina sedosa, y la inscripción sobre ella: Club de Masturbadores. La mujer nos precede y desaparece. Fer está como en su casa. Inicialmente veo poco, pero él me conduce hacia una mesita; sobre ella la estrecha luz de una lámpara indica nuestro dominio. En seguida pide vino o cerveza. Hay música, la alegría invade el salón: risas, murmullos y cantos. Alcanzo a ver el bar del fondo. Todo es normal. Fer se ríe, nada dice, pero ríe. Lo hallo tan absoluto como durante la jornada de las palomas y la playa. Me encanta este nuevo modelo de conducta suyo, pleno y seguro.
El salón es largo, acogedor. De un vistazo advierto numerosas lámparas similares a la nuestra, y en seguida olvido todo eso. Me ha caído bien la tranquilidad del sitio. Voy a felicitar a Fer por el nombre que le han dado; levanto la cabeza y descubro que él acaba de pararse. Lo veo irse, ya vendrá. Pero no vuelve en veinte minutos y decido saber qué le pasa. Bastante divertido, feliz, doy unos pasos. Escucho la voz (o su risa o su respiración) de Fer al fondo. Un trayecto desconocido me espera y en ese tránsito fijé la vertiginosa constancia del pintor consigo mismo. Ahora, después, logro componer el hecho, darle sus matices y sus pivotes; pero es sólo ahora: en aquel momento un detalle se acumuló sobre otro, intermitente y oníricamente. Recuerdo que la luz de piso y techo poseyó un tono de los preferidos por Fer: brochazos sólidos y tenues, como en un cuadro de Reverón. Azul que iba al violeta, difuminación de lentes y de límites. Fer estaba al fondo y ni siquiera entendí por qué iba a buscarlo. Subyugado, me detuve en cada mesa.
Aquí, la noche era un toldo luminoso y mínimo: mesa y asientos. Canciones emergentes, suspiros, risas. Un olor característico arribó desde el primer momento: semen. Fui encontrando muchachas y hombres maduros, adolescentes, seres sin edad; rostros desvaídos y perfiles esplendorosos. Una innumerable modulación de cuerpos. En las mesas, licores. Alrededor estos hombres y mujeres, próximos, muy próximos unos de otros, pero jamás ligados por sus cuerpos. Vi gente que debía haber llegado poco antes que nosotros: aún hablaban, alegres y despreocupados. Otros, concentrados, ya se habían aliviado. Pero predominan personas arrebatadas por el éxtasis, inclinados sobre rememoraciones o proyectos de sensualidad exclusiva, personal. Absolutamente desnuda, sola y como sonriente, una muchacha rubia había inclinado su asiento y, encima de él, parecía dormir con lentitud voluntaria. Una pierna sobre el borde de la mesa, otra al aire, tensa y hermosa. Su mano izquierda busca con gracia la axila, mientras la derecha recorre un fragmento de su sexo, hierba tersa y desvaída. A mi paso podía ver tanto su ano, móvil, respirando, como la vagina tierna, de nácar húmedo y cintilante entre los vellos. Un dedo entraba o rodeaba los bordes, y la piel más próxima se hinchaba en pequeños puntos rosados. A nadie mira, aunque los ojos claros permanecen abiertos.
Aquella, mientras su acompañante sigue la música y parece ayudarla con esa atención dulce, ha levantado la falda. El bloomer, negro y delicado, posee su propia abertura en el sitio más denso. Ella ondula y casi no se toca; puede ser tan sensible que con la sola humedad del aire su piel adquiere la sagrada plenitud. Es morena y madura; los pómulos casi estallan, recogiendo luminosidad interior.
Ahora encuentro a una niña milagrosa y feliz. Ha colocado sus piernas sobre las de su compañero, y vuelta boca abajo, con ambas manos hundidas en el largo traje que usa, murmura, se complace casi llorando, en un agresivo límite de sí misma. Involuntariamente me detengo; aunque la ebriedad me quita toda posibilidad de asombro, vislumbro parejas y figuras solitarias; ahora comprendo los silencios, los suaves quejidos. Casi nadie se toca. Fer parece haberse alejado. Ya sé cuanto quería decirme, y simplemente decido dejarlo. Saldré, conmovido en verdad, pero ignorante de cuáles son los matices para este sentimiento. Hay tantos hombres como mujeres. Verlos a éstos- es como hallar un doble de nosotros mismos, centuplicado. Aquí está ese muchacho de grueso pene, cuyo glande parece que fuera a ser extrangulado por el oscuro prepucio. Allí, el otro, cuya arma se dobla hacia un lado, forma un arco, ya segura de arrojar su carga. Y ése, va marcando los pasos de una erección, desde la debilidad absoluta hasta sostener una lanza rojiza. Y en algunos el vello apenas se insinúa mientras otros pierden sus propias manos entre la negra felpa que baja del ombligo. Aquí, testículos redondos, encogidos; allá, bolas lustrosas, interminables, hundidas hacia las nalgas. Uno atraviesa cualquier momento, ajeno, distraído con la penumbra, las risas o la música; quizá advierte cierto débil impulso cuya sensualidad permanece secreta, pero de repente la tela misma del interior o del pantalón, señala que algo viviente nos ha invadido, que opta por ocupar un espacio exclusivamente suyo: crece, se mueve. Si el impulso es definitivo o si halla eco en las imágenes que la memoria siempre inventa o si se dirige a una piel -como tantas que aparecen aquí- quedaremos vencidos. Fuerza y debilidad simultáneos: comenzamos a ser manejados desde ese punto último que el propio cuerpo inventa cada vez. Y la reciente carne simple, tibia, adquiere autonomía; se levanta, segura, envuelta en una forma tensa, tubular, sanguínea, cuyo calor irradia y encoge las bolsas inmediatas. El pene se despliega, ávido, dejando atrás su propia cobertura, alejándose de ese pellejo que lentamente va a formar parte magnífica del nuevo animal. Y la cabeza se prolonga, hacia los lados, hacia adelante, hinchándose, despejando esas grietas que la inmovilidad determina en la piel. Quizá un vello moleste, y arrancado por la violenta erección siga adherido al glande. Los testículos se han encogido un poco, para alimentar la potencia del monstruo y preparan un fogonazo líquido, cuyo adelanto es cierta humedad de transparencia coloidal. La cabeza, ahora guesa y definitiva, ha de estar ya inmóvil y serena, apuntando todos los blancos imaginarios y reales. Se frota contra la tela, antes de quedar al aire, y la suave película que la envolvía, algo como una masilla maloliente, se mezcla con las gotas cristalinas que la voluntad no contiene. Estás listo; uno ya desconoce cualquier otra zona de su propio cuerpo.
Y en la penumbra, ante ti, ves el torso que termina en una cabellera inclinada. Alguien, de espaldas, ofrece a la escasa luz su cintura, donde la piel tan tersa, pertenece a una concha marina y maleable. Dos zonas de sombra, laterales, anuncian la potencia de las nalgas, combadas, lúbricas. Entonces abre un poco las piernas. El dulce vello, que descendía como por la superficie de un durazno, adquiere mayor rigidez a medida que baja. Y ese pelo marca un camino latente, cada vez más secreto. Las nalgas se apartan, convocan a reconocer un olor de prestigio milenario, único, que se desprende cuando la piel de la espalda ha sido transformada: ahora ella es un segmento animal, definitivamente lustroso, cuyo negro brillo sólo es interrumpido por los vellos. Pero todo esto, quizá asociado a una delicada presencia del sudor o de la sombra, rodea el magnético anillo que quiere ocultarse y se encoge, aprieta, suelta hasta ser un punto o una tensión viva: el culo, augusto en la inmensa corte de los glúteos, de la vellosidad, es menos una imagen que un dardo olfativo y táctil. Y se abandona enriquecido por su misterio.
Ahora la mujer que colocaba en un ángulo las piernas una contra otra, suspira como desprendiéndose de la parte inferior de su cuerpo, parte ígnea cuyo único paralelismo reside en los senos, densos y tostados, arriba, y en la boca, moviente, tierna, más lejos aún. Tú sabes presentir lo que ambas piernas van a concederte, pero nunca la intuición define aquello que termina siendo más cálido y absorbente. El ombligo es devorado por la firme línea del vientre, y la claridad se enciende con la redonda piel que baja, arborescente, como el temblor de una hojarasca mental. Tu mano pudiera apartar ese cabello inmanente y breve. La piel anuncia que va a ser otra cosa y deja entonces los poros conocidos para marcar -como unos labios rigurososlímites de humedad, de tonos rosas y tierra. Sabes identificar ese calor, los latidos tenues y vibratorios de membranas que llaman, abriéndose a lo infinito. La mujer, undosa en el vientre, repasa con su lengua los labios atentos; y debajo, aquí, la floración se concentra en esa imagen que apenas logras ver: carne que se aparta, deja su propia cabellera y muestra un filamento, una flecha, cuyo poder sonrosado obedece a una palabra: vagina. Pudiera hacer mucho tiempo que he olvidado a Fer, pero todo me invadió en escasos segundos. Empiezo a retroceder; un nuevo sentimiento me lleva a la puerta. La misma mujer se encarga de conducirme hacia afuera. Leo con mayor atención el letrero del Club, y casi estoy en la calle cuando Fer me alcanza, corriendo. No se disculpa, nada recuerda de cuanto acabamos de presenciar. Para él ha sido natural y directo. Tampoco yo estoy disgustado, pero el asombro cobra una forma imprecisable. El comenta que no es adicto a las sesiones públicas, que sólo viene a saludar gente, porque masturbarse, en su caso, debe ser un acto infernalmente solitario, íntimo y neutro. Vuelvo a sonreír. En verdad quisiera dormir. Pero Ferque casi nunca bebe se empeña en tomar algo más, una cerveza, cualquier cosa. Y entramos a El Ebro, sorpresivamente abierto todavía. El frío me ha despejado. Fer mismo pierde filo. Adivino que la ebriedad acude ahora a una tristeza sutil. Y en efecto, al sentarnos, Fer habla de la muerte, de su suicidio. Esta vez atiendo poco a lo que dice; nunca estuve seguro si di valor a sus palabras.
Desde luego, nunca revelé a Ara la existencia del Club. Hubiera servido para confirmar cosas que a ella le gustaba pensar sobre Fer, aunque en el fondo el Club sólo contenía características menos accesibles del pintor. Y fue mejor no hacerlo, porque si Ara hubiese conocido mi visita al sitio, habría inventado cualquier cosa, llena de furia: porque ya entonces nos alejábamos. De la misma manera como rechazaba a Fer, aceptó a los dos amigos, Cien y Hebu. La influencia de éste sobre ella fue casi exclusivamente política.

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”