Rafael Alberti (El Puerto de Santa María, 1902 - 1999) |
IMAGEN PRIMERA Y SUCESIVA DE FEDERICO GARCÍA LORCA
Rafael Alberti
1.
EN LA RESIENCIA
DE ESTUDIANTES
FUE EN LA RESIDENCIA DE ESTUDIANTES, DE MADRID.
La Residencia, o la
“Resi”, como abreviada y cariñosamente le
decíamos los que la frecuentábamos
y los que en ella se hospedaban, se
alzaba entonces en las primeras afueras madrileñas, sobre
una verde loma, que Juan Ramón
Jiménez, antiguo residente, la
llamó en sus poemas “Colina del alto chopo”, debido a los que
bordean sus jardines, cortados por
el canalillo que sube el agua a los grifos y fuentes de la capital.
Las sobrias
alcobas y los árboles de la Residencia han ayudado al crecimiento del nuevo espíritu liberal español, a la
creación de
sus mejores obras, desde comienzos de siglo hasta el trágico 18 de julio de 1936, fecha de su oscurecimiento. Hija de la Institución
Libre de Enseñanza, núcleo de la cultura que llegó
a ser dirigente con la República
del 14 de abril, la Residencia de Estudiantes vino siendo la casa de las más
grandes inteligencias españolas. Baste señalar entre los nombres de sus huéspedes
anteriores a García Lorca los de Ramón Menéndez Pidal, Antonio Machado, Juan
Ramón Jiménez, Miguel de Unamuno, Ortega y Gasset, Américo Castro, etc.
En 1919, Federico fue enviado por sus padres a esta Residencia.
Venía a Madrid no como poeta, nativa y única vocación de su sangre, que ya muy
bien sabían los aires y los ríos de su Granada, sino como estudiante.
Estudiante, a ratos perdido, de filosofía y Letras y —cosa horrible para él— de
Derecho, cuya licenciatura obtiene al fin en la Universidad granadina (1923).
Nuevos nombres, algunos
de los cuales irían destacándose en el panorama intelectual español durante la
decena de años en que García Lorca hace de la Residencia la casa de su poesía,
habían sustituido a los de aquellos otros, maestros ya, respetados y consagrados
dentro y fuera de la Península.
Los poetas malagueños
José Moreno Villa y Emilio Prados; el todavía casi adolescente pintor catalán
Salvador Dalí y el cineasta Luis Buñuel, su más tarde colaborador en París,
eran, entre la multitud de ciegos estudiantes admirados que invadían a todas horas
la alegre celda del poeta, sus verdaderos amigos, esos con quienes Federico
mejor se comunicaba, esos que ya valorizaban su creciente y arrebatadora
juventud, río constante de gracia y poesía.
Cuando dos poetas se conocen y se dan la mano por vez
primera, es como si dos corrientes trasangélicas tropezaran, fundiéndose.
Leves aires ingenuos de García Lorca conocía yo antes de encontrármelo, mínimas
ráfagas celestes, que al estrecharse nuestros dedos habrían de aletearme en la
memoria:
Y las estrellas pobres,
las que no tienen luz
—¡qué dolor, qué dolor,
qué pena!
—, están abandonadas
en un azul borroso.
¡ Qué dolor, qué dolor,
qué pena!
¡Versillos viejos de la preamistad, que nunca he visto
recogidos en sus obras, pero que significan para mí la imagen del poeta aún sin
cara y sin cuerpo, pura brisa sin árbol, breve soplo sin referencia! Y este
primer momento con el poeta invisible fue durante un verano, en la sierra de
Guadarrama (1922). ¿Cómo sería Federico? ¿Quién lo había visto y frecuentado?
¿Cuándo lo conocería? Ignoraba yo entonces que aún pasarían dos años para que
esto sucediera.
★
Verde que te quiero
verde.
Verde viento. Verdes
ramas.
Así como el poemilla
anterior siempre me traerá el aroma del poeta imaginado sobre un paisaje de
romeros y pinos guadarrameños, estos versos del Romancero gitano serán
ya para toda mi vida la Residencia de Estudiantes, puerta de nuestra amistad,
que en una tarde amarillenta de octubre (1924) me abriera, hoy no recuerdo si
el poeta Moreno Villa o el pintor Salvador Dalí.
—Rafael Alberti...
Federico abrazaba a todo
el mundo, cayendo en seguida sobre el presentado como una tromba incontenible
de palabras, entrecortadas risas y gestos hiperbólicos.
—Te conozco. ¡Cómo no
voy a conocerte! —comenzó, golpeándome la espalda y estrujándome hasta el
resuello. —Estuve en la exposición que hiciste hará dos años. En el Ateneo. ¡A
que sí! Y también he leído tus canciones en La verdad, de Murcia. ¿Es
mentira? ¿No? ¡Ja, ja, ja! “¡Alberti, Albertito!”, le decían a un tío tuyo que
vivía en Granada. ¿Ves cómo sé quién eres y quién es tu familia?
Y se volvía a reír, con
una boca grande, profunda, volcado de cintura para atrás y apretándome las
muñecas.
—Te voy a hacer un encargo —continuó, sin soltarme, impidiéndome con su
inatajable velocidad todo intento, no sólo de palabra, sino de respiro—. Este
es un encargo que le hago al pintor. Quiero que me regales un cuadro en el que
yo figure dormido al pie de un arroyo con flores, y una Virgen, Nuestra Señora
del Amor Hermoso, apareciéndoseme en lo alto de un olivo. Te prometo colgarlo
sobre la cabecera de mi cama. Y si alguna vez vas por Andalucía, por Fuente
Vaqueros, adonde te invito desde ahora, verás cómo es verdad lo que te estoy
diciendo.
Le respondí que sí, sorprendido y entusiasmado; que aquella misma noche
comenzaría su “encargo”; que aunque la poesía me interesara ya bastante más que
la pintura, me ufanaba la idea de pintarle dormido en lo ancho de una vega,
rodeada de flores, sonriendo a Nuestra Señora...
Mientras así hablábamos,
habían ido llegando más amigos, estudiantes que apenas sin comprenderlos
repetían luego sus poemas por las tertulias literarias de los cafés.
Verde que te quiero
verde.
Verde viento. Verdes
ramas.
En un remanso oscuro del jardín, iluminado débilmente al fondo por las
ventanas encendidas de los pabellones estudiantiles, comenzó a recitar
Federico, espontáneamente, sin que nadie se lo pidiera, su último romance
traído de Granada. En medio del silencio y de aquella penumbra susurrante de
álamos, pude entrever cómo se le transfiguraba el rostro, se le dramatizaban la
voz y todo el aire al son duro, patético, lleno de misterioso escalofrío que repica
por el suceso sonámbulo del poema.
El barco sobre la mar
Y el caballo en la
montaña
Era García Lorca
entonces un muchacho delgado, de frente ancha y larga, sobre la que temblaba a
veces, índice de su exaltada pasión y lirismo, un intenso mechón de pelo negro,
“empavonado”, como el del Antonio Camborio de su Romancero. Tenía la piel
morena, rebajada por un “verde aceituna”, término comparativo éste que se
emplea mucho por Andalucía, la tierra española más rica en olivares. Su cara no
era alegre, aunque una larga sonrisa, transformable rápidamente en carcajada,
pusiera en ella esa expresión de contagioso optimismo, de fuego desbocado, que
tan perdurable recuerdo dejara, incluso en aquéllos que tan sólo le vieron un
instante.
El aspecto total de
Federico no era de gitano, sino de ese hombre oscuro, bronco y fino a la vez,
que da el campo andaluz. Una descarga como de eléctrica simpatía, un hechizo,
una irresistible atmósfera de magia para envolver y aprisionar a sus auditores,
se desprendían de él cuando hablaba, recitaba, representaba veloces
ocurrencias teatrales, o cantaba, acompañándose al piano. Porque en todas
partes García Lorca encontraba un piano.
Uno grande, de cola,
estuvo siempre abierto para el poeta en la sala de cursos y conferencias de
aquella casa madrileña de los estudiantes. Si existe aún y hoy levantárais su
tapa, veríamos que guarda años enteros de melodías romancescas y canciones de
España. La voz, las manos de Federico están enterradas en su caja sonora.
Porque Federico era el cante (poesía de su pueblo) y el canto (poesía culta):
es decir, Andalucía de lo jondo, popular, y la tradición sabia de nuestros
viejos cancioneros. Aunque en casi todos los poetas contemporáneos del sur, con
Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez a la cabeza, pueda encontrarse esta misma
veta, este recuperado hilillo de agua transparente, es García Lorca quien con
más fuerza y continuidad representa esta línea. Su primer libro —Impresiones y paisajes—, libro de
prosas poco conocido, aparece dedicado a su maestro de música, a su profesor de
piano. Dato revelador. Arranque rítmico
y melódico de su poesía, Federico cantaba y se acompañaba, en ese piano que
para él se abría en todas partes, con un gusto y una gracia muy suyos,
reinventando las melodías y palabras semiolvidadas de esos cantos y cantes, sustituyendo
las fallas de su memoria con añadidos de su invención. Es decir, era una
fuente de poesía popular, que manaba con el mismo chorro, lleno de torceduras,
ausencias e interrupciones que el verdadero que alimenta la memoria del
pueblo. Aquel piano de cola, en aquel íntimo rincón de la Residencia, junto a
aquella ventana por donde la madreselva florida asomaba su olor, recordará
mejor que nadie la capacidad asombrosa de transformación, de recreación, de
adueñamiento de lo de nadie y lo de todos, haciéndolo materia propia, que,
como un Lope de Vega, poseía Federico.
¡El Pleyel aquel de la Residencia! ¡Tardes y noches de primavera o
comienzos de estío pasados alrededor de su teclado, oyéndole subir de su río
profundo toda la millonaria riqueza oculta, toda la voz diversa, honda, triste,
ágil y alegre de España! ¡Época de entusiasmo, de apasionada reafirmación
nacional de nuestra poesía, de recuperación, de entronque con su viejo y puro
árbol sonoro! Ante ese piano he presenciado graciosos desafíos —o, más bien,
exámenes— folklóricos entre Lorca, Ernesto Halffter, Gustavo Durán, muy
jóvenes entonces, y algunos residentes ya iniciados en nuestros cancioneros.
—¿De qué lugar es esto? A ver si alguien lo sabe —preguntaba Federico,
cantándolo y acompañándose:
Los mozos de Monleón
se fueron a arar
temprano
-¡ay, ay!-,
se fueron a arar
temprano...
En aquellos primeros
años de creciente investigación y renacido fervor por nuestras viejas
canciones y romances, ya no era difícil conocer las procedencias.
—Eso se canta en la
región de Salamanca —respondía, apenas iniciado el trágico romance de capea,
cualquiera de los que escuchábamos.
—Sí, señor, muy bien
—asentía Federico, entre serio y burlesco, añadiendo al instante con un
canturreo docente: —Y lo recogió en su cancionero el presbítero D. Dámaso
Ledesma.
Otras veces, bajo los
chopos y adelfas del jardín, o en su habitación, eran los desafíos poéticos, la
lectura de los nuevos poemas. Por allí resonaron, recién escritos, los de Presagios, el libro inaugural de Pedro
Salinas, y los de Cántico, de Jorge
Guillén; por allí dije yo, con la timidez del más joven, canciones de mi Marinero
en tierra. Juan Ramón Jiménez, exresidente ya en aquellos años, pasaba algunos
atardeceres con nosotros, dándonos el gran ejemplo continuo de su perfecta
vocación, elevada a religiosidad y ascetismo, mientras que el bueno de Antonio
Machado, perdido siempre en la provincia, nos mandaba su eco desde la paramera
de Castilla o las llanuras de Baeza, eco que repetíamos de recio por aquella
casa de la cultura, albergue de poetas, por donde se alternaban de cuando en
cuando con las nuestras, voces de afuera como las de Paul Valéry, Claudel,
Aragón, Éluard,Teixeira de Pascoaes...
En aquel paisaje de
juventud y trabajo, Federico, como un eterno estudiante siempre en vacaciones,
vivía la mayor parte del año hasta que se marchaba, por lo general muy entrado
ya el verano, a Granada o a Fuente Vaqueros, ciudad y pueblo que tantas cosas
dijeron a su poesía. Y allí, en los tirantes estíos andaluces, movidos de
olivares y limones, no le esperaban ya aquellos pianos íntimos, cultos de
Madrid, sino las guitarras profundas de los patios y caminos recónditos, junto
al alma jonda de D. Manuel de Falla, claro norte en su formación poética,
además de entrañable amigo.
—¡Primo! Están cabeceando los árboles. Es que está encima la tormenta.
Adiós.
Los estudiantes se habían ido marchando hacia sus pabellones. Federico
quedó solo conmigo en el jardín, hasta pasadas las doce de la noche. ¡Primo!
Fue con ese gracioso tratamiento gitano, que ya nunca más abandonó, como se
despidió de mí aquel arrebatado andaluz oriental el primer día de nuestro
encuentro en la Residencia de Estudiantes.
2.
EN SEVILLA.
¡FEDERICO EN SEVILLA! O ¡SEVILLA EN FEDERICO!
En 1927, año de intensa agitación y bandería por D. Luis de Góngora,
García Lorca y yo nos encontramos en la
capital andaluza, invitados con otros escritores de nuestra generación para
celebrar el tercer centenario de la muerte del inmenso y escarnecido poeta
cordobés. Aunque el Ateneo era quien nos llevaba, en todos nosotros había el
sentimiento de ser únicamente Ignacio Sánchez Mejías, gran matador de toros
amigo, el que, dado su entusiasmo creciente por la literatura, nos trasladaba
de las pobres orillas del Manzanares madrileño a las floridas del Guadalquivir
sevillano.
Gloria de Federico en la
Sevilla de sus canciones y del Romancero gitano, inédito aún. Algarabía y
delirio entre los auditores del Ateneo, quienes llegaron hasta arrojarle los
pañuelos y las chaquetas, halagados sin duda en su sevillanismo por la alusión
constante de Lorca a la ciudad y al río, a las dehesas y marismas, honor de
Andalucía la baja.
Antonio Torres Heredia,
hijo y nieto de
Camborios,
con una vara de mimbre
va a Sevilla a ver los
toros.
Nada más sacudidor, más sorprendente para la vana e ingenua rivalidad de
las capitales andaluzas que un poeta de Granada abriera el recitado de su romancero
poniendo camino de Sevilla —¡de Sevilla precisamente, y para presenciar una
corrida de todos!— a un gitano de Benamejí, a un hijo de la provincia de
Córdoba. Aunque la intención poética de García Lorca fuera pura, ajena en
absoluto a estos pleitos locales, la coincidencia de que él, granadino,
exaltara de modo continuado, desprendido, a la salerosa capital del viejo
reino andaluz, enloqueció a los sevillanos, tan presumidos, tan
insoportablemente celosos de su ciudad.
¡Ay río de Sevilla, qué
bien pareces lleno de velas blancas
y ramos verdes!
¡Cómo por las bandas azules
del hermoso Guadalquivir de sus baladillas enramadas de olivos y naranjos
repetía Federico esta graciosa seguidilla de Lope de Vega! Alegría de verle y
oírle prodigar también sus piropos al gran río, triste Lorca sin duda de la
pequeñez recién nacida del Darro y el Genil de su Granada.
El río Guadalquivir
tiene las barbas
granate.
Los dos ríos de Granada,
uno llanto y otro
sangre.
Melancolía de recordarle ahora por los severos jardines del Alcázar, ante
los blancos Zurbaranes del Museo, o perdido en el nocturno laberinto encalado
del barrio de Santa Cruz.
La Carmen está bailando
por las calles de
Sevilla.
En la imaginería de la
poética andaluza de García Lorca, las ciudades y los pueblos, la orografía e
hidrografía cobran volumen, cuerpo de humanas criaturas, alzadas unas veces
como sobre altares o carrozas floridas; otras, como en túmulos de negros festones
dramáticos. Pero ninguna imagen con más suerte, más repetida y exaltada que las
de Granada, Córdoba y Sevilla, puestas cada una en su Romancero, bajo la
advocación luminosa de un arcángel: Miguel, Rafael, Gabriel.
El arcángel San Gabriel,
entre azucena y sonrisa,
biznieto de la Giralda,
se acercaba de visita.
De visita subimos juntos a la “enjaezada torre” musulmana. Dolor de
haberle visto desde los ojos altos del viejo minarete de Abu Yacub mirar en desparramados
lienzos cegadores los pueblos sevillanos, todo aquel maravilloso paraíso
florido, “donde el río —según el poeta Abenamar, visir del rey Almotámid—
parece una mano blanca extendida sobre una túnica verde”; y arriba, el tenso,
puro cielo azul, tembloroso de palomas.
El cielo monta gallardo
al río de orilla a
orilla.
Contra este cielo, que Juan Ramón soñara como el de la capital ideal de
la poesía española, ya veré siempre a Federico, extraviado entre cabellos de
guitarras, caminando hacia un cénit, hacia un cercano mediodía que una
mortífera descarga no le dejó alcanzar.
Durante este viaje, conoció García Lorca a Fernando Villalón Daoiz,
quizás, con Sánchez Mejías, el hombre más extraordinario de la Sevilla de
aquel momento: ganadero, brujo, teósofo, hipnotizador, conde de Miraflores de
los Ángeles y poeta novel, cuyo primer libro —Andalucía la baja— acababa de publicar a sus cuarenta y ocho años.
El torero conservaba por el Villalón ganadero, protector suyo en los
comienzos de su difícil carrera taurina, un gracioso respeto, mezclado a la
vez de una seria y divertida admiración por el Fernando de las locuras
nigrománticas, teosóficas y los negocios poéticos, esos que poco a poco le
habían ido llevando a la ruina. Diestro y ganadero se trataban de usted, cosa
rara en aquellas tierras, sobre todo conociéndose desde niño.
La misma presentación que a mí hacía varios meses hizo Sánchez Mejías a
Federico:
—Don Fernando Villalón Daoiz, el mejor poeta novel de toda Andalucía.
Federico y Villalón intimaron en seguida, sorprendiéndose mutuamente.
Por la tarde, nos invitó a los dos a pasear por la ciudad. Juntos recorrimos
sus intrincadas calles, su peligrosa devanadera de vueltas y revueltas, en
aquel disparatado automovilillo que el propio Fernando conducía. Nunca podré
olvidar la cara de espanto del pobre García Lorca, cuyo miedo a los automóviles
sólo era comparable al de un Pablo Neruda o... al mío. Porque Villalón corría,
disparado, entre bocinazos, verdaderos recortes y verónicas de los aterrados
transeúntes, explicándonos su futuro poema —“El Kaos”—, del que ya nos
recitaba, levantando las manos del volante, las primeras estrofas.
Cuando aquella misma
noche nos reunimos en Pino Montano, la finca de Ignacio en las afueras, las
carcajadas, los gritos, acompañados de abrazos y empujones, con que Federico
celebraba “las cosas de Fernando”, se oían en la Giralda.
El poeta-ganadero,
separado en un rincón y metido dentro de una chilaba mora que Sánchez Mejías le
había puesto, contaba a Lorca su poder mágico para descubrir cuadros de
Murillo, cazar sirenas de agua dulce, convertir en color verde los ojos de los
toros, secar los ríos y las fuentes. Y para convencerle de esto último, le
pedía que se llegara por el Cuervo, un pueblecillo cercano a Jerez de la
Frontera, en donde había secado todas, llenándose esa tarde el horizonte de
perros negros con cabeza blanca, que aullaron hasta el amanecer.
¡Noche aquella, graciosa
y profunda, en la casa de Ignacio! Noche de poetas amigos, de gente buena. Se
bebió. Recitamos nuestras poesías. Dámaso Alonso, el gran comentarista de Góngora,
asombró a la reunión diciendo de memoria los 1091 versos de la Primera Soledad
de D. Luis. García Lorca representó aquellas repentinas ocurrencias teatrales
suyas tan divertidas. Y terminamos todos, hasta el mefistofélico narigudo de
José Bergamín, sentados en el suelo, agobiados en la chilaba marroquí que el
propio Sánchez Mejías también nos había ido metiendo a cada uno por la cabeza.
Cuando más absurdo y disparatado se iba volviendo aquel coro de árabes
bebidos, Ignacio anunció la llegada del guitarrista Manuel Huelva, acompañado
por uno de los genios del cante jondo, Manuel Torres, más conocido por el Niño
de Jerez, muerto pobremente en su barrio de Triara pocos años más tarde.
Inmediatamente, comenzó el cante, hablándose, en las pausas, de la diferencia
entre lo jondo y lo flamenco; de vihuela y guitarra. El
gitano nos tenía sobrecogidos a todos, agarrados por la garganta, con sus
gestos, su voz y las palabras de sus coplas. Parecía un bronco animal herido,
un terrible pozo de angustia. Mas a pesar de su honda voz, lo verdaderamente
sorprendente eran sus palabras: versos
raros de soleares y siguiriyas, conceptos complicados, arabescos difíciles.
—¿De dónde sacas esas letras? —se le preguntó.
—Unas me las invento, otras las busco.
Manuel Torres no sabía leer ni escribir; sólo cantar. Pero, eso sí, su
conciencia de cantaor era perfecta.
Aquella misma noche, y con seguridad y sabiduría iguales a las que un Góngora o
un Mallarmé hubieran demostrado al hablar de su estética, nos confesó que no se
dejaba ir por la corriente, lo demasiado conocido, el terreno trillado,
resumiendo, al fin, de un modo raro y magistral lo que él se imaginaba que
comprendíamos a medias: “En el cante jondo” susurró, las manos de madera sobre
las rodillas, “lo que hay que buscar siempre, hasta encontrarlo, es el tronco
negro de Faraón”; viniendo a coincidir, aunque de tan extraña manera y sin
saberlo, con lo que Baudelaire pide a la muerte capitana de su viaje: Au fond de l’Inconnu pour trouver du
nouveau!
¡El tronco negro de Faraón!
Como era natural, de todos los presentes fue Federico el que más celebró,
jaleándola hasta el frenesí, la rara expresión empleada por el cantaor
jerezano. Nadie —pienso yo ahora— en aquella mágica y mareada noche de Sevilla
halló términos más aplicables a lo que también García Lorca buscó y encontró en
la Andalucía gitana que hizo llamear en su Romancero. Aquel “tronco negro de
Faraón” que compendiaba para Manuel Torres toda la angustia, la atmósfera de
catástrofe sentimental, de herida ancha borboteando pena y odio inconcretos,
equivale en los mejores romances de Federico a ese fuerte latido de misterio,
a esa oculta neblina de drama, de los que de pronto parece que va a
desprenderse, dibujado, un suceso, un hilo conductor, quedando entrecortado,
difuso, perdido, sin final. El Romance
sonámbulo — Verde que te quiero verde—
es un buen ejemplo para esta afirmación. Juan Ramón Jiménez —escribí hace algún
tiempo— creó en su Arias tristes el
romance lírico inasible, musical, inefable.
García Lorca, con su Romance sonámbulo inventa nuevamente el dramático, lleno
de escalofriado secreto, de sangre misteriosa. La tierra de Alvargonzález, de
Antonio Machado, es un romance narrativo, una terrible historia castellana
romanceada. Se puede contar. En cambio, el suceso del Romance sonámbulo, del de La
pena negra, por citar otro ejemplo, no puede explicarse, escapa a todo
intento de relato. García Lorca, sobre las piedras del antiguo romancero
español, con Juan Ramón y Machado, puso otra, rara y fuerte, a la vez sostén y
corona de la vieja tradición castellana.
Sevilla para herir.
Córdoba para morir.
Herido y más que herido de Sevilla quedó Federico en
aquel viaje; pero herido de su pura gracia, del ángel bailador de lo sevillano.
Un san Gabriel torero, en traje verde y oro con alas de papel de plata, voló de
la Giralda a tocarle de maravilla, a ungirle de sal y el temblor sonriente de
los olivos.
3.
EN EL TEATRO
I. En el año veinte o veintiuno,
estrena Federico su primer ensayo teatral: El maleficio de la mariposa, obra
llena de bailables, que Gregorio Martínez Sierra, uno de los pocos directores
con que contaba entonces la pobrísima escena española, la acepta para su
teatro. Yo no la conozco. Creo que García Lorca jamás la publicó. Pero sé que
sus personajes son insectos. Por el propio Federico, que lo contaba muerto de
risa, conozco una anécdota del día de su estreno. Gran parte del público no
comprendió la obra. Curianito el nene, o Cucarachito, se llamaba, de manera
claramente infantil, uno de los bichillos que intervenían en ella.
Pues bien —contaba García Lorca a carcajadas—, cuando Cucarachito, muy
alegre, confiesa: “Hoy me desayuné con una mosca”, alguien del público, seguramente
el clásico reventador de estrenos, gritó, de manera estentórea: “¡Asqueroso!”
Y esto a Federico, que sabía, como buen andaluz y buen poeta, reírse hasta de
sí mismo, le regocijaba mucho, le divertía extraordinariamente.
II. Leía Federico sus Títeres de cachiporra a Irene López
Heredia y a su señor esposo, Mariano Asquerino. García Lorca cantaba al piano
la canción de Rosita, la erótica pasión de don Cristóbal:
Sevilla, ponte de pie,
Para no ahogarte en el
río...
Entonces, la Heredia,
volviéndose con un gran gesto, que ella creía de comprensión, hacia su
inteligente marido, comentó:
—¡Pero qué tía más cursi
esta doña Rosita, Mariano! ¡Qué tía más cursi!
Federico, interrumpiendo
la música, se quedó avergonzado. Pero por cortesía siguió al momento la
lectura. También asistía a ésta un inmenso perro Terranova, desvelado amor de
ambos esposos. El centro del salón cilio lo adornaba una pequeña mesa de cristal.
Federico, ya rehecho de aquel inesperado comentario de la Heredia, continuaba
leyendo entusiasmado, cuando Asquerino, que parecía escuchar con profunda
atención, gritó, de pronto, a su mujer:
—¡Treinta y dos, Irene!
¡Treinta y dos! ¡Pero qué maravilla!
—¿Qué estás diciendo,
Mariano? —preguntó sobresaltada la inteligente esposa. Y el culto esposo:
—¡El perro, Irene!
¡Treinta y dos vueltas que lleva dadas a la mesa! ¡Más que ninguna vez!
Anécdota increíble,
triste, reveladora, y que no necesita comentario.
4.
EN LA MUERTE.
Sigo todavía como si acabaran de decírmelo. Escuchándolo estoy, y creo
que lo hice aún más que con el hoyo de los oídos con lo profundo de los ojos.
Tanto me parece que los desmesuré, que guardo la impresión de dos agigantados
círculos a punto de saltárseme, rodando. La tremenda noticia necesitaba
espacio para que cupiera. Y nada más capaz de magnitud que dos ojos en aumento
de horror. Me lo decían en el patio de un palacete de Madrid, ganado por el
pueblo para sede de los artistas y escritores. Ahora ni recuerdo la cara, sólo
la voz, que me continúa arrancando las pupilas. Era la de un diputado obrero
—también olvidé el nombre—, recién llegado de Granada. La voz de un hombre
fugitivo.
—¿Pero es verdad, verdad eso que dices?
Pregunta hecha con silencio, y, muy poco después, no sólo por el mío,
sino por el de todos los que iban acercándose a nosotros, hasta llenar el
patio.
—¿De verdad, de verdad?
Ninguno queríamos creerlo y menos repetirlo sin una interrogante. Pero ya
todos los diarios, entre grandes letreros de cólera, gritaron aquella misma
noche la tragedia. Y comenzó a crecer desde ese día para el mundo entero la
imagen del poeta de Granada, volcado en tierra, como esa fuente de sangre con
cinco chorros de su Romancero.
Pero a pesar de eso:
—¿Será verdad? —se insistía por todas partes.
A la mañana siguiente, era otra voz, la más impresionante por lo cercano
a Federico, casi la misma suya, la que me aseguraba por teléfono: —No es
verdad. No es verdad. No hagáis nada. No escribáis nada todavía. Sé bien que
Federico está escondido, a salvo.
Ella tenía a la fuerza que saberlo. Para eso era su hermana, la más chica
y querida del poeta. Pero me lo afirmaba —¡Ay!— desde el propio Madrid, repitiendo seguramente confidencias
consoladoras de algunos buenos amigos.
De todos modos, le
prometí callarnos. No escribir nada. Guardarle el ilusionado secreto. Mas ya
era imposible contener al mundo. La tremenda noticia lo había recorrido de lado
a lado, descargando sus chispas hasta en los más escondidos rincones. Y el aire
nos llegó inflamado de ira, de protesta, de furiosa condena, pero dejando
siempre paso a un soplo ansioso de esperanza:
—¿Será verdad?
Bajo este mismo signo
esperanzado, se dirigió Wells, como presidente del Pen Club, al gobernador
militar de Granada, general Espinosa. La respuesta, por su grosera sequedad,
fue la más delatora de lo cierto, no dejándonos ya ni un resquicio para la
duda. Decía así, despectiva y bruta: “No conozco el paradero de ese señor”.
Durante mucho tiempo, se sostuvo aún que García Lorca
se hallaba escondido por no sé qué lugares difíciles de Sierra Nevada, en un
consulado, e incluso fuera de España, por algún pueblecillo suizo. Pero la
realidad, la terrible verdad de su paradero, de su escondite, era que éste no
se encontraba ya sobre la tierra, sino bajo ella, cavando allí su corazón
hondas raíces y verdeciendo para el mundo en ese iluminador árbol simbólico de
hojas imperecederas.
Este escrito
apareció en el libro Imagen primera y sucesiva de Federico García
Lorca,
de Rafael Alberti, publicado por Editorial Losada en 1955 (pp 15 a
31).
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