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Joaquím María Machado de Assis (Río de Janeiro, Brasil 1839 - 1908) |
Imagine la
lectora que está en 1813, en la iglesia de Carmo, oyendo una de aquellas buenas
fiestas antiguas, que eran la mayor diversión pública y lo mejor del arte
musical. Sabe cómo es una misa cantada; puede imaginar lo que sería una misa
cantada en aquellos años remotos. No llamo su atención hacia los curas y
sacristanes, ni hacia el sermón, ni hacia los ojos de las jóvenes cariocas, que
ya eran bonitas en aquel tiempo, ni hacia las mantillas de las señoras graves,
las casacas, las cabelleras, las cortinas, las luces, los inciensos, nada. Ni
siquiera hablo de la orquesta, que es excelente; me limito a mostrarle una
cabeza blanca, la cabeza de ese viejo que dirige la orquesta con alma y
devoción.
Se llama
Román Pires. Tendrá sesenta años, no menos en todo caso, nació en el Valongo, o
por esos lados. Es un buen músico y un buen hombre; todos los colegas lo
quieren.
El maestro
Román es su nombre familiar; y decir familiar o público era la misma cosa en
tal materia y en aquellos tiempos. “La misa será dirigida por el maestro
Román”, equivalía a esta forma de anuncio, años después: “Entra en escena el
actor João Caetano”. O a esta: “El actor Martinho cantará una de sus mejores
arias”. Era la sazón adecuada, el aliciente delicado y popular. ¡El maestro
Román dirige la fiesta! ¿Quién no conocía al maestro Román, con su aire
circunspecto, recatado el mirar, sonrisa triste y paso lento? Todo esto
desaparecía al frente de la orquesta; y entonces la vida se derramaba por todo
el cuerpo y todos los gestos del maestro; la mirada se encendía, la sonrisa se
iluminaba: era otro. No significaba esto que él fuera el autor de las misas;
esta, por ejemplo, que ahora dirige en el Carmo es de João Mauricio; pero él se
aplica a su trabajo poniendo en ello el mismo amor que pondría si fuera suya.
La fiesta
terminó; y fue como si se apagara un resplandor intenso, dejándole el rostro
iluminado apenas por la luz ordinaria; helo aquí descendiendo del coro, apoyado
en el bastón; va a la sacristía a besar la mano a los padres y acepta un sitio
en su mesa. Permanece todo el tiempo indiferente y callado. Termina la cena,
sale, camina en dirección a la Calle de la Madre de los Hombres, en donde vive,
en compañía de un negro viejo, papá José, que es como si fuera su verdadera
madre, y que en este momento conversa con una vecina.
–Ahí viene
el maestro Román, papá José –dijo la vecina.
–¡Eh!, ¡eh!,
adiós vecina, hasta luego.
Papá José
dio un salto, entró en la casa, y esperó a su amo, que entró poco después con
el mismo aire de siempre. La casa no era rica, por supuesto; ni alegre. No
había en ella el menor vestigio de mujer, vieja o joven, ni pajaritos que
cantasen, ni flores, ni colores vivos o cálidos. Casa sombría y desnuda. Lo más
alegre que allí había era un clavicordio, donde el maestro Román tocaba algunas
veces, estudiando. Sobre una silla, al lado, algunos papeles con partituras;
ninguna suya…
¡Ah!, si el
maestro Román pudiera, sería un gran compositor. Tal parece que hay dos clases
de vocación, las que tienen lengua y las que no la tienen. Las primeras se
realizan; las últimas representan una lucha constante y estéril entre el
impulso interior y la ausencia de un modo de comunicación con los hombres. La
de Román era de estas. Tenía la vocación íntima de la música; llevaba dentro de
sí muchas óperas y misas, un mundo de armonías nuevas y originales que no
alcanzaba a expresar y poner en el papel. Esta era la causa única de la
tristeza del maestro Román. Naturalmente, el vulgo no se daba cuenta; unos
decían esto, otros aquello: enfermedad, falta de dinero, algún disgusto
antiguo; pero la verdad es esta: la causa de la melancolía del maestro Román
era no poder componer, no poseer el medio de traducir lo que sentía. Y no
porque escatimara el gasto de papel o el paciente trabajo, durante muchas
horas, al frente del clavicordio; pero todo le salía informe, sin idea ni
armonía. En los últimos tiempos hasta sentía vergüenza de los vecinos, y ya ni
siquiera intentaba nada.
Y, no
obstante, si pudiera, terminaría al menos cierta pieza, un canto de esponsales,
comenzado tres días después de su casamiento, en 1799. La mujer, que tenía
entonces veintiún años, y murió de veintitrés, no era bonita, ni mucho ni poco,
pero sí muy simpática, y lo amaba tanto como él a ella. Tres días después de su
boda, el maestro Román sintió en su interior algo parecido a la inspiración.
Imaginó entonces el canto esponsalicio, y quiso componerlo; pero la inspiración
no logró salir. Como un pájaro que acaba de ser aprisionado, y forcejea por
atravesar las paredes de la jaula, abajo, encima, impaciente, aterrorizado, así
batía la inspiración de nuestro músico, encerrada dentro de él sin poder salir,
sin encontrar una puerta, nada.
Algunas
notas llegaron a reunirse; él las escribió; asunto para una hoja de papel,
apenas. Insistió al día siguiente, diez días después, veinte veces durante sus
años de casado. Cuando murió su mujer releyó aquellas primeras notas
conyugales, y se sintió más triste aún, por no haber podido dejar en el papel
la sensación de esa felicidad ya extinta…
–Papá José
–dijo él–, hoy no me siento muy bien.
–Tal vez el
señor comió algo que le cayó mal…
–No, desde
esta mañana estaba así. Vaya a la botica…
El boticario
mandó cualquier cosa que él tomó esa noche; al día siguiente el maestro Román
no se sentía mejor. Es preciso agregar que padecía del corazón: molestia grave
y crónica.
Papá José
sintió temor cuando vio que el malestar no cedía al remedio, ni al reposo, y
quiso llamar al médico.
–¿Para qué?
–dijo el maestro–. Esto pasa.
El día no
terminó peor y él pasó buena noche; no así el negro, que solo consiguió dormir
dos horas. Los vecinos, una vez que se hubieron enterado de aquella dolencia,
no tuvieron otro motivo de conversación; los que mantenían relación con el
maestro fueron a visitarlo. Y le decían que no era nada, que eran achaques de
la edad; alguien agregaba graciosamente que era un truco, para librarse de las
derrotas que el boticario le propinaba en el juego de “gamao”; otro, que era
cuestión de amores. El maestro Román sonreía, pero para sus adentros se decía
que aquello era el final. “Todo acabó”, pensaba.
Una mañana,
cinco días después de la fiesta, el médico lo encontró realmente mal; y el
maestro se lo notó en la expresión, por detrás de las palabras engañadoras:
–Esto no es
nada; es preciso no pensar en músicas…
¡En músicas!
De pronto esta palabra del médico trajo al maestro una idea casi olvidada.
Al quedarse
solo con el esclavo, abrió la gaveta donde guardaba desde 1799 el canto de
esponsales iniciado. Releyó aquellas notas arrancadas con tanto trabajo y nunca
concluidas. Y tuvo entonces una idea singular:
–Terminar la
obra, fuese como fuese; cualquier cosa estaría bien, con tal de que significara
dejar un poco de alma sobre la tierra.
–¿Quién
sabe? En 1880, tal vez, se interpretará esta obra y se contará que un tal
maestro Román…
El comienzo
del canto remataba en un cierto la: este la, que resultaba bien allí donde
estaba, era la última nota escrita. El maestro Román ordenó llevar el
clavicordio a la habitación del fondo, que daba al solar: necesitaba aire.
Por la
ventana vio, en la ventana trasera de otra casa, una dulce pareja de recién
casados, asomados, abrazados por los hombros y de manos unidas. El maestro
Román sonrió con tristeza.
–Ellos
llegan –se dijo–, yo salgo. Compondré al menos este canto que ellos podrán
tocar…
Se sentó
ante el clavicordio; reprodujo las notas y llegó al la…
–La, la, la…
Nada, no
lograba seguir. Y, sin embargo, él sabía de música como el que más.
La, do… la, mi…
la, si, do, re… re… re…
¡Imposible!
ninguna inspiración. No aspiraba a una pieza profundamente original; tan solo
algo que no pareciese de otro y que se relacionase con la idea comenzada.
Volvía al principio, repetía las notas, intentaba revivir un retazo de la
sensación extinguida, se acordaba de su mujer, de aquellos tiempos primeros.
Para completar la ilusión, dejaba correr su mirada por la ventana en dirección
a la pareja de recién casados. Ellos seguían allí, con las manos unidas y
rodeándose los hombros con los brazos; pero ahora se miraban uno al otro, en
vez de mirar hacia abajo. El maestro Román, agotado por el malestar y la
impaciencia, tornaba al clavicordio; pero la visión de la pareja no le traía la
inspiración, y las notas siguientes no sonaban.
–La, la, la…
Desesperado,
dejó el clavicordio, tomó el papel escrito y lo rompió. En ese momento, la
joven absorta en la mirada del esposo, empezó a canturrear de cualquier modo,
inconscientemente, alguna cosa nunca antes cantada ni sabida, una cosa en la
cual cierto la proseguía después de un si con una linda frase musical,
justamente aquella que el maestro Román había buscado durante años sin hallarla
jamás. El maestro la oyó con pesar, sacudió la cabeza, y esa noche expiró.
Histórias sem data, 1884
AGRADABLE RELATO..........!
ResponderEliminarAGRADABLE RELATO..........!
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