Una apuesta que perdimos Miguel Gomes
Publicado en El Nacional
Papel Literario el 26 de junio de 2016
“Adalber
Salas Hernández es uno de los poetas jóvenes de lengua española más destacados
en lo que va del siglo XXI. El mundo de experiencias e imágenes que su
escritura ha recreado lo dotan de innegable representatividad en el contexto
venezolano”
Miguel
Gomes 26 de
junio 2016 - 12:01 am
La inclusión en antologías, el recibimiento de
importantes premios y un número ya considerable de títulos –La arena, el
vidrio: ascenso en tres movimientos (2008), Extranjero (2010), Suturas
(2011), Heredar la tierra (2013), Salvoconducto (2015) y Río
en blanco (2016)– convierten a Adalber Salas Hernández en uno de los poetas
jóvenes de lengua española más destacados en lo que va del siglo XXI. El mundo
de experiencias e imágenes que su escritura ha recreado lo dotan de innegable
representatividad en el contexto venezolano. Su obra, de hecho, se caracteriza
por un realismo menos referencial que patente en la expresión, lo que implica
una tendencia a la oscuridad y al pathos anclada en lo que ha sido la
vivencia nacional de entre milenios. Ni siquiera la prosa lírica de Río en
blanco, especie de diario de pesadumbre que evoca el suicidio de Paul Celan
en París, se disocia tajantemente de una Venezuela alienada y volcada a la
extranjería: no otro es el efecto de la datación con que se cierra el volumen,
resaltada en página aparte como si fuese uno de los poemas, “Caracas,
2012-Nueva York, 2014”. En esa melancólica norma, con todo, hallamos un sistema
regido por el claroscuro anímico y conceptual. Tal vez el poemario que mejor
ilustra los contrastes a los que aludo sea Salvoconducto, merecedor del
premio de poesía Arcipreste de Hita de Alcalá la Real (Jaén) en 2014 y editado
en España (Valencia: Pre-textos, 2015). En él me detendré. Dados los trastornos
económicos y sociales que padece nuestro país, se trata de otro de los libros
imprescindibles de autores venezolanos aparecidos en los últimos meses que podría
pasar inadvertido entre los que habrían de ser, por razones obvias, sus
lectores inmediatos.
Como ocurre en sus primeras colecciones de poemas,
esta abreva en el imperio de lo sombrío, desde hace lustros frecuentado por
diversos poetas y narradores nacionales. A diferencia de la agresividad
abstracta, casi metafísica, del Salas previo, la que surge desde los versos
inaugurales de Salvoconducto negocia, no obstante, con la mimesis y sus
estallidos neoexpresionistas calcan la pavorosa fisonomía del objeto cantado:
Caracas,
los que van a morir no te saludan.
Ya no
tienen manos que levantar,
se las
han cortado, se las han arrancado
los
perros que caminan patas arriba por la noche
o las han
perdido en alguna apuesta imprudente
y cruenta
con tu nombre […]
Respiran
tu humo, tu olor a capín melao
y carne
descompuesta y plomo
caliente
bajo el sol, que les llena
los
bronquios, les arrasa el paladar. Olor ingrato
a
camiones de basura y asfalto arrepentido.
Caracas,
todas las bocas secas son tuyas.
Te
dejamos la infancia endurecida
en unas
pocas calles, en el sabor del pan,
en el
primer atraco, la primera madrugada
ahuecada
por los disparos y la lluvia (pp. 17-18).
La violencia no se agota en la contundente entrada
en materia. Poema a poema, Caracas se erige en suprema fuente de náusea y
abyección, descrita con una lengua coloquial cuyo tono relajado depara,
imprevistamente, el supremo horror:
Mire, la
verdad es que yo tampoco
sé mucho.
Las noticias que pasan en la tele
apenas
hablan del asunto. Los periódicos
se están
quedando sin papel y tienen que
economizar
espacio, así que imprimen
los casos
más jodidos, ¿me entiende? Los más
cabilla.
Pero por ahí siguen las balas y cada
una tiene
nombre, apellido, cédula de identidad. Eso
no sale
en ningún titular. Al muerto apenas lo velan
con café
y cachitos de jamón hasta que se destiñe […].
Nadie
quiere enterarse del trabajo quebradizo de los números,
¿me
sigue? Pero igual termino preguntándome cómo
lo
logran. Cómo cuentan esos gramos de
pólvora,
impactos de bala,
avemarías
y señortenpiedad, kilos de carne
inmóvil,
litros cúbicos de sangre aturdida sobre el asfalto.
[…] ¿Por
qué insisten en seguir
registrando,
echando cal sobre el lomo del tiempo para disimular
esa carne
que se pudre? (pp.
23-24).
En una de las composiciones finales la ciudad se
vuelve, sin rodeos, espacio onírico no por ello carente de un tenor político.
Lo anterior se percibe en la sátira bestializadora del entorno, según las
reglas de género a las que un fatídico y brutal Esopo parece entregado: “Llueve
[…] El agua / cae con una intensidad que solo pertenece / a las fábulas o los
sueños. / […] / Nadie puede / decir a ciencia cierta cuándo la lluvia perdió a
la ciudad. / Escarabajos ruedan torpemente por las aceras, zamuros vigilan / el
tráfico en sus horas de ocio, cuando dejan de redactar / leyes y toman un
descanso” (pp. 87-89).
Efectivamente, en la Caracas de Salvoconducto
se reescribe el mayor clásico de la poesía política: el Inferno, aunque
el inframundo, a decir verdad, no siempre acoge a los condenados por nuestro
poeta; en sus habitaciones reside, asimismo, la lírica de lo oscuro que Salvoconducto
representa. Allí encontraremos a Góngora (p. 33), a Heráclito de Éfeso (p. 52)
o a “San John Coltrane” (p. 63). Y no olvidemos que los vecinos del apartamento
de arriba que no dejan dormir al hablante son, ni más ni menos, Paolo y
Francesca, que “todas las / madrugadas cogen, gritando hasta que la voz / los
desgarra por dentro” (p. 61). El infierno se impone como la única realidad
posible y, por lo tanto, en medio de sus suplicios, se descubre, junto a brotes
de hermosura, la capacidad de risa que alberga el sujeto lírico, antes rara vez
explotada en los escritos de Salas. Dos de las piezas más memorables de este
conjunto de poemas –y acaso de la poesía venezolana en lo que va de siglo– se
caracterizan por el humor salvaje que resulta del aprovechamiento de la
intertextualidad. En un caso, “Sonatesco y ripioso”, el blanco satírico es
demasiado claro para hacerlo evidente con la mención del nombre, pero nótese
cómo el régimen sonoro tomado de una aliteración dariana, Prosas profanas,
sirve para diluir la referencialidad casi frontal en un más allá de la razón,
una casi inconsciencia vigorosa y verbal:
El
presidente está triste,
¿qué
tendrá el presidente?
¿Será que
las transnacionales ya no lo quieren,
o lo
quieren demasiado, con el ahínco mineral
de
excavadoras, de taladros, de extractoras? […]
¡Pobre
presidente preso de sus oros negros!
¿Algún
ministro le habrá revelado por error
que una
bandera no sirve para contradecir la lluvia, para
ahuyentar
los perros del frío?
¿Por fin
habrá descubierto que país es el nombre de una huida?
¿Será que
le desafina el pulso, que tiene arritmia
el himno
patrio?
¿Habrá
subido de peso? Tal vez el uniforme militar
ya no le
queda como antes.
¿La
corbata le aprieta, la charretera le da calor?
¡Pobre
presidente protoplásmico, preso de sus predios,
proclive
a la procacidad, a la prodigiosa
perífrasis
sin pudicia, a la prevaricación,
preguntándose
si será pasteurizado,
postulado
como prohombre prehumano! (pp. 34-35).
Incluso tratándose de literatura política, el
lenguaje del buen poema sigue siendo, como lo pedía otro modernista, José
Martí, “jinete del pensamiento, y no su caballo”.
En el segundo caso al que me refería, “Carta de
Jamaica”, la voz del prócer, si bien sirve de vehículo inicialmente al
esperpento heroico –“Yo, Simón José Antonio de la Santísima Trinidad / Bolívar
y Ponte Palacios y Blanco. Yo, / rey de Tebas” (p. 82)–, pronto recibe una
insoslayable dosis de la alteridad dantesca que, como he sugerido, gobierna el
resto del poemario y coincide en el desaliento y la distancia con el Bolívar
histórico:
Muy
señor mío:
Me dirijo
a v. m. desde la maldita circunstancia del agua
por todas
partes, desde la médula tenue de la vida, que
llaman
exilio […].
Mi país
es un error de la geografía. Una promesa banal un
paraíso
inventado por sordos. Un amasijo de cuerdas y tendones,
un
revoltijo de carne con madera. La cuna de los ripios de los plagios […].
No es una
patria; es una apuesta que perdimos (pp. 82-83).
Pese a la indignación a veces no contenida, en Salvoconducto,
insistiré en ello, lo que cuenta son las vidas paralelas de mundo y lenguaje,
la confluencia de esos dos polos de la experiencia del poeta. Y la pieza final
del libro, que le da título, lo plantea a su manera, confundiendo la violencia
del horizonte nacional y los dispositivos con que el poema la aborda: “Una
madrugada de estas, las palabras van a forzar / la puerta de tu casa. Caminando
sin hacer ruido, irán a / buscarte a tu cuarto / […] / No podrás hacer
nada, tendrás una / capucha sobre la cabeza y el peso de un hierro en la
frente” (p. 90). Sin embargo, puesto que he descrito la lírica de Salas como
sistema de contrastes, también ha de observarse que el poema que así comienza
termina con su correspondiente refutación:
Las
mismas palabras que te pusieron contra la pared y te
rompieron
la nariz. Las que no tienen arrepentimientos
ni
penitencias. Las que suenan a tiros, ambulancia, patrulla,
padrenuestro.
Las que te brindan a veces un cigarro para
espantar
el hambre. Las que no están en ningún pasaporte,
en
ninguna cédula, partida de nacimiento o defunción, las que
te roban
el nombre para venderlo de contrabando.
Ellas
serán tu salvoconducto (p. 91).
Como puede apreciarse, hay algo feroz en los gestos
de este joven poeta, lo que no impide que en su decir se disciernan
preferencias no menos fascinantes y sorpresivas. Entre otras, cierto anhelo de
redención; una esperanza cuya tímida luz persevera a lo lejos.
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