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Giovannino Guareschi (1908 - 1968) |
¿Muchachas?
No; nada de muchachas. Si se trata de hacer un poco de jarana en la hostería,
de cantar un rato, siempre dispuesto. Pero nada más. Ya tengo mi novia que me
espera todas las tardes junto al tercer poste del telégrafo en el camino de la
fábrica. Tenía yo catorce años y regresaba a casa en bicicleta por ese camino.
Un ciruelo asomaba una rama por encima de un pequeño muro y cierta vez me
detuve.
Una muchacha
venía de los campos con una cesta en la mano y la llamé. Debía tener unos
diecinueve años porque era mucho más alta que yo y bien formada.
-¿Quieres
hacerme de escalera? -le dije.
La muchacha
dejó la cesta y yo trepé sobre sus hombros. La rama estaba cargada de ciruelas
amarillas y llené de ellas la camisa.
-Extiende el
delantal, que vamos a medias -dije a la muchacha.
Ella
contestó que no valía la pena.
-¿No te
agradan las ciruelas? -pregunté.
-Sí, pero yo
puedo arrancarlas cuando quiero. La planta es mía: yo vivo allí -me dijo.
Yo tenía
entonces catorce años y llevaba los pantalones cortos, pero trabajaba de peón
de albañil y no tenía miedo a nadie. Ella era mucho más alta que yo y formada
como una mujer.
-Tú le tomas
el pelo a la gente -exclamé mirándola enojado; pero yo soy capaz de romperte la
cara, larguirucha.
No dijo
palabra.
La encontré
dos tardes después siempre en el camino.
-¡Adiós,
larguirucha! -le grité. Luego le hice una fea mueca con la boca. Ahora no
podría hacerla, pero entonces las hacía mejor que el capataz, que había
aprendido en Nápoles. La encontré otras veces, pero ya no le dije nada.
Finalmente una tarde perdí la paciencia, salté de la bicicleta y le atajé el
paso.
-¿Se podría
saber por qué me miras así? -le pregunté echándome a un lado la visera de la
gorra. La muchacha abrió dos ojos claros como el agua, dos ojos como jamás
había visto.
-Yo no te
miro -contestó tímidamente.
Subí a mi
bicicleta.
-¡Cuídate,
larguirucha! -le grité-. Yo no bromeo.
Una semana
después la vi de lejos, que iba caminando acompañada por un mozo, y me dio una
tremenda rabia. Me alcé en pie sobre los pedales y empecé a correr como un
condenado. A dos metros del muchacho viré y al pasarle cerca le di un empujón y
lo dejé en el suelo aplastado como una cáscara de higo.
Oí que de
atrás me gritaba hijo de mala mujer y entonces desmonté y apoyé la bicicleta en
un poste telegráfico cerca de un montón de grava. Vi que corría a mi encuentro
como un condenado: era un mozo de unos veinte años, y de un puñetazo me habría
descalabrado. Pero yo trabajaba de peón de albañil y no le tenía miedo a nadie.
Cuando lo tuve a tiro le disparé una pedrada que le dio justo en la cara.
Mi padre era
un mecánico extraordinario y cuando tenía una llave inglesa en la mano hacía
escapar a un pueblo entero; pero también mi padre, si veía que yo conseguía
levantar una piedra, daba media vuelta y para pegarme esperaba que me durmiese.
¡Y era mi padre! ¡Imagínense ese bobo! Le llené la cara de sangre, y luego,
cuando me dio la gana, salté en mi bicicleta y me marché.
Dos tardes
anduve dando rodeos, hasta que la tercera volví por el camino de la fábrica y
apenas vi a la muchacha, la alcancé y desmonté a la americana, saltando del
asiento hacia atrás.
Los
muchachos de hoy hacen reír cuando van en bicicleta: guardabarros, campanillas,
frenos, faroles eléctricos, cambios de velocidad, ¿y después? Yo tenía una
Frera cubierta de herrumbre; pero para bajar los dieciséis peldaños de la plaza
jamás desmontaba: tomaba el manillar a lo Gerbi y volaba hacia abajo como un
rayo.
Desmonté y
me encontré frente a la muchacha. Yo llevaba la cesta colgada del manillar y
saqué una piquetilla.
-Si te
vuelvo a encontrar con otro, te parto la cabeza a ti y a él -dije.
La muchacha
me miró con aquellos sus ojos malditos, claros como el agua.
-¿Por qué
hablas así? -me preguntó en voz baja.
Yo no lo
sabía, pero ¿qué importa?
-Porque sí
-contesté-. Tú debes ir de paseo sola o, si no, conmigo.
-Yo tengo
diecinueve años y tú catorce cuando más -dijo-. Si al menos tuvieras dieciocho,
ya sería otra cosa. Ahora soy una mujer y tú eres un muchacho.
-Pues espera
a que yo tenga dieciocho años -grité-. Y cuidado con verte en compañía de
alguno, porque entonces estás frita.
Yo era
entonces peón de albañil y no tenía miedo de nada: cuando sentía hablar de mujeres,
me largaba. Me importaban un pito las mujeres, pero esa no debía hacerse la
estúpida con los demás.
Vi a la
muchacha durante casi cuatro años todas las tardes, menos los domingos. Estaba
siempre allí, apoyada en el tercer poste del telégrafo, en el camino de la
fábrica. Si llovía tenía su buen paraguas abierto. No me paré ni una sola vez.
-Adiós -le
decía al pasar.
-Adiós -me
contestaba.
El día que
cumplí los dieciocho años desmonté de la bicicleta.
-Tengo
dieciocho años -le dije-. Ahora puedes salir de paseo conmigo. Si te haces la
estúpida, te rompo la cabeza.
Ella tenía
entonces veintitrés y se había hecho una mujer completa. Pero tenía siempre los
mismos ojos claros como el agua y hablaba siempre en voz baja, como antes.
-Tú tienes
dieciocho años -me contestó-, pero yo tengo veintitrés. Los muchachos me
apedrearían si me viesen ir en compañía de uno tan joven.
Dejé caer la
bicicleta al suelo, recogí un guijarro chato y le dije:
-¿Ves aquel
aislador, el primero del tercer poste?
Con la
cabeza me hizo señas de que sí.
Le apunté al
centro y quedó solamente el gancho de hierro, desnudo como un gusano.
-Los
muchachos -exclamé- antes de tomarnos a pedradas deberán saber trabajar así.
-Decía por
decir -explicó la muchacha-. No está bien que una mujer vaya de paseo con un
menor. ¡Si al menos hubieses hecho el servicio militar!…
Ladeé a la
izquierda la visera de la gorra.
-Querida
mía, ¿por casualidad me has tomado por un tonto? Cuando haya hecho el servicio
militar, yo tendré veintiún años y tú tendrás veintiséis, y entonces empezarás
de nuevo la historia.
-No
-contestó la muchacha- entre dieciocho años y veintitrés es una cosa y entre
veintiuno y veintiséis es otra. Cuanto más se vive, menos cuentan las
diferencias de edades. Que un hombre tenga veintiuno o veintiséis es lo mismo.
Me parecía
un razonamiento justo, pero yo no era tipo que se dejase llevar de la nariz.
-En ese caso
volveremos a hablar cuando haya hecho el servicio militar -dije saltando en la
bicicleta-. Pero mira que si cuando vuelvo no te encuentro, te romperé la
cabeza aunque sea bajo la cama de tu padre.
Todas las
tardes la veía parada junto al tercer poste de la luz; pero yo nunca descendí.
Le daba las buenas tardes y ella me contestaba buenas tardes. Cuando me
llamaron a las filas, le grité:
-Mañana
parto para alistarme.
-Hasta la
vista -contestó la muchacha.
-Ahora no es
el caso de recordar toda mi vida militar. Soporté dieciocho meses de fajina y
en el regimiento no cambié. Habré hecho tres meses de ejercicios; puede decirse
que todas las tardes me mandaban arrestado o estaba preso.
Apenas
pasaron los dieciocho meses me devolvieron a casa. Llegué al atardecer y sin
vestirme de civil, salté en la bicicleta y me dirigí al camino de la fábrica.
Si esa me salía de nuevo con historias, la mataba a golpes con la bicicleta.
Lentamente
empezaba a caer la noche y yo corría como un rayo pensando dónde diablos la
encontraría. Pero no tuve que buscarla: la muchacha estaba allí, esperándome
puntualmente bajo el tercer poste del telégrafo. Era tal cual la había dejado y
los ojos eran los mismos, idénticos.
Desmonté
delante de ella.
-Concluí -le
dije, enseñándole la papeleta de licenciamiento. La Italia sentada quiere decir
licencia sin término. Cuando Italia está de pie significa licencia provisional.
-Es muy
linda -contestó la muchacha.
Yo había
corrido como un alma que lleva el diablo y tenía la garganta seca.
-¿Podría
tomar un par de aquellas ciruelas amarillas de la otra vez? -pregunté.
La muchacha
suspiró.
-Lo siento,
pero el árbol se quemó.
-¿Se quemó?
-dije con asombro-. ¿De cuándo acá los ciruelos se queman?
-Hace seis
meses -contestó la muchacha-. Una noche prendió el fuego en el pajar y la casa
se incendió y todas las plantas del huerto ardieron como fósforos. Todo se ha quemado.
Al cabo de dos horas solo quedaban las puertas. ¿Las ves?
Miré al
fondo y vi un trozo de muro negro, con una ventana que se abría sobre el cielo
rojo.
-¿Y tú? -le
pregunté.
-También yo
-dijo con un suspiro-; también yo como todo lo demás. Un montoncito de cenizas
y sanseacabó.
Miré a la
muchacha que estaba apoyada en el poste del telégrafo; la miré fijamente, y a
través de su cara y de su cuerpo, vi las vetas de la madera del poste y las
hierbas de la zanja. Le puse un dedo sobre la frente y toqué el palo del
telégrafo.
-¿Te hice
daño? -pregunté.
-Ninguno.
Quedamos un
rato en silencio, mientras el cielo se tornaba de un rojo cada vez más oscuro.
-¿Y
entonces? -dije finalmente.
-Te he
esperado -suspiró la muchacha- para hacerte ver que la culpa no es mía. ¿Puedo
irme ahora?
Yo tenía
entonces veintiún años y era un tipo como para llamar la atención. Las
muchachas cuando me veían pasar sacaban afuera el pecho como si se encontrasen
en la revista del general y me miraban hasta perderme de vista a la distancia.
-Entonces
-repitió la muchacha-, ¿puedo irme?
-No -le
contesté-. Tú debes esperarme hasta que yo haya terminado este otro servicio.
De mí no te ríes, querida mía.
-Está bien
-dijo la muchacha. Y me pareció que sonreía.
Pero estas
estupideces no son de mi gusto y enseguida me alejé.
Han pasado
doce años y todas las tardes nos vemos. Yo paso sin desmontar siquiera de la
bicicleta.
-Adiós.
-Adiós.
-¿Comprenden
ustedes? Si se trata de cantar un poco en la hostería, de hacer un poco de
jarana, siempre dispuesto. Pero nada más. Yo tengo mi novia que me espera todas
las tardes junto al tercer poste del telégrafo en el camino de la fábrica.
FIN
1948
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