Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

José Asunción Silva



José Asunción Silva  (Colombia, 1865 - 1896)


Rubén Dario, sólo dos años menor que él, lo vio entre los modernos de lengua castellana como "uno de los primeros que han iniciado la innovación métrica". Rufino Blanco Fombona y Pedro Emilio Coll fueron testigos del entusiasmo que suscitó su poesía entre los jóvenes modernistas de la revista "Cosmópolis", fundada el mismo año, 1894, cuando Silva residió en Caracas por unos meses como miembro de la legación diplomática de su país. Sin embargo, su obra poética, prevista bajo los mejores auspicios, quedó inconclusa. Primero porque al regrasar a su patria luego de su permanencia en Venezuela, perdió en el naufragio del buque que lo transportaba “lo mejor” - según sus propias palabras - de su trabajo creador. Por fin, su suicidio a los treinta años de edad, sin haber reunido y seleccionado en un libro su poesía definitiva. Sobrevivieron algunos poemas manuscritos, otros que habían sido publicados en revistas de la época, bastantes, reconstruidos por la memoria de sus amigos, los escasos participantes de su “tertulia” literaria.
Nacido en Bogotá, de una familia aristócrata local, su vocación precoz por la literatura y sobre todo, su reivindicación de la actitud artística como una manera interna plena de vivir, lo enfrentó con violencia a su época "mediocre y ruin", a la realidad burguesa depreciada. Su viaje a París por un año, en 1885, a los diecinueve años de edad, decidió en este sentido su desarraigo vital y al mismo tiempo, su búsqueda del otro mundo poético, secreto, que en él fue un acercamiento a lo sobrenatural, a lo extraño. Por esto fue un poeta de lo que llamó Miguel de Unamuno “la congoja metafíca, la obsesión del más allá de la tumba, el misterio detrás de la muerte. Pero también del dolor de la existencia humana, de la niñez y el amor perdidos, la implacable sucesión temporal, el tedio de vivir en el enervamiento y la ignorancia. Un acento de desencanto y de pesimismo que después resonará en la poesía latinoamericana, incluso en el Darío de Cantos de vida y esperaznza.
De esta fragmentaria obra poética es cierto que gran parte responde al gusto de su último romanticismo, notablemente el de Gustavo Adolfo Becquer. Por esto, para algunos críticos —Luis Alberto Sánchez, Rufino Blanco Fombona, Federico de Onís— Silva es sobre todo un poeta de transición al modernismo, si atendemos a la gran audacia formal, a la introducción de los ritmos silábicos —de la poesía griega y latina, de la poesía anglosajona - en sus poemas plenamente personales, Silva representa la nueva conciencia estética, según la opinión que comparten Sanín Cano, Alberto Miramón, Gonzalez Prada. Sabemos también que en esta poesía Silva recrea la atmósfera de Edgar Allan Poe y de Charles Baudelaire, según sus propias palabras “el más grande, para los verdaderos letrados, de los poetas de los últimos cincuenta años”.
De su novela inconclusa “De Sobremesa”, una especie de “diario íntimo” del poeta que se desdobla en el protagonista, podemos extraer algunas de sus ideas estéticas: “ ¡Poeta yo! Llamarme a mí con el mismo nombre con que los hombres han llamado a Esquilo, a Homero, a Dante, a Shakespeare, a Shelley. . . ! ¡Qué profanación y qué error! Lo que me hizo escribir mis versos fue que la lectura de los grandes poetas me produjo emociones tan profundas como son todas las mías; que esas emociones subsistieron por largo tiempo en mi espíritu y se impregnaron de mi sensibilidad y se convirtieron en estrofas. Uno no hace versos, los versos se hacen dentro de uno y salen”... “Es que yo no quiero decir sino sugerir y para que la gestión se produzca es preciso que el lector sea un artista. En imaginaciones desprovistas de facultades de ese orden, ¿qué efecto producirá la obra de arte? Ninguno, La mitad de ella está en el verso, en la estatua, en el cuadro, la otra en el cerebro del que oye, ve o sueña. Golpea con los dedos esa mesa, es claro que sólo sonarán unos golpes; pásalos por las teclas de marfil y producirán una sinfonía: y el público es casi siempre mesa y no un piano que vibre como éste , concluyó sentándose al Steinway y tocando las primeras notas del prólogo del Mephisto”.

LOS MADEROS DE SAN JUAN

¡ASERRIN!
¡ Aserrán!
Los maderos de San Juan,
piden queso, piden pan,
los de Roque
alfandoque,
los de Rique
alfeñique
¡los de Triqui, triqui, tran!

Y en las rodillas duras y firmes de la Abuela,
con movimiento rítmico se balancea el niño
y ambos agitados y trémulos están;
la Abuela se sonríe con maternal cariño
mas cruza por su espíritu como un temor extraño
por lo que en lo futuro, de angustia y desengaño
los días ignorados del nieto guardarán.

los maderos de San Juan
piden queso, piden pan.
¡Triqui, triqui,
triqui, tran!

Esas arrugas hondas recuerdan una historia
de sufrimientos largos y silenciosa angustia
y sus cabellos, blancos, como la nieve, están.
De un gran dolor el sello marcó la frente mustia
y son sus ojos turbios espejos que empañaron
los años, y que, ha tiempos, las formas reflejaron
de cosas y seres que nunca volverán.

Los de Roque, alfandoque
¡Triqui, triqui, triqui, tran!

Mañana cuando duerma la Anciana, yerta y muda,
lejos del mundo vivo, bajo la oscura tierra,
donde otros, en la sombra, desde hace tiempo están,
del nieto a la memoria, con grave son que encierra
todo el poema triste de la remota infancia,
cruzando por las sombras del tiempo y la distancia,
¡de aquella voz querida las notas vibrarán!

Los de Rique, alfeñique
¡Triqui, triqui, triqui, tran!

Y en tanto en las rodillas cansadas de la Abuela
con movimiento rítmico se balancea el niño
y ambos conmovidos y trémulos están;
la Abuela se sonríe con maternal cariño
mas cruza pos su espíritu como un temor extraño
por lo que en lo futuro, de angustia y desengaño
los días ignorados del nieto guardarán.

¡Aserrín!
¡Aserrán!

Los maderos de San Juan
piden queso, piden pan,
los de Roque
alfandoque
los de Rique
alfeñique
¡Triqui, triqui, triqui, tran!
¡triqui, triqui, triqui, tran!

NOCTURNO

Una noche,
una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de música de alas,
una noche,
en que ardían en la sombra nupcial y húmeda, las luciérnagas fantásticas,
a mi lado, lentamente, contra mí ceñida, toda,
moda y pálida
como si un presentimiento de amarguras infinitas,
hasta el fondo más secreto de tus fibras te agitara,
por la senda que atraviesa la llanura florecida
caminabas,
y la luna llena
por los cielos azulosos, infinitos y profundos esparcía su luz blanca,
y tu sombra
fina y lánguida,
y mi sombra
por los rayos de la luna proyectada,
sobre las arenas tristes
de la senda se juntaban
y eran una
y eran una
¡y eran una sola sombra larga!
¡Y eran una sola sombra larga!
¡Y eran una sola sombra larga!

Esa noche
solo, el alma
llena de las infinitas amarguras y agonías de tu muerte,
separado de ti misma, por la sombra, por el tiempo y la distancia,
por el infinito negro,
donde nuestra voz no alcanza;
solo y mudo
por la senda caminaba,
y se oían los ladridos de los perros de la luna,
a la luna pálida
y el chillido
de las ranas...
Sentí frío; ¡era el frío que tenían en la alcoba
tus mejillas y tus sienes y tus manos adoradas,
entre las blancuras níveas
de las mortüorías sábanas.
Era el río del sepulcro, era el frío de la muerte,
era el frío de la nada...
Y mi sombra
por los rayos de la luna proyectada,
iba sola
iba sola
¡iba sola por la estepa solitaria!
Y tu sombra esbelta y ágil,
fina y lánguida,
como en esa noche tibia de la muerta primavera,
como en esa noche llena de perfumes, de murmullos y de músicas de alas,
se acercó y marchó con ella,
se acercó y marchó con ella,
se acercó y marchó con ella... ¡Oh las sombras enlazadas!
¡Oh las sombras que se buscan y se juntan en las noches de negruras y de lágrimas!...

ARS

El verso es un vaso santo; ¡poned en él tan sólo,
                        un pensamiento puro,
en cuyo fondo bullan hirvientes las imágenes,
¡como burbujas de oro de un viejo vino oscuro!

Allí verted las flores que en la continua lucha
                        ajó del mundo el frío,
recuerdos deliciosos de tiempos que no vuelven,
y nardos empapados de gotas de rocío.

Para que la existencia mísera se embalsame
                           cual de una esencia ignota,
quemándose en el fuego del alma enternecida,
de aquel supremo bálsamo basta una sola gota.

VEJECES

Las cosas viejas, tristes, desteñidas,
sin voz y sin color, saben secretos
de las épocas muertas, de las vidas
que ya nadie conserva en la memoria,
y a veces a los hombies, cuando inquietos
las miran y las palpan, con extrañas
voces de agonizante, dicen, paso,
casi al oído, alguna rara historia
que tiene oscuridad de telarañas,
son de laúd y suavidad de raso.
¡Colores de anticuada miniatura,
hoy, de algún mueble en el cajón, dormida;
cincelado puñal; carta borrosa;
tabla en que se deshace la pintura
por el tiempo y el polvo ennegrecida;
histórico blasón, donde se pierde
la divisa latina, presuntuosa,
medio borrada por el liquen verde;
misales de las viejas sacristías;
de otros siglos fantásticos espejos
que en el azogue de las lunas frías
guardáis de lo pasado los reflejos;
arca, en un tiempo de ducados llena;
crucifijo que tanto moribundo,
humedeció con lágrimas de pena
y besó con amor grave y profundo;
negro sillón de Córdoba; alacena
que guardaba un tesoro peregrino
y donde anida la polilla sola;
sortija que adornaste el dedo fino
de algún hidalgo de espadín y gola;
mayúscula del viejo pergamino;
batista tenue que a vainilla hueles;
seda|que te deshaces en la trama
confusa de los ricos brocateles;
arpa olvidada que al sonar, te quejas;
barrotes que formais un monograma
incomprensible en las antiguas rejas;
el vulgo os huye, el soñador os ama
y en vuestra muda sociedad reclama
ls confidencias de las cosas viejas!

El pasado perfuma los en sueños
con esencias fantásticas y añejas
y nos lleva a lugares halagüenos
en épocas distantes y mejores,
¡por eso a los poetas soñadores!
les son dulces, gratísimas y caras,
las crónicas, historias y consejas,
las formas, los estilos, los colores,
las sugestiones místicas y raras
y los perfumes de las cosas viejas!

... ? ...

Estrellas que entre lo sombrío
de lo ignorado y de lo inmenso,
asemejáis en el vacío
jirones pálidos de incienso;

nebulosas que ardéis tan lejos
en el infinito que aterra,
que sólo alcanza los reflejos
de vuestra luz hasta la tierra;

astros que en abismos ignotos
derramáis resplandores vagos,
constelaciones que en remotos
tiempos adoraron los Magos;

millones de mundos lejanos,
flores de fantástico broche,
islas claras en los océanos
sin fin ni fondo de la noche;

¡estrellas, luces pensativas!
¡Estrellas, pupilas inciertas!
¿Por qué os calláis si estáis vivas
y por qué alumbráis si estáis muertas?

MUERTOS

En los húmedos bosques, en otoño,
al llegar de los fríos, cuando rojas,
vuelan sobre los musgos y las ramas,
en torbellinos, las marchitas hojas,
la niebla al extenderse en el vacío
le da al paisaje mustio un tono incierto
y el follaje do huyó la savia ardiente
tiene un adiós para el verano muerto
                         y un color opaco y triste
                         como el recuerdo borroso
                         de lo que fue y ya no existe.

En los antiguos cuartos hay armarios
que en el rincón más íntimo y discreto,
de pasadas locuras y pasiones
guardan con un aroma de secreto,
viejas cartas de amor, ya desteñidas,
que obligan a evocar tiempos mejores,
y ramilletes negros y marchitos,
que son como cadáveres de flores
                        y tienen un olor triste
                        como el recuerdo borroso
                        de lo que fue y ya no existe.

Y en las almas amantes cuando piensan
en perdidos afectos y ternuras
que de la soledad de ignotos días
no vendrán a endulzar horas futuras,
hay el hondo cansancio que en la lucha
acaba de matar a los heridos,
vago como el color del bosque mustio,
como el olor de los perfumes idos,
                          ¡y el cansancio aquel es triste
                          como el recuerdo borroso
                          de lo que fue y ya no existe.

DÍA DE DIFUNTOS

                          La luz vaga . . . opaco el día,
                          la llovizna cae y moja
con sus hilos penetrantes la ciudad desierta y fría.
Por el aire tenebroso ignorada mano arroja
un oscuro velo opaco de letal melancolía,
y no hay nadie que, en lo íntimo, no so aquiete y se recoja
al mirar las nieblas grises de la atmósfera sombría,
                          y al oír en las alturas
                          melancólicas y oscuras
                          los acentos dejativos
                          y tristísimos e inciertos
                          con que suenan las campanas,
¡las campanas plañideras que les hablan a los vivos
                           de los muertos!
                            !Y hay algo angustioso e incierto
que mezcla a ese sonido su sonido,
e inarmónico vibra en el concierto
que alzan los bronces al tocar a muerto
                         por todos los que han sido!
                         Es la voz de una campana
                         que va marcando la hora,
                         hoy lo mismo que mañana,
                         rítmica, igual y sonora;
                         una campana se queja
                         y la otra campana llora,
                         esa tiene voz de vieja,
                         esta de niña que ora.
Las campanas más grandes, que dan un doble recio
suenan con un acento de místico desprecio,
                          mas la campana que da la hora,
                          ríe, no llora.
Tiene en su timbre seco sutiles ironías,
su voz parece que habla de goces, de alegrías,
de placeres, de citas, de fiestas y de bailes,
de las preocupaciones que llenan nuestros días:
es una voz del siglo entre un coro de frailes,
                        y con sus notas se ríe,
                        escéptica y burladora,
                        de la campana que ruega
                        de la campana que implora
                        y de cuanto aquel coro conmemora,
                        y es porque con su retintín
                        ella midió el dolor humano
                        y marcó del dolor el fin;
                        por eso se ríe del grave esquilón
que suena allá arriba con fúnebre son,
por eso interrumpe los tristes conciertos
con que el bronce santo llora por los muertos...
¡No la oigáis, o bronces! No la oigáis, campanas,
que con la voz grave de ese clamoreo,
rogáis por los seres que duermen ahora
lejos de la vida, libres del deseo,
lejos de las rudas batallas humanas!
Seguid en el aire vuestro bamboleo,
                       no la oigáis, campanas!
¿Contra lo imposible qué puede el deseo?
                       Allá arriba suena,
                       rítmica y serena,
                       esa voz de oro
y sn que lo impidan sus graves hermanas
que rezan en coro,
la campana del reloj
suena, suena, suena ahora,
y dice que ella marcó
con su vibración sonora
de los olvidos la hora,
que después de la velada
que pasó cada difunto,
una sala enlutada
y con la familia junto
en dolorasa actitud
mientras la luz de los cirios
alumbraba el ataúd
y las coronas de lirios;
que después de la tristura
de los gritos de dolor,
de las frases de amargura,
del llanto desgarrador,
marcó ella misma el momento
en que con la languidez
del luto huyó el pensamiento
del muerto, y el sentimiento . . .
Seis meses más tarde o diez . . .
Y hoy, día de muertos, ahora que flota,
en las nieblas grises la melancolía,
en que la llovizna cae, gota a gota,
y con sus tristezas los nervios emboba,
y envuelve en un manto la ciudad sombría,
ella que ha medido la hora y el día
en que cada casa, lúgubre y vacía,
tras el luto breve volvió la alegría;
ella que ha marcado la hora del baile
en que al año justo, un vestido aéreo
estrena la niña, cuya madre duerme
olvidada y sola en el cementerio,
suena indiferente a la voz de fraile
del esquilón grave a su canto serio;
ella que ha medido la hora precisa,
en que a cada boca, que el dolor sellaba,
como por encanto volvió la sonrisa,
esa precursora de la carcajada;
ella que ha marcado la hora en que el viudo
habló de suicidio y pidió el arsénico,
cuando aún en la alcoba, recién perfumada,
flotaba el aroma del ácido fénico
y ha marcado luego la hora en que, mudo
por las emociones con que el goce agobia,
para que lo unieran con sagrado nudo,
a la misma iglesia fue con otra novia;
¡ella no comprende nada del misterio
de aquellas quejumbres que pueblan el aire,
y lo ve en la vida todo jocoserio
y sigue marcando con el mismo modo
el mismo entusiasmo y el mismo desgaire
la huida del tiempo que lo borra todo!
                         y eso es lo angustioso y lo incierto
                         que flota en el sonido,
¡y esa es la nota irónica que vibra en el concierto
                        que alzan los bronces al tocar a muerto
                         por todos los que han sido!
                         Esa es la voz fina y sutil,
                         de vibraciones de cristal,
                         que con acento juvenil
                         indiferente al bien y al mal,
                         mide lo mismo la hora vil,
                         que la sublime o la fatal
                         y resuena en las alturas,
                         melancólicas y oscuras,
                         sin tener en su tañido
                         claro, rítmico y sonoro,
                         los acentos dejativos
                         y tristísimos e inciertos
                        de aquel misterioso coro,
con que ruegan las campanas, las campanas,
                        las campanas plañideras
                        que les hablan a los vivos
                        de los muertos!
                            
                        (De El Libro de versos)

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