Armando Rojas Guardia |
Diario 2016
Armando Rojas Guardia
Marzo
1
Sí, lo sé: contra mis dibujos conceptuales de
la belleza del mundo conspira el escándalo del sufrimiento del inocente. ¿Por
qué el tábano vivo de ese dolor tan constante como aparentemente sin sentido?
¿Es compatible afirmar que el mundo es bueno y bello con la constatación de que
en medio de él aflora, de modo impenitente, el sufrimiento, sobre todo el que
acomete a los seres que no parecen merecerlo?
Un primer intento sensato de respuesta a
estas preguntas consiste en postular una obviedad que pasa a menudo
desapercibida: el dolor es consecuencia de la finitud. Una finitud perfecta, no
sufriente, sería tan absurda y contradictoria como un hierro de madera o un
círculo cuadrado. Dios decidió crear la finitud como una realidad-otra,
distinta de él mismo, precisamente porque esta, siendo diferente de su Creador,
podía ser su interlocutora y el objeto
de su amor. Un mundo perfecto hubiera sido otro Dios: la disparatada
realización de un narcisismo divino, tautológico. El dolor presente en el
universo es el precio a pagar por la realidad autónoma de lo creado, que no es
un mero espejo donde Dios se automira y se autoadmira, regodeándose
vanidosamente en sí mismo, sino algo en verdad disímil de su perfección
infinita y, por eso mismo, auténtica alteridad respecto de él, amada por él
como tal-otra.
Pero hoy no deseo proseguir esa línea
reflexiva. La dejo aquí como simple apunte. Me interesa, más bien, atender a la
interpelación que nos hace el libro de Job, porque ella aventura la respuesta
de la misma belleza del mundo al enigma del sufrimiento. Como es sabido, allí,
en el corazón de la Biblia hebrea, del Antiguo Testamento, ese libro finaliza
desplegando ante el doliente Job las preguntas que, a través de la imponencia
de la belleza creada, formula el Creador a su criatura: desde los “vítores de
los astros” hasta “la arrogancia de las olas del mar”; desde los espacios terrestres “teñidos por la aurora”
hasta la “salida a su hora de todas las constelaciones”; desde “la casa de la
luz” hasta “los depósitos de la nieve” y “los graneros del granizo”; desde “la
ruta del relámpago y el trueno” hasta “las crines que viste el cuello del
caballo” y los “huesos de bronce” del hipopótamo, la belleza del mundo, al mostrarse como un vasto tapiz ante el atónito
Job, va haciéndose preguntas, en realidad una sola pregunta tan insondable que
ella misma comunica sentido, incluso para el hombre que cree que su sufrimiento
no lo tiene, que carece toda posible significación. Se trata de la belleza
universal como sacramento privilegiado del misterio de Dios. Es, en el libro,
una belleza teofánica: patentiza la gloria cósmica que viene a ser
soteriológica, es decir, salvadora, porque la inconmensurabilidad majestuosa
del mundo creado estalla, ella misma, de sentido, haciendo enmudecer, en el
asombro –al arrastrarlo hacia sí- el aparente sin sentido del dolor;
transformando a este en cifra enigmática, pero no en mentís o negación, del mismo
misterio. La creación es la respuesta a la interrogación interpelante de Job.
La creación testifica que en ella palpita la afirmación ontológica, el SI
metafísico que el Creador ha impreso en las cosas. Tal vez por eso, aunando
metafísica y estética –como lo hace el libro bíblico que comento-, escribe
Nietzsche esta lacónica pero significativa nota en la primavera de 1888: “El
arte afirma. Job afirma”. El libro de Job no nos consuela, pero hace por
nosotros algo más crucial: nos coloca en la órbita existencial del asentimiento
(el trágico y jubiloso “Amén” nietzscheano, el estado del niño en el que
culmina la triple metamorfosis: “un nuevo comienzo, un juego(…), un movimiento
primero, un santo decir sí”).
2
La necesidad de la adoración es, en el ser
humano, indesterrable. Por eso para la tradición bíblica el pecado por
excelencia es la idolatría, la pleitesía y el culto que ofrendamos a los
ídolos, sustitutos “religiosos” de aquel a quien se nos convoca a amar con toda
la mente, todo el corazón y todas las fuerzas (Mt 4, 10) en el único tipo de
adoración que no nos envilece, disminuye y degrada porque nos hace libres. Los
ídolos, por el contrario, nos esclavizan: el poder, el dinero, el placer
inmediato comprado por la compulsión consumista, el sexo entronizado para
satisfacer las demandas más pornográficamente deletéreas del instinto: por
todas partes se percibe, en la sociedad contemporánea, la seducción
esclavizante de estos ídolos a los que el hombre se rinde y somete, adorándolos
de manera tácita o explícita.
La belleza del mundo, tal como ella se
despliega ante los ojos de Job, y ante los nuestros cada vez que la percibimos
al modo griego, es decir, desde la “aísthesis” (la percepción sensorial que
consiste en “olfatear” e “inspirar” –quedándose uno sin aliento- el universo:
eso significa el vocablo “aísthesis”), nos convoca a un asombro agradecido que
encuentra su expresión religiosa más idónea en la adoración convertida en
instinto del alma resonando dentro del propio cuerpo: la belleza del mundo, teofánica
como es, deletrea para nuestra admiración el misterio inefable que llamamos
Dios.
Recuerdo que una mañana, en el noviciado, al
estar yo haciendo oración a primera hora del día mientras caminaba muy despacio
por una de las enormes terrazas de la casa, abierta a un paisaje de pinos,
eucaliptus, acacias, naranjales y palmas estremecido por la euforia del viento
helado que lo hacía resonar como un órgano de basílica, me sobrecogió la
intuición inolvidable de lo que es ese vértigo a través del cual el hombre,
llevado por un cántico interior de alabanza, se prosterna ante aquel misterio
inefable. En la liturgia católica hay un momento, la “proskynesis”, en el que
el celebrante, totalmente acostado boca abajo en el suelo, expresa con su
cuerpo ese rapto casi extático frente a la sobreabundancia de sentido que vislumbramos
en el último horizonte de la vida, convocándonos.
El islam, de acuerdo a su profundísima noción
experiencial de la trascendencia de Dios, ha desarrollado un denso y particular
sentido de la adoración. A todo lo largo de cinco veces al día, el musulmán
debe prosternarse para adorar a quien nombra no solo el Único y el Altísimo,
sino también el Apiadable, el Compasivo. El tercer movimiento corporal de su
plegaria estriba precisamente en el “suyud”, la postración. Dice al respecto
Ismael L’Aziri Botifoll, un islamista de
la comunidad mahometana de Manresa: “La frente, la nariz, las manos y los dedos
de los pies han de tocar el suelo. La postración es el momento en el que estamos más cerca de Dios. No
existe definición ni explicación para la postración (…) Ahora ya no somos ni
siquiera ummah, una asamblea creyente, somos parte íntegra de la Creación,
estamos en confluencia con todo lo que en este instante está en adoración,
material o inmaterial, vivo o inerte. Solo nuestra conciencia se resiste a este momento, pero ahora ha cedido
¿Dónde ha quedado la soberbia? ¿Dónde ha quedado el egoísmo? ¿Dónde la envidia?
Ahora han quedado atrás, han sido incapaces de hacer la postración (…) Ahora
únicamente queda preguntarse: ¿Puede alguien resistirse a vivir sin
postración?”. Razón tiene Steiner cuando afirma: “La estética islámica es una
gramática del asentimiento”
El lector del libro de Job es conducido a una
experiencia estética que sirve de prolegómeno a la adoración. En pocos textos
de la literatura religiosa, como en él, la belleza constituye la ventana
abierta al gran aliento del mundo, a la infinita y silenciosa presencia de
todo. La última gracia mística que experimentó Thomas Merton, apenas unos
cuantos días antes de su muerte, le sobrevino en el interior de un templo
budista situado dentro de una cueva excavada en plena roca (en las afueras de
Colombo, India). “No recuerdo –escribe en su Diario el 4 de diciembre de 1968-
haber tenido nunca antes en mi vida una sensación de belleza y vitalidad
espiritual que haya desembocado en una iluminación estética”. La fusión de
iluminación estética y experiencia espiritual es la que nos depara la lectura
del libro de Job. La belleza del universo es, a su intransferible manera, la
respuesta a la pregunta lacerante que nos hace el dolor, porque, como afirma Martin Buber, “la misma creación
significa ya la comunicación entre el Creador y la criatura”. Dios, según
Buber, se ofrece en última instancia él mismo a Job: él es la respuesta. El
mundo, en su abismal hermosura, como la aritmética sagrada, sacramental y
palpable de su cercanía. Bajo su impronta, nos sobrecoge el sentimiento de la
inconmensurabilidad de la existencia.
4
Hoy mi cena consistió en unas galletas
acompañadas de queso de cabra y una taza de té negro endulzada, a falta del
inconseguible azúcar, con un poquito de miel. Fue una comida frugal y, sin
embargo, no se me escapó, mientras la paladeaba, que tanto el queso de cabra
como el té y la miel son lujos inalcanzables para la mayoría de mis
compatriotas en esta hora de carestía y escasez que vive mi país. Como en la
República de Weimar, muy pronto en Venezuela una cajetilla de cigarros –otra de
las opulencias que, con dificultad pero también con poco saludable
empecinamiento, puedo permitirme- costará una fortuna de miles, si no de
millones, de bolívares. Un gobierno inepto hasta la insensatez, que todos los
días viola la legalidad democrática y que solo está sostenido por el poder
militar desnudo, ha desatado una crisis humanitaria de proporciones bíblicas:
por primera vez en mi vida tengo amigos que conocen el hambre. Mueren los niños
y los ancianos por la ausencia de medicinas e insumos clínicos. En estas
circunstancias, esta noche, al cenar, recordé aquel “Dichosos los afligidos”
del capítulo 5 de Mateo: Jesús no cuestiona ni niega la risa como plenitud
existencial; simplemente nos invita a una aflicción empática, solidaria, que no
se permite olvidar, en medio de la experiencia de la alegría, a todos aquellos
que no pueden compartirla porque padecen carencia y necesidad, el dolor nítido
y neto de la imposibilidad en cualquiera de sus formas. Ruego a Dios, porque
solo él puede otorgármela con creces, que me conceda la gracia de que aquí,
dentro de mi eventual bienestar, yo no sea nunca indiferente a ese dolor.
5
La estética propugnada por algunos pensadores
de la llamada postmodernidad, como Lyotard y Vattimo –sobre todo el primero-
corrige nuestra cómoda y burguesa captación de la belleza como deleite
producido por la mera armonía formal de los objetos. Apoyándose en la teoría de
lo sublime de Kant y en los postulados antimetafísicos de Heidegger –su
búsqueda de sobrepasar la tentación de hablar objetivamente del Ser, confundiendo
a este con el horizonte circular de los entes-, la estética que tales
pensadores desean fundar lo es de lo Innombrable, cuando la imaginación fracasa
y no consigue representar un objeto que está más allá de las posibilidades
definitorias y expresivas del lenguaje. Atendiendo al versículo 4, capítulo 2,
del libro del Éxodo –“el pasaje más sublime de la Biblia”, según Lyotard-, el
que contiene la severa prohibición de representar en imágenes lo Absoluto, los
filósofos postmodernos nos hablan de “una estética de lo Impresentable”,
aludiendo a algo concebible pero que no se puede ver ni hacer ver: la estética
del sufrimiento-gozo que se niega a la
consolación de las formas bellas, indagando en la posibilidad de presentaciones
insólitas, nuevas, no para mover al simple goce de ellas sino para hacer sentir
mejor precisamente el rastro, la huella de lo Impresentable: una estética de lo
heterotópico, o sea, que no funciona por analogía –como la postulada en El
Banquete, de Platón- sino a partir de la desemejanza, de lo radicalmente-otro y
diferente. Las “bellas formas” apresan muchas veces solo ilusiones, ídolos en
el sentido bíblico de esta palabra: representaciones tranquilizadoras pero
ajenas a la inconmensurabilidad de lo real.
Este tipo de estética conecta con lo más
central de la propuesta evangélica. En la cruz no hay nada bello, a pesar del
tratamiento esteticista que las artes plásticas occidentales han hecho de ella:
la cruz es la imagen de un espantoso asesinato; en ella solo hay un hombre reventado
por la tortura física y psicológica, desangrándose frente a la befa y el
escarnio de los que lo contemplan. Lo único bello que hay en la cruz es
el gesto moral de ese hombre solidarizándose a través de ella con todos los
crucificados de la historia humana. La cruz es la heterotopía pura: lo otro, lo
diferente contra lo cual se estrella toda la idolatría consoladora de una belleza manipulable, hecha a la medida
de los espejismos mas ficticios de nuestro deseo.
6
Un millón setecientos mil venezolanos han
salido del país debido al cáncer económico, político y social que ha hecho
metástasis en nuestro organismo colectivo. Por mi parte, ya he dicho en estas
páginas que sé muy bien, con una convicción visceral y entrañable, que no
podría vivir, ni morir, fuera de Caracas. La memoria de mi cuerpo (¿y qué es un
país sino la memoria de un cuerpo?) hunde sus raíces en el subsuelo espiritual
de una comunidad histórica específica entrelazada con una geografía también
concreta y determinada-(soy, ante todo, un caribeño: una de las células
germinales de la conciencia que tengo de mí mismo en relación con la
materialidad del mundo, e igualmente de mi historia psíquica, la constituye la
visión de la cordillera de la costa precipitándose a pico sobre la lámina
meridianamente resplandeciente del mar, tal como podía contemplarla, en mi
remota infancia, desde la carretera que va enhebrando los cerros del litoral
central). Des-terrándome (y un exilio se efectúa de muchas maneras: existe el
des-tierro interior), solo conseguiría convertirme, como ser humano y como
escritor, en “un hongo de museo, una polilla de libro y una telaraña de piano”
(tres metáforas de Arturo Uslar Pietri).
7
Visitar La Candelaria en compañía de Alejandro,
quien ha vivido allí toda su vida, es un verdadero privilegio. El conoce cada
rincón, cada recodo de ese sector de Caracas que me hace recordar la afirmación
de Uslar Pietri según la cual una auténtica ciudad, la que de veras puede
llamarse tal, no es una mera aglomeración de casas y edificios sino "una
escuela de vida" y "un cartabón de estilo". La Candelaria,
recorrida a diestra y siniestra teniendo a Alejandro como guía, constituye
efectivamente una vida urbana con estilo. Tal vez porque la inmigración
española -sobre todo la canaria- y la italiana, que desde hace mucho tiempo han
contribuido, de manera decisiva, a configurarla, provienen de países con
bastantes siglos acumulados de estilística citadina, La Candelaria patentiza,
aun en estos tiempos de penuria, disolución institucional y delicuencia
indetenible, una Caracas levantada a escala humana, evocadora del orbe cultural
de la "polis" griega y la "civitas" latina: en ella se puede
disfrutar, no solo de los estímulos que ofrece una vida comercial abundante y
asequible, sino también una convivencia vivaz y como sabiamente modulada. Es un
placer estar sentado en la plaza a la espera de que Alejandro vaya a buscarme
para subir juntos a su apartamento, y contemplar desde allí ese
desenvolvimiento, multitudinario, pero nunca agobiante,. de una existencia
urbana que obedece a un "tempo" propio, a un ritmo intransferible,
diseñado para la vida doméstica, la compra-venta de productos de todo tipo, el
solaz del ocio e incluso -algo insólito en una Caracas gobernada por la
preeminencia del automóvil- el paseo del peatón y del "flaneur". Con
Alejandro se puede saber de inmediato dónde almorzar o merendar, dónde adquirir
un ramo de crisantemos o de gladiolas, dónde agenciarse pastillas de jabón de
baño (en este contexto histórico dentro del cual el generalizado
desabastecimiento ha alcanzado a los artículos para el aseo personal), dónde
tomarse plácidamente una cerveza o un gin-tonic, dónde sentarse a conversar con
el entusiasmante telón de fondo de la charla sostenida por los parroquianos y
visitantes ocasionales que pueblan las tascas, los cafés y las fuentes de soda.
Vivir con estilo: esa es la lección espiritual que La Candelaria, al menos la
conocida a través de los ojos de Alejandro, preserva, cultiva y desarrolla para
todos nosotros, huérfanos de civilidad, de urbanidad genuina.
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