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Juan Valera y Alcalá - Galiano (Cabra, 1824 - Madrid, 1905) |
EL PADRE
GUTIÉRREZ A DON PEPITO
Málaga, 4 de
abril de 1842.
Mi querido
discípulo: Mi hermana, que ha vivido más de veinte años en ese lugar, vive hace
dos en mi casa, desde que quedó viuda y sin hijos. Conserva muchas relaciones,
recibe con frecuencia cartas de ahí y está al corriente de todo. Por ella sé
cosas que me inquietan y apesadumbran en extremo. ¿Cómo es posible, me digo,
que un joven tan honrado y tan temeroso de Dios, y a quien enseñé yo tan bien
la metafísica y la moral, cuando él acudía a oír mis lecciones en el Seminario,
se conduzca ahora de un modo tan pecaminoso? Me horrorizo de pensar en el
peligro a que te expones de incurrir en los más espantosos pecados, de amargar
la existencia de un anciano venerable, deshonrando sus canas, y de ser ocasión,
si no causa, de irremediables infortunios. Sé que frenéticamente enamorado de
doña Juana, legítima esposa del rico labrador don Gregorio, la persigues con
audaz imprudencia y procuras triunfar de la virtud y de la entereza con que
ella se te resiste. Fingiéndote ingeniero o perito agrícola, estás ahí enseñando
a preparar los vinos y a enjertar las cepas en mejor vidueño; pero lo que tú
enjertas es tu viciosa travesura, y lo que tú preparas es la desolación
vergonzosa de un varón excelente, cuya sola culpa es la de haberse casado, ya
viejo, con una muchacha bonita y algo coqueta. ¡Ah, no, hijo mío! Por amor de
Dios y por tu bien, te lo ruego. Desiste de tu criminal empresa y vuélvete a
Málaga. Si en algo estimas mi cariño y el buen concepto en que siempre te tuve,
y si no quieres perderlos, no desoigas mis amonestaciones.
DE DON
PEPITO AL PADRE GUTIÉRREZ
Villalegre,
7 de abril.
Mi querido y
respetado maestro: El tío Paco, que lleva desde aquí vino y aceite a esa
ciudad, me acaba de entregar la carta de usted del 4, a la que me apresuro a
contestar para que usted se tranquilice y forme mejor opinión de mí. Yo no
estoy enamorado de doña Juana ni la persigo como ella se figura. Doña Juana es
una mujer singular y hasta cierto punto peligrosa, lo confieso. Hará seis años,
cuando ella tenía cerca de treinta, logró casarse con el rico labrador don
Gregorio. Nadie la acusa de infiel, pero sí de que tiene embaucado a su marido,
de que le manda a zapatazos y le trae y le lleva como un zarandillo. Es ella
tan presumida y tan vana, que cree y ha hecho creer a su marido que no hay
hombre que no se enamore de ella y que no la persiga. Si he de decir la verdad,
doña Juana no es fea, pero tampoco es muy bonita; y ni por alta, ni por baja,
ni por muy delgada, ni por gruesa llama la atención de nadie. Llama, sí, la
atención por sus miradas, por sus movimientos y porque, acaso sin darse cuenta
de ello, se empeña en llamarla y en provocar a la gente. Se pone carmín en las
mejillas, se echa en la frente y en el cuello polvos de arroz, y se pinta de
negro los párpados para que resplandezcan más sus negros ojos. Los esgrime de
continuo, como si desde ellos estuviesen los amores lanzando enherboladas
flechas. En suma: doña Juana, contra la cual nada tienen que decir las malas
lenguas, va sin querer alborotando y sacando de quicio a los mortales del sexo
fuerte, ya de paseo, ya en las tertulias, ya en la misma iglesia. Así hace
fáciles y abundantes conquistas. No pocos hombres, sobre todo si son forasteros
y no la conocen, se figuran lo que quieren, se las prometen felices, y se
atreven a requebrarla y hasta a hacerle poco morales proposiciones. Ella
entonces los despide con cajas destempladas. Enseguida va lamentándose
jactanciosamente con todas sus amigas de lo mucho que cunde la inmoralidad y de
que ella es tan desventurada y tiene tales atractivos, que no hay hombre que no
la requiebre, la pretenda, la acose y ponga asechanzas a su honestidad, sin
dejarla tranquila con su don Gregorio.
La locura de
doña Juana ha llegado al extremo de suponer que hasta los que nada le dicen
están enamorados de ella. En este número me cuento, por mi desgracia. El verano
pasado vi y conocí a doña Juana en los baños de Carratraca. Y como ahora estoy
aquí, ella ha armado en su mente el caramillo de que he venido persiguiéndola.
No hallo modo de quitarle esta ilusión, que me fastidia no poco, y no puedo ni
quiero abandonar este lugar y volver a Málaga, porque hay un asunto para mí de
grande interés, que aquí me retiene. Ya hablaré de él a usted otro día. Adiós
por hoy.
DEL MISMO AL
MISMO
10 de abril.
Mi querido y
respetado maestro: Es verdad, estoy locamente enamorado; pero ni por pienso de
doña Juana. Mi novia se llama Isabelita. Es un primor por su hermosura,
discreción, candor y buena crianza. Imposible parece que un tío tan ordinario y
tan gordinflón como don Gregorio haya tenido una hija tan esbelta, tan
distinguida y tan guapa. La tuvo don Gregorio de su primera mujer. Y hoy su
madrastra doña Juana la cela, la muele, la domina y se empeña en que ha de
casarla con su hermano don Ambrosio, que es un grandísimo perdido y a quien le
conviene este casamiento, porque Isabelita está heredada de su madre, y, para
lo que suele haber en pueblos como éste, es muy buen partido. Doña Juana aplica
a don Ambrosio, que al fin es su sangre, el criterio que con ella misma emplea,
y da por seguro que Isabelita quiere ya de amor a don Ambrosio y está rabiando
por casarse con él. Así se lo ha dicho a don Gregorio, e Isabelita, llena de
miedo, no se atreve a contradecirla, ni menos a declarar que gusta de mí, que
soy su novio y que he venido a este lugar por ella.
Doña Juana
anda siempre hecha un lince vigilando a Isabelita, a quien nunca he podido
hablar y a quien no me he atrevido a escribir, porque no recibiría mis cartas.
Desde
Carratraca presumí, no obstante, que la muchacha me quería, porque involuntaria
y candorosamente me devolvía con gratitud y con amor las tiernas y furtivas
miradas que yo solía dirigirle.
Fiado sólo
en esto vine a este lugar con el pretexto que ya usted sabe.
Haciendo
estaría yo el papel de bobo, si no me hubiese deparado la suerte un auxiliar
poderosísimo. Es éste la chacha Ramoncica, vieja y lejana parienta de don
Gregorio, que vive en su casa como ama de llaves, que ha criado a Isabelita y
la adora, y que no puede sufrir a doña Juana, así porque maltrata y tiraniza a
su niña, como porque a ella le ha quitado el mangoneo que antes tenía. Por la
chacha Ramoncica, que se ha puesto en relación conmigo, sé que Isabelita me
quiere; pero que es tímida y tan bien mandada, que no será mi novia formal, ni
me escribirá, ni consentirá en verme, ni se allanará a hablar conmigo por una
reja, dado que pudiera hacerlo, mientras no den su consentimiento su padre y la
que tiene hoy en lugar de madre. Yo he insistido con la chacha Ramoncica para
ver si lograba que Isabelita hablase conmigo por una reja; pero la chacha me ha
explicado que esto es imposible. Isabelita duerme en un cuarto interior, para
salir del cual tendría que pasar forzosamente por la alcoba en que duerme su
madrastra, y apoderarse además de la llave, que su madrastra guarda después de
haber cerrado la puerta de la alcoba.
En esta
situación me hallo, mas no desisto ni pierdo la esperanza. La chacha Ramoncica
es muy ladina y tiene grandísimo empeño en fastidiar a doña Juana. En la chacha
Ramoncica confío.
DEL MISMO AL
MISMO
15 de abril.
Mi querido y
respetado maestro: La chacha Ramoncica es el mismo demonio, aunque, para mí,
benéfico y socorrido. No sé cómo se las ha compuesto. Lo cierto es que me ha
proporcionado para mañana, a las diez de la noche, una cita con mi novia. La
chacha me abrirá la puerta y me entrará en la casa. Ignoro a dónde se llevará a
doña Juana para que no nos sorprenda. La chacha dice que yo debo descuidar, que
todo lo tiene perfectamente arreglado y que no habrá el menor percance. En su
habilidad y discreción pongo mi confianza. Espero que la chacha no habrá
imaginado nada que esté mal; pero en todo caso, el fin justifica los medios, y
el fin que yo me propongo no puede ser mejor. Allá veremos lo que sucede.
DEL MISMO AL
MISMO
17 de abril.
Mi querido y
respetado maestro: Acudí a la cita. La pícara de la chacha cumplió lo
prometido. Abrió la puerta de la calle con mucho tiento y entré en la casa.
Llevándome de la mano me hizo subir a obscuras las escaleras y atravesar un
largo corredor y dos salas. Luego penetró conmigo en una grande estancia que
estaba iluminada por un velón de dos mecheros, y desde la cual se descubría la
espaciosa alcoba contigua. La chacha se había valido de una estratagema
infernal. Si antes me hubiera confiado su proyecto, jamás hubiera yo consentido
en realizarle. Vamos… si no es posible que adivine usted lo que allí pasó. Don
Gregorio se había quedado aquella noche a dormir en la casería, y la perversa
chacha Ramoncica, engañándome, acababa de introducirme en el cuarto de doña
Juana. ¡Qué asombro el mío cuando me encontré de manos a boca con esta señora!
Dejo de referir aquí, para no pecar de prolijo, los lamentos y quejas de esta
dama. Las muestras de dolor y de enojo, combinadas con las de piedad, al creerme
víctima de un amor desesperado por ella, y los demás extremos que hizo, y a los
cuales todo atortolado no sabía yo qué responder ni cómo justificarme. Pero no
fue esto lo peor, ni se limitó a tan poco la maldad de la chacha Ramoncica. A
don Gregorio, varón pacífico, pero celoso de su honra, le escribió un anónimo
revelándole que su mujer tenía a las diez una cita conmigo. Don Gregorio,
aunque lo creyó una calumnia, por lo mucho que confiaba en la virtud de su
esposa, acudió con don Ambrosio para cerciorarse de todo.
Bajó del
caballo, entró en la casa y subió las escaleras sin hacer ruido, seguido de su
cuñado. Por dicha o por providencia de la chacha, que todo lo había arreglado
muy bien, don Gregorio tropezó en la obscuridad con un banquillo que habían
atravesado por medio y dio un costalazo, haciendo bastante estrépito y lanzando
algunos reniegos.
Pronto se
levantó sin haberse hecho daño y se dirigió precipitadamente al cuarto de su
mujer. Allí oímos el estrépito y los reniegos, y los tres, más o menos
criminales, nos llenamos de consternación. ¡Cielos santos! -exclamó doña Juana
con voz ahogada-. Huya usted, sálveme; mi marido llega. No había medio de salir
de allí sin encontrarse con don Gregorio, sin esconderse en la alcoba o sin
refugiarse en el cuarto de Isabelita, que estaba contiguo. La chacha Ramoncica,
en aquel apuro, me agarró de un brazo, tiró de mí, y me llevó al cuarto de
Isabelita, con agradable sorpresa por parte mía. Halló don Gregorio tan turbada
a su mujer, que se acrecentaron sus recelos y quiso registrarlo todo, seguido
siempre de su cuñado. Así llegaron ambos al cuarto de Isabelita. Ésta, la
chacha Ramoncica como tercera y yo como novio, nos pusimos humildemente de
rodillas, confesamos nuestras faltas y declaramos que queríamos remediarlo todo
por medio del santo sacramento del matrimonio. Después de las convenientes
explicaciones y de saber don Gregorio cuál es mi familia y los bienes de
fortuna que poseo, don Gregorio, no sólo ha consentido, sino que ha dispuesto
que nos casemos cuanto antes. Doña Juana, a regañadientes, ha tenido que
consentir también, a lo que ella entiende para salvar su honor. Y hasta me ha
quedado muy agradecida, porque me sacrifico para salvarla. Y más agradecida ha
quedado a Isabelita, que por el mismo motivo se sacrifica también, a pesar de
lo enamorada que está de don Ambrosio.
No he de
negar yo, mi querido maestro, que la tramoya de que se ha valido la chacha
Ramoncica tiene mucho de censurable; pero tiene una ventaja grandísima. Estando
yo tan enamorado de doña Juana y estando Isabelita tan enamorada de don
Ambrosio, los cuatro correríamos grave peligro si mi futura y yo nos quedásemos
por aquí. Así tenemos razón sobrada para largarnos de este lugar, no bien nos
eche la bendición el cura, y huir de dos tan apestosos personajes como son la
madrastra de Isabelita y su hermano.
DE DOÑA
JUANA A DOÑA MICAELA, HERMANA DEL PADRE GUTIÉRREZ
4 de mayo.
Mi bondadosa
amiga: Para desahogo de mi corazón, he de contar a usted cuanto ha ocurrido.
Siempre he sido modesta. Disto mucho de creerme linda y seductora. Y sin
embargo, yo no sé en qué consiste; sin duda, sin quererlo yo, y hasta sin
sentirlo, se escapa de mis ojos un fuego infernal que vuelve locos furiosos a
los hombres. Ya dije a usted la vehemente y criminal pasión que en Carratraca
inspiré a don Pepito, y lo mucho que éste me ha solicitado, atormentado y
perseguido, viniéndose a mi pueblo. Crea usted que yo no he dado a ese joven
audaz motivo bastante para el paso, o mejor diré, para el precipicio a que se
arrojó hace algunas noches. De rondón, y sin decir oste ni moste, se entró en
mi casa y en mi cuarto para asaltar mi honestidad, cuando estaba mi marido
ausente. ¡En qué peligro me he encontrado! ¡Qué compromiso el mío y el suyo!
Don Gregorio llegó cuando menos lo preveníamos. Y gracias a que tropezó en un
banquillo, dio un batacazo y soltó algunas de las feas palabrotas que él suele
soltar. Si no es por esto, nos sorprende. La presencia de espíritu de la chacha
Ramoncica nos salvó de un escándalo y tal vez de un drama sangriento. ¿Qué
hubiera sido de mi pobre don Gregorio, tan grueso como está y saliendo al campo
en desafío? Sólo de pensarlo se me erizan los cabellos. La chacha, por fortuna,
se llevó a don Pepito al cuarto de Isabel. Así nos salvó. Yo le he quedado muy
agradecida. Pero, aún es mayor mi gratitud hacia el apasionado don Pepito, que,
por no comprometerme, ha fingido que era novio de Isabel, y, hacia mi propia
hija política, que ha renunciado a su amor por don Ambrosio y ha dicho que era
novia del joven malagueño. Ambos han consumado un doble sacrificio para que yo
no pierda mi tranquilidad ni mi crédito. Ayer se casaron y se fueron enseguida
para esa ciudad. Ojalá olviden ahí, lejos de nosotros, la pasión que mi hermano
y yo les hemos inspirado. Quiera el cielo que, ya que no se tengan un amor muy
fervoroso, lo cual no es posible cuando se ha amado con fogosidad a otras
personas, se cobren mutuamente aquel manso y tibio, afecto, que es el que más
dura y el que mejor conviene a las personas casadas. A mí, entretanto, todavía
no me ha pasado el susto. Y estoy tan escarmentada y recelo tanto mal de este
involuntario fuego abrasador que brota a veces de mis ojos, que me propongo no
mirar a nadie e ir siempre con la vista clavada en el suelo.
Consérvese
usted bien, mi bondadosa amiga, y pídale a Dios en sus oraciones que me
devuelva el sosiego que tan espantoso lance me había robado.
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