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Alexis Márquez Rodríguez (Sabaneta, Venezuela 1931 - Caracas, Venezuela 2015) |
Tomado de: Márquez Rodríguez, A. (2011). Poesía Hispanoamericana del siglo XX. Del Modernismo a la Vanguardia. Caracas: Academia Venezolana de la Lengua.
La historia de la poesía
hispanoamericana del siglo XX comienza en el siglo anterior. El Modernismo,
primera expresión de una poesía hispanoamericana ya madura y de gran calidad
estética, aparece en el siglo XIX, pero llega hasta el XX. Y si bien la muerte de
Rubén Darío, en 1916, despoja al movimiento modernista de su figura más
conspicua y representativa, todavía mucho después de la desaparición del gran
nicaragüense se sigue escribiendo poesía modernista, o con marcada influencia
modernista, hasta muy entrado el siglo, a pesar de que muchos historiadores y críticos
de la literatura señalan, para una etapa aun anterior a la muerte de Darío, la
presencia de un movimiento que denominan Postmodernismo.[i]
Sea como sea, lo cierto es que las
resonancias del Modernismo, movimiento sin duda finisecular, todavía se
escuchan mucho más acá de la primera década del siglo XX, e incluso se
entrecruzan con las corrientes vanguardistas. En Venezuela, por ejemplo —y no
es el único caso en el Continente-, el primero que ensaya una versificación
vanguardista es el mayor representante de la poesía modernista en su país,
Alfredo Arvelo Larriva (1883 – 1934), que no renuncia nunca a su vocación ni a
su menester modernistas, sino que en sus últimos años alterna los dos tipos de
poesía, e incluso es el primero que invita a los jóvenes poetas venezolanos a
adoptar la estética de vanguardia. Muchos otros poetas modernistas derivan también
hacia el Vanguardismo y demás corrientes de renovación poética, y no sólo en
alternancia con el Modernismo, sino como adopción de un nuevo estilo, con
abandono del anterior. Es altamente significativo que uno de ellos sea el
chileno Vicente Huidobro (1893 – 1948), quien se inicia como modernista, y
luego encabeza una importante corriente de vanguardia, una de las más radicales
por cierto, el Creacionismo, tenido como el gran aporte de Hispanoamérica a la
nueva estética vanguardista.
Parece no haber dudas acerca de que
el rasgo más notorio, y tal vez más importante, del Modernismo poético fue su revolución
formal. Lo cual dista mucho de ser un hecho frívolo, como pudiera pensarse,
pues en literatura, y particularmente en la poesía, lo formal tiene una
importancia esencial y definitoria, por lo que toda innovación revolucionaria
en ese sentido tiene que ser trascendental. La versificación modernista conoce
los más disímiles y a veces insólitos vericuetos del lenguaje. Pero es evidente
que, al margen de la novedad que en numerosos aspectos formales trae el nuevo
verso modernista, muchos de los recursos que en él encontramos no son
precisamente nuevos, sino la revitalización y remozamiento de viejas formas de
la poesía española, que habían sido olvidadas y archivadas, y que los
modernistas reivindican. Algunos viejos ritmos, como el llamado de gaita
gallega,
Tanto bailé con el ama del cura,
tanto bailé que me dio calentura...
(Popular español tradicional)
…………………………………………………………………………………
Libre la frente que el casco
rehúsa,
casi desnuda en la gloria del día,
alza su tirso de rosas la musa
bajo el gran sol de la eterna
Harmonía.
(Darío);
algunas figuras retóricas, ciertas
formas estróficas tradicionales y antiguos metros, como el alejandrino y la
cuaderna vía, los versos de doce y de dieciséis sílabas, alternándolos no pocas
veces con versos de arte menor, reaparecen con renovada fuerza en la poesía modernista.
También aclimatan al idioma castellano ritmos traídos de otras lenguas, incluso
las clásicas antiguas, como el hexámetro; manejan con extraordinaria audacia renovadora
valores hasta entonces rutinarios, como la acentuación y la metáfora;
reivindican el sensualismo, la sinestesia, las imágenes cromáticas, como no se veía
desde los tiempos del Barroco gongorino; usan con amplia libertad recursos como
la metonimia, el oxímoron, el quiasmo o el anacoluto; desarrollan con gran
fuerza y originalidad estructuras poemáticas tradicionales de la lengua
castellana, modificando a fondo sus rasgos característicos, como hacen con el
soneto, no originario de nuestra lengua, pero aclimatado en ella desde la fuente
italiana, y firmemente asentado en la poesía castellana, como en tierra propia,
desde los tiempos de Juan Boscán y Garcilaso de la Vega. Todo esto, o buena
parte, como ya se dijo, extraído de las canteras del propio idioma, que había
ido envejeciendo y rutinarizándose en las corrientes neoclásicas y románticas
que pueblan los siglos XVIII y XIX de España e Hispanoamérica, pero que*
conservaba una formidable potencialidad estética, como lo demuestra
precisamente esa revolución formal de la versificación modernista.
Pero, al mismo tiempo, el
acercamiento de los primeros cultores españoles e hispanoamericanos de la nueva
estética a la poesía francesa de mediados y fines del siglo XIX, con sus
corrientes parnasianas y simbolistas, los llevó también a revolucionar la versificación
española con la utilización amplia y desinhibida de otros recursos formales,
especialmente los de carácter fónico. A los antes señalados, que se relacionan
con el ritmo y la musicalidad del verso, añaden ahora nuevos elementos, como la
monorrima —esta de vieja tradición española-, las aliteraciones, el
encabalgamiento, etc.
No hay duda de que, por encima de
todo, la poesía modernista constituye una gran revolución en cuanto al manejo
de la música y sonoridad natural del verso, y no sólo en la utilización práctica
de los más diversos ritmos, sino incluso en lo teórico, puesto que muchas de
sus principales figuras aportaron interesantes juicios y observaciones sobre la
función fundamental de lo fónico en la poesía. Al respecto dice Tomás Navarro
Tomás lo siguiente:
De su culto por
la forma métrica dieron testimonio los poetas modernistas no sólo con el
ejemplo de sus propias obras, sino [también] con sus abundantes referencias a
esta materia y con los tratados en que varios de ellos expusieron sus teorías
sobre la naturaleza y condiciones del verso. Declaraba Rubén Darío, siguiendo a
Verlaine, que al componer su poesía había tratado siempre de obedecer “al
divino imperio de la música, música de las ideas, música del verso”. González
Prada excusaba en el poeta cien barbarismos, pero no un pecado contra el ritmo.
Guillermo Valencia reflejaba sus propios sentimientos al atribuir a su
compatriota José Asunción Silva el principio de “sacrificar un mundo para pulir
un verso”.[ii]
En cuanto a lo formal, el
Modernismo tuvo su base esencial, no sólo en la sonoridad natural de la lengua,
sino también en la depuración estética del lenguaje, hasta alcanzar niveles de muy
exigente virtuosidad y exquisitez. Había en los modernistas un propósito, casi
siempre consciente, de lograr un efecto sonoro, aún más audaz de lo que había
sido su indudable antecedente, el Barroco gongorino. Para ello se valieron,
como ya vimos, de los más diversos recursos del idioma castellano, muchos de
los cuales eran de vieja data, pero habían ido cayendo en el olvido. Tal el caso,
por ejemplo, de la monorrima, ya mencionada, que existía en nuestra lengua
desde los tiempos de Gonzalo de Berceo y el Mester de Clerecía, pero había
dejado de usarse, y los modernistas la desentierran.
En cuanto a la temática, en una
primera fase lo predominante y característico comprende diversos elementos,
como la angustia de vivir, la duda, la decepción, el hastío, el desprecio por
lo vulgar, el exotismo, la admiración por lo antiguo y clásico y por los
motivos orientales, el intimismo, lo subjetivo... En una segunda fase muchas de
estas cosas cambian o desaparecen, y dan paso a preocupaciones más reales. Se
vuelve la vista hacia lo nativo; se reivindica el paisaje; aparece una cierta
preocupación social; lo erótico cambia de la trivialidad y extremo idealismo de
la primera fase, libresca más que vivida, a un erotismo más directo, más
encendido, más voluptuoso, más material... Las fuentes de inspiración, en
general, se hacen menos librescas, y derivan hacia lo vivencial.
El lazo entre lo formal y lo
temático se tiende principalmente a base de símbolos, generalmente volcados
hacia lo bello, lo hermoso, lo exquisito: el cisne, el ruiseñor, el pavo real,
la flor de lis, el arpa...
[i] No hay que confundir Postmodernismo
con postmodernidad. El primero se refiere a la tendencia o corriente estética
que, nacida dentro del Modernismo, impulsó una especie de rectificación del
rumbo, buscando la superación de ciertos rasgos hasta entonces dominantes en el
movimiento modernista, pero sin prescindir en lo esencial de los demás valores
formales de este. De modo que, a nuestro entender, se trata de un movimiento o
tendencia dentro de la propia escuela modernista, y no de una reacción contra
ella, ni mucho menos de una ruptura. Postmodernidad, por su parte, es el
vocablo que en los últimos años se ha acuñado para designar lo que podría
definirse como un vasto movimiento de renovación de las diversas formas de
expresión cultural, que abarca, obviamente, el arte en general y la literatura,
pero se extiende a mucho más. En varias ocasiones nos hemos manifestado en
desacuerdo con ese vocablo para tal uso, y hemos propuesto mejor neomodernidad,
ya que lo moderno, entendido como lo último o más reciente, lo actual, no puede
admitir como opuesto un post, que de hecho vendría a ser una nueva modernidad,
es decir, una nueva manera de ser moderno, dejando atrás a la anterior. Pero no
una “modernidad posterior”.
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