Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Diarios de Armando Rojas Guardia (Septiembre 2015)




Armando Rojas Guardia en 2013
 
                                       Diario 2015                                       
Armando Rojas Guardia

Septiembre
 1

En el rectángulo de la plaza, el ritmo exasperado de la ciudad se atempera, ingresa en una modulación espacial y temporal dentro de la cual hasta el ruido de los automóviles y las motocicletas recupera inesperadamente una como inocencia sensitiva, una placidez coreográfica y libre.

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El agua de la fuente y del estanque, el silencio introvertido de los árboles, la  geométrica disposición de los bancos, los dedos verdes de la hierba, la blanca pulcritud de las barandas: todo en la plaza me convoca a vivir una  dimensión  de la existencia urbana que es la única que en verdad me importa, me interesa.

3

J., aparentando no haberme visto, pasa al lado mío sin ni siquiera saludarme (hace apenas un mes le regalé un libro mio con una cariñosa dedicatoria). Esa estudiada indiferencia, mas allá de la sorpresa y el asombro que me produce, me coloca en mi sitio, quiero decir, achica y disminuye mis ínfulas yoicas, complota saludablemente  contra  mi  necesidad y mi pretensión de ser reconocido, a toda costa estimado y querido por muchos, relativiza  mi voluntad de constituirme en centro de la atención  de los demás. Dicho brevemente: esa indiferencia apaga por un instante redentor el reflector publicitario del renombre y de la fama. Acostumbrado a que demasiada  gente me llame “maestro”, ese voluntario desdén  de J. me devuelve a lo que busco afanosamente disfrazar y esconder ante la mirada ajena: mi pequeñez, mi real fondo de poquedad, mi flagrante nadería.

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Desde hace un tiempo, me he acostumbrado a fijar mi mirada en el bulto genital de los hombres con los que me topo en la calle, en un café, en una plaza, en un centro comercial, en mi propia casa (si el hombre es un visitante ocasional que me obsequia su presencia física). .Observo con delectación -discreta para no delatarla– esa protuberancia, más turgente en algunos casos que en otros, alrededor de la bragueta. Se trata de un cotidiano ejercicio erótico que me tonifica el ánimo: energiza mi actividad mental, cataliza el ímpetu de mi contacto sensorial con el  mundo, regocija a mi sensualidad: aumenta mis ganas de vivir.

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¿Qué pasa, qué debe pasar cuando se desea sexualmente a un amigo?  Si la heterosexualidad de ese amigo es evidente y notoria, imposibilitando de hecho y de derecho la consumación genitalizada de ese deseo,  hay que transformar el apetito erótico en una oblación física y psíquica de la generosidad, convertir la necesidad de posesión en ofrenda y la pasión carnal en el obsequio de una entrega personal  olvidada de sí misma. Intente formularlo lapidariamente en el poema 15 de Poemas de Quebrada de Virgen: tragarse la muerte solitaria/ para que el otro sea dichoso”. Es decir, querer  tanto al amigo deseado que no se lo quiera para uno mismo sino  por  lo que él constitutivamente es, apostando por su realización humana y su felicidad con prescindencia del goce sensible que su cuerpo pueda otorgarnos. Es una cierta experiencia de la muerte, como afirmación del amor y, en consecuencia, de la vida. En el idioma existencial cristiano: convertir  Eros en Agape.

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Recuerdo cuando a comienzos de los años ochenta le confesé a L. que estaba enamorado de él. Como era y es un hombre muy refinado espiritualmente y me quería y estimaba muchísimo, y aunque nunca fue homosexual, no se escandalizó ni se alarmó ni se asustó; antes al contrario. lo percibí conmovido y halagado ante la tímida profesión  mi de amor. Hoy, cuando aquel enamoramiento se ha evaporado y es solo un recuerdo sin nostalgia, subsiste como un acorde de  ternura alimentando  la fiesta cotidiana de mi amistad con él. Apenas la diminuta y dulce brasa de lo que fue una hoguera.

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Junto a la ermita –como llama Jonatan a la casita que está a un costado de la casa de ejercicios espirituales- unas diminutas flores amarillas yerguen su corola monacal hacia la luz que las exalta  Ellas me enseñan hoy ese noble asunto que es la alabanza. Esa homilía vertical me recuerda aquel día remoto en que el anciano Ignacio de Loyola, al pasear por un jardín, vio a una pequeña flor que le salía al paso entre la hierba. Rozándola  apenas con su bastón le susurró: “¡Calla, que ya te escucho!”

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Aquí, dentro de esta casita situada en las afueras de Caracas, vivo rodeado de la complicidad de los árboles, los pájaros y las mariposas. Mimado por el isócrono ritmo de la lluvia

9

En la primera noche del retiro el recibimiento de Jonatan fue asombroso. Apagó las luces de la casa, se desnudó casi completamente hasta quedar en calzoncillo, tomó una jarra de agua, una jofaina y una toalla  y me lavó y me besó los pies, como Cristo hizo con sus amigos durante la noche en  que fue entregado al suplicio y a la muerte. Jonatan murmuró: “Hago esto para que el agua te lave de todos tus sufrimientos pasados. Y lo hago en representación de todos tus amigos, de aquellos que te aman infinitamente”.
No fue de ninguna manera casual  que se haya quitado la ropa para realizar ese gesto simbólico. Obedecía a una intuición profunda del trasfondo psíquico de ese amigo y hermano a quien le quería manifestar su amor. El bello cuerpo negro de Jonatan se recortaba nítidamente contra la oscuridad. Inmediatamente después del  lavatorio, volvió a vestirse.

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La última  explicación de La desnudez del loco, ese poema mío,  hunde sus raíces en el subsuelo más  recóndito, por inconfesado, de mi psiquismo. El poema puede ser leído como una meditación lírica sobre la locura a partir de la exploración  de la imagen simbólica del cuerpo desnudo. Así fue y es leído por muchos. Pero nadie sabe ni imagina que, desde el fondo de mi historia mental lo, que propulsa la utilización de esa imagen es mi ancestral fascinación por la desnudez masculina. Cuando yo tenía apenas ocho años de edad, descubrí con estupor, en el vestuario de un club playero, que la contemplación de los cuerpos desnudos que me rodeaban me producía un enorme placer; tanto, que resonaba estrepitosamente a lo largo y ancho de mi dermis `psíquica, determinando los que fue mi primera erección consciente. Unos meses más tarde, deseando que aquella experiencia se repitiera, estando yo de visita en la casa de un vecino  y compañero de juegos que casualmente se estaba bañando,  no sé cómo me atreví  a pedirle, hablándole detrás de la puerta del baño, que me dejara verlo desnudo.


Para mi pasmo y maravilla él consintió: salió y me llevó a su cuarto, se desprendió de la toalla que cubría su     cintura y se  me mostró tal como yo lo deseaba, con el deleitable detalle adicional de que su pene estuvo ante mis ojos, durante la encapsulada  eternidad de media hora, completamente erecto. Un año después, convencí a dos amigos del colegio (¡mi capacidad de persuasión siempre ha sido ilimitada, aun en estas zonas riesgosas de la vida!) de que nos trasladáramos a la casa de uno de nosotros y nos desnudáramos los tres. Así lo hicimos y en adelante proseguimos  haciéndolo, no una sino varias veces. Innecesario decir, por obvio que yo siempre anhelaba reencontrar  la asombrada y asombrosa  voluptuosidad experimentada en aquel club de la playa. Aun  hoy, cuando me topo, inesperadamente, con una película dentro de la cual aparece, de manera explícita o insinuada, un desnudo masculino retrocedo la cinta en el DVD –de nuevo: no una sino varias veces- para que el goce permanezca,  se dilate y  multiplique. En todos los actos sexuales que  coprotagonizo, antes e incluso prescindiendo de la felación y de la cópula anal, mi personal ceremonia iniciática, el rito que logra mi trance extático, la liturgia sensorial a través de la cual accedo al relámpago dichoso  consiste en contemplar con calma lentitud, con una opulenta parsimonia – opulenta porque es un lujo visual que  enjoya mi mirada- parsimonia el cuerpo desnudo de mi compañero. A veces me es otorgado alcanzar el orgasmo con esa demorada contemplación  que nunca se harta de sí misma. Y que, claro está, aunque vive focalizada por el esplendor maduro del miembro viril, no lo atiende solo a él sino que recorre sensitivamente toda la corporalidad  deseada y amada: desde el cabello, los parpados, las pestañas, el vello de las axilas y del pubis, la dulce curvatura de las nalgas, las sombreadas columnas de las piernas, hasta la suavidad del empeine y el talón: una festividad corpórea, un día feriado de la sensualidad, que interrumpe toda la negatividad que acumula el polvo del tiempo, y lo redime. En medio de este sabbath  donde exultan los cinco sentidos, compruebo que la gloria de Dios se sacramentaliza en la desnudez del cuerpo humano. Hay que adiestrar los ojos en la escuela de un aprendizaje paulatino, que compromete a todo el ser que lo  emprende, para percibir la adánica inocencia de esa desnudez. Percibirla y disfrutarla solo le es dado al que se hace digno de la revelación de esa inocencia. Porque esta es irrevocable promesa: “los limpios de corazón verán a Dios.”

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Hoy, en la capilla, y durante la Eucaristía, detuve mi atención en el cuerpo de Jonatan al arrodillarse en el momento de la elevación y al persignase antes de la lectura del Evangelio: ese cuerpo estaba  gestualmente transfigurado por la experiencia religiosa. Era casi palpable su reverencia física, el trasunto carnal de su adoración. Durante buena parte de la misa Jonatan era una pura carnalidad  prosternada desde adentro. Y transida.

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La pulcra dignidad del rostro de Claudia –la monja amiga intima de Jonatan, que ahora también es amiga mía-, y la elegancia espiritual que emana de su cuerpo, de toda su presencia física, no son, no pueden ser improvisadas. No hay atajos existenciales que conduzcan apresuradamente a esa dignidad y a esa elegancia. Hacen falta muchos años de maceración psíquica, una denonada  alquimia interior, una ”lentitud tremendamente animada” – diciéndolo a la manera de Rafael López Pedraza- posesionándose ceremonial, parsimoniosa y progresivamente de todo el  propio ser para  acceder a ellas.

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Me enternezco al observar a los gorriones, los arrendajos, los colibríes y los azulejos festejando el final del aguacero y la gloria medular del mediodía.

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En el  diario que escribió durante su retiro, resumiendo una experiencia muy semejante a la que yo he vivido estos días bajo la dirección de Jonatan, Alejandro decía que había descubierto el horizonte  tridimensional  de su deseo: el amor, los amigos y la poesía. Yo puedo afirmar lo mismo. Solo que. en mi caso. la palabra poesía evoca algo que se sitúa más allá de la especificidad de un género literario: designa a la escritura creadora en sentido amplio, al evento artístico, al hecho estético. Y recuerdo ahora  que hace dos semanas, almorzando con el mismo Alejandro (él, que no es solo mi amigo y mi hermano menor sino más bien el hijo consanguíneo que no tuve), me vinieron a la mente las palabras de un personaje de Kazantzakis: “Así debe ser el Paraíso: lluvia mansa de primavera y conversación con los amigos por toda la eternidad.”

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Eros no es la negación de Ágape: lo alimenta tácitamente, lo irriga sensorial y sensualmente. ¿Qué seria Ágape sin Eros? Una pura voluntad en el vacío, sin entusiasmo sensible, una generosidad sin resonancia corporal, sin celebración sensitiva. El amigo deseado ya no sería querido humana sino angélicamente: vendría a ser el objeto disecado por un voluntarismo  espectral. a fuerza de quererse desencarnado.

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El amor agapeístico de Cristo supone e implica el impulso y la afirmación de Eros: “ Simón, ¿me quieres?” (Jn II 17) y la queja, en cierta forma medularmente erótica, de la decepción amorosa: “¿Duermes? ¿No has podido velar una hora conmigo?” ( Mc XIV 37). Eros  como la expresión de la necesidad sensible de la compañía y la reciprocidad.

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Jonatan lleva años estudiando las prácticas meditativas, tanto individuales como comunitarias, de los epicúreos y los  estoicos, así como también la proyección de esas prácticas en el primer monacato cristiano (me entero, a través de él, que Pacomio, el fundador de la vida cenobítica, tal como ha venido desarrollándose dentro del catolicismo a partir del siglo III d. C. , fue originalmente un estoico que, al convertirse a la fe cristiana, y habiendo decidido salir existencialmente del entramado socio-cultural y religioso de la Iglesia casada con el poder estatal, incorporó a la vida monástica muchos hábitos, moldes mentales y usos de la escuela estoica.
Jonatan ha diseñado el retiro siguiendo el esquema de esas prácticas.. Y sabiendo que yo soy, como lo es él mismo, católico, algunos de los ejercicios espirituales que me propone, e, igualmente, varios de los gestos simbólicos con los que ha querido acompañarlos están dirigidos a un hermano en la fe, a alguien cuya acústica interior resuena íntegramente con la opción específica por el Evangelio de Jesús de Nazaret.
Además, ambos, Jonatan y yo, somos nietzscheanos de izquierda (aunque, en materia de conocimiento Nietzsche, él es un autentico maestro y yo apenas un minusválido discípulo). De modo que todo el retiro respira en una atmósfera nietzscheana: textos de La Gaya Ciencia, D Ecce Homo y de El Anticristo,  propuestos por Jonatan a mi meditación interiorizada de estos días, son acordes decisivos en la orquestación mental del retiro.

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A la cinco en punto de mañana, el denso estrépito de una paraulata comulga con mi propio y gozoso estruendo psíquico, al despertarme.




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Paseo alborozado entre madroños, naranjales, papayos, palmas y plátanos, entre los cuales estalla aquí y allá, el bullicio cromático –violeta y púrpura- de las bungavilas  y las cayenas.

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En la tarde del tercer día de retiro, Jonatan me lee un texto de La Gaya Ciencia. En él, Nietzsche afirma que el amor a todas ls cosas que amamos, empezando por el amor a nosotros mismos, requiere un arte, casi una orfebrería , lentos, pacientes y delicados, cuyo ejemplo más cabal no los ofrece nuestra relación con una pieza musical por la cual sentimos predilección: se trata, primero, de  aprender a oír,  a entreoír, a distinguir una figura y un motivo para aislarlos y delimitarlos; luego, necesitamos apelar al esfuerzo y la  buena voluntad para tolerar es música en su extrañeza, paciencia y generosidad frente a lo sorprendente que hay en ella; finalmente, llega el instante en que estamos habituados a lo que escuchamos, en que lo esperamos y presentimos que nos haría falta, si faltase: es el momento del hechizo que se nos impone  por si mismo.
Seguidamente, Jonatan me dice, que va a ofrendarme el mejor regalo que él y otro cualquiera me pueden obsequiar en toda mi vida. Me dice también que a ese regalo lo tengo que dotar de música, una música inventada o ya escuchada por mí: es la música que va a resonar dentro  de mi psique y también de mi cuerpo cada vez que mire o recuerde el obsequio, porque permanecerá para siempre indisolublemente unida a él: será su evocación sonora, en cierta forma su carnalidad auditiva. Me pide que cierre los ojos y, por fin, cuando me indica que los abra de nuevo, coloca ante mis ojos un espejo. Lo primero que veo en él es la imagen de mi rostro.

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Comprendí que Jonatan estaba regalando Armando a Armando mismo. Recordando el texto de La Gaya Ciencia, en las horas de silencio y trabajo interior que siguieron a las palabras de mi guía, traté de ubicar mentalmente una obra musical que casara con la imagen que me ofrecía el espejo: una música que encarnara el misterio que soy, la extrañeza que yo mismo me produzco entrelazada con ese hechizo implícito en el amarse así  mismo que la Biblia judeo cristiana postula como la base de la posibilidad de amar a los demás ( “Amarás al prójimo como a ti mismo”). Después de meditarlo durante mucho tiempo, se me ocurrió que esa pieza musical es el solo para saxo tenor tocado por Charlie Parker titulado  Lover man, en el cual la ingrimitud de la melodía, reconciliada sosegadamente consigo misma, entra en comunión con lo deseado y amado –“lover man”- a través de acordes que evocan la única tonalidad afectiva que siento, de manera intransferible , mía: la ternura. Es esa ternura modulada, llena de pausas y matices – como la parsimonia táctil de una caricia.- lo que me ha llevado, en los últimos treinta años, a identificarme con ese solo de Parker. Y a tratar de hacerme digno de él.

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Ya en la noche, Jonatan me explica que ese ejercicio del espejo y la música es una antiquísima práctica estoica, retomada por los Padres cristianos del desierto . En el siglo III no había espejos, por lo cual ellos tenían que recurrir a la contemplación de la imagen propia reflejada en un estanque o en un riachuelo. Lejos de cualquier tipo de narcisismo, se trataba de verse a sí  mismo iluminado e impregnado por aquella certeza pivotal  de la tradición bíblica. El hombre es imagen y semejanza de Dios. Pero lo que se quería era que esa verdad fuera vivenciada desde adentro, desde la carne más profunda de la propia subjetividad, haciendo que el axioma  abstracto  tomara cuerpo en el ser humano que se auto-contemplaba, hecho ya, ese axioma, materia animada en la desnudez del rostro visto en la superficie translúcida del agua. Y la manera más adecuada para llevar a cabo esa vivenciación , esa experiencia corporal, psíquica y espiritual con la imagen propia, era insuflarle a esta una música específica. Música que, el caso de Padres del desierto, desembocaba en el canto y en la danza. Como si, en una epifanía del gozo, el monje exclamara: “¡Báilame, Señor! “.

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Margarite Yourcenar le hace decir al emperador Adriano, refiriéndose  a esa etapa de la vida de este ubicada en la víspera misma del suicidio de Antínoo, signada  por el bienestar espiritual y la experiencia de la comunión amorosa, estas palabras que ahora me vienen insistentemente a la memoria: “días alciónicos, solsticio de mi vida “. A esta altura de mis sesenta y seis años recién cumplidos, puedo aplicar una caracterización semejante a este momento específico de mi existencia. Vivo un instante de inusitada plenitud. Si tuviera que formular en qué consite esa plenitud, mencionaría una sola palabra: reconciliado. En efecto,  experimento una profunda e inédita reconciliación conmigo mismo. Durante gran parte de mi vida fui un náufrago dando brazadas en el océano de la culpa (Jean Marc Tauizik, cuando era mi excelente terapeuta, me dijo un día: “¿Sabes lo que te psicotiza a tí ? ¡La culpa!” Y recuerdo que en mi última hospitalización psiquiátrica, a la mitad de una madrugada de insomne desesperación, fui a hablar con el médico que estaba de guardia. Empecé a balbucear mi angustia, y él entonces me interrumpió, exclamando: “¡Por Dios, Armando! ¡Te persigues a ti mismo tanto, tanto ! ¡Te auto-flagelas  inmisericordemente!” La culpa, vivenciada de manera masiva, bloqueaba en mí todo posible acceso a la auto-aceptación jubilosa. Este júbilo es el agua lustral que ahora bautiza cada poro de mi cuerpo psíquico. Desde hace muchos años siento predilección  intelectual y anímica por las éticas eudomonológicas: Demócrito, los cirenaicos, Epicuro, Lucrecio, Montaigne, Spinoza, Nietzsche  y  a su modo intransferible, Nietzsche y Albert Camus. Pero sobre todo, junto con Nietzsche, Spinoza. Como es sabido, para este no existen el Bien y el Mal metafísicos, que son meras nociones engendradas por la superstición; solo existen lo bueno y lo malo. Lo bueno es aquello que aumenta mi potencia vital al estar de acuerdo con mi intima naturaleza: su signo psíquico corpóreo y espiritual es la alegría, porque subraya y rubrica mi adhesión  entusiasmada al mundo y a lo real . La tristeza `por el contrario, es lo que disminuye la capacidad de realización de aquella misma adhesión, lo que me mutila vitalmente, empobreciéndome. Spinoza denuncia, antes de Nietzsche,  todo lo que nos separa de la vida, todos esos supuestos valores trascendentes orientados contra la vida: lo que envenena a ésta es el odio, incluido el odio vuelto contra uno mismo, la culpabilidad. De ahí su  argumentada lista de pasiones tristes, las que merman mi potencia de ser  y cifran el odio tácito o explícito hacia la vida: el remordimiento, la vergüenza, el auto-desprecio y la insatisfacción interior. Al aplicar esta enseñanza a la materia de mi existencia se me ha concedido vivir un estado de gracia dentro del cual se me expande un gozo omnipresente que no pasa desapercibido para los demás: amigos, conocidos, colegas, alumnos, todos aluden , de una u otra forma, a esa alegría que me colma y me permea. Tengo que decir que tal alegría es primordialmente un asunto del cuerpo. Por primera vez en la vida, cazo fruitivamente en mi propio cuerpo  y me es otorgado el obsequio, también espiritual, de atender con mirada virgen a la materialidad del mundo, a la fiesta de planos, gravitaciones y texturas que constituye el espesor tangible de lo real e, igualmente, a la sinfónica majestad sensible que despliegan ante mis ojos los cuerpos de los otros. Yo que siempre miraba de  soslayo, y casi con avergonzado pudor  el cuerpo humano, ahora percibo con apasionada ternura , como una dádiva que me concede la misericordia de la realidad, las corporalidades ajenas. Hace unos días consigné en estas páginas una mención a la mirada atenta que ahora le dedico al bulto genital de los hombres con los que me encuentro. Al hacerlo, no cedí a un exhibicionismo  disfrazado de confesión: quise indicar, señaladamente para mí mismo, que mi conquistada alegría vital pasa también por una renovada atención hacia los cuerpos, hacia todos los cuerpos, desde sus caracteres sexuales, pasando por la filigrana de su gestualidad, hasta el océano interior de su mirada.

24

En la tarde del sábado Jonatan me lleva a la capilla. Se coloca detrás del altar, enfrente de mí, y con unción casi palpable extrae de una pequeña custodia colocada en el bolsillo superior de su camisa una hostia consagrada. Me la ofrece, y yo comulgo. Me dice que esta comunión es una preparación para el ejercicio espiritual que me va a proponer mañana. Se me ocurre ofrecer toda la envergadura religiosa y moral de este rito por mi hermano Alejandro. Hace tiempo que intuyo que la dialéctica todavía irresuelta de la espiritualidad de Alejandro (un hombre rebosante de amor, y, por eso mismo, más cristiano que muchos que dicen serlo) consiste en la oscilación pendular entre dos polos antitéticos. ambos enfáticos: la experiencia del sentido y la experiencia de la plenitud. A veces lo percibo avasallado por el contacto con el absurdo y la vacuidad, cuando todo parece desfondarse y palpitar solo para la inanidad y la muerte; otras, lo veo exultante, redimido, a salvo en la cresta de la ola ontológica, capaz de resonar íntegramente con el hallazgo  repentino con el amor y de la belleza. Ofrezco esta comunión implorándole al Lord que invoca en algunos de sus textos ( “En los últimos años he aprendido a rezar”, me confesó hace varias semanas) que sea la alegría, inseparable de la plenitud, la que termine ganando la batalla que es su alma.
Siempre he pensado que el acto cristiano por excelencia viene a ser partir, repartir y compartir el pan. Jesús, la misma noche en que iba ser entregado a la muerte, partió, repartió y compartió con sus amigos el pan, diciéndoles que realizaran en adelante ese mismo acto en memoria suya. Cada vez que, en su nombre, lo hacemos, entramos en comunión con él, y. en él,  nos comulgamos los unos a los otros nos entregamos sacramental y simbólicamente unos a otros. En esta comunión de hoy comulgo en Cristo a Alejandro, a Jonatan, Adalber, a Alberto, a Luisa Helena, a Miguel, a Gabriela, a Alihda, a Fernando, a todos los que amo como a mí mismo. Y a los innumerables que comparten conmigo el pan inexorable: el hecho de vivir sobre la tierra.

25

En este lugar casi rural, aunque también a su manera también urbano, la noche cae a pico sobre la iridiscencia de Caracas, engastada dentro del cofre amurallado de  sus cerros. El zumbido monocorde de la ciudad, filtrado por la espesura vegetal que me rodea esrá atravesado por la rítmica palpitación sonora de  los grullos y el ulular fantasmagórico del viento que agita y estremece la oscuridad. A veces, el diminuto relámpago de una luciérnaga afiebra el silencio conmoviéndome como el fulgor de una inminencia, como un presentimiento.

26

Último día del retiro.  A primera hora de la mañana, nuevamente en la capilla Jonatan me entrega un rollo de siete pequeños pliegos impresos  en  papel  biblia, primorosamente atado con  un cordel dorado. En cada uno de esos pliegos- son siete- se puede leer un texto: son tres de Nietzsche, dos de Marco Aurelio, uno de Lin  Yutang y un poema de Eugenio Montejo.El ejercicio estriba en leer cuidadosamente cada texto, buscando sobre todo, no la saciedad de un apetito meramente intelectual, sino la resonancia emocional suscitada por la lectura pausada , parsimoniosa del mismo (ya Ignacio de Loyola, en el libro de sus Ejercicios Espirituales, dejó estampado que  “no el mucho saber harta  y satisface el ánima, sino el sentir y gustar las cosas internamente”). Despues de la lenta lectura, debo elegir el texto que mejor sintonice con las demandas existenciales  del momento que estoy viviendo, el que encaje de manera cabal en la hora actual de mi alma, La escogencia precisa de los textos no la abandonado  Jonatan  al arbitrio caprichoso del azar: ha obedecido al conocimiento que él tiene de mí, de mis necesidades y deseos. Seguidamente, se trata de memorizar – o de intentar hacerlo- el texto elegido. Para ello, será conveniente copiarlo a mano en una hoja de papel. Luego, tengo que seleccionar una sola palabra, una palabra que no solo resuma el texto, sino que también evoque, con nitidez e intensidad, toda la gravitación emotiva, e incluso sensorial, que la lectura y la memorización me han provocado. Para finalizar, debo repetir a conciencia, durante horas,  esa misma palabra,  entrelazando la repetición con el ritmo de mi respiración,  al modo de un mantra ritual. Para lograr sus efectos, toda la repetición debe estar envuelta en un delicado  sosiego. Y el último eslabón del ejercicio consiste en pronunciar la palabra escogida en voz alta, no una, sino  varias veces, y, si me es  posible, también cantarla, para que ese vocablo ascienda hasta mi boca empujado por la marea interior y su convergente oleaje.
Jonatan  me explica que este ejercicio es también una antigua práctica estoica que los primeros monjes cristianos retomaron al pié de la letra, y que fue  estudiada y valorada por Niertzsche  hasta convertirla en el ejemplo paradigmático de lo que él denomino el·”arte del rumiar”. Arte, para él  típicamente anti-moderno, porque nuestro tiempo vive atrapado por el mito de la velocidad. El “rumiar” nietzscheano  incluso como actitud  hermenéutica (ante un texto, una situación, un acontecimiento) es un tempo otro en la liturgia del alma, una cadencia del espíritu parecida existencialmente  a lo que en música se llama  largo, dentro de los cuales una bienhechora lentitud se apodera de nosotros.
De los sote textos presentados por Jonatan dos párrafos de  El Anticristo se me imponen solos. Me rindo casi inmediatamente a la evidencia: estos dos párrafos resuenan `poderosamente en cada rincón de mi universo interior. El autor del El Anticristo viene a decir en ellos que el Evangelio, dentro del cual “falta el concepto de culpa y castigo, así como también el de recompensa”, no es un postulado teórico, no es una doctrina. Es únicamente una conducta, un modo de comportarse. un  obrar.
Hace muchos años yo había leído estas afirmaciones. Pero ahora las palabras de Nietzsche  no es que me exponen una certeza,  simplemente ellas cantan para mí. A lo largo de la mañana y buena parte de la tarde, las medito –en el sentido en que un monje zen lo hace con un koan propuesto por su maestro, no reflexionando conceptualmente sobre ellas, sino dejándome inundar por el háltio de su numinosidad mental- las interiorizo, las paladeo, sigo el rastro de la impronta anímica que graban plásticamente en mí.
Después de horas “rumiándolas”, termino seleccionando un verbo emblemátíco para el rito mántrico, para la repetición ceremonial ( intuyo que esta, como ha de desembocar en el canto,  debe ser álgidamente emotiva): obrar: este es el vocablo escogido. Me dedico a pronunciar, mentalmente, y  en voz baja y en voz alta, desde todos los estratos recónditos de mi interioridad convertida en conciencia, ese infinitivo que no solo sintetiza para mí aquellos párrafos del E Anticristo sino que, igualmente,  me devuelve a una vieja y querida convicción mía: o se entiende el Evangelio como praxis  o no se lo comprende en absoluto. Durante muchos siglos ha prevalecido lo que José Antonio  Marina llama “la interpretación gnóstica “ del cristianismo,  dogmática, teorizante, especulativa, doctrinal, obsesionada en convertir  la fe en un sistema conceptual ( y obedeciendo, en el fondo,  a la premisa de todo gnosticismo: “solo el conocimiento salva”).  Y con ello se ha pretendido olvidar, obviar y obliterar  que la experiencia cristiana original es ante todo y sobre todo una práctica de transformación del mundo y de sí mismo orientada  1) Hacia la dilatación del espacio de la libertad humana: Cristo murió precisamente para liberarnos de la vida bajo la Ley; se acabó la edad antropológica de las obras de la Ley que nos  libran del castigo; se terminó el círculo asfixiado y asfixiante de culpa más remordimiento más sanción penitente  más culpa más remordimiento mas sanción penitente más culpa… Y 2) hacia el combate frontal contra todo lo que daña, atormenta, degrada, hace sangrar física y psíquicamente y vuelve infeliz al hombre. El objeto central de la preocupación de Jesús  no fue el pecado sino el dolor humano. Es lo que quiere significar la utilización, en los cuatro Evangelios canónicos,  de un término que ha llegado a ser técnico. el verbo griego splagchnizomai que quiere decir “conmovérsele a uno las entrañas”. Esa compasión entrañada y entrañable de Jesús ante el ciego, el paralítico, el sordo mudo, la dolencia hemorrágica de una pobre mujer, el hombre poseído por una grave perturbación psicosomática, el padre a quien se le acaba de morir una hija, el humillado y proscrito por las convenciones, los estereotipos y los prejuicios, la prostituta escarnecida, la adúltera a punto de ser apedreada, el hambre de la muchedumbre que se agolpa para escucharlo…Sí Nietszche  tiene razón: el Evangelio es una  conducta, un modo de comportarse, un obrar.
Acabo el ejercicio, no cantando la palabra escogida porque temo que mi enronquecida voz de fumador la falsee al desentonar su vibración en mi garganta, pero sí con una hímnica acción de gracias por lo vislumbrado y experimentado  durante en estos cuatro días en la periferia de Caracas. Lo más exacto que puedo decir de la iniciativa que me condujo hasta aquí  es que tengo la certeza de que ella ha sido inspirada y querida  por Dios mismo.


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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”