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Zunemig Alexandra Pérez Peña (Venezuela, 1974) |
Zunemig Alexandra Pérez Peña
Epifanía de los valles
A Juana y Lucy
Reconozco esta hora. Es esa que solía llegar enmascarada entre los pliegues de otras horas; la que de pronto comenzaba a surgir como un oscuro arcángel detrás de la neblina haciendo retroceder mis bosques encantados.
Olga Orozco
Día 29 / Virginia
Pasamos mucho tiempo viendo la montaña, buscamos alguna señal, quizás una sonrisa o un débil movimiento telúrico que justifique su existencia, las lluvias este año se han adelantado, detrás del valle herrumbroso podemos distinguir cuando se acerca la tormenta, yo pienso mucho en esa quietud, cuánta angustia guardarán sus montes, la aplanada sierra que delimita entre hondas bocanadas la estrechez de estos días.
¿Te diste cuenta de ese punto negro? ¿Aquel que se refleja sobre la parda corteza, cerca de la cima? Es la sombra de un pequeño incendio, el calor está muy fuerte; anoche alcancé a notar la humareda, primero el hilo naranja del fuego más allá el humo. Me imagino que se quemarían a lo sumo dos hectáreas de terreno, igual eso representa una merma significativa para los parceleros, sobre todo en estas circunstancias en las cuales un grano de maíz perdido es un daño lamentable.
—Voy a ver el asado en la cocina. Te dejo un rato y ya vuelvo.
Día 30/ Luz
No hay variación entre el destello que se refracta al interior del relieve, el vuelo circular de los zamuros haciendo cabriolas en la cumbre, igual que todos los días la llanura perezosa me acecha, la voy divisando desde este costado como el cristal que refringe mi deceso. A veces y, sobre todo, al caer la tarde me percibe como una más de sus sombras.
Ella (la mujer) no se da cuenta de sus cambios, no percibe el temblor que se agita en la copa de los eucaliptus, el fragor silente de las hormigas que van haciendo cuevas infinitas hasta llegar al curso fluvial que yace en el fondo plano y amplio de su base. Ella habla de los pequeños incendios, del calor y el cambio estacional. Lo natural es también humano, el fuego purifica la piel, lava los sedimentos que se incrustan en el fondo, deja ver sus hermosas gravas, arenas y limos. ¿Cuándo esta humanidad que hace tiempo dejó de ser mía arderá también? Hay algo de poesía en la calamidad, ese malditismo propio de algunas personas desgraciadas. La muerte no tiene por qué significar el termino de todo, y mucho menos la gloria de todos los sufrimientos. Para mí no será más que dejar este bardo y comenzar a navegar.
Día 31/ Silvina y Luz
A veces la nostalgia acude a nosotros con el estruendo de las cataratas, o en dosis mínimas como el goteo constante de un grifo. Algo así decía Pizarnik, «¿no es así Luz?». Déjame leerte algo de la Condesa sangrienta o quizás prefieras a Eunice. Se me había olvidado comentarte que Galaviz me añadió al grupo de apoyo para cuidadores en WhatsApp. No sé si es el estrés, pero se forman muchas discusiones tontas, una chica evidentemente deprimida y con ganas de ser escuchada expresaba palabras más, palabras menos, la convicción de que su padre aún la recordaba, y en medio de su desajuste él la entendía y la amaba. Allí mismo saltó una mujer con una explicación científicamente sustentada en la cual algunos estudios revelaban que los enfermos de alzhéimer perdían la conexión afectiva con sus familiares, ya que simplemente no los recordaban. «Cada quien ve lo que desea ver», terminó diciéndole la muchacha e inmediatamente se salió del grupo. La verdad es que eso quita mucho tiempo, y me consume los megas, y para remate, los especialistas nunca aclaran dudas ni intervienen en las
conversaciones. Hasta el doctor Galaviz, que es uno de los administradores, a veces está en línea y es incapaz de responder alguna interrogante, yo pregunté sobre el efecto del Aldol, porque es muy fuerte mi amor, y no me gusta verte tan apartada de este mundo… pero nada, tuve que llamarlo mil veces hasta que me aclaró que eso es un proceso mientras el cuerpo asimila el medicamento y luego se regula. «¡Luz, mira la foto!», la del Ávila, la encontré en el libro de narrativa y ensayo de Manuel Díaz Rodríguez, ese fue el día en que Eduardo se bañó en el río sin interior y estaba helado. Salvador le escondió la ropa, ¿recuerdas? Mírate ese cabello todo purpura, te lo pintaste con papel de seda y no querías mojarlo porque se te iba a caer el color, «mi hermosa trinitaria», alcancé a decirte mientras que desde el otro costado empujaba a Leo para que no te lanzara al río.
Pegada a la reja de la ventana la mantis eleva su torso tratando de alcanzar una araña, sus patas delanteras de sable, inmóviles y letales como la liturgia que ella representa. Escucho algo sobre un río, un río de aguas frías y purpuras. Mamá bajaba con nosotros cuando el río crecía, nos llevaba a casa de la abuela, entre mayo y agosto las lluvias solían ser muy fuertes, papá se quedaba tratando de salvar la cosecha, no podíamos darnos el lujo de perderla. Cuando bajaban las aguas subíamos de nuevo a la montaña.
Ella (la mujer) va rizando mi cabello, va cortando mis uñas y me enseña a entender los días. A veces la veo como una madre que me requiere, otras veces como ahora se presenta ante mí como el espigado artrópodo de la ventana, queriendo siempre engullirme, le imploro que me devuelva allí, al monte, a esa llanura cetrina donde los abrazos me aguardan y la leña va cociendo el caldo que alimenta la familia. Entonces ella me mira con esos ojos que no distingo, y un destello ceniza se desprende como bengala por encima de las inalterables retinas.
©Zunemig Pérez Pe
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