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Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Ensayo: El antiguo Japón le señala el camino a postmodernidad de Takeshi Umehara

 

 

Takeshi Umehara (Japón, 1925 - 2019)

El antiguo Japón le señala el camino a postmodernidad

Takeshi Umehara

Traducción del japonés: Aurelio Major

 

Publicado en: Letras Libres. Número 190, Setiembre 1992 pp. 15 – 16.

 

En principio, la modernidad se ha retirado de la partida por sí sola. Por consiguiente las sociedades erigidas sobre la modernidad están condenadas al colapso.

En efecto, el fracaso total del marxismo – una corriente secundaria de la sociedad moderna erigida sobre principios pervertidos – y la violenta desintegración de la Unión Soviética no son sino los precursores del colapso del liberalismo occidental, la corriente principal de la modernidad. Lejos de ser la alternativa al fracaso del marxismo y la ideología reinante “del fin de la historia”, el liberalismo será la próxima ficha del dominó que caiga.

Ya la modernidad está agotada como visión del mundo e incluso constituye ahora un peligro para la humanidad, los nuevos principios de la era postmoderna por venir deberán extraerse sobre todo de las experiencias de las culturas no – occidentales, en especial de la civilización japonesa.

Hegel consideraba a Descartes el fundador de la filosofía moderna por su famoso principio cogito, ergo sum – pienso, luego existo. Esta idea colocó al hombre en el centro del universo. Descarte dividió el mundo en dos dominios diametralmente opuestos el de la mente pensante y el de la materia inerte. Creyó que la mente podía controlar mejor la materia por medio del conocimiento de los principios físicos, o de las leyes mecánicas, del mundo material. Las ciencias naturales y la tecnología son expresiones de esa visión del mundo.

El liberalismo racional de Occidente adopta por completo la visión cartesiana del mundo que hizo del mundo que hizo del ser pensante un absoluto, respaldó la supremacía total del hombre sobre la naturaleza y reconoció sólo la existencia de la mente y la materia, sin tomar para nada en cuenta la vida no humana.

El marxismo adoptó de un modo más exagerado y burdo la idea cartesiana de la relación entre el hombre y la naturaleza, en busca sólo de incrementar la capacidad productiva por medio de la explotación despiadada de la naturaleza y de exaltar el odio entre las clases y someter al hombre.

Guiado por la filosofía cartesiana, el mundo moderno está diezmando la vida no humana y amenaza también con traer la muerte a la especie humana. ¿Es tan difícil ver hoy que la modernidad, al haber perdido su relación con la naturaleza y el espíritu, no es otra cosa que una filosofía de la muerte?

Los antiguos indios kogi, que han vivido durante milenios en lo que hoy es Colombia, nos ofrecen esta denuncia:

Sabemos cómo bendecir este mundo y hacer que florezca. Todos los Hermanos Jóvenes (Occidente) piensan sólo en el saqueo. La Madre también los cuida, pero ellos están abriendo su carne. Le están cortando los pechos, le sacan el corazón están matando el corazón del mundo.

Debido a que logró modernizarse sin perder su alma, Japón está quizás en mejores condiciones que otras culturas no occidentales, como los indígenas que con benignidad habitan las selvas de Sudamérica, para brindar una guía al hombre postmoderno.

En cierto sentido nos modernizamos precisamente cuando nos convertíamos en una sociedad ritsuryo – una sociedad de leyes – a través de la influencia china de los siglos VII y VIII y, al mismo tiempo, conservamos los antiguos principios. Los antiguos principios sociales de Japón también se aplican al arte y a la cultura. Son los que propongo como la contribución postmoderna de Japón. El primer principio es horizontal: el “mutualismo”, o ética de la responsabilidad interpersonal.  El segundo es una responsabilidad vertical, o generacional, nacida de la “ciclicidad” del tiempo. Esto significa que la sociedad humana no progresa, como sostiene la modernidad, ni viceversa. Más bien, el mismo espíritu se repite a sí mismo en un ciclo continuo de vida, muerte y renacimiento.

Semejante punto de vista implica una responsabilidad frente a todos los habitantes de la eternidad. La ética que implica es la de ser el custodio de la continuidad de la vida en lugar del saqueador por una sola vez durante el breve episodio del esplendor mortal del hombre. Para la imaginación japonesa, el otro mundo está presente en cada instante.

El filósofo japonés Tetsuro Watsuji no ve la ética desde el punto de vista de individuo, como lo hace la modernidad, sino más bien desde una perspectiva interpersonal: el mutualismo. Sus opiniones reflejan la corriente principal de las creencias de la cultura japonesa contemporánea. Watsuji ha formulado un sistema filosófico que se centra en las relaciones dela familia, la nación y la sociedad. En Japón, la palabra ningen, que significa “persona”, significaba originalmente “entre la gente”. La creencia fundamental de Watsuji es que la ética no se origina en los individuos, sino en la comunidad. Por supuesto, esta manera de pensar proviene de Confucio. Ningen es de hecho una palabra confuciana. Los fundamentos éticos del confucianismo atañen a “la devoción hacia el señor y el deber hacia los padres”.

Es obvio que una ética semejante respaldaría una estructura feudal. Watsuji, quien estuvo muy influido por los conceptos modernistas de Emmanuel Kant acerca de la personalidad, no coloca entonces las ideas de lealtad y erudición en el centro de la ética. Le da más importancia a las relaciones horizontales que a las verticales, partiendo de las parejas y las familias hasta llegar a la nación y la sociedad. Se pone el énfasis en las relaciones antes que en cualquier otra cosa. La “armonía”, por primera vez identificada como el principio que subyace a la sociedad japonesa por el gran pensador y político del siglo X Taishi Shotoku, aún se considera de suprema importancia. En efecto, quien rompa filas es censurado por la mayoría silenciosa en nombre del equilibrio de la comunidad.

Ni moderno ni feudal y lejos de ser individualista, el ethos japonés es la transfiguración moderna del confucianismo. O mejor dicho, es el modernismo el que ha sufrido una gran transformación en tierras japonesas. La ética moderna, que erige el individualismo como valor absoluto, ya ha alcanzado su límite: nos ha hecho olvidar que nuestra responsabilidad esencial no es la expresión de nosotros mismos ni la libertad personal sino legar la vida a la posteridad. Ciertamente, lo que hoy se necesita es una ética en la que el valor más elevado no descanse en los derechos absolutos del individuo, sino en la continuidad de la vida, la continuidad de la civilización, de la especie y del sistema ecológico del planeta mismo.

Durante los últimos trescientos años, Occidente ha edificado un mundo abundante basado en el dominio del hombre pensante sobre la naturaleza. Durante la mayor parte de ese período el hombre no occidental – “el otro” – también se vio subyugado. Pero la abundancia de Occidente está ahora amenazada por los límites de la naturaleza para absorber las consecuencias de la rapiña y por el surgimiento, especialmente en Asia, de no occidentales prósperos y competitivos.   

En los tiempos tribales de pluralismo postmoderno, necesitamos de nuevos principios para la coexistencia de todas las razas, del Sur y del Norte. Uno de esos principios, que ofrece una alternativa al dominio y sometimiento de los seres humanos es el “mutualismo”. En este momento, ¿qué principio podría ser más importante? El principio del mutualismo es asimismo una ética necesaria entre los seres humanos y otras criaturas vivientes. El mundo del siglo XXI haría bien en adoptar el mutualismo profundamente arraigado en la civilización japonesa. Se expresa en el dio: “Todas las montañas, los ríos, la hierba y los árboles alcanzan el nirvana (la naturaleza del Buda)”.Esto significa que todos los fenómenos naturales pueden convertirse en Budas, porque todas las cosas vivas –las plantas, los ríos, los árboles, los animales y el hombre – se consideran iguales.

La ciclicidad, el principio latente en la religión y elarte japonés, es un concepto que también comparten los indígenas de Norteamérica. Rechaza la idea de que hay fracturas en la continuidad del tiempo, como ocurre en la noción moderna de la vanguardia. La finalidad no es una dimensión del tiempo cíclico.

El tiempo no comienza con la creación ni termina con la muerte. Antes bien, la estructura del tiempo es continua y recurrente. La vida, la muerte y el renacimiento son parte de una misma totalidad, un aspecto continúo de cada uno. Hay entonces un sentido simultáneo de temporalidad y de eternidad en la religión y el arte japonés. La vida no muere, continua en ciclos renovados. La vida debe renovarse antes de envejecer. Por ejemplo, cada veinte años se reconstruye el templo de Ise en Japón. Esto es opuesto exacto de la idea occidental de construir monumentos de piedra eternos. La renovación del templo representa la creencia japonesa en los ciclos renovables: si la morada de Dios no se erige de nuevo cada veinte años, se marchitará su poder espiritual. La ceremonia de coronación del emperador Heisei, que se llevó a cabo el año pasado, estuvo basada en la misma idea. La vida del emperador anterior había envejecido y muerto. La coronación es una ceremonia en la que el cuerpo del nuevo emperador recibe el espíritu del anterior, lo que le brinda fuerza espiritual.

El haikú es un arte que liga el instante pasajero, la temporalidad de la forma, con el ciclo eterno del espíritu. Las cuatro estaciones tienen un papel significativo en el haikú, que retrata con precisión el paso y la repetición de una existencia que se marchita y regenera continuamente. El principio de la ciclicidad también se relaciona con la idea moral de que la continuación de la familia es más importante que la del individuo y la continuación de la sociedad y la humanidad más que la de la familia. En otras palabras, la ética de la ciclicidad es la custodia de la vida. En la cultura japonesa, como en las culturas indígenas, existía la creencia de que las almas de los descendientes son las que vuelven de los antepasados muertos, las mismas vidas que pasan a través de distintas formas terrenales. El otro mundo no estaba dividido en cielo e infierno. Todos los muertos vivían reunidos, incluso en las mismas unidades familiares que en este mundo. Esta creencia parece haber sido ampliamente compartida por todo el orbe mucho antes de que se fundaran las religiones mundiales como el cristianismo y el budismo. Aunque esta creencia en la relación entre antepasados y descendientes ya no pervive en la cultura japonesa, quedan algunas reliquias de ellas. Por ejemplo, el hecho de que los soldados japoneses de la segunda guerra mundial parecieran no tener tanto a la muerte como los occidentales y pudieran recobrarse con mayor rapidez de la conmoción de la derrota parece haberse erigido en la creencia en la repetición cíclica de la vida. Incluso hoy la mayoría de los japoneses suscriben la opinión optimista de que después de la oscuridad seguramente siga el amanecer.     

La inmortalidad del alma, o la repetición de la vida en nuevas formas, también ha sido confirmada por la genética. Aun cuando muere un individuo, sus genes son portados por las siguientes generaciones en el ciclo perdurable del renacimiento. Creo que la ciclicidad es el nuevo reloj del tiempo postmoderno. Los estructuralistas franceses siempre citan a Friedrich Nietzsche como el primer pensador postmoderno de Occidente. Nietzsche distinguió para la filosofía – y la estética – occidental el ritmo existencial del “eterno retorno” que la civilización japonesa ha sostenido como un hecho natural desde hace mucho tiempo. Pero, preso de la subjetividad absoluta del hombre pensante, Nietzsche sólo pudo ver la muerte de Dios, no el continuo renacimiento de la vida. No fue capaz, por decirlo así, de ver en el vacío el bosque y la hierba, los animales y otros organismos vivos del ecosistema.

Los principales centrales de la visión del mundo postmoderno son, entonces, el mutualismo y la ciclicidad. El mutualismo: una ética nacida de la relación con el “otro” y la naturaleza, en lugar del interés egoísta del individuo absoluto; y la ciclicidad: una ética de responsabilidad generacional nacida de la creencia en el continuo renacimiento, la creencia en la unión del ser y el devenir en un tiempo de repetición eterna.

El callejón sin salida de la filosofía moderna le ha quitado las anteojeras a la mirada occidental, que ha llegado a concluir estas mismas verdades, profundamente alojadas en lo hondos nichos de la civilización japonesa.

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