Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Cuento: Un matrimonio feliz de Rufino Blanco Fombona

 

Rufino Blanco Fombona (Caracas, 1874 - Argentina, 1944)

  Rufino Blanco Fombona

Un matrimonio feliz

 

I

Miss Helen Catherine Bradley, inglesa de origen, salió de su casa, en el condado de Kent, a la edad de diez y nueve años. Los progenitores de miss Helen Catherine Bradley, no eran, ni mucho menos, gente acomodada. El padre, relojero de profesión, apenas ganaba lo suficiente con su pequeña industria para sostener una familia numerosa, donde predominaba el sexo femenino.

Miss Helen Catherine, la mayor, nacida en el tiempo de más prudencia y menos deberes, logró la educación que el bueno del relojero soñara para todos sus pimpollos; sueño que la mala-ventura, esa hada impropicia, se placía en irrealizar. Cuando cumplió sus diez y nueve años miss Helen Catherine, viendo que la suerte no le deparaba el esposo de sus ambiciones, sintiéndose por su educación superior a su familia, y en la tortura sorda y constante por este desnivel entre sus sentimientos de hija y sus ideas y aspiraciones de joven, echó nudo a sus ternuras filiales y se dispuso a tentar fortuna en los Estados Unidos. El egoísmo paternal intentó disuadirla. Pero a miss Helen Catherine le sobraban voluntad e inteligencia y triunfó sin dificultad de los argumentos que se le oponían.

Una mañana, por fin, se embarcó, rumbo a Nueva York, su pasaje, treinta y siete pesos en el bolsillo, muchos consejos ingenuos y El Vicario de Wakefield. A bordo se encontró gente joven y alegre que le hizo la corte prometiéndola villas y castillos. Pero miss Helen Catherine prestó oídos de mercader a las lisonjas, y sólo oyó las rudezas de una señora neoyorkina, que le dijo:

— Va usted, miss Bradley, a una ciudad donde la concurrencia es poderosa, si bien el campo es amplio. Si usted desea, como asegura, servir de institutriz en alguna familia acomodada, necesita recomendaciones o referencias, y usted no tiene. Esto es grave inconveniente: nadie introduce en su casa a persona a quien nadie fía. Esos diplomas de que usted se manifiesta orgullosa darán, a mucho dar, fe de su competencia en las asignaturas que cursó; pero ninguna de su conducta ni de su moralidad. El ser usted católica no es óbice. Familias católicas sobran en Nueva York. Y hace usted bien en confesar su fe: lo mismo da católico, luterano, musulmán, judío, mormón: lo importante es pertenecer a una religión y asistir a los oficios el domingo. La sociedad nos exige ese vestido moral como nos) exige traje físico, ya sea de este o de aquel corte. La desnudez, miss Bradley, la desnudez es lo intolerable. ¿Is that so?

— Así es, — asintió la joven.

Y luego pensando en los tropiezos materiales del desembarco e instalación.

— Y para el arribo, ¿cómo procedo? — preguntó.

— Cuando usted llegue a Nueva York deje su baúl en la estación, en el departamento de Baggages: allí se lo guardarán a usted previo el pago diario de una bicoca; y corra usted al New York Herald o al World, de preferencia al Herald, y pone un anuncio en estos o parecidos términos: «Joven institutriz recién llegada de Inglaterra solicita colocación. Buenas referencias. Respuesta a miss. H. C. B., oficina del periódico.»

— Pero, señora, —interrumpió miss Helen, es que yo no poseo referencia alguna.

All right! ¡No importa! Usted se presenta y relata su historia, con sencillez, la verdad. La mentira es odiosa, miss Helen, odiosa. Manifieste siempre su odio a la mentira; pero válgase de ella cuando no pueda hacer otra cosa.

— ¿Y el hotel? ¿Qué hotel me recomienda usted?

— Ninguno. Deje usted su equipaje donde le indiqué, tome su maletica de mano, — ¿no tiene usted maletica de mano, miss Helen?, ¿cómo no? — tome su maletica de mano con los objetos indispensables: pañuelo, horquillas, cepillo para los dientes y su dinero, miss Helen, — no olvide usted su dinero, — y váyase a dormir por medio dólar a cualquiera de las direcciones que yo le apuntaré. Allí encontrará usted, por sus 50 centavos, cama y respeto, comprende usted, miss Helen, y respeto. A la mañana, además, agua, jabón, toallas y una taza de té. Por el resto pregunte usted cuanto necesite al policía que encontrará usted en cada esquina. Él le indicará el camino, si es lo que busca, o dónde puede comer cualquier cosa por D. 0,25. Si en dos días no encuentra usted ocupación, váyase a un Boarding House — 5 dólares por semana, 5 dólares. Allí se relacionará.

Miss Helen empezó a manifestar su gratitud a tan excelente y honorable persona.

— Oiga este consejo — interrumpió la señora: — Make money, my girl, honesty if you can, but make money.

Y como la futura institutriz la mirase sorprendida, la señora concluyó:

—¡Ah! Y nunca olvide usted, miss Helen, las conveniencias, las conveniencias; lo primero, la Religión, la Moral. Es necesario vestirse por dentro y por fuera.

Miss Helen Catherine se retiró a su camarote nostálgica, pensativa, triste; pero dispuesta a seguir los consejos de la desconocida. Y a su cabeza vino el recuerdo de cierta frase de Heine que ella leyó en alguna parte, en los Reisebilders, quizás: « Si los gazmoños pensaran que vamos desnudos dentro de nuestros vestidos».

II

Cosa de ocho o diez meses después de concertada miss Helen Catherine en la casa de Mr. Waterbury, banquero de Wall Street, como institutriz de un par de muñequitas de carne y hueso, rubias y aflautadas, la una de nueve, la otra de once años, conoció miss Helen a Roberto Pitaluga. Roberto Pitaluga, joven suramericano, almorzaba los domingos con Little Tom, primogénito de los Waterbury, amigo y lazarillo de Roberto. Little Tom no era little sino para el cariño doméstico. Garrido atleta de diez y ocho o diez y nueve años, a medida que avanzaba en edad iba despegándose del suelo con una suerte de precipitación, como si toda la energía de su raza la hubiera puesto él en crecer. Y no crecía endeblucho como los muchachos que se estiran de golpe, sino robusto como un joven cedro. A pesar de su estatura conservaba en el cutis ese rosa vellido propio de los adolescentes de su país, y que asemejaba su cara a un fresco durazno. Y el azul claro e ingenuo de sus ojos de señorita contrastaba con sus bíceps de boxeador y sus preferencias de sportman.

Roberto era muy otro. De estatura media y complexión de junco; obscuros los ojos, asombrados de luengas pestañas; moreno pálido; apuntándole el bozo, y en los labios una sonrisa más bien de suavidad que de inocencia, Roberto, en lo moral, era asimismo la antípoda de Little Tom.

Le chocaba que su amigo anduviese, aun de paseo, el cuello tendido hacia adelante, los brazos como quien va a empujar una puerta, y a la carrera, a toda carrera, como si alguien lo estuviese esperando. Chocábale asimismo en Little Tom aquel despego de las mujeres, o mejor, aquella manera de tratarlas como si no tuviese noción de los sexos, y fuesen las mujeres, no mujeres sino camaradas. Chocábale que en el circo, que Little Tom prefería al teatro, se encantara con los acróbatas y se desternillara con las necedades, cien veces repetidas, de los payasos. Y chocábale sobre todo aquel Athletic Club, a que quiso afiliarlo Little Tom, infantil orgullo del yanqui, y cuyas sesiones únicas consistían en irse cuarentena de zagaletones a un terreno de Mr. Waterbury, a darse patadas formidables, so pretexto de jugar al football.

Roberto, sin embargo, pasaba a Little Tom, y hasta lo quería, por ser el único amigo, fuera de los paisanos, que contaba en Nueva York; porque en el fondo Little Tom era buenísimo sujeto; y porque Roberto, además, estaba recomendado por su padre al padre de Little Tom. Un domingo, la sobremesa del almuerzo en casa de Mr. Waterbury duró más que de costumbre. Roberto se había puesto a contar cosas de su país: hombres que pelean con tigres, cuerpo a cuerpo, en la soledad de los bosques; viajes portentosos por el Alto Orinoco en el tronco de un árbol ahuecado a que dan los indios el nombre de curiara; hilos colgantes sobre el abismo, entre dos montañas, y por las cuales se deslizan los viajeros dentro de un coche ad hoc: la tarabita.

—Lo mismo que el dinero, añadía Roberto, de un escritorio a otro, en cualquier grande almacén neoyorkino.

La locuacidad patriótica de Roberto, atizada por la curiosidad expectante, contó mil historias extraordinarias de Venezuela, historias que él sólo conocía por referencia, pues nunca vio más tigres que los del jardín del Calvario, ni más tarabitas que los coches de Caracas; y tanto sabia del Orinoco como del mar de Mármara.

Pero la campanilla de la calle sonó y Mr. y Mrs. Waterbury corrieron al parlor, a recibir una visita. Little Tom también subió a cambiar de traje para ir con Roberto esa tarde, en la «carreta inglesa» al Central Park. Por donde vino a quedar solo Roberto con miss Helen Catherine y las dos pinturitas de van Dick.

Una de las chicuelas cuchicheó con la institutriz un instante y luego dijo:

— Usted cuenta historias muy divertidas, Mr. Robert.

— Muy interesantes, Mr. Robert, — reafirmó miss Helen Catherine ;— muy interesantes. Debe de ser bella su patria, Mr. Robert.

— Sí; pero no tanto como usted, repuso el joven a media voz.

Y ella, en el mismo tono, y arreando a sus niñas como a dos blancas cabras hacia la escalera.

— Eso no está bien, Mr. Robert, no está bien, dijo.

Desde ese día se encontraba la institutriz a solas con Roberto, sin buscarlo, eso sí, — en todas partes.

III

A Roberto Pitaluga lo llevó su padre, en viaje de uno o dos meses, a Nueva York. Pitaluga padre iba a negociar o a vender en Yanquilandia un vasto yacimiento de asfalto que descubriera cerca del Lago de Maracaibo, en el Estado Zulia, y cuya posesión le acordaba la República de Venezuela luego de él cumplir con los requisitos exigidos por el Código de Minas vigente.

El señor Pitaluga tras muchas idas y venidas infructuosas en pos de capitalistas, llegó hasta pensar más fácil ser el Colón de un lago de asfalto en la próvida tierra de Mara, que simple cazador de morocotas en California o en Nueva York. A la postre, sin embargo, entró en serias negociaciones con una casa bancaria. Los banqueros se dispusieron a enviar una comisión técnica a Venezuela y el mismo señor Pitaluga debía partir. El mes o el par de meses que presupuso para concluir el negociado se acrecían y se acrecían como los obstáculos en el cuento de Blanca Flor.

Ya llevaba seis meses en la mera busca de compradores.

Roberto quiso esperar en Nueva York, donde se placía, la vuelta de su padre. El señor Pitaluga, aunque no improbaba en sus mientes la aspiración filial, opuso, no obstante, algunos reparos.

—¿Quedarte solo, Roberto, en esta ciudad tan grande? ¿Tú, tan joven?

Roberto objetó con airecito que podía tener muchas traducciones:

— Papá, ya he cumplido veinte años.

Y como Pitaluga el viejo sonriese, Roberto echó mano de un argumento que no juzgó, a humo de pajas, decisivo:

—Si deseo permanecer en Nueva York hasta que usted regrese es para perfeccionarme en el inglés.

El viejo accedió. Roberto quedaría, no en las lujosas habitaciones del hotel Empire, donde hasta entonces residía con su padre, sino en un Boarding-house, indicado por Little Tom.

La opinión de Mr. Waterbury fue lacónica:

—La vida americana conviene a un joven. Que se quede.

Y en la perspectiva de pingües proventos se permitió hasta interesarse por el joven Pitaluga, apuntando como astuto y práctico bussines man, en la cabeza del hijo para dar en la mina del padre.

Little Tom y Roberto son ya excelentes amigos. Little Tom será su compañero. Los domingos almorzará Roberto con nosotros.

El viejo Pitaluga partía encantado. Todo salía a pedir de boca. Por su asfalto le daban tres millones de bolívares. Partía enamoriscado y se sentía rijoso y juvenil. Su otoño, ya maduro, se doraba con aquel viajecito de placer y de provecho. Cuanto a Roberto quedaba en buenas manos, en las manos de Little Tom.

Ya a bordo, en el abrazo de la despedida, el amor paterno se le subió al cuello, sin embargo, impidiéndole discurrir consejos de última hora; y a los ojos, en ola de lágrimas. Pero su alma serenóse a poco de partir el vapor recordando las palabras de Mr. Waterbury:

— La vida americana conviene a un joven. Que se quede.

IV

Cuando el señor Pitaluga supo, en Caracas, el matrimonio de su hijo; y cómo Roberto, de suyo tan dócil, tan tímido, en vez de recibir con sumisión la requisitoria paterna y regresar al terruño nativo se apresuró a quemar las naves, a casarse, gritó, pateó, enfurecido, repitiendo cien veces por minuto: « Me han escamoteado a mi hijo. Malditos yanquis. Me han escamoteado a mi hijo».

Luego sentimentalizándose pensaba, entre sollozos: «Posponerme a una mujer, a una desconocida de la víspera, a una persona a cuyo lado, en otras circunstancias, hubiera podido pasar sin volver los ojos. Es necesario que mi hijo haya perdido el juicio».

Pero reaccionaba pronto, y su claro instinto de padre y de hombre avezado a la vida le hacía repetir: «No, diablos; ese niño es víctima de una treta. El que tiene la culpa soy yo. Yo que dejo, de pronto, sin preparación mundana, a un chicuelo educado entre faldas, en aquella gran ciudad, en aquel gran pudridero de hombres. Me han escamoteado a mi hijo».

Cuanto a Roberto, el pobre Roberto no sabía cómo haber desobedecido al padre, desobedecido a Mr. Waterbury, desobedecido al Cónsul, desobedecido a todo el mundo. O mejor, sí sabía. Era que la adoraba. Por agradarla, ¿con quién no hubiera roto? Además, como buen débil, encontraba fuerzas en aquella energía. El poder magnético, que por magia de amor y de su poquedad, ejercía en Roberto miss Helen Catherine, creía él que lo ejercería, que lo ejercía en todo el mundo.

La indecisión constituía el fondo de su carácter; y el encontrar asentimiento y espoleo hasta para decidirse por el corte de sus trajes, lo soliviantaba como alguna responsabilidad compartida.

Roberto fue alejándose poco a pocos de los Waterbury, dejó de frecuentar el consulado de Venezuela donde a menudo encontraba compatriotas; y primero verle en el polo antártico que en casa de algún paisano. Esa táctica de avestruz, ese bajar y esconder la cabeza cuando más necesitaba de alzarla le hacía cumplir uno de los actos más normales de la vida, el matrimonio, como una fechoría. Evadía las personas de su conocimiento para evitar reprimendas, ya que a Roberto, como a todo vacilante, cualquiera se cree con derecho de aconsejar. Tal abusivo entrometimiento desazona y el vacilante opta por la fuga.

La carta última del viejo Pitaluga había hecho titubear a Roberto. La carta era concluyente. El hijo pródigo debía restituirse por el primer vapor a Caracas. De lo contrario se le cortarían los víveres. Roberto se angustió como nunca. De su memoria no se apartaba la antipatía de su padre a los yanquis, pintada en esta frase de buen humor.

—Los yanquis no son ordinarios sino extraordinarios. En vano explicarle que miss Helen no era yanqui. El viejo no quería saber nada, sino que Roberto volviese al redil paterno. Roberto no sabía qué partido tomar. ¿Iría? ¿Se quedaría? El problema era grave. Y esta vez miss Helen Catherine no lo ayudaba a resolverlo.

—Comprendo tu indecisión, —le dijo. — Debes meditar mucho. Es un paso decisivo en tu vida. Yo no trato de inmiscuirme, Dios me libre. He aquí la disyuntiva: yo o tu padre. Escoge.

Y sin añadir una jota se alejó, dejándolo plantado en una esquina de Madison Square.

En vano le gritó Roberto:

— Helen, Helen...

Ella se alejó siempre a prisa, enviándole con disimulo, en la punta de los dedos, un beso.

V

El viejo Pitaluga se empeñaba en no desliar los cordones de su bolsa. Aquel matrimonio lo tenía fuera de sí. Juraba no dar en los días de su vida un céntimo a Roberto. Él sabía lo que buscaba el mamarrachito de yanqui o de inglesa, o lo que fuera: dinero, claro, dinero. Roberto en manos de aquella gaznápira no era sino caña de pescar libras esterlinas. Pero en las cajas de Pitaluga padre no haría la inglesita su pesca milagrosa. Él se lo juraba.

Entretanto Roberto y Helen luego de varios meses de mal vivir en Nueva York con los ahorros de ella y lo que él podía pelechar, en son de préstamo, entre los paisanos de la colonia, se hallaban al borde de la inopia.

Roberto escribió muchas veces a su padre; pero éste no respondía una jota. El Boarding-house, catorce pesos por semana, amenazaba simar los últimos dólars. ¿Qué hacer? Roberto no quería que ella se concertase como institutriz. Todo menos resignarse a no verla sino de domingo en domingo. Él no sabía trabajar. ¿Qué hacer, Dios mío?

Una mañana Helen quiso tratar la cosa en serio.

—La situación es intolerable, afirmó la inglesita—. Es necesario tomar una resolución.

Esta luna de miel de privaciones no era precisamente su ideal. Y segura de la oposición de su esposo, añadía:

—Deja que me emplee. Te lo dije cuando novios: yo sabré trabajar. Bien, trabajaré.

— No, Helen, eso nunca, —gemía Roberto—. Iremos a Caracas; yo veré a mi padre, le pediré perdón, y me perdonará. ¡Es tan bueno! Si tú lo conocieras.

— Muy bueno, sí. Pero entretanto permite que te mueras de hambre.

Y ariscándose de súbito, añadió:

—¿Y perdón de qué, Roberto? ¿De qué pedirías perdón a tu padre? ¿De haberte casado conmigo? Oye, hijo mío: no te quedan sino dos caminos: O me das libertad y me concierto de institutriz; o demandas a tu padre, mayor de edad como eres, para que se te ponga en posesión de la herencia de tu madre. Lo que se está cometiendo contigo es un fraude; sabes Roberto, un fraude.

—No, Helen; no digas tal cosa. Tú no conoces a mi padre, — respondió Roberto indignado.

Y temeroso de la violencia con que repuso a su mujer, y dulcificándose para dulcificarla, agregó:

— Si tú lo conocieras, Helen. ¡Es tan bueno! ¡Me quiere tanto! ¡Ha hecho tantos sacrificios por mí!

Helen se desazonaba ante la poquedad de su esposo. ¡Cómo prefería a su padre! ¿No quería ella a Roberto tanto como el señor Pitaluga? ¿Por qué, pues, no pedía Roberto lo que era propio, y evitaba molestar al anciano, mientras le daba a ella, que también lo quería, sí señor, que también lo quería, una triste vida? ¿Era esto equitativo? Y luego, no hablarle de sacrificios. Ella también se había sacrificado por él. ¿No abandonó su posición en casa de los Waterbury, su posición, es decir: mesa, ropa limpia y cincuenta dólars por mes? Cincuenta dólars, fuera de presentes. ¿No vivían las chicas sus discípulas regalándola ya un traje, ya un sombrero, ya unas pantaletas? Y Mrs. Waterbury, ¿no le daba por su cuenta, los sábados, dinero para comprar dulces a las niñas, sin querer nunca las monedas que restaban de los gastos? ¡Qué! ¿Le parecía todo aquello a Roberto poco sacrificio? Y era el amor lo que la impulsaba a sacrificarse, un amor puro, sincero, desinteresado. Después de todo, ¿qué sabía ella de Roberto? ¿Quién era Roberto para ella sino un extranjero, un desconocido?

—Basta, vida mía, basta. Yo sé que tú me adoras; pero ¿no te adoro yo también? Sí, escribiré a mi padre enérgicamente; o bien iremos a Venezuela, le pediré lo que es mío, lo que me pertenece, y me lo dará... Y si no me lo da, lo demandaré. Pero no, sí me lo dará. ¡Ay, padre mío! ¡Ay, Helen!

Y Roberto se echó en los brazos de su mujer llorando como un niño, y repitiendo que adoraba a su padre, que era un santo; y a su esposa, que era un ángel; y que él era muy feliz.

VI

Una tarde, a eso de las cuatro y media o las cinco, hubo en la casa de Roberto Pitaluga, en Caracas, mucha animación. En la sala cantaba una hermosa voz de soprano. A la puerta del salón se apiñaban curiosos que por parejas o en grupos recorrían poco antes los corredores y el jardín del patio. No bien hubo terminado el canto reventó un moderado trueno de aplausos.

En el patio, bajo los árboles, en torno de rústicas mesitas, se fueron sentando parejas, y pidiendo y tomando según el gusto de cada quién, ya rosados sorbetes de fresa con pastas, ya un pedazo de torta María Luisa, arenada de confites y nevada de nieve deliciosa, ya una temblona y verde gelatina, transparente como esmeralda, ya una tacita china de té.

De pronto, a la puerta de la calle, escuchóse el parar de un coche; e instantes después, el llanto de un recién nacido. Entraron cuatro personas. El viejo Pitaluga, el padre de Roberto, muy orondo, tomó el niño de brazos de la doncella, y mostrándolo a cuantos se le agrupaban en torno, exclamó:

—Es un héroe nuestro Roberto Manuel María de la Santísima Trinidad Pitaluga Bradley. Ha soportado el chorro de agua del bautismo sin decir: «esta boca es mía».

La criaturita como que se empeñaba en decir al anciano rompió a berrear de contra-firme.

De todas partes empezaron a salir voces, de grandes y de chicos, y las voces cercaban en torno al viejo, repitiendo en coro:

—Mi medio, padrino.

—Mi medio, padrino.

—Mi medio, padrino.

Y una vocecita más aflautada que las otras y que salía de una boquita rubia de ocho años, cantó:

—El mío de oro, padrino. Mi medio, de oro.

El señor Pitaluga muy atareado y muerto de risa impuso con la voz de Stentor: «silencio». Y empezó a sacarse del bolsillo y a repartir, tarjetas de colores con dibujos y acuarelitas. A una parte de la tarjeta, en fondo claro, se leía: «Bautizo de Roberto Manuel María Pitaluga Bradley. Padrinos: Manuel María Pitaluga y Cayetana de Pitaluga.» Debajo de esta leyenda, la fecha del bautizo. En algún ángulo, una monedita de oro llevaban ciertas tarjetas; y todas las demás una monedita de plata: el medio.

En un grupo, en el patio, malintencionados decían:

—¡Pobre Roberto! En su casa lleva la mujer los pantalones.

—Claro. En el próximo parto muere él, de fijo, de fiebre puerperal...

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