Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

El acto del burdel de Guillermo Meneses

Guillermo Meneses (1911 - 1978)

 
Fragmento extraído de la novela de Guillermo Menese titulada: El falso cuaderno de Narciso Espejo.

Si digo que Juan Ruiz y yo organizamos minuciosamente la serie de detalles indispensables para lograr el premeditado encuentro con una mujer, mentiría. No hubo en realidad el croquis preestablecido de una maniobra. Sucedió -nada más- que nuestra vida entera estaba dirigida a obtener lo necesario para realizar el "acto del burdel" y que para ello tuvimos que lograr cierta cantidad de dinero y la excusa válida para disponer de unas cuantas horas una noche cualquiera.
Porque si lo que deseábamos esencialmente era realizar el acto sexual, no considerábamos que podíamos llevarlo a cabo aisladamente, sino dentro de circunstancias que lo hicieran aparecer como una orgía traducida a los medios que nuestras condiciones de juventud y pobreza nos permitieran. "Aquello" se presentaba como el hecho central de un grupo de acontecimientos difíciles.
Es posible que aumentáramos las dificultades para engañar nuestro temor al "acto" en sí. Juan añadía determinados detalles; debíamos tener cigarrillos extranjeros -turcos e ingleses-, debíamos ir antes a un espectáculo de mujeres, de bailes, de canciones, estábamos obligados a tomarnos unas copas de licor. Ya tarde, buscaríamos las prostitutas.
Por fin, un día consideramos que teníamos suficiente dinero. Todas las cuentas estaban hechas y esa noche podría ser la gran noche de parranda. Se dijo la excusa a la madre y salimos a la calle repleta de noche, bajo la luz de los faroles. Graves alumnos del colegio de jesuítas, pobres y atildados -la corbata anudada con esmero, el traje cuidadosamente planchado, la camisa del cuello almidonado, los cabellos bien peinados de brillantina, el sombrero ladeado sobre la sien izquierda, un cigarrillo mal sostenido en la mano temblona- reíamos y charlábamos sobre un tema resbalado de la inquietante espera.
Llegamos demasiado pronto al sitio del espectáculo y la ansiedad no se calmaba por mirar las paredes, los carteles, los palcos. El teatro era un edificio enorme y feo, con la fealdad de esas casas que nunca han sido nuevas, a las que se les ha añadido algún adorno sobre su vieja suciedad, casas ampliadas o reducidas por tabiques, convertidas de uno a otro uso con el añadimiento o la supresión de una escalera, de una pared, de un nicho.
El teatro donde fuimos era un enorme y feo edificio.
Por aquellos tiempos se utilizaba en comedias, zarzuelas, rumbas y canciones. Llenaba el ambiente grisáseo y deforme una incómoda estridencia. Había allí ganas de reír y de mostrarse cordial, guapetón y macho. El olor de perfume llegaba a las narices mezclado de una insinuación de lodo, podredumbre, orines y sudor.
Aquella noche el espectáculo era la sucesión de pequeños motivos donde mujeres medio desnudas cantaban melodías sentimentales, populares, picaras. ¡Cuánta angustia frente a los groseros movimientos de aquellos cuerpos vestidos de brillos y movimientos, tan atractivos en la distancia y en la luz de los reflectores y tan terriblemente molestos si se pensaba que la mujer podía acercarse, decir una cuchufleta, un chiste, una palabra burlona en relación con la juventud y la timidez!
La perversa intención que allí nos llevaba era la de ponernos en contacto con el mundo cuya existencia habíamos sabido siempre cierta -mundo al cual pertenecían muchos de nuestros más profundos y personales pensamientos- y ante el cual se había extendido hasta entonces una prohibición firme, permanente. El oscuro mundo de la borrachera, del jadeo, de la sangre, del pecado estaba presente bajo la amarilla luz de las candilejas. Aunque no podíamos dejar de considerarlo como un oscuro y atrayente abismo, se nos presentaba también como gozoso juego de encandilamiento, cascabel y risa, dentro del cual la tristeza misma era un adorno dulce y brillante, como la lentejuela que se encendía de luz azul junto al ombligo de la rumbera.
Difícil decir los sentimientos del adolescente ante los desnudos cuerpos blancos o morenos, ante la mezcla de piel y brillo, de ojos pintados y plumas multicolores, de roja sonrisa y repiqueteo de tambor.
Estaba sumergida en azoro, asombro y maravilla la pequeña alma asomada sobre aquella brasa que ardía en gritos de temor y gracia. Podría decir que, en aquel instante, Juan Ruiz y yo éramos, ambos, Narcisos admirados de nuestra imagen reflejada en aquellos chispazos de fanfarrona locura que eran los cuerpos femeninos, adornados de su desnudez.
A la salida del teatro, de pie bajo el foco de luz del farol esquinero, miramos cómo se iba desparramando la multitud a lo largo de las calles.
Cerca del teatro comenzaba el barrio del vicio, sobre cuyas aceras oscuras caía la luz de las ventanas iluminadas donde se mostraban mujeres ostentosamente pintadas, descotadas, apretadas en sus vestidos: mujeres que mimaban la comedia de la invitación y del deseo; mujeres que llamaban en voz baja y proponían los juegos del sexo; mujeres que cantaban muy bajo una canción de amor.
Ante nosotros, las calles del vicio extendían sus sombras y sus llamas. - ¿Vamos hacia allá?
-Primero vamos a tomarnos unos traguitos. Ya lo dijimos - afirmó Juan.
Así lo habíamos pensado. Era necesario llegar hasta la mujer -hasta una mujer, cualquier mujer de aquellas - con unos tragos de aguardiente adentro, el cigarrillo humeante en el rincón de los labios, el aspecto bravucón de un altanero tipo de donjuán despreciativo. Muchachos que apenas si habíamos probado un vaso de cerveza o una copita de moscatel, soportamos mal el caliente sorbo de ron. Después caminamos aquellas calles de misterio, de sombra, de brasa, atentos a que una voz o un gesto nos detuvieran.
Así sucedió.
Cuando salimos de aquella casa, Juan Ruiz dijo (y yo creo que lloraba):
-Qué porquería, mi hermano!
Es posible que yo sintiera igual, pero la sonrisa que me había sujetado en el rincón de los labios como un cigarrillo, me impedía cualquier comentario y me daba la certeza de que con el "acto del burder había cumplido un requisito necesario.
Es posible que una lejana y poderosa voz quisiese repetir en los fondos de la conciencia que el cuerpo desnudo es la negación de la luz.
De todos modos, aquello estaba hecho y era, al menos, la justificación de la falsedad confesada al Padre Iturriaga.

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