Arturo Uslar Pietri (Venezuela, 1906 - 2001) |
La pluma del arcángel
de
Arturo Uslar Pietri
Aquí tengo la pluma del arcángel. Es blanca y extraordinariamente larga. En la parte más ancha la disposición de los filamentos forma como un ruedo traslúcido. Ya está un poco amarillosa de tiempo. La punta del cañón cortada en chaflán conserva la mancha seca de la tinta con la que escribía Gabriel.
Nada pasaba ni había pasado en el pueblo hasta que llegó el nuevo telegrafista. Yo fui uno de los primeros en conocerlo. Había comenzado con su antecesor, en las horas que me dejaba libre el colegio, a ayudar a pasar en limpio los telegramas. Con mi excelente letra inglesa, tan perfilada y clara, copiaba, del cuaderno en que el telegrafista escribía, los mensajes a las hojas amplias, encabezadas por el escudo nacional y por dos haces de rayos, los doblaba, los ponía en su sobre y los entregaba al repartidor.
Era la única forma de comunicación rápida que había. Lo demás era el camino de recuas, formado de polvo, barro, laderas peladas y precipicios. Una raya estrecha de tierra rota en el lomo ondulante de la sierra. El autobús tomaba días para llegar dando tumbos de pueblo en pueblo. Las recuas no parecían llegar nunca.
Cuando murió el telegrafista hubo varios días como de ahogo. Se estaba cortado de la capital, de las otras ciudades, de las manchas de gente regadas en aquellas leguas sin cuento de montes y llanos y pasos de río. Hasta que llegó Gabriel.
Gabriel me impresionó mucho desde su llegada. Era flaco, inquieto, de pelo muy negro, con una raya de bigote recortado. Cuando no estaba recibiendo en el aparato Morse, se asomaba a la ventana a ver pasar a los transeúntes y me acribillaba a preguntas sobre el pueblo. “No me digas señor Vilano, dime Gabriel, eso basta”. “A ti, yo te voy a llamar Lazarillo. Aquí yo soy un ciego y eres tú quien me va a guiar”.
Saltaba de un tema a otro. Preguntaba por una persona y luego pasaba a contar algo que le había sucedido antes de venir al pueblo, que tampoco terminaba porque se quedaba callado o cambiaba de asunto. “Este pueblo parece muy aburrido, ¿verdad?”.
Asomado a la ventana veía los pocos vecinos que pasaban por la calle. Los que asomaban a los portones entrecerrados, los que iban a la casa de gobierno, los que se detenían a la puerta del abasto y botillería de Gravina, las señoras que iban a la iglesia, tocadas con mantillas de encaje, y los que desfilaban al trote de un fino caballo pajarero rumbo a algún campo. “¿Quién es ése?”. Yo me asomaba. “Ese es Don Elías, el dueño de Santa Rosa. Una gran finca cerca de aquí”. El Gobernador pasaba a horas fijas en su automóvil, levantando polvo. No se le distinguía sino el gran sombrero de Panamá y los bigotazos. Junto al chofer iba un guardia y a su lado alguien que le hablaba y lo hacía reír. “¿Y quién es ese que va siempre con él?”. Le explicaba quién era. El amigo y confidente del Gobernador, su hombre de confianza y socio en trácalas.
Por la tarde aparecían las mujeres de clase alta. Las que salían en grupo hacia la plaza de la Iglesia y las que abrían las ventanas para sentarse, muy puestas, a ser saludadas por los paseantes.
“¿Quién es ése? Ese joven lleno de colgajos y adornos. Parece un santo en procesión”. Yo le explicaba. Era el hijo del Gobernador. Sus íntimos lo llamaban Nacho. Ignacio. Tenía el mejor automóvil, los mejores caballos, los trajes más vistosos. Cuando tenía que pagar algo sacaba un mazo de billetes y lo tiraba sobre la mesa. Lo acompañaba un grupo de amigotes que todo se lo reían y aplaudían.
“¿Y la muchacha? ¿La vestida de azul?”. ¿Quién no la conocía? Era la niña Fina, la hija de Misia Margara. La muchacha más bonita del pueblo. Iba con su madre y con otras amigas hacia la iglesia. El hijo del Gobernador le hablaba gesticulando y haciendo aspavientos en medio del coro de sus acompañantes.
“¿Es su novio?”. Yo no sabía. Nacho enamoraba a todas las muchachas del pueblo, no había ventana donde no se parase a hablar con alguna joven, no había fiesta en que no acosara a alguna con sus burdos avances. No le teníamos simpatía a Nacho.
Dos veces al día yo debía entregar los telegramas al repartidor, cerca del mediodía y ya al final de la tarde. Nunca eran muchos. Un pequeño paquete de sobres blancos, que casi todos iban dirigidos a las cuatro o cinco calles principales que rodeaban la plaza mayor. Después, terminado el trabajo, podía irme a mi casa.
A poco de llegar Gabriel me ocurrió la primera sorpresa con él. Había llegado un mensaje en la mañana en que le comunicaban a la vieja señora Rodríguez que una hermana suya había muerto en la capital. Era una familia numerosa. Hijos casados, sobrinos, cuñados. Algunos se habían marchado del pueblo. Estaban en otras poblaciones lejanas o en la capital. Cuando recibió el mensaje Gabriel me estuvo preguntando quiénes eran, qué hacían, dónde vivían. Yo le expliqué con detalles todo lo que sabía de aquella familia. Por la ventana le enseñé la casa de la madre que quedaba al final de la misma cuadra. Una casa tranquila con dos ventanas verdes cerradas y un portón entreabierto.
“Espérate”, me dijo cuando le iba a entregar el telegrama al repartidor. “Ven a ver”. Nos asomamos a la ventana y me señaló la casa. “¿Ves algo?”. No se veía nada de particular. No entraba, ni salía, ni asomaba nadie. “Todo está quieto y seguirá quieto, hasta que llegue ese papel”. Yo no comprendía. “Cuando llegue ese papel todo va a cambiar”. Durante el resto de la mañana continuó asomándose para mirar hacia la casa de los Rodríguez.
“Sigue tranquila, fíjate. Vamos a dejarla tranquila todavía otro rato”. Gesticulando y a grandes pasos me decía desde el centro del cuarto: “Yo soy el que va a decidir cuándo todo va a cambiar”. Al comienzo de la tarde le entregó al mensajero ese solo telegrama. Me llamó para que lo acompañara a la ventana. Iba siguiendo los pasos del repartidor y describiéndolos en alta voz como si yo no los estuviera viendo igualmente. “Allí va. Le falta todavía. Ya llega a la puerta. Ya entró. Ya debe estar tocando en el entreportón. Debe haberlo entregado”. Pasó un rato que pareció largo. “Salió. Viene de regreso”. Agarrado a los barrotes de la reja miraba con fijeza. “Mira ahora. Fíjate bien. Ahora todo va a cambiar”.
Poco después, con pasos apresurados, salieron de la casa dos mujeres que parecían huir y que se separaron en la calle. Una entraba y salía rápidamente en las casas vecinas, la otra cruzó por la primera esquina. “Ahora vas a ver. No te distraigas”. Muy poco después, de las casas vecinas, de las bocacalles, salieron, solos o por parejas, hombres y mujeres que enfilaban hacia la puerta de la casa de los Rodríguez. “Ves ahora”. Gestos de prisa, caras compungidas, mujeres con pañolones negros, cada vez en mayor número, iban entrando por la puerta. Gabriel se frotaba las manos. “Hasta que no llegó el papel. ¿Viste? Hasta que no mandamos ese pedazo de papel”. Estaba exaltado. “Hemos podido mandarlo antes y todo esto habría ocurrido esta mañana. O podríamos tenerlo todavía aquí y nada estaría pasando en esa casa. ¿Te das cuenta?”.
Desde ese día comencé a ver a Gabriel de otra manera. La casa de los Rodríguez estuvo llena de gente toda la tarde y la noche. Entraban y salían personas vestidas de negro. Yo miraba de reojo a Gabriel. Era como si él hubiera hecho todo aquello.
Cuando no tenía que hacer se paseaba mientras leía un libro. De pronto daba unos pasos cortos y rápidos sobre la punta de los pies, como si tratara de escalar el aire. Esto lo pensé más tarde.
Cuando empezaba el martilleo del receptor y brotaba la cinta blanca marcada con los puntos y las rayas, suspendía la caminata y observaba el aparato. “Ese es un mensaje importante”, me decía. “¿Cómo lo sabe?”. “Por el sonido. Yo los distingo”.
A veces, mientras transcribía los signos, yo aprovechaba, con disimulo, para mirar el libro que había dejado sobre la mesa. Eran siempre libros pequeños, amarillos, sucios y deslomados, llenos de rayas de lápiz y de frases al margen. La cuestión social, Justicia y pan, Palabras de un combatiente. A veces me sorprendía con su mirada reconcentrada. “Eso no lo puedes leer tú todavía. No podrías comprenderlo”. Tomaba el libro bruscamente y lo encerraba en una gaveta.
Salía poco Gabriel. Entre la sala del aparato y el cuartucho donde dormía pasaba lo más del tiempo. Se asomaba a veces al corral y hacía piruetas colgándose de las ramas bajas de los árboles. O se estaba en la ventana o en el portón mirando pasar la gente. Iba a comer a una fonda cercana, apartado en una mesa, solo, sin entrar en conversación con ningún comensal.
A veces me decía: “Este pueblo está dormido. ¿No te das cuenta? Habría que despertarlo. Todo cambiaría”. Por la tarde llegaba a la plaza el autobús de Los Bajos. Él se asomaba invariablemente para verlo llegar. Bajaba poca gente. Venía lleno de paquetes, cajas marcadas y algún saco de lona del correo. “Es todo lo que pasa aquí. La salida del autobús por la mañana, el regreso por la tarde. Esto tendría que cambiar”.
“Éste hay que firmarlo de otro modo”. Había llegado, desde la capital, un telegrama del Jefe Supremo. Con su propia letra grande y angulosa escribió las palabras del mensaje pero cuando fue a poner la firma dejó el palillero con su punta de metal, se fue al cuartucho donde guardaba sus cosas y volvió con una extraña pluma blanca en la mano. “Esto hay que firmarlo con la pluma del arcángel”. Con mucha lentitud mojó la punta en tinta y trazó con sesgos rápidos y altos las letras de la firma. Una A como cabeza de flecha y, luego, en ángulo agudo descendente hasta el zigzag de la zeta final, el apellido breve y tajante del Jefe. “Es el poder. Para eso se requiere la pluma del arcángel”. Entonces la mostró, alzándola en la mano con un gesto solemne. “No se te ocurra tocarla”. Como si llevara un objeto sagrado volvió a la habitación a guardarla.
Cuando tuve más confianza y cuando ya lo había visto repetir la misma escena cada vez que llegaba una misiva del Presidente, le pregunté sobre aquella curiosa pluma.
Puso cara de disgusto. “Preguntas demasiado. Confórmate con ver y observar”. Después, como para atenuar su actitud, añadió: “Algún día te lo diré. Si te lo contara ahora no me lo creerías. Vendrá su tiempo. Es como si yo te dijera que vuelo. No me lo podrías creer”.
Debió mirar el asombro y hasta el susto en mi expresión. “Cuando yo uso esa pluma para poner la firma del Jefe, no es por el Jefe, es por la potestad. No es él. Es ese nombre, esa palabra, que yo firmo como si me quemara. Para eso es la pluma del arcángel”.
Cortaba la conversación y regresaba al mundo ordinario como si se transformara. Entre el martilleo de la máquina y las voces de los que pasaban por la calle.
“Tú no sabes lo que es el poder”, me dijo en otra ocasión, cuando terminaba de transcribir uno de aquellos telegramas del Jefe Supremo. “Todo está en las manos de ese hombre. Todo depende de él”. Gabriel lo había visto, de lejos, alguna vez en la apartada ciudad donde se encerraba. Yo no lo había visto sino en fotografías de periódicos. Era aquel viejo de bigote blanco y mirada dura, vestido de militar. Eran muchos los telegramas que iban dirigidos a él. Gabriel los leía con detención, en alta voz. Le pedían ayudas de dinero, nombramientos para familiares, pasajes para viajar, le enviaban felicitaciones por algún aniversario, por algún suceso. Lo nombraban padrino de bodas y de bautizos. Las respuestas eran breves. Gabriel las transcribía en elaborados rasgos y luego buscaba la pluma blanca para poner la firma. Una firma como un lanzazo.
El telegrama podía decir: “Puede venir”. Alguien iba a salir en volandas para la capital. O, de manera imprecisa: “Oportunamente resolveré su asunto”. Era aquel telegrama que envejecía arrugado en un bolsillo, que se mostraba varias veces al día a amigos y relacionados para pedirles opinión. Mientras pasaban los días sin que nada resultara. O era aquel breve mensaje al Gobernador. “Proceda a detener de inmediato a…”. Era aquel hombre empavorecido que una hora después iba a salir de su casa entre dos guardias para no volver en años o más nunca. “Eso es el poder, Lazarillo. Una cosa muy grande. Tú te das cuenta de lo que significa poderlo todo. Un solo hombre que lo puede todo. Con una palabra”.
Yo lo veía con fascinación, como a un prestidigitador sacar palomas del sombrero y monedas de las puntas de los dedos. ¿Qué quería decir Gabriel? Hablaba como para sí mismo y no para mí. Pero era a mí a quien lo decía como si revelara un profundo misterio. “A ese hombre le basta con una palabra, con una sola palabra. Si dice “hágase”, se hace, si dice “no se haga”, no se hace. Todo lo puede. Lo único que no puede es resucitar a alguien… y sin embargo…”. Se quedó un rato pensativo como dudando entre decirlo o no. “Y sin embargo, gentes que estaban como muertas, desaparecidas de la vida en años y años de cárcel, sin que nadie hubiera vuelto a verlas, un día volvían a aparecer. Como Lázaro de la tumba. Para asombro de todos, se presentaban en su pueblo, en su casa, en su familia. Ya los demás casi ni se acordaban de ellos después de tantos años. La familia se ponía a llorar y a dar voces de sorpresa como si hubieran vuelto de la muerte. Eran como resucitados. Había bastado que el Jefe un día se le ocurriera devolverlos a la vida. ¿Te das cuenta, Lazarillo? Eso es el poder”.
Una mañana se regó por el pueblo la escandalosa noticia. Yo la supe temprano. Por la noche, Nacho, el hijo del Gobernador, había raptado a la niña Fina. La gente lo comentaba en voz baja con temor. Hubo menos movimiento en la calle. Las pocas mujeres que entraban o salían de los zaguanes solitarios llevaban la noticia. Al Gobernador no lo vieron salir esa mañana. Raras personas se acercaron a la casa de Misia Márgara a inquirir. Era mejor no mezclarse en aquello. En cada rincón, en cada cuchicheo la escena cambiaba y se complicaba. Había llegado tarde en la noche. Acompañado de dos espalderos. Había sacado a la niña a la fuerza. Había quien lo había visto. El transeúnte tardío. El que vio arrancar un automóvil en la sombra, con la moza adentro, dando voces de auxilio.
Cuando llegué a la oficina se lo dije a Gabriel. Parecía no entender. Tuve que repetírselo. “Sí. Nacho se llevó a la hija de Misia Márgara”. “No puede ser”. Entró en una furia silenciosa que lo tuvo reconcentrado y apartado todo el día.
Entre comentarios y mudeces aquello nos duró horas. La casa oscura. Unas linternas sueltas. Un abrir de puertas hasta topar con la niña. Fina entre sábanas. Una mano que le tapaba la boca. Los gritos de Misia Márgara resonando. La salida con pataleos y empellones por el zaguán angosto. Misia Márgara tratando de sujetar a Nacho. La tiraron al suelo. El automóvil que arranca. Misia Márgara a medio vestir que sale a implorar al Gobernador. No la dejaron pasar los guardias. “Es mi niña”.
Ahora, en el largo día, Nacho la tendría en alguna casa de hacienda de los alrededores. Ya la niña Fina estaría resignada y sumisa. Ya Nacho debía andar pavoneándose por los corredores delante de sus guardaespaldas. Hasta algún chiste soez habría hecho.
Cuando ya me iba a marchar por la tarde me pidió que esperara un poco más. Se sentó a la mesa, escribió sin pausa un largo texto, fue a buscar la pluma blanca y estampó con fuerza la firma, “Ponle el sobre y llévalo”. Tuve que leerlo dos veces: “Mucho me complace que Nacho, su apreciado hijo, se case hoy mismo con la distinguida señorita hija de doña Márgara. Tendré especial gusto en ser el padrino. Su amigo”. Y al pie, como un tajo, la firma del Jefe. “¿Cuándo llegó esto?”. Gabriel, de pie, sonreía y se frotaba las manos. “Llévalo tú ahora mismo”.
Salí con temor. Gabriel me observaba desde la ventana. Llegué al gran portón de la casa del Gobernador. Me detuvo la guardia. Entregué el telegrama y me tardé un rato antes de regresar. De pronto empezó a oírse la voz del Gobernador llamando a gritos. Llamaba a su esposa, a su secretario. Era una voz de ahogo. El guardia de la puerta me miró con malos ojos. Salí rápidamente y regresé a donde Gabriel.
Nos pusimos en la ventana al acecho. Salían guardias de prisa y regresaban acompañados de algunos funcionarios conocidos. Más tarde vimos al Secretario y a otra persona salir violentamente en un automóvil. Ya oscureciendo regresó el automóvil. Nacho y Fina bajaron como dos presos.
Nacho discutía con uno de los guardias. Gabriel parecía intervenir en la escena. Daba órdenes tartajosas como si los guardias estuvieran cerca de él para oírlo y obedecerle. La pareja desapareció por el zaguán. “Nos vamos a perder de lo mejor, Lazarillo. Qué caras habrán puesto todos”. A poco llegó otro automóvil con Misia Márgara adentro. Vestida de negro, llorosa, sonándose las narices con el pañuelo. Casi junto con ella aparecieron el cura y el alcalde. “Ya está”, decía Gabriel entre dientes. “Ya se están casando”. Imitaba la voz del alcalde: “En nombre de la República y por autoridad de la ley…”. Luego, con los gestos pausados del cura se volvió hacia mí, levantó los brazos litúrgicamente, dijo unos latinazos y trazó una cruz en bendición. “Ya se casaron”. Vino hacia mí y me apretó en un abrazo largo y tembloroso.
Esa misma noche la noticia corrió por todo el pueblo. Un empleado de la Secretaría trajo al telégrafo un mensaje del Gobernador para el Jefe Supremo. “Me complace comunicarle que acabamos de celebrar el matrimonio de Nacho y Fina. Los dos agradecen su padrinazgo y piden su bendición. Su subalterno y amigo”.
Por la mañana cuando llegué me enseñó el telegrama. Saltaba de contento. “¿Y ahora?”. “Ahora se guarda”. Lo metió en una carpeta del archivo.
Ese día y los siguientes estuvo recorriendo el pueblo para recoger impresiones. Se acercaba a los grupos y oía los comentarios. No se hablaba de otra cosa que de aquel matrimonio inesperado. Nadie hubiera creído que Nacho tuviera que casarse así. Que el Gobernador hubiera tenido que improvisar aquella ceremonia atropellada. Se contaban detalles de equivocaciones y estallidos de mal humor.
“Este hombre”. Así mencionaban al Jefe. “Con este hombre no se juega”. Gabriel se metía en la conversación a inquirir. Todos exageraban el asombro. A medida que avanzaba de grupo en grupo y de puerta en puerta se exaltaba más. A cada instante cruzaba sus miradas con las mías para medir la impresión que todo aquello podía haberme causado.
El aire del pueblo cambió. Había como un nuevo temor y una nueva esperanza. Llegaban mensajes en abundancia para el Jefe renovando viejos pedidos. Había menos gente a la puerta del Gobernador pero en cambio comenzaron a aumentar los visitantes a la habitación de Misia Márgara. “Esto está cambiando, Lazarillo”.
Ya desde el día siguiente la casa de la madre de Fina empezó a llenarse de visitantes. Con todos los pretextos y motivos. Felicitarla por la boda o pedirle la intercesión en algún asunto.
“Vamos a ver eso”. Nos llegamos hasta la casa de la vieja señora.
Cuando llegamos la casa estaba llena de visitantes. No era fácil llegar hasta Misia Márgara refugiada en su pequeña sala, rodeada de muchas personas que trataban de hablarle a un tiempo. Las otras habitaciones, el corredor y el patio parecían un mercado que desbordaba hacia la calle por el zaguán. Logramos deslizarnos al interior. Eran gentes de todas clases. Viejas de pañolón, señores mayores de raídos trajes, empleados de la Gobernación, campesinos. Todos parecían alelados. “¿Ya usted habló con la señora?”. “No, todavía”. Se oía el rumor de las voces como un eco de coro. Algunos alzaban las manos con papeles escritos. “Aquí le traigo escrito lo que quiero”. Hablaban de escaseces, dolencias y presos. “Me dicen que esta señora es muy buena y que el Gobernador la quiere complacer en todo”.
A medida que lentamente avanzábamos, íbamos oyendo y recogiendo. Pedían la libertad de un preso, la suspensión de una multa, el permiso para beneficiar una res, el regalo de una silla de ruedas, un puesto para el marido o para el hijo. Gabriel comenzó a anotar las peticiones en una libreta que había sacado del bolsillo. No le era fácil averiguar de lo que se trataba. Las explicaciones eran confusas. No se sabía bien quién era el preso, ni por qué lo estaba. “Pero fue que hirió a otro hombre”. “No señor, no es verdad. Dijeron eso para embromarlo. Él no hirió a nadie. Lo que hizo fue defenderse”. “¿Dónde lo tienen?”. Era en la calle de atrás, en el caserón mustio que servía de cárcel, en algún cuartucho enrejado, en el patio del fondo. Gabriel anotaba. “No se preocupe, eso se arregla”.
Se le fue casi toda la mañana en oír y anotar las peticiones. Llegó al telégrafo por un rato para ver si había algún mensaje en la cinta. Era poco lo que había y sin importancia. Por la tarde volvimos a la casa de Misia Márgara. Había más gente a la espera. Al verlo llegar se precipitaron sobre él para entregarle sus papeles y explicarle sus casos.
Retornamos tarde a la oficina. “Vente mañana temprano”, me dijo. “Va a ser un gran día”.
Cuando llegué estaba sentado en la mesa escribiendo febrilmente hojas y hojas de telegramas. Tenía a un lado un montón ya escrito. A ratos miraba los apuntes que había tomado y redactaba más mensajes.
Buscó la pluma blanca y se puso a firmar velozmente. Me los pasó. “Ponlos en los sobres y llévalos”.
Mientras los doblaba los leía. Todos aparecían firmados por el Jefe. Eran órdenes de poner en libertad presos, de suspender multas, de entregar dádivas. Otros iban dirigidos a los propios solicitantes o sus familias anunciándoles las decisiones favorables que habían sido tomadas.
Yo permanecí un rato con el paquete de mensajes en las manos sin saber qué hacer. Se dio cuenta y vino sobre mí arrebatado de furia. “¿Qué estás esperando?”. Decía que nunca había habido un día como aquel en el pueblo. Nunca más lo habría. Todos iban a obtener lo que esperaban. La dádiva, la libertad, el permiso. Todo iba a cambiar en un momento. “Nunca hubieran podido soñar con esto”.
“Lazarillo, estás muy joven para entender, pero algún día te vas a acordar de esto y verás que es lo más grande que ha pasado en tu vida. Ve pronto a llevar esos telegramas”.
Fue como un reguero de pólvora encendido. En cada casa en que entraba estallaban las voces. Anunciaban los libertados, los favorecidos. Salían a la calle a avisarlo a los amigos. En la Casa de Gobierno hubo una agitación nunca vista. A la puerta de la cárcel comenzaron a agolparse parientes de presos. Pequeños grupos, como de hormigas, se retiraban rodeando a un hombre barbudo y pálido al que agobiaban entre abrazos y apretones.
Para el atardecer todo el pueblo estaba en efervescencia. Puertas y ventanas abiertas y gente que entraba y salía de las casas como si todo estuviera de fiesta.
Acompañé al telegrafista hasta entrada la noche. Toda la población era una feria nunca vista. Yo sentía temor, pero miraba a Gabriel en una increíble calma. “Hasta mañana”, le dije. “¿Sabes qué día es hoy? Hoy es San Gabriel”.
No hallé qué responder. Me marché con prisa y tomé una vía desusada para no pasar ante la casa del Gobernador. Se oían guitarras y cantos, y hombres y mujeres se abrazaban en las calles como si fuera Año Nuevo. Los de mi casa habían salido y yo me encerré en mi cuarto como para esconderme.
Al día siguiente salí tarde. Noté que el ambiente había cambiado. No estaba Gabriel en la oficina. Recorrí la casa y comencé a sentir angustia. Salí apresurado a buscarlo en los lugares que frecuentaba.
Pregunté en la estación de autobuses. No lo habían visto. Nadie pudo darme razón. Cuando volví al telégrafo encontré a varios hombres de la Gobernación que hurgaban los papeles y tenían todo revuelto. Me preguntaron por Gabriel. “No lo he visto”. “Tenga cuidado que esto es muy serio”, me dijeron. Antes de retirarme vi la pluma blanca sobre la mesa. La recogí con cuidado y me la guardé entre la camisa y el pecho. Es la que todavía tengo aquí. La pluma del arcángel, ¿verdad Gabriel?
FIN
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