Autor: Gilberto Aranguren Peraza
Recorrió la estancia como si
estuviera en un patio de aceras. Era la oscuridad del día y su luz provenía del
reflejo ocasionado en el cielo, su condición no era totalmente negra. No era
más oscura que aquella que vieron de la luna. Sólo el brillo de una luz
reflejada en el piso llenaba los huecos que dejaban los pasos y, tranquilamente,
se detuvo en el umbral hasta que el día avisaba de la despedida. Una paloma,
que triste andaba, se paró precisamente en lo que podría ser el ojo, movió el
color hasta espantarla. Fue cuando por fin la noche entró en el claustro como
lo hacen las brisas que llegan y suavizan las espaldas, y en silencio despertó hasta
hacer que la tarde se rindiera. Definitivamente. Para entonces, había dejado la
huella. La obscuridad y ella se convirtieron en un instante.
Un hombre caminaba cabizbajo
en el fondo del recodo, por allá en el camino. Solo, era presa fácil de quien
mutilada por la oscuridad había perdido la personalidad. De noche nadie poseía
figura, sólo sé es un recorte de muñeco que pasea por el mundo. Un estallido de
dolor colmó el camino y se vio desaparecer en el fondo, mientras que la hierba
escondía a un ser que se debatía entre la vida y la muerte con un puñal en el
costado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario