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William Carlos Williams (USA, 1883 - 1963) |
Poemas
William Carlos Williams
(1883-1963)
NANTUCKET
Flores en la ventana
lila y amarillo
alteradas tras cortinas blancas—
en la bandeja de vidrio
un jarro de vidrio, el vaso
volteado para abajo, junto al cual
hay una llave —y el
blanco lecho inmaculado
ENTRE PAREDES
Las alas traseras
del
hospital en donde
nada
crece se hallan
cenizas
en las que brillan
los pedazos
rotos de una botella
verde
EL ALGARROBO EN FLOR
Entre
la
verde
tiesa
vieja
lucia
rota
rama
blanco
dulce
mayo
vuelve.
LA JOVEN SEÑORA
A las diez a.m. la joven señora
anda en negligée detrás
de las paredes de madera de su casa.
Yo paso solo en mi carro.
Entonces baja otra vez a la acera
a llamar al del hielo, al del pescado, y se queda
tímida, sin corset, recogiéndose
mechones sueltos de pelo, y la comparo
a una hoja caída.
Las ruedas silenciosas de mi carro
se precipitan crepitando sobre
hojas secas mientras saludo y paso sonriendo.
ESTO ES SÓLO DECIR
Me he comido
las ciruelas
que estaban en
la hielera,
las cuales
probablemente tú
guardabas para
el desayuno.
Perdóname,
estaban ricas,
tan dulces
y tan heladas.
EL TÉRMINO
Una hoja arrugada
de papel de envolver
del tamaño
y aparente volumen
de un hombre iba
rodando con
el viento despacio y
rodando en
las calles cuando
un auto le pasó
encima y
la aplastó
en el suelo. Al contrario
de un hombre se levantó
otra vez rodando
con el viento y
rodando lo mismo
que antes.
LA CARRETILLA ROJA
Tanto depende
de
una carretilla
roja
reluciente de gotas
de lluvia
junto a las gallinas
blancas.
MAÑANA DE ENERO
I
Yo he descubierto que la mayor parte de
las bellezas del viaje se deben a
las horas extrañas en que las vemos:
las cúpulas de la iglesia de
los Padres Paulinos en Weehawken
contra un alba humeante —el corazón agitado—
son bellas como las de San Pedro
divisadas después de años de anticipación.
VI
Todo esto…
fue por ti, vieja.
Quise escribir un poema
que tú pudieras entender.
Porque ¿a mí de qué me sirve
si tú no lo entiendes?
Pero tienes que esforzarte
Pero...
Bueno, ¿tú sabes cómo
las muchachitas retozan riendo
en Park Avenue de noche
cuando debieran estar en casa acostadas?
Bueno,
lo mismo es conmigo en cierta manera.
A UNA POBRE ANCIANA
Mordisqueando una ciruela en
la calle una bolsa de papel
llena de ellas en la mano
le saben bien a ella
le saben bien
a ella. Le saben
bien a ella
podéis saberlo por
la manera en que se entrega
a la que tiene a medio
chupar en una mano
Confortada
una alegría de ciruelas maduras
parecería llenar el aire
Le saben bien a ella.
RETRATO PROLETARIO
Una joven grande sin sombrero
con delantal
su pelo cogido atrás parada
en la calle
un pie en calcetín de puntilla
en la acera
su zapato en la mano. Mirán
dolo atentamente adentro
Le saca la plantilla de papel
para dar con el clavo
que la ha estado lastimando.
DEDICACIÓN DE UN LOTE DE TERRENO
Este lote de terreno
frente a las aguas de esta ensenada
es dedicado a la viviente presencia de
Emily Dickinson Wellcome
que nació en Inglaterra; se casó;
perdió a su marido y con
su hijo de cinco años
se embarcó para New York en un velero;
fue llevada a las Azores
llegó al garete a los bancos de Fire Island,
se halló a su segundo marido
en una pensión de Brooklyn,
se fue con él a Puerto Rico
tuvo tres hijos más, perdió
a su segundo marido, vivió una vida dura
por ocho años en Santo Tomás,
Puerto Rico, Santo Domingo, siguió
a su hijo mayor a New York,
perdió su hija, perdió al “tierno”,
cogió los dos muchachos del
mayor de su segundo matrimonio
hizo de madre —estando ellos
sin madre— peleó por ellos
contra la otra abuela
y las tías, los trajo aquí
verano tras verano, se defendió
aquí contra los ladrones,
tormentas, sol, incendios,
contra las moscas, contra las
que venían a husmear, contra
sequías, contra malezas, crecidas del mar,
vecinos, comadrejas que robaban sus pollos,
contra la debilidad de sus propias manos,
contra la creciente fuerza de
los muchachos, contra el viento, contra
las piedras, contra los transgresores,
contra las rentas, contra su propio juicio.
Ella cavó esta tierra con sus manos,
fue mandona en este tramo de hierba,
insolente con el mayor hasta que
lo hizo comprarlo, vivió aquí quince años,
alcanzó una final soledad y…
Si no puedes traer a este lugar
más que tu carroña, vete de aquí.
LA CALLE SOLITARIA
Se acabaron las clases. Hace mucho calor
para caminar a gusto. A gusto
con ralas blusas caminan por las calles
para matar el tiempo.
Se han estirado. Llevan
llamas rosadas en su mano derecha.
De pies a cabeza de blanco,
con miradas ladeadas, perezosas—
de amarillo, con géneros flotantes,
faja y medias negras—
tocando sus ávidas bocas
con azúcar rosada en un palito—
como un clavel cada una llevándola en su mano—
suben por la calle solitaria
LA JUNGLA
No es el peso inmóvil
de los árboles, el
interior sin aliento del bosque,
enmarañado de tentaculares
trepadoras, las moscas, reptiles,
los monos eternamente miedosos
chillando y corriendo
por las ramas...
sino
una muchacha esperando
tímida, trigueña, de ojos suaves...
para llevarlo a usted
Arriba, señor.
LAS CAMPANAS CATÓLICAS
Aunque no soy católico
escucho atento cuando las campanas
en la torre de ladrillos amarillos
en la nueva iglesia de ellos
suenan botando las hojas
suenan sobre la nieve en ellas
y por la muerte de las flores
suenan espantando los zanates
hacia el Sur, el cielo
ennegreciéndose con ellos, suenan
trayendo al nuevo beibi de Mr. y Mrs.
Krantz que no puede
por la gordura de sus cachetes
abrir los ojos bien, y suenan
sacando al loro de su aro
celoso del niñito
suenan trayendo la mañana
del domingo y la vejez que suma
lo que resta. ¡Que suenen
sólo suenen! sobre el cuadro
del joven sacerdote
en la pared de la iglesia anunciando
la Novena de San Antonio de la semana
pasada, suenen para el joven
cojo vestido de negro con
las mejillas hundidas con
un sombrero hongo, que corre
a misa de once (los racimos
de uvas colgando todavía
de las parras del vecino
Concordia Hall como dientes
quebrados en la boca de un
viejo). Suenen suenen
para los ojos suenen para
las manos suenen para
los hijos de mi amigo
que ya no puede oírlas
sonar, pero sonríe
y habla en voz baja de
la decisión tomada por
su hija y las proposiciones
y las traiciones de los
amigos de su marido. ¡Oh campanas
suenen únicamente por sonar!
¡Por comenzar y terminar
de sonar! Suenen suenen
suenen suenen suenen suenen
¡campanas católicas!
ADAM
Él se crió junto al mar
en una cálida isla
poblada de negros —sobre todo.
Allá se construyó
un bote y un cuarto aparte
a la orilla del agua
para un piano en que practicaba—
por pura terquedad
y firmeza de propósito
empeñándose
como inglés
en emular a su amigo español
e ídolo —el clima.
Allá aprendió
a tocar la flauta —no muy bien?
De allí fue expulsado
—del Paraíso— para probar
la muerte que el deber brinda
tan delicadamente, tan gota a gota,
con un aire tan noble
que lo esclavizó toda su vida
desde entonces.
Y él dejó atrás
todos los recuerdos curiosos que vienen
con conchas y huracanes,
los olores
y los ruidos y las miradas vagas
que los latinos saben pertenecen
al tedio y las largas tórridas horas
y los ingleses
jamás entenderán —a quienes
el deber ha señalado
con mención especial— con
un trópico propio
y con sus propias aves de alas pesadas
y flores que vomitan la belleza
a medianoche.
Pero el latino ha desviado el romance
a un propósito frío como hielo.
Él nunca ve
o poco
lo que derretía las rodillas de Adam
hasta volverlas gelatina y desesperación —y
las exhibía de una manera pontifical.
Por debajo de los susurros
de las noches tropicales
hay un susurro más tenebroso
que la muerte inventa especialmente
para los hombres nórdicos
a los que el trópico
ha llegado a agarrar.
Hubiera sido suficiente
saber que nunca
nunca nunca nunca llegaría
la paz como el sol llega
en las cálidas islas.
Pero había
un infierno negro especial además
donde mujeres negras esperaban acostadas
a un muchacho.
Desnudo en una balsa
podía ver las barracudas
esperando castrarlo
como decían.
Las circunstancias tardan más.
Pero siendo él inglés
aunque no había vivido en Inglaterra
desde que tenía cinco años
nunca regresó
pero miraba siempre impasible
el fin inevitable
sin parpadear —sin doblegarse—
al Ángel de la Muerte
que iba callado a la boca del infierno
a buscar una tarjeta de identificación,
dándole agua a la posteridad
un pasaporte británico
siempre en su bolsillo,
en mula por Costa Rica
comiendo patés de hormigas negras.
Y las damas latinas lo admiraban
y bajo sus sonrisas
se lanzaban los puñales de la desesperación
—a pesar
de tan completa prueba,
hallaban su corazón inglés invulnerable
bajo el rosado acero. El Deber
el ángel
que con el látigo en la mano…
—a lo largo de la tapia del paraíso
donde estaban sentadas y sonreían
y le chasqueaban sus abanicos
a él—
Él no tuvo jamás sino el único hogar
clavándole los ojos en el ojo
impasible
y con paciencia—
sin murmurar, silenciosamente
un desesperado invariable silencio
al inapresurado fin.
LA MESERA
No viveza (ni hace falta), sino
el silencio de sus maneras, ojos grises en
una espesura de pestañas negras.
Los ojos miran, la mirada cae.
No hay manera, no hay manera. Por cerca
que se sienta el calor de su mejilla, no hay manera.
Las ventajas de la pobreza son una piel áspera
en las manos, los gonces
rotos, las muñecas manchadas.
Seria. No como las demás.
Todas las otras son embusteras, todas menos tú.
Ven a atendernos,
atiéndenos con el pelo cogido para atrás de modo práctico
por una redecilla detrás de las orejas, a ambos lados de
la cabeza. Pero los ojos;
pero la boca, apenas (aprisa)
tocada de rouge.
El vestido negro pone el pelo negro, aunque parezca
raro, y el vestido blanco lo pone claro.
Hay un lunar debajo de la quijada, bastante debajo de
la oreja derecha.
¡Y qué brazos!
El anillo con rubí de vidrio
en el cuarto dedo de la mano izquierda.
Y los movimientos
bajo el vestido ralo cuando el peso de la bandeja
empuja las caderas hacia delante levemente al levantar
la pierna y comenzar a caminar—.
El Comité Directivo presenta las siguientes
resoluciones, etc., etc., etc. Todos los que estén
a favor exprésenlo diciendo: “A favor.” Los en contra,
“Contra”.
Aprobado.
Y a favor, a favor, a favor;
y el modo en que la campana salta escalera abajo:
ta tuk a
ta tuk a
ta tuk a
ta tuk a
ta tuk a
y las gaviotas en la ventana abierta graznando sobre el
lento
reventar de las grandes olas frías.
Oh, no encendida candela con su fina blanca
mecha, Rayo-de-Sol, Fósforos de Seguridad extrafinos
todos en una cajetilla
y la reflexión de ambos en
el espejo y la reflexión de la mano, escribiendo,
escribiendo.
Háblame de ella,
y nadie más y nada más
en toda la ciudad, ni un rótulo eléctrico de cambiantes
colores, cuatripétalas margaritas y frondas de acanto
pasando del
rojo al anaranjado, del verde al azul —cuarenta pies más
lejos.
Ven a atendernos, atiéndenos con tu momentánea belleza
que no será gozada
por ninguno de nosotros. Ni por ti, ciertamente,
ni por mí...
(De la Convención de Atlantic City)
William Carlos Williams
(1883-1963)
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