El atardecer
Autor: Gilberto Aranguren Peraza
El sembrador al atardecer Vincent Van Gogh (Países Bajos, 1853 - Francia, 1900)
Los techos con sus extrañas geografías dormían ante el sol de las tres, quien moreteaba las pieles exaltadas por la precoz algarabía. Un tenue silbido de las horas y la calle, en sus manos, se convertía en un juguete, con carros imaginarios, metas de las carreras y rayados de las metras, mientras el viento se asomaba transformado en el aliado perfecto para el papagayo, dejando el amarillo volar enredado en serie mientras los patios empezaban a auspiciar el significado de las caídas. Las casas dejaban que las soledades caminaran por sus rincones: los temblores de piedra esperaban con ansia la oscuridad. Así, la tarde se movía entre las ganas y los inventos, entre las risas y los cantos, con el papagayo en el cielo. Ondeaba la diversidad como pájaro entumecido, por un rato se escondían, por otro aparecían deslumbrando los rostros conmovidos. Daban ganas de desatarlos, dejarlos volar sin comprensión hasta verlos caer y correr apresurado hasta el cable o hasta el techo donde posados esperaba su rescate. Así pasaba el tiempo pendiente de la noche, con crepúsculos advertía que los juegos estaban en su final y la barriada despedía un aire de cansada, con una mirada que sólo ellos sabían descifrar. La costumbre era reunirse con desespero y alegría, a veces eran diez, a veces eran ocho, mucha veces eran veinte. Ella actuaba como madre recibiéndolos bajo su sombra; algunos abandonaban a sus novias por instantes para encontrarse con los amigos y entre juegos se saludaban y se despedían. Los otros, en medio de sus envidias, hacían surgir sus pícaras risas que hablaban del despertar y de las apresuradas ganas de experimentar. Detenidos en los rincones algunos observaban a las jóvenes pasear por las aceras, sus miradas temblorosas encontraban un motivo para ser feliz donde cada uno contaba su locura sin la amable vergüenza de sus acciones.
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