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José Antonio Ramos Sucre (Venezuela 1890 - Suiza 1930) |
Yo había perdido la gracia del emperador de
China.
No podía dirigirme a los ciudadanos sin
advertirles de modo explícito mi degradación.
Un rival me acusó de haberme sustraído a la
visita de mis padres cuando pulsaron el tímpano colocado a la puerta de mi audiencia.
Mis criados me negaron a los dos ancianos,
caducos y desdentados, y los despidieron a palos.
Yo me prosterné a los pies del emperador
cuando bajaba a su jardín por la escalera de granito. Recuperé el favor comparando
su rostro al de la luna.
Me confió el debelamiento y el gobierno de
un distrito lejano, en donde habían sobrevenido desórdenes. Aproveché la
ocasión de probar mi fidelidad.
La miseria había soliviantado los nativos.
Agonizaban de hambre en compañía de sus perros furiosos. Las mujeres abandonaban
sus criaturas a unos cerdos horripilantes. No era posible roturar el suelo sin
provocar la salida y la difusión de miasmas pestilenciales. Aquellos seres
lloraban en el nacimiento de un hijo y ahorraban escrupulosamente para
comprarse un ataúd.
Yo restablecí la paz descabezando a los
hombres y vendiendo sus cráneos para amuletos. Mis soldados cortaron después
las manos de las mujeres.
El emperador me honró con su visita, me
subió algunos grados en su privanza y me prometió la perdición de mis émulos.
Sonrió dichosamente al mirar los brazos de
las mujeres convertidos en bastones.
Las hijas de mis rivales salieron a
mendigar por los caminos.
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