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Ana Teresa Torres (Venezuela, 1945) |
Ana Teresa Torres
Retrato frente al mar
La amante del artista, Deauville 1891
Me era fácil mirarla sin que ella se diera cuenta porque se había sentado frente al cuadro y yo estaba detrás, casi a un lado, de manera que podía verla de perfil y no advertía desde esa posición un ligero estrabismo que luego se hizo más evidente. Tengo cierta debilidad por las mujeres que dentro de su belleza exhiben algún defecto imperceptible que depende del ángulo o de la luz para ser plenamente detallado, mostrando así la imperfección que siempre nos acompaña y un desafío a ser amadas a pesar de ella. Durante un largo rato la observé en su contemplación jugando a pretender adivinar qué veía ella en la otra que yo no viera, preguntándome si algo se me escapaba. He tenido muchas veces esa sensación, al pensar en los que han alcanzado éxitos y triunfos, si quizás yo he carecido de la visión o un estrabismo mental me ha impedido encontrar lo más importante de las cosas y me he dejado derrotar por las laderas marginales que no van a ninguna parte, si en suma he contemplado más el bosque que los árboles, intentando vanamente una visión de conjunto, de explicación totalitaria de la vida que me ha llevado más bien a no entender nada, a diferencia de aquellos que se han planteado solamente las preguntas que les interesa contestar, llegando por lo menos a algunas certezas. Pensando que más o menos he fracasado en todo pero nunca lo suficiente para elevarme a la categoría de lo trágico, creo que en definitiva soy un hombre común, algo amargado, disfruto poco de los placeres colectivos, de los medios masivos, me intereso vagamente por las urgencias nacionales y naturalmente caigo en la posición de evadido o irresponsable por la tendencia a vivir más del pasado que hacia el futuro. Por ello cuando alguien como yo se pierde también en una visión estéril, como unos ojos siempre más allá, sufro de solidaridad y así aquella mujer sentada frente al retrato frente al mar.
Una mujer delicada, el pelo castaño, de espaldas al espectador, adelante unas olas lejanas, grises, frías, lleva un vestido azul de lunares negros y el talle es muy fino, delineado por una banda de terciopelo negro. Hay una cierta dificultad en el escorzo de la figura que se ladea, inclinándose ligeramente, y que tuerce forzadamente el brazo, contorsionando la muñeca. Un bello sombrero de plumas y encajes se deja mover por el viento y la mirada es precisamente lo más interesante porque si bien busca el horizonte queda la duda de si lo contemplado es una sombrilla que en la orilla de la playa cubre a otras figuras o si se dirige hacia lo que podría ser un acantilado o entrada en el mar de una colina o un barco que apareciera cortando la lejanía o hacia el mismo mar o también hacia sí misma buscándose en un espejo imaginario y todo el entorno fuera no más que un pretexto para estar sola y no ser interrumpida, haciendo gesto de que piensa.
Igualmente la mujer podría ser una crítica de arte que busca algún detalle no estudiado sobre el pintor o una fotógrafa que examina los planos y luces de la figura, es decir que mira con alguna precisión algún objetivo, o se interna en el paisaje para perderse; cansada de otros cuadros encontró que frente a éste había una silla y es sólo la mano del encargado de la limpieza quien dejó ahí la silla por no saber dónde ponerla, con el ánimo de ordenarla después, y de esa colocación impensada nace todo el hecho de que la mujer escogiera este cuadro y no otro, como tantas hipótesis de por qué yo había seleccionado esta exposición siendo que no acostumbro a ir, pudiendo haber tomado una decisión distinta para llenar un domingo tedioso, pero me es difícil, una vez que me hago una pregunta, abandonarla sin haber explorado sus ramificaciones, una costumbre obsesiva que me empuja desde la infancia y me obliga a darle rodeos a las cosas. Por ejemplo, si esperaba a alguien. La mirada distante puede ser indicativa de la espera, la prefiguración que tenemos cuando anhelamos una presencia y todos los cuerpos que vemos se confunden ilusoriamente con el deseado, miramos como si fuera imprescindible que lo hiciéramos para lograr su llegada. En este caso, una respuesta inmediata, la llegada de un barco. Espera a un hombre que ama. Por la ropa que usa y sus ademanes no podría ser un marinero, absoluta distancia entre el personaje femenino y el posible marinero, no hay correspondencia pero sí cierto mantenimiento de la idea del barco. Esperar un barco es casi una metáfora construida para siempre. Algo concreto, urgente, inmediato surge de la idea avión que es violento, instantáneo en su aterrizaje. Un barco llegando es siempre más acorde con la lentitud de la espera amorosa o la espera de salvación. Por ejemplo, emigrantes judíos esperan un barco para huir a América, derrotados en la guerra de España esperan un barco para pasar a Francia, los vecinos de Amarcord esperan toda la noche para ver la travesía de un barco. Larga espera del amante que finalmente vuelve pero de inmediato surge la incongruencia, dejada en la playa bajo una sombrilla no podría alcanzar la pasarela por la que irían descendiendo los pasajeros; si es una espera lo es imposible, la de alguien que en la expectativa de la llegada de otro ha abandonado de antemano la esperanza de reencontrarlo. Sólo saber que ha vuelto. Que efectivamente está aquí para nunca jamás. Un barco puede ser también el instrumento de salida, de huida para siempre. Un viaje en barco alude al no regreso, la despedida total. Miles de escenas de películas recogiendo el sonido de las sirenas y el llanto de los que no volverán a verse. Ella piensa huir. También es una imagen del barco. La espera de un acontecimiento que nos permite tomar una vía que por alguna razón está prohibida. Analogía absolutamente absurda la de la vida con un viaje, la vida con destino a alguna parte, de arribo o llegada, cuando más bien todo lo contrario. Contrariamente a la idea de que fuera un motivo profesional relacionado con la contemplación, podría imaginar que es una cita. Espera que él, aficionado a exposiciones, coincida con ella frente al cuadro, mira de vez en cuando el reloj por el temor no tanto de su no aparición sino de las precisiones que pudieran dar al traste con todo. Por ejemplo, cierre del Museo o, si es un cine, comienzo inexorable de la película o mesoneros que se niegan a servir un último café que se toma por si acaso aún llega, y el terror es entonces pensar que quien se espera sí quería venir pero circunstancias tontas impiden el encuentro. Hipótesis de la soledad. Puede no haber ninguna cita, simplemente ella está en un momento impreciso o lánguido y mata el tiempo. Posibilidad del levante. Joven intelectual considera oportunidades de enganchar a joven intelectual interesado en la pintura del siglo pasado. Menos probable.
Impenetrabilidad de la mirada. Michelena pinta a su amante de perfil para que no podamos observar que es bizca. No es posible ver su mirada pero no deducimos de ella un estado de ánimo, quisiéramos encontrar un signo de tristeza o de nostalgia o de amor o de alegría pero fracasamos. La mujer mira agotándose en el hecho de ver, vertiéndose en los ojos, escapándose de sí misma en el objeto contemplado a pesar de que tampoco podemos determinarlo; dentro de la retrospectiva podría surgir la idea de cómo la amante del pintor contempla el mar que ahora para siempre la separa de él pero también como anuncio de su despedida. Desde Normandía ver un país lo suficientemente ignorado y saber de antemano que el desprendimiento es inminente. El mar como símil de distancia insalvable, de alejamiento irremisible de los cuerpos, de pesadilla en la que nadamos incansablemente sin alcanzar la otra orilla, así como el amor que pareciera acercarnos pero todo lo contrario, queda como la huella que nos señala distintos. Frente al mar como frente al amor ella presiente su desasimiento y por eso lo contempla sin gesto. Viéndolo del lado del pintor, quizás quiere fijarla en la imagen para retenerla antes de su muerte. No es un retorno al país de origen o un cansancio de amarse lo que determina la separación sino la muerte, la enfermedad de la época propia de las jóvenes como la tisis, último día en la playa en el que la enferma se viste con un bello vestido, intenta peinarse y pintarse lo mejor posible con el esfuerzo en parecer que se está del lado de la vida que muestran los que se saben del lado de la muerte. Representación de la tuberculosa fin de siglo que anuncia su belleza efímera, disimulando la hemoptisis con un pañuelo, y que pasea con su amante recorriendo el balneario, bajo las arcadas, entre niños y otras parejas que avanzan y se cruzan. Hay una avenida al borde del mar de piedras bien trazadas, está fresco a pesar del verano y llegan hasta unas rocas que culminan el espolón, adelante sólo la expansión del mar cuyo límite no es visible como el del amor que desde sí mismo parece inagotable. Afuera la tarde comienza, se mueve la gente en las terrazas de los cafés produciendo encuentros y un murmullo de cucharillas y voces, regresan los veleros, se cierran las sombrillas en la playa y se levanta un vuelo de gaviotas. La arena va quedando fría, abandonada de bañistas, y el rumor se vuelca ahora en las calles. Ellos envueltos de toda la luz, de las conversaciones de la vida ordenada, se entremezclan sufrientes de saber que la noche está cayendo ahora sobre ellos, tristes actores que se negaran inútilmente al fin de la representación, queriendo guardar en la mirada toda la vida que continúa, todas las personas, las rocas, arena, árboles, niños, cielo, gestos, tazas, reflejos. Quererse impregnar de las imágenes que no se volverán a ver en la idea de recordarlas, no perderlas del todo en la pretensión de memorizar la vida para no desprendernos de nuestros vestigios, como si la muerte fuera la desaparición de los actos, pero creyéramos poder existir como memoria para siempre, no desaparecer también como ejes del recuerdo. Querer conservarla en vida a través del cuadro. Por ejemplo, proposición del pintor a su amante de dar un paseo por la playa y sentarla allí, arreglando la composición, estudiando el ángulo de luz, la proporción entre ella y las figuras que son bañistas, la inclinación que ella debe tener sobre la silla, algo avanzada, que a la vez quede lo suficientemente recta como para dar la impresión de estar plenamente sentada, que lleva un rato en esa posición, que no es un momento fugaz el que pretende captarse sino por el contrario una cierta inmanencia, placidez en el movimiento. Moviéndole varias veces las manos hasta dar con el efecto que se busca. Torturándola para que adopte el gesto con el cual él quiere recordarla. Del lado del pintor la angustia de perder también su imagen, no pudiendo pensar a los muertos en la evolución o deterioro que hubieran tenido de haber seguido vivos, sobre todo si mueren en la juventud, quedando siempre la impresión no de los últimos días, de las marcas de la muerte en la vida, sino de otros momentos en que se ha fijado su figura en plena expansión y quedan sin edad, produciéndose una incongruencia entre ellos y nosotros que hemos sido avanzados por el tiempo y de pronto nos encontramos más viejos que nuestros cadáveres, con una sensación incómoda de sobrevida o de traición, no se sabe de quién, si nuestra por haber continuado o suya por haberse detenido. Así más aún para él la necesidad de establecer y hacer permanecer la copia del objeto amado y de alguna manera disimular ante ella que todo el paseo es sólo un pretexto y que en realidad lo que lo guía es la necesidad de tomarla como modelo, y que reflejarla en el lienzo es la misma urgencia que siempre causa el pensamiento de la desaparición de lo que vemos o amamos, esté su muerte anunciada o solamente presentida o simplemente presente porque la ausencia nos amenaza constantemente. Y ella, engañada, concede el paseo y acepta todas las incomodidades de estar posando, disfrutando de creerse bella mujer viva cuando es simplemente el móvil del artista, y él la está mirando para pintarla pero ya colocado en un futuro, ya pensando en ella como la reminiscencia que tendrá cuando la haya perdido, y ahora sólo está proveyéndose del recuerdo, convertida en evocación.
Podría encontrarse en ella alguna resonancia de mi vida pero no logro evocar ningún recuerdo importante. Ella y yo somos bastante distantes. No sólo por los cien años de diferencia, el rumor del mar muy diverso en la playa en que ella lo escucha, un sol muy tenue capaz de ser retenido por una sombrilla agujereada, también otras peculiaridades y matices del personaje me son extrañas. Por ejemplo, algunas preguntas que se haría sobre las figuras situadas en la línea azul, aparentemente dos mujeres que secan a un niño, exaltación de la maternidad de la mujer sin hijos. La mujer mirando a la madre en cierto estado de frustración pero también de distancia, sabiéndose pertenecer a otro ámbito, que puede volver a la habitación del pintor, apenas ha salido a dar una vuelta mientras él trabaja, curioseo de los bañistas, airearse un poco, ventilarse del amor, intereses muy fugaces en tanto retorna al punto de gravitación que la sostiene. Deauville, como otra playa cualquiera de éxito en el momento, lugar al que no pertenece, posiblemente no, da la impresión de haber aprendido a moverse con elegancia discreta, arreglarse, vestir con sencillez ropa fina que no siempre ha usado y que remite a una procedencia distinta a la de otras señoras que toman té en el hotel. Con poco deseo de ser vista y observada por ellas, no sintiéndose a la altura prefiere entonces la playa más abierta, dejarse recordar, joven pintor desconocido y exótico que le propone una temporada en el mar, accede de inmediato, lo ama. No le importa nada, abandonadas todas las consideraciones que desaconsejan el paso, los posibles conflictos familiares. Decisiones muy diferentes a las que yo tomaría pero aun así propone una fascinación a la mujer común la que se siente elevada como heroína del amor. Poco dada a llamar la atención me molesta la idea de estar sentada en primer plano frente al cuadro por la posibilidad de convertirme en punto de observación, como quizás ella, mirando el mar, trata de subrayar su sentimiento de formar parte del todo, resaltada por el hecho de ocupar el centro de la composición pero siendo en realidad sólo un elemento de la marina, otra posibilidad de título para el cuadro, paisaje marino con mujer al fondo. Así también tomamos muchas veces la posición de protagonistas por la condición en que somos colocados por el ordenamiento de los acontecimientos o una cierta manera de enfocarse sobre nosotros la presencia de otros, siendo apenas observadores de coyunturas que se sobreponen y nos dejan en poses no menos forzadas que las de un pintor imponiendo a su modelo o yo misma me he determinado al sentarme en esta silla, como ella frente al mar.
Versatilidad de los paseantes. Mi posición de mujer sentada concede a los otros la cualidad de ser sólo puntos, impresiones que se desplazan bajo la luz, elementos necesarios para la composición, carentes de vida propia. Elegida por el pintor o por otro observador privilegiado me destaco para hacer del resto el fondo. De todos modos siempre los otros nos hacen un cierto fondo, figuras imprescindibles para que podamos reconstruirnos a nosotros mismos. Por ejemplo, las mujeres atendiendo a un niño hacen de madres para que yo me recorte como la mujer que se sienta en la espera amorosa, cruzándonos fugazmente en este momento. Así también el centro de vacaciones de lujo, lugar para el desplazamiento a la costa de la familia de gran clase, paseo por las avenidas marítimas, atmósfera de altura, atardeceres en neblina carísimos, puede pasar a ser un encuentro abandonado, desasistido de la moda pero tanto más por eso atractivo, conservando sólo los residuos que dan pie a imaginar lo que ha sido antes. Igualmente una retrospectiva lleva la intención de presentar de un solo golpe toda la elaboración que compromete una vida y lo que desde el protagonista ha sido una mirada que no encuentra su definitivo punto de anclaje sino que va haciéndose en un recorrido, resulta ahora para el espectador una visión de conjunto terminado en el que se aprecian los cambios de estilo, orígenes, influencias, evoluciones hasta marcar el instante final en que damos por cerrada la obra y aparece como una aventura con sentido o dirección. Así ahora puedo ser recordada como la amante del artista, quedando fijada para los catálogos de exposición, mientras que estoy sólo sentada frente al mar, ficticiamente ya que nadie contempla el mar lo suficiente para ser pintado, ni pudiendo entrever cuál es el verdadero tramado de nuestras relaciones, por qué lo amo desde esta playa, por qué he venido. Inexpresivamente contemplo este paisaje sintiéndome a la vez observada por él, detallada en mis gestos, mi ropa, y a la vez me contemplo ahora en el cuadro ya finalizado y me parece que mis defectos se han evadido, la figura ligeramente estilizada, alargado el talle, el perfil más suave, delatando que estoy presa en esa imagen que no me corresponde del todo, más bien a él que la dibuja, a quien la mira, pero que de alguna manera tiene una existencia en la que habito, tanto así sentada frente al mar cubriéndome con la sombrilla como luego en las habitaciones del hotel, quizás cuando soy contemplada desnuda en el amor, ya libre del vestido, y me extiendo o me doblo de acuerdo a un afán propio o recogiendo algo del suelo o mujer entrando en el baño, instante que también podría ser consagrado, o bajando las amplias escaleras de mármol, paso al salón de té, tocan un ligero tema de Mozart, otras muchas personas toman té, todos representando esa escena, o más adelante me visto para la cena, me siento a la mesa alumbrada por una lámpara de lágrimas y lo contemplo a él y pienso que lo amo, nos amamos instantáneamente, por breve tiempo o indefinidamente o nunca nos hemos amado, no se sabe, dudando si es una aventura, un momento que quiere vivirse pero que no se aspira a consolidar o presintiendo la pasión que nos ocupa la vida toda y que podríamos decir que así como un cuadro, también ella nos detiene, detalla lo que somos para siempre. Esa duda que todo amor nos provoca en la medida en que no estamos muy seguros de antemano si podemos considerarlo boceto o apunte o variante sobre un mismo tema o con la categoría de gran cuadro que marca una época, hace una señal, como la obra de un artista puede ser el fin de un estilo o el comienzo de otro y necesariamente tiene que servir de referencia, o no, puede ser un cuadro más dentro de una tendencia, una línea que se ha venido desarrollando y no añade nada. Así también, al verlo, pienso si todas estas escenas que contemplo pasarán como variaciones o quedaré yo determinada, encuadrada en esta posición, eternamente mirándome a mí misma mirarlo, no pudiendo conocerse la importancia de los acontecimientos que hemos vivido sino hasta que un cierto tiempo nos permita la retrospectiva, y lo mismo que un lugar célebre, decaído o desusado, lo es precisamente porque antes fue centro de reunión de personajes que quizás individualmente no son recordados pero en su conjunto producen la imagen de la riqueza y el poder, así también los emblemas ya decadentes de nuestra vida que son ahora puros residuos de nostalgia, absolutas declinaciones, inútil cultivo del pasado, lo son precisamente porque en otra época constituyeron un eje de atracción y nos invitan al revival, aunque estemos seguros de que ya no somos los mismos, los de entonces. Como si precisamente nos fuera quedando lo más desvaído, lo menos probable de ser usado, lo más incongruente con el presente, y de la misma manera que una figura anodina sirve para fijar al personaje principal del cuadro, recuerdos o anécdotas de escasa importancia, impresiones que ya no podemos atar con seguridad a ningún lugar, como esta mujer en esta playa, sirven para resaltar el personaje que fuimos y que no podríamos explicarle a un interlocutor actual. Cómo, por ejemplo, explicarle al hombre que me mira por qué estoy aquí, por qué he elegido esta exposición, por qué me he sentado, o preguntarle por qué me observa o más bien dar lugar a una conversación intranscendente, tanteando un encuentro, algo tan vulgar como iniciar una relación que quede marcada por el hecho de habernos conocido viendo aquel cuadro, señalando así qué intersección permitió que a partir de entonces nos combináramos y formáramos un trazado común o más bien hacer de la coincidencia un elemento más, y es que así como la mujer es mirada por el artista de modo tal que él no aparece en el cuadro pero es un personaje presente, necesario para la existencia de ella, igualmente él, que me mira, forma parte de esta escena y es también parte de la misma, mirado quizás por otros o forzoso para que mi presencia se fije a través de la mirada de quien la capta, le da consistencia a la circunstancia banal que no necesariamente tiene que ser explicada de nuestro encuentro.
Razones por las cuales estoy aquí y no en otra parte, Deauville 1891, Caracas 1981. Innumerables, imprecisas o por el contrario excesivamente caracterizadas, tanto en la incómoda posición de la silla como en la contemplación del mar. Asomándonos del cuadro en que estamos plasmados por pintores dictatoriales que a la vez somos y pintamos, modelando la posición de otros en nuestros cuadros, moviéndoles los brazos hasta dejarlos en gestos inadecuados, inconvenientes a la anatomía, bajo cielos que los iluminan con un efecto buscado o frente a escenarios que no han elegido, aclimatándonos todos a un permanente exotismo de las circunstancias, plantas sembradas en cualquier tiesto, olas rompientes de cualquier playa, mar ajeno que nos baña desde la infancia, contempladores perpetuos de la otra costa, gaviotas desprendidas, puntos perdidos en el agua, paisajes desarmados, retraídos y devueltos permanentemente como el signo del mar siempre borrándose contra la arena, dispersos de luz, a veces destellando, a veces oscurecidos, a veces pintor, a veces hombre, a veces mujer contemplando, hombre que contempla una mujer que contempla la mujer que frente al mar.
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