Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Cuento: La metamorfosis de Héctor Malavé Mata

 

 

Héctor Malavé Mata (Venezuela, 1930 - 2020)

Héctor Malavé Mata

 La metamorfosis

 

… Ni los vivos ni los muertos

podían reclamarlos;

era a la vez el uno y el otro,

él mismo, todavía inaccesible.

                                 D.H. Lawrence       

 

Su embrión, su leve racimo de carne, había dormido en el grávido vientre de Dauna Villa, hasta que una noche brotó de la entraña. Los destellos de luna llegaban hasta el camastro, salpicado de sangre, todavía fresca como gotas de milagroso zumo virgen. Un grito – “Contigo nace la semilla de mi muerte” – señaló su comienzo. Una mano opaca, de gruesas nervaduras, le dio el bautismo sobre la frente. Vivirás en el corazón de una piedra como un escarabajo que se oculta debajo de la tierra y jamás asoma el cuerpo, triturándose lentamente para volverte polvo y arena, y mientras mi tumba se erosione con el tiempo, te volcarás en el aire, buscando mis propios cabellos, hasta enredarte en las crines de un potro salvaje que galopa desbocado tras un huracán de cenizas. Hay en ella la huella apagada, casi invisible, de un demonio fugitivo”. Desde entonces la tierra devoró para siempre sus noches.

El camino era como una larga víscera encantada. El hombre, desafiando filos de pedernales. Había tomado aquel camino para escapar hacia tierra sin nombres. Atrás sus huellas se disipaban como brumas al viento, mientras un resto de crepúsculo, debajo de las nubes, caía entre los ribetes del horizonte. Más atrás, como envuelto en manojo de candela, quedaba el muñón de la cola de un dios, la verdadera historia, todo aquello que había sido contado con voces febriles en las noches.

El viento surcaba el espacio con rumor de cabriolas, como en despliegue de ruidosas alas increíbles. Un perro aulló y con el aullido vinieron las palabras. Eran varios los hombres. Hablaban sólo de aquella historia. Uno se detuvo de pronto y comentó: “Ella vino del pueblo de Daunote huyendo de la bestial locura de Melvio Santos, antes que la crueldad de Melvio terminara en los manglares de Sacarillo”. Otro dijo después: “Aquella tarde llegó desamparada a Cantarrana, y desde entonces su vida fue como la de una mariposa que en las noches aletea sobre un espejo roto”. Ñico Prisco, oculto en la maleza, había oído en silencio las palabras de los hombres. Luego lo estremecía allí mismo el recuerdo: Mientras Mauro Canche permanecía todos los días jumo y bañado de sudores, era yo un pedazo de carne dentro de un vientre que se agrandaba poco a poco. Ahora, llevando a cuesta la herencia de sus culpas, sólo puedo imaginarlo como un demonio fugitivo, aunque sus apetitos no hayan sido totalmente infecundos. Atrás, muy cerca de la cabecera del llanto, quedaba la verdadera historia de una metamorfosis invertida. 

Al principio fueron los restos de animales muertos, el sol abrasando las costras vegetales, las ramas secas arrastradas por las aguas del río, el viento de las noches resbalando en el plumaje de las aves dormidas. Después fue aquel camino con sus malos rastros, y finalmente ella, desgreñada y cubierta con unos trapos sucios, huyendo de la locura de Melvio Santos. Desde esa vez su vida continuaba aquel tránsito de sangres encendidas, en el que se sumergían hombres y mujeres para luego quedar desvanecidos, inmóviles, llenos de náuseas, como juntados por un cordón de saliva indeleble sintiendo la tibieza de una efusión incontenible. Allá también estaba el idiota que en las noches creía arrancar estrellas al cielo y el hombre del labio leporino que remedaba su imagen en el espejo.

Quien primero la vio fue Justo Lapio, con su mirada fuerte, penetrante. En aquel momento pudo haber dicho: Aquí tu vida será como la de una mariposa que aletea en las noches sobre un espejo roto. Cuando Dauna Villa, en su sueño, vio nubes blancas que caían como gotas de leche, alguien en la penumbra posó los dedos en la fatal umbría de su carne, acarició su rostro, flotante como un cisne, y adivinó en sus ojos el temor amoroso de la mancilla; palpó después su vientre y le dijo con una predicción vuelta sentencia: “Cuando el verano vuelva despertará tu sexo como plumaje de cuervo, y tu cuerpo se encenderá de fiebre oliente a quemaduras de sol”. A medianoche le habló susurrante al oído: “Cuando tu boca pruebe de nuevo leche y miel, tu vientre se volverá redondo como fruta de tibia carne”. La mujer había sentido en sus entrañas la simiente del hombre intemperante y ebrio. Por eso se deshizo el humo de su sueño, y al día siguiente se sintió llena de náuseas, como fustigada por el miembro de un animal en celo.

Fue entonces cuando apareció en su destino la mancha del demonio fugitivo. Su vida, su verdadera vida, así quedaba entre aquel despertar y el llanto último derramado junto al cajón de cedro. La trama comenzaba donde Justo Lapio la vio con sus ojos potentes, desde el momento en que su vida iniciaba una metamorfosis invertida. Siempre entre la locura del hombre que creía arrancar pencas de lumbre al cielo y la obsesión del hombre de labio leporino que parodiaba su figura en el espejo. Como para que Dauna Villa hablara nada más que con el pensamiento. Hay aquí un juego de puñales, con hiel y veneno en sus puntas, hecho con los malabarismos del demonio en este cuarto de continuas violaciones nocturnas. Entonces las lágrimas del hombre de labio leporino turbaban el velo de la noche. A Mauro Canche se le veía llegar, sonreír con el idiota cazador de estrellas y sumergirse luego entre las voces tabernarias. En el umbral del cuarto una vez dijo: “He vuelto para darte lo que no me has pedido”. Dauna Villa sintió después el latido de su sangre en todo el cuerpo y pensó Mi voluble carne incorregible me ha arrastrado a este sitio de funestas tentaciones. Mi vida ha flotado sobre este tremedal al cual afluye la ciega pasión de quien no sabe distinguir entre el fracaso y la fugaz entrega.

Sólo bastaba que aquel lugar quedara en la penumbra para que Mauro Canche, con sus ojos profundos, observara a la mujer, cubierta apenas hasta el bajo vientre. Dauna Villa sentía la húmeda semilla de la noche en sus entrañas. También las palabras metidas en su pensamiento. Yaces aquí, sobre mi voluntad, junto a tus propias culpas, porque llevas adentro un oscuro demonio que se desfigura tu existencia y la mía, inculca en nuestros cuerpos el tormento que nos arrastra hasta este torbellino, donde el suplicio será menos terrible cuando de la copulación de la sangre no haya herencia de humillación y daño. Otras veces reía el idiota, o azotaba a su imagen entre risas y llantos el hombre labio leporino, cuando ella encendía la voz detrás de la puerta. “Déjenlo ir por donde vino”.

Pronto llegó el día en que Dauna Villa sintió brizna de vida en sus entrañas. Mauro Canche, entre tanto, se volvía oscuro demonio fugitivo, allí donde Justo Lapio lo veía trastornarse como alguien que sin fuerzas se embriaga para dar sustancia a sus delirios. Hasta que la noche puso el filo ensangrentado entre unas manos torpes, o quizás sobre la rabia del hombre de labio leporino, y no se supo si fue el idiota o el mismo Justo Lapio quien lo vio, por última vez, sangrando sobre la tierra. Alguien sin decir palabras pudo haber dicho: Tan sólo fuiste, Mauro Canche, un demonio penitente que morirá definitivamente cuando tu huella se borre con el pasto rumiado de algún buey que en las noches brame por los abrevaderos de tu carne. Aun cuando puede haber en el mundo más armonía por una mujer que peca y se arrepiente que por muchas mujeres castas sin necesidad de penitencia, en ti quedarán encendidas tus manchas, las mismas de todos los hombres que ignoran el tiempo de su expiación cuando asimismo desconocen el tiempo para la absolución de la mujer prostituida.

Dauna Villa sentía caer gotas de leche sobre su pecho. (“cuando el verano vuelva, tu vientre se volverá redondo como fruta de tibia carne”), hasta que una noche el hombre de labio leporino dejó escapar la rabia, y el idiota desapareció, dejando atrás el llanto del recién nacido. La mujer despertó con un grito (“contigo nace la semilla de mi muerte”), y afuera, apoyado sobre un viejo tronco, Justo Lapio quiso que en sosiego brotaran sus palabras. “Una madre pare un solo hijo, aunque alumbre después a muchos otros, y es porque sus penas se repiten siempre por un mismo pecado. En medio del delirio, reducido a aquellas siete palabras del alumbramiento, una mano opaca, de gruesas nervaduras, dio sobre la frente el bautismo. Vivirás en el corazón de una piedra como un escarabajo que se oculta debajo de la tierra y jamás asoma el cuerpo, triturándote lentamente para volverte polvo y arena, y, mientras mi tumba se erosione con el tiempo, te volcarás en el aire, buscando mis propios cabellos, hasta enredarte en las crines de un potro salvaje que galopa desbocado tras un huracán de cenizas.

Ñico Prisco permanecía inmóvil bajo un cielo poblado de tinieblas. Cuando la oscuridad bajaba hasta sus párpados, sentía que él mismo se precipitaba hacia el fondo de su pesadilla. Y fue al instante su propio pensamiento. El delirio de Dauna Villa pudo haberse convertido en el eco del vagido de un feto que se ahogaba en el llanto. Pero mi nacimiento no pudo suceder sin su dolor y ahora y ahora estoy aquí como una estatua de tierra blanda que puede desmoronarse con una carcajada. No pienso en la victoria de haber nacido, porque la vida entera no es suficiente para ganar la indulgencia o la gracia eterna, aun viviendo todo el tiempo en una penosa preparación para estar luego perpetuamente muerto.

Sobrevivo la calma y en la mente de Ñico Prisco se agolparon las palabras como en fragmentos de una vieja sentencia. No irás muy lejos, no irás muy lejos porque el camino es rumbo por donde apenas andan los pasos del silencio. Estaba allí, asentado en el mismo lugar, como extraviado que asomaba su descarrío allá por los albores del éxodo bíblico, con el semblante ahora transido por la tristeza que le causaba el cielo sin estrellas. Recordaba que alguien cuando niño le había contado la verdadera historia. Mauro Canche había amado a Dauna Villa con el mismo deseo de quien teniendo un miembro gangrenado anhela la rápida amputación que lo librará para siempre de su averiada carne.

Aun así debía cargar con todo aquello que comenzaba donde y cuando Justo Lapio la vio con su mirada recia, continuaba en su recuerdo (el viejo Lapio lo tuvo en crianza, y pudo ser quien cuando niño le contó la verdadera historia) y terminaba no ahora (uno muere repetidas veces, se había dicho) en la magra carne flagelada, sino cuando su cadáver después fuera arrojado en un negro ataúd o simplemente amortajado en sábanas que recordarán la efusión de aquel alumbramiento, y al cabo su memoria haya desaparecido para siempre. Allí acabaría todo porque entonces el viejo Lapio hablaría nada más que con el pensamiento. Si bien se conoce cuando se viene el mundo, jamás se sabe el día detrás del cual se cierne la inmensa noche eterna. O apoyado sobre el viejo tronco de roble cavilarían sin pronunciar palabras. Tal vez un cadáver sin sepultura es menos aterrador que cualquier criatura desprovista de ojos y de alma… Somos perenne fracaso de ser Dios porque nuestras pasiones nos hunden sin salvación en una ciénaga sin fondo. Caemos en ella porque gustamos más del Infierno (las tentaciones terrenales…) que del purgatorio a que estamos condenados para alcanzar el cielo, allá donde dicen que las almas se adornan con hilos de alabastro. En nuestra obsesión o nuestra lucha por seguir a Dios nos acercamos más al Demonio, ese oscuro lagarto que deposita en nuestra carne una rabiosa fiebre mamífera, inyecta en nuestra mente un ebrio tormento epiceno. Somos constante fracaso de ser Dios por nuestra continua fornicación con el Demonio.

Ñico Prisco sentía en lento desfallecimiento cómo sucumbía su cuerpo en el recuerdo. Le parecía que en él mismo sólo hubiese quedado una mitad de su cuerpo. Aún así quería prolongar la marcha, pero todo era inútil. Caía después en una mezcla de resignación y tormentosa renuncia. En el vértigo se sentía arrastrado por la fuerza de un huracán invisible, mientras el viento cabriolaba y el cielo se tornaba más claro, con lunares de ámbar que anunciaban la noche. Ñico Prisco, inmóvil y callado, comenzaba a observar en las nubes la forma del lagarto, del hipocampo, del diplodocus, del águila rompiendo las mortajas de un cadáver furtivo, del balandro rasgando un mar de espumas, de un mendigo de guedejas luminosas que cabalgaba sobre los hombros de un gigante negro, las barbas de un santo solitario. Más arriba se extendía un arco iris, debajo del cual galopaba, después de la última victoria universal, el Gran Jinete, en el caballo blanco, guiando sus huestes a través de la gran masa cósmica, con las sienes enrojecidas por la sangre telúrica, llevando en la boca la espada refulgente del Verbo del Juicio. De la superficie de las aguas ascendías los ángeles de los cuatro vientos a ubicar el arca testamentaria de la acción de los cielos, muy cerca del iris que decoraba el rostro de Dios. Al instante un ángel de ojos místicos golpeaba mortalmente a la serpiente hostil, y sereno aparecía después en el Averno con una espiga escarlata en la mano.

Ñico Prisco como encantado miraba una doncella labrada en protoplasma de los cielos, apoyada sobre un pedestal de blancos musgos mientras se despojana cautelosamente de sus gasas hasta exhibir su virginal cuerpo de leche. Más allá, rompiendo el abanico de nubes, un saurio gigantesco mostraba sus fauces, sus vigorosos miembros, su coila hundida en las abras del Génesis. La doncella, alumbrada con terso resplandor celeste, retrocedía tímidamente, sinuosa plena convirtiendo en jirones los velos siderales. El saurio avanzaba hacia ella. La mujer aceleraba la marcha dejando atrás cortinas de nubes transparentes. La bestia avanzaba hacia su desnudez mancillando el velamen del cielo, agitando sus garras como en las fábulas, como en el duelo de los mitos. Era la lid en la forja errante de la querencia.

Ñico Prisco veía después un dragón que despertaba de su sueño invernal y corría a custodiar la inmunidad del cielo, a la gran diosa coronada de estrellas, que no era la doncella fugitiva sino la creadora de la maravilla de la noche. El saurio, entre tanto, recorría con su hocido el milenio sombrío del Apocalipsis. La mujer jadeaba, su rostro tornábase más puro, su cabellera se desmantelaba lentamente por los bufidos de la bestia, el cuello le caía con gracia sobre el arco luminoso de los hombros, para que éstos facilitaran el trayecto hacia la cumbre de los senos; más abajo, en la declinación del cuerpo, nacía el vientre, redondo y marfilino, limitado hacia los lados por caderas de ánforas; en la unión de los muslos, como tatuando la vertiente del sexo, aparecía el pubis virginal, umbral del sensible rumor de las entrañas. Detrás del séptimo abalorio de la ira, el saurio, retorciéndose en el vasto resplandor de la noche, movía los miembros, agitaba sus testículos en equilibrio fálico. La doncella, esbelta como cálamo, columpiaba en la brecha de las nubes. La bestia se le acercaba con estruendo de atabales. Los dos, brevemente después, quedaron confundidos en una sola masa, trabados en la cima del éxtasis. Del ayuntamiento se originó la concepción elemental, la gestación de la gota madre en el espejo. Sobrevino la flama del relámpago seguida por el fragor del trueno, y luego el plasma derramado del cielo.

Ñico Prisco oyó al instante el rumor de la lluvia. Lo que antes fue faja amarilla para sendero de las lagartijas era después camino de aguas vaporosas para tránsito de espejismo. Él, que en otros tiempo pudo galopar millas y leguas, burlando al demonio en sus propios rediles, ahora estaba allí, como un hambriento animal jíbaro tirado por la gleba salvaje, como si el mismo demonio lo llevase a atisbar, en la severidad del castigo, la embriaguez sanguínea de la prostituta a horcajadas sobre la bestia bermeja del Apocalipsis. Como hablándole a alguien, musitó apenas con el pensamiento. No puedo avanzar, me lo impide el duende terroso que se mete en mi cuerpo con toda la fuerza que le hace falta para tener razón. En la mente se le juntaron de nuevo las palabras como fragmentos de una vieja sentencia. No irás muy lejos, no irás muy lejos, porque llevas por dentro el espectro que te trinca a este lugar, siempre reservado para la memoria de tu repugnancia, en escarmiento de tu sangre que circula por el cuerpo de los fugitivos que huyen de su propia sombra como de una serpiente venenosa. Su mínima razón se filtraba a través de los negros agujeros de la locura. ¿No comprendes que tu existencia es fruto de la inquisición de la carne, y que mientras existe un cuervo gigantesco con las alas abiertas en el cielo, existes tú como un reptil que se desliza sobre el suelo estéril, devorándote a ti mismo porque tus vísceras se colman de apetito insaciable?

Un potro, que allí bebía las aguas del sueño, llevaba en sus ojos de anfíbol el color de la noche. Ñico Prisco olfateaba el vaho de la tierra húmeda. No estoy loco, no estoy loco. Un loco no es capaz de librarse de su propia locura… mis huesos carcomidos… mi carne que no siente… este fantasma que me ahoga por dentro… mi cielo que no existe cuando existe el temor del infierno por mi presencia… es necesario un cielo, o un infierno, o una tumba abierta… ahora oigo las últimas palabras que el viejo Lapio ha dejado escapar con el viento… La luna, entre las nubes, se movía como el único ojo de un animal mostrenco. El viento llegaba en una danza de furiosas alas increíbles, como si una mano recia agitara un primitivo látigo de viento. Los ojos de Ñico Prisco se apagaban como cirio invertido sobre su propia lumbre. Negros insectos se le posaban luego en la frente y los párpados. Poco después, cuando un escarabajo se sumergía en la tierra, aquel hombre yacía sin demonios ni dios, entre polvo y sangre, la propia sangre que entonces brotaba con los estigmas de la amalgama de la herencia.

Estaba allí, oscuro de sangre, después de burlar en vida los febriles linderos del infierno, como un demonio herido por la espada de un arcángel que derrama toda su violencia porque siente el ardor de un ultraje primario. Atrás quedaban las voces tabernarias, las palabras del viejo Lapio, la niebla en el espejo. Quedaban el llanto fósil, el muñón de la cola de un dios, el camino como larga víscera encantada. Quedaba también la historia de una metamorfosis invertida.

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