Antonio Arráiz (Venezuela - 1903 - 1962)
LA CUCARACHITA MARTÍNEZ Y RATÓN PÉREZ
Por Antonio Arráiz
Estaba la Cucarachita Martínez barriendo el sótano de la cueva bajo la mirada vigilante y ceñuda de Misia Rata, cuando se encontró un mediecito. En el primer instante palideció: quedó inmóvil, fría de emoción, las dos manos temblorosas apoyadas en el palo de la escoba y el corazoncito disparado en loco vértigo. ¡Ay de ella si hubiera perdido la serenidad!
—¿Qué te pasa? —le interrogó al momento Misia Rata.
Pero la Cucarachita Martínez estaba acostumbrada a reaccionar con viveza.
—Nada —dijo—. Me quedé pensando si le habíamos puesto orégano al asado. Yo creo que se nos olvidó el orégano. Todavía habrá tiempo de ponérselo.
—Ya lo creo que le puse orégano —replicó, iracunda, la Rata—. ¿Qué te estás creyendo? El asado quien lo está haciendo soy yo. ¿Te imaginas que soy como tú, una zangarileja sin fundamento, a la que todo se le olvida? Se me figura que debes de estar enamorada. Estas muchachas de ahora no viven sino pensando en la vespertina, y en el paseo en automóvil, y en emperifollarse todo el santo día para ir diz que a oír una conferencia en el Pedagógico. ¡Dígame eso! ¿Desde cuándo las mujeres servirán para conferencias? La mujer, metida en su cocina, y al llegar la noche, a rezar el rosario para acostarse. ¡Cuándo las mujeres de mi tiempo! Yo, a tu edad, a estas horas ya tenía toda la casa como una tacita de plata, y todavía, con los años que tengo, te apuesto a que no se me ha olvidado ponerle orégano al asado.
Se reposó, tomó un sorbo de carato de guanábana con leche, que tenía en un vaso al alcance de la mano, y al cabo de un rato agregó:
—Sin embargo, por lo que pueda suceder, voy a ver si le puse orégano al asado.
Un minuto después regresaba triunfante de la cocina.
—¿No te lo decía yo? ¡Ya lo creo que le puse orégano! Su orégano, su perejil, su adobo y todo lo demás. A mí no se me olvida nada, ¿lo has oído bien, niña? ¡Nada!
Sumamente majestuosa, se tomó el resto del refresco.
Pero en el breve intervalo de su ausencia, la Cucarachita Martínez, rápida como una lanzadera de telar, había recogido el mediecito del suelo y lo guardó en el bolsillo del delantal.
Era un mediecito, auténticamente: todo un señor mediecito. Estaba bastante liso: el rostro del Libertador se adivinaba más por el amor y la devoción de quienes lo contemplaban, que porque apareciese en realidad en rasgos visibles sobre la superficie. Pero, de todos modos, era un mediecito.
—Una verdadera pieza de valor monetario, de ley de 835, diámetro de 16 milímetros y peso de 1,25
gramos —sentenció el Sietecueros—. La moneda tiene un valor real y un valor simbólico: el valor real representa el metal precioso que contiene, que en el caso concreto es la plata en una aleación con cobre de 8,35 por 1,65. La plata es el argentum de los latinos, y el símbolo con que se le distingue es Ag. El valor simbólico expresa su poder adquisitivo, que varía según las fluctuaciones del mercado y el costo de la vida; y, asimismo, la cantidad del valor de trabajo que se condensa en la moneda. La moneda fue inventada por los fenicios, y, rápidamente popularizada, ha sido adoptada por todo el mundo como el medio circulatorio más eficaz para las transacciones comerciales.
Nunca hubiera terminado su disertación, de no ser por la Paloma, quien, abriendo con expresión inocente los hermosos ojos, interrogó de pronto:
—¿Por qué serán redondos los mediecitos?
—Jesús, niña: ¡qué poco vuelo de inteligencia la tuya! —le replicó en el acto la Gallineta—. Los mediecitos, y todas las monedas, son redondas, porque si no no se podrían meter por los huecos de
las alcancías.
La Gallineta era bachillera en filosofía y letras, y todo cuanto pronunciaba rezumaba su profunda sabiduría.
—Yo creo más bien que las monedas son redondas para que corran con mayor velocidad — arguyó el paupérrimo Cucarachero—. ¿Quién puede alcanzar una moneda que corre? ¡Ah! Nunca he logrado atrapar una, ni siquiera de refilón, y no fuera por este brillante mediecito que admiro ahora en manos de la Cucarachita Martínez, estaría por creer que las monedas son ficciones, inventadas por seres crueles para mortificar a los pobres de espíritu y a los limpios de corazón.
—¿Es verdad que la Cucarachita Martínez se encontró un mediecito? —preguntó el Cocuyo, apareciendo por la ventana.
—Sí, es muy cierto —contestó el doctor Burro—. La versátil diosa Fortuna ha querido hacerle don de uno de sus alígeros favores y ha nimbado su casta frente con el áureo resplandor de la riqueza. El doctor Burro sacudió las largas orejas, muy satisfecho; se sacó del bolsillo interior de la levita una libreta con lapicero de oro, unidos ambos por una cadena también de oro; se acomodó los lentes y apuntó la frase que acababa de improvisar. Sería una lástima que se perdiera, e hizo el propósito de
desarrollarla luego en un hermoso discurso que pronunciaría en la Academia.
—Sí, me encontré un mediecito. Aquí está — dijo la Cucarachita.
Sus palabras fueron más modestas que las del doctor Burro, pero la demostración objetiva con que
las acompañó, las hizo elocuentes. El Cocuyo encendió alegremente su farolito japonés; se complacía, de todo corazón, de los buenos sucesos de sus semejantes, y fue a divulgar la noticia por todas las vegas del cañaveral.
—¿Cómo? ¿Esa pordiosera? —comentó la envidiosa Nigua—. No en vano dicen que la fortuna es ciega. ¡Ir a escoger a esa zarrapastrosa, a una gentuza tan sin ninguna significación, en lugar de favorecer a una persona digna de ello!
—Por ejemplo, tú—le replicó, en tono zumbón el Mosquito.
La Nigua se infló de ira blancuzca y amarillenta.
—No me he querido señalar precisamente yo —protestó—. Aunque, por más que me esté mal el decirlo, no veo ninguna razón para que se me prive del derecho de ser recompensada por mis virtudes. Supongo que no te atreverás a regatear mis méritos. Soy una mujer honrada, trabajadora y seria; nadie me ve nunca con vestidos descotados en las fiestas ni en los lugares de perdición. Mi vida es una serie de sacrificios; de sufrimientos y de heroísmos. Lo que pasa es que hay gentes frívolas y corrompidas que no reparan en lo difícil que es la existencia para una pobre muchacha como yo, rodeada de tentaciones y peligros, y, sin embargo, sosteniendo siempre en alto el estandarte de la dignidad. ¿Lo oyes? Muy en alto. Adonde no llegan tus ponzoñosas invectivas.
Se proponía decir muchas cosas más; pero la interrumpió el irascible Alacrán, quien, desde el piso de abajo, gritó:
—¡A callar! ¿Qué se están creyendo ustedes? ¿Qué están en la plaza del mercado? A callar, y dejen trabajar tranquilo a uno.
Desde hacía mucho tiempo, la Nigua acariciaba el propósito de conquistar el áspero corazón del Alacrán, por lo cual prefirió callarse para agradarle. El Alacrán pudo engolfarse de nuevo en sus colecciones de pedruscos, hojas marchitas e insectos atravesados con un alfiler, entre los cuales vivía, pues era naturalista.
—La Cucarachita Martínez se encontró un mediecito —le anunció el Cocuyo por el postigo.
—¿Y qué tiene eso de particular? —tronó el Alacrán—. Todavía si hubiese encontrado un espécimen ignorado de clamidosaurio…
—¿Un mediecito? —exclamaron al mismo tiempo, abriendo desmesuradamente los ojos, el Bachaco, el Zancudo, el Chinche, la Cotorra, la Pulga, el Chivo, el Gallo y el Canario de Tejado. El Chivo corrió a su casa a perfumarse la barba y peinarse su hermosa melena de bardo trasnochado. El Gallo fue a ponerse su flamante uniforme, con dormán rojo, galones de plata, brandeburgos de oro y una cascada de plumas blancas sobre el yelmo de acero. El Canario no tenía más que un par nuevo de zapatos de dos tonos y una linda corbata, pero, con ellos, quedó tan elegante como sus rivales.
—¿Y qué haré yo ahora con mi mediecito? — suspiraba la Cucarachita Martínez.
—Cómprese un automóvil —le aconsejó el Bachaco, exhibiendo innumerables catálogos de colores llamativos—. Fíjese usted: tengo todos los modelos; limusinas, sedanes, coches abiertos, convertibles, dos-para-cuatro, todo lo que usted quiera. ¿Qué le parece este soberbio cupé de 80 caballos de fuerza? Es la última palabra de la industria automotriz.
—Mis radios son la última expresión de la técnica norteamericana —le interrumpió Zancudo—. ¿No quiere que le mande uno de demostración? No le cuesta nada, lo tiene todo el tiempo que quiera, sin ninguna clase de compromisos, y después lo devuelve si no es de su agrado. Este tipo de gabinete
cerrado es lo mejor que se ha producido en el ramo. Tiene cerebro metálico, antena ultraperceptiva, ojo anastigmático de seguridad interior, sistema de sincronización del Páncreas cíclico, control tubular digestivo, dial asimilable endo-estratosférico. Este radio tiene la sensibilidad, la emotividad, la inteligencia de cualquier animal. Es un genio de expresión oratoria, con la finura de matices de una artista de gran ópera y la infinita sutileza de una dama archicivilizada.
La Cotorra lo interrumpió:
—Mi queridísima Cucarachita, ¿cómo estás? ¿cómo te va? Dichosos los ojos que te ven. ¡Ay, niña!
Pero si estás de lo más bien… ¿Cómo haces tú para lograr milagros de belleza? ¡Qué cutis, el tuyo; qué brazos, qué garganta, qué talle! La presumida Avispa debe de estar muerta de envidia desde que has desarrollado ese talle que tienes ahora. Muy derniercri, ¿lo sabes? Muy a la nouvelle saison. La moda actual tiende a estos talles mitad de sílfide y mitad de danceuse, que es lo que llaman el estilo tourbillon d’amour. —La Cotorra hablaba desbocadamente, emanando perfumes diversos y penetrantes, con una carterita de lentejuelas azules en una mano y en la otra una larguísima boquilla, en cuyo extremo humeaba un cigarrillo perfumado—. Precisamente — continuó— tengo algunas toilette encantadoras que te harán mucho favor con ese talle cimbrante que tienes. ¿Por qué no te llegas un momentico hasta mi casa de modas? ¿Sabes?, tengo un establecimiento muy raffiné. Se llama el Desván Bleu. ¿Cuándo me haces una visita? Sería capaz hasta de regalarte mis vestidos, sólo por el gusto de vértelos puestos. Modelos de Antílope Pardo, modelos de Rengífero Ruso, modelos de Fox y Terrier, legítimos modelos de la Calandria y de la Alondra… Todo importado, nada vulgar, nada nacional. ¿Cuándo te vienes un rato chez moi ma cherié? Ya verás, pasaremos unos minutos verdaderamente charmants.
—¿Tengo el honor de hablar con la Cucarachita Martínez? ¡Tanto gusto, señorita! Yo soy Pica-y-huye, repórter de «El Animal Independiente». Ya lo sabe usted: nuestro primer diario informativo, con ediciones de rotograbados todos los domingos. A los pies de usted, señorita. Vengo para hacerle una
entrevista. A ver, dígame usted: ¿cuáles han sido sus primeras impresiones con la imprevista riqueza que ha caído en sus manos? ¿Cree usted que en la riqueza consiste la verdadera felicidad? ¿Cuáles son sus opiniones acerca de los presentes conflictos entre el capital y el trabajo? ¿Qué esperanzas tiene usted fincadas en los nuevos candidatos al Ayuntamiento proclamados por el Partido Animalista Nacional? ¿Prefiere usted a los caballeros con bigote rasurado, a los que usan gomina o a los intelectuales? Y diciendo y haciendo, Pica-y-huye extrajo enseguida un lápiz y un cuaderno, y se dispuso a copiar lo que contestase la Cucarachita, mientras su compañero el Jején aprestaba la máquina de fotografía.
—Paf —sonó sorpresivamente el magnesio, e iluminó con su llamarada lívida los rostros tomados de un súbito susto de los circunstantes.
La Cucarachita Martínez había quedado pensativa. Los ojos abstraídos y los labios entreabiertos indicaban la concentración de sus ideas en el deseo de contestar las preguntas del periodista.
—Estoy todavía tan aturdida —empezó a murmurar.
Pero, para gran sorpresa suya, Pica-y-huye no aguardó más: púsose de pie, le dió la mano, murmurando precipitadamente:
—Muchas gracias, señorita, muchas gracias.
Y salió de la casa, seguido de cerca, como siempre, por e Jején.
Por otro lado, el Ciempiés entraba en ese momento con nuevos catálogos, planos, prospectos y folletos impresos.
—Coloque usted su dinero en inversiones sanas, seguras y permanentes. No se deje embaucar por los cantos de sirena de los que pretenden desplumarla. Nosotros le podemos fabricar una linda casita en nuestra urbanización La Santidad del Hogar. Todas las casas que hacemos tienen porche, pantry, bar y living-room. Hacerse una casa en La Santidad del Hogar es garantizarse una vida de delicias…
—¿Cómo? ¿Se ha convertido usted en millonaria y no piensa en comprar una póliza de seguro de vida? —interrumpió el Tuqueque—. Tenemos seguros contra incendios, seguros contra inundaciones, seguros contra robos, seguros contra muerte, seguros contra accidentes, seguros contra enfermedad, seguros contra invalidez, vejez, fealdad y estupidez crónica. Le aseguramos, si usted quiere, una mano, un brazo, un riñón, la cabellera o los dientes orificados. Le aseguramos contra la infidelidad de su marido, contra los efectos alcohólicos, contra la murmuración de sus vecinas o contra los malos pasos con el novio. Nuestro lema es: «seguros para todo y contra todo», y nuestra especialidad son los seguros contra los agentes de seguros.
—Tengo perfumes, extractos, aguas de colonia, dentífricos, cremas frías, coloretes, polvos de gardenia y de rosa, lápices para las cejas y los labios —dijo el Chinche mostrando su mercancía—. Tengo todo lo necesario para el maquillaje perfecto.
—Vendo corsés Junco del Río, sostenes Colinas del Paraíso, pantaloncitos Fascinación, trajes de baño Nereida, fondos Celaje de Primavera y dormilonas Voluptuosidad. Todas las marcas, todos los diseños, sedas, gasas, artículos exclusivos — anunció la Pulga.
La Cucarachita no encontraba qué contestar. Y todavía fue mayor su sorpresa cuando, al día siguiente, pudo leer en las columnas de El Animal Independiente la entrevista que le había hecho el
Pica-y-huye.
»—Nosotros—decía— le preguntamos:
»—¿Cree Ud. que en la riqueza estriba la esencia de la felicidad?
»Colocando la manita primorosa sobre la aterciopelada mejilla, en una actitud de profundo recogimiento interior, nuestra gentil interviuvada nos contestó así, con un suspiro:
»—¿La riqueza? ¿Qué importancia puede tener la riqueza para una mujer joven como yo? ¡La juventud, la belleza, el amor, la virtud, la piedad! He ahí las bases de ese fermento químico, como pudiéramos llamar a la vida. En cuanto a la riqueza, no es más que el ácido que se vierte sobre ella, modificándolas, alterándolas superficialmente, arrancando irisaciones insospechadas y tonalidades opalescentes donde no existía antes sino el cuerpo amorfo. La riqueza es algo así como el rayo de luz y de emoción que despierta los colores dormidos en la penumbra, el toque mágico a las regiones etéreas desde donde se dominan los panoramas radiantes de la existencia…».
Este reportaje valió a Pica-y-huye un aumento de sueldo en el periódico. En lo que toca a la sensación que produjo, baste decir que unos de los lectores, el Gato, al llegar a esta altura del artículo, exclamó en voz alta:
—¡Caramba! Esto está magnífico. ¡Qué muchacha inteligente! ¡Y tan bonita! —agregó, al ver el retrato—. Es inteligente; bonita, graciosa, riquísima. ¡Santo Dios!
Apartó el periódico, y alzando la voz, llamó a su ayuda de cámara el Piojo:
—Piojo: mi flux nuevo de gabardina gris, mi corbata vino tinto, mi camisa color crema, mis zapatos cortebajos de gamuza blanca, mi bastón de caña de India y mi pitillera de malaquita azul. Quiero estar particularmente bien vestido hoy, porque intento hacer una visita.
El Gato es un aristócrata de vieja cepa, descendiente de antiguos marqueses, pero a nadie se le escapa que está arruinado, y anda en busca de una buena dote.
La Arañita de Playa fue a la casa de su prima la Araña Tetracauta, y allí encontró a sus otras primas la Araña Común, la Araña Peluda y la Tarántula.
—¿Ya sabrán ustedes la noticia?
—Te refieres sin duda a la nueva rica — contestó la Tarántula.
—Nueva rica, ésa es la palabra —declaró desdeñosamente la Araña Común—. Me chocan esas ostentaciones de periódico, y todo lo demás. Ello no revela más que baja alcurnia y deplorable vulgaridad.
—Pero, m’hijita, ¿y quiénes son las Martínez? ¡Figúrate! ¡Unas nadie! —recordó la Arañita de Playa.
—Lo que es en mi casa no entra la tal Cucarachita Martínez, por más dinero que haya adquirido de pronto, y de manera muy poco decorosa por cierto —anunció la Araña Peluda.
—¡No faltaba más! ¿Nosotras codearnos con esa plebe? —exclamó la Tarántula.
Y la Araña Tetracauta, la más pomposa de todas, respetada en la familia por su ropaje imperial color de sangre, así como por la media luna que luce en el abdomen, resumió lo dicho:
—Entonces estamos todas de acuerdo, queridas primas. Nosotras no olvidamos que Araña es un apellido ilustre, y que nuestra amistad no puede estar al alcance del primer advenedizo.
Con esta consigna regresó la Arañita de Playa a su hogar; pero la firmeza de su resolución sufrió un grave quebranto al día siguiente, cuando supo que el príncipe Pavo Real, tan de buen linaje, por lo menos, como ellas, había invitado a la Cucarachita Martínez al gran baile de carnaval que daba todos los años. Sin pensarlo más, la Arañita fue inmediatamente a hacerle una visita a la nueva millonaria; y ¿cuál no sería su sorpresa al encontrar allí arrellanadas en sendas butacas, a sus primas la Araña Común, la Araña Peluda, la Tarántula y la Tetracauta?
—¡Cuánto nos ha alegrado tu inesperada suerte, querida! —decía la Araña Peluda—. Tú sabes que tus éxitos son también nuestros.
—Así es —apoyó la Tetracauta—. No sé si recuerdas que tu familia y la nuestra están emparentadas. El cuñado de un primo de la sobrina de tu tatarabuela Martínez estuvo a punto de casarse con la yerna de un tío del hermano de nuestra tatarabuela la Araña Galeoda. No nos podrás negar, por lo tanto, el derecho y el placer de llamarte prima.
La Cucarachita Martínez gozaba de todas las dulzuras de su reciente prosperidad; pero, al mismo tiempo de todos sus inconvenientes.
—¿Y qué haré yo ahora con mi mediecito? —se repetía, y su interrogación iba adquiriendo un tono siempre mayor de saciedad y de tristeza.
—Viajar —le contestó la Golondrina—. ¡Oh! ¿Puede hallarse un empleo más sabio y bello de la riqueza? Recorrer el vasto mundo; hacer que paisajes, ciudades, muchedumbres desconocidas destilen ante nuestros ojos; descorrer el secreto de lugares remotos y fascinadores; penetrar en el misterio de las leyendas, de mitos; de tradiciones extrañas; que nuestra planta alegre y aventurera profane el silencio de comarcas espolvoreadas de historia; sentir cómo se diluye nuestra personalidad en el bullicio de religiones, de lenguas, de seres multicolores; no tener asiento en nada, no tener asidero en nada… ¡Oh! ¿Puede haber nada tan hermoso como viajar?
—La paz, la quietud de un sitio tranquilo y apartado —replicó el Puerco—. La verdadera felicidad consiste en el perfecto reposo. El tiempo se desliza de una manera insensible, y todo nos parece tan lejos, tan aparte, que se diría que la vida no corre para nosotros, ni nos alcanza con el hervidero de sus pasiones, convulsiones, problemas y heridas sangrantes. Un lugar plácido donde envolverse en la ventura de la paz interior… Eso es lo que se debe buscar.
—La vida es acción, y sólo tiene sentido cuando se traduce en acción —replicó la Abeja—. ¿Qué valor puede haber adquirido tu existencia si te encuentras con que no has hecho nada? Te parecería
espantosamente vacía. Obsérvame a mí: sin descanso estoy entregada a una infatigable actividad, porque si no obedeciese a este impulso natural, que es común en todos los seres vivientes, si no me dejase arrastrar por este afán de movimiento y creación, lo mismo que cuando se toca la mano helada de un animal muerto retrocedería horrorizada al palpar la desesperada inanidad de la vida.
—Acción, sí —arguyó la Hormiga—. Pero acción dirigida, acción orientada, no acción a tontas y a locas. ¿Qué importancia tendrá tu actividad si carece de un objetivo? Sería como un pobre animal descabezado, a quien alguno de los perversos hijos de los hombres lanzó al polvo del camino. Con las seis patas hace movimientos desordenados, pero no acierta a adelantar en ninguna dirección, porque ni ve ni sabe a dónde va. Un fin, una meta, es la clave de la vida. El fin de la riqueza es crear mayor riqueza. Actúa, mi querida Cucarachita; pero procura que, al actuar, tu actividad se traduzca en la multiplicación de tu riqueza. El ahorro es el más alto ideal que debe inspirar a un animal.
—El ahorro es la mayor de las insensateces — protestó la Cigarra—. El ahorro es un tirano a quien erigimos en nuestro propio amo, y voluntariamente nos sometemos a su odioso yugo. ¿Quién sería tan loco que con plena deliberación adoptase la esclavitud? ¿Qué se gana con ahorrar? La vida es corta: pronto nuestros brazos serán débiles, nuestra vista escasa, y después se tiene uno que morir. Aprovecha, Cucarachita Martínez, tu juventud, tu hermosura y tus riquezas mientras te duren, y no des oídos a lúgubres reflexiones.
—Toma estado, cásate, Cucarachita Martínez —aconsejó la Gallina—. No hay placer más grande que el de sentir una familia en torno suyo, y arropar los hijos bajo el ala, alborozarse cuando pronuncian
las primeras palabras y ver cómo lentamente se desarrollan a nuestro amparo.
—Sí, y los hijos se enferman, lloran, gritan, alborotan; y si alguno (¡no lo quiera Dios!), se te llega a morir, ya tienes que vivir desconsolada el resto de tus días —continuó el Pico de Plata—. Y aunque no se te enfermen ni mueran, ¿qué?, el día menos pensado se casan y se van de tu hogar, dejándote
abandonada, después de tantos sacrificios que has hecho por ellos… No, Cucarachita, no seas idiota: no te cases nunca. Permanece soltera, y goza de tu libertad, de los campos verdes y de los cielos azules.
Y emprendió el vuelo.
—¿Qué haré yo con mi mediecito? — murmuraba, ya casi con lágrimas, la Cucarachita.
—¡Buena que la hemos puesto! ¡Ahora la muchacha sonsa se va a poner a lloriquear! — rezongó Misia Rata, malhumorada—. ¡Eso nada más nos faltaba! ¿No digo yo? Entienda que estas niñas de ahora sí que son desabridas. Se encuentra la mocita convertida de la noche a la mañana en millonaria, ¿y qué cree usted que inventa? ¿Sale a pasear en automóvil? ¿Se compra un vestido bien
bonito, y unos lacitos azules para la cabeza, y se sienta a la ventana a flechar corazones? ¡No, señor!
¡Nada de eso! Se pone a hacer pucheros, porque dizque no encuentra nada que hacer con su mediecito…
Se abanicó, sofocada.
—¡Habráse visto! —añadió.
Estaba en el grado máximo de indignación.
—¿U… u… u… unos… la… la… lacitos azules? —gimoteó la Cucarachita, mirándola a través de las lágrimas.
Misia Rata se enterneció:
—Sí, muchacha. No seas tonta —dijo; sentándose a su lado y principió a acariciarla—. No te preocupes por lo que haya dicho esa gente. ¿Qué te dijeron esos sinvergüenzas? Toditos ellos son unos malvados, que lo que quieren es mortificarte. Cómprate unos bonitos lazos azules, te los pones en la cabeza, te sientas a la ventana, y verás tú lo que es gozar…
El rostro de la Cucarachita Martínez se iba iluminando, en tanto que las lágrimas temblaban todavía en sus largas pestañas.
—Unos lacitos azules… —murmuró, como hablando consigo misma—. Si compro dulces, me los como y se me acaban. Si compro perfumes, me los echo y se me acaban. Si compro joyas, se me pierden y se me acaban: y, además, me traería mala suerte. Sí: voy a comprarme unos lacitos azules. Y así fue como la Cucarachita Martínez se compró sus lacitos azules. Se peinó, se empolvó, se pintó las mejillas y los labios, se puso su vestido nuevo, se arregló con graciosa coquetería los lazos azules en los rizos negros; y se sentó a la ventana. Estaba muy linda.
Los galanes comenzaron a rondar:
—Cásate conmigo —le dijo el Toro.
—¿Y qué me ofreces tú? —le preguntó la Cucarachita.
—Te ofrezco el poder. Cásate conmigo, y el mundo estará a tus pies. Dirás una sola palabra, y todos temblarán, y se precipitarán a complacerte. ¿Qué digo una palabra? Ni aun será menester que formules tu deseo. Un antojo tuyo, un ligero capricho que exhales en el viento, será como una campanada que agitará a los perezosos, despertará a los dormidos y hasta resucitará a los muertos. El giro más voluble y encendido de tu pensamiento regresará a ti, antes que lo hayas expresado, convertido en espléndidas verdades y realizaciones insoñadas. Los animales te temerán y obedecerán solícitamente. La vida será un sendero de presentes y ofrendas a tu paso, y el universo se arrodillará ante ti, reverenciando a la escogida por el poderoso Toro.
—¡Ay, Toro, me das miedo! —contestó la Cucarachita.
—La vida será un sendero de presentes y de ofrendas para ti, pero de presentes dulcísimos y de ofrendas delicadas —dijo el Canario de Tejado—. Yo te ofrezco la poesía. Orquestas invisibles modularán hermosas melodías, las auras impalpables traerán músicas imprevistas, una lluvia de estrofas y de pétalos caerá sobre tu frente, un surtidor de madrigales y de endechas brotará blandamente, quejándose, bajo tus pies.
—¡Ay, Canario, me empalagas! —repuso la Cucarachita.
—Aquí está mi espada victoriosa. Viene de mil combates formidables. Caía como una tempestad sobre ejércitos sin número, los que se desbandaban, empavorecidos, ante su resplandor. Entró a saco, a sangre y fuego, en ciudades populosas, capitales de vastos imperios aniquilando los últimos baluartes de desesperadas resistencias, y está aún palpitante de la sangre de mis víctimas. ¡Tómala! ¡Tuya es! A tus pies la deposito con mi homenaje. Ven, serás la esposa del victorioso Gallo. Yo te ofrezco la gloria —dijo el Gallo.
Hay que confesar que estaba soberbio con su dormán rojo de brandeburgos de oro y la cascada de plumas sobre el yelmo; pero la Cucarachita le respondió:
—¡Ay, Gallo, me das grima!
—Yo te ofrezco los honores: dígnate participar de ellos —expuso el doctor Burro—. Unidos escalaremos las augustas excelsitudes desde, donde se divisan apenas los espumeantes afanes del montón ignoto. No nos salpicarán las miserias, ni su estulticia. Sagrados cortinones servirán de majestuoso dosel a nuestra vida, y, unidos, nos sentaremos tú y yo en el trono de la inmortalidad.
—¡Ay, Burro, qué fastidioso debe ser!
—Yo te ofrezco amor; yo soy todo amor, únicamente amor —manifestó el Chivo—. Ven: dame tu mano. Enlázate conmigo. Iremos a amarnos insaciablemente en todos los parajes en que el amor puede florecer. Nos amaremos en la umbría de los bosques, en el terciopelo de los prados, sobre la arena de oro de las playas, al borde de las colinas redondeadas por las que bate la brisa cargada de efluvios de canela y malabar. Mi amor es ardiente e infinito, como un beso en el que se hubiese refundido la eternidad.
—¡Ay, Chivo, no te creo!
El Gato le ofreció la aristocracia de su alcurnia; el Perro la lealtad de su devoción; el Escarabajo las perfecciones de su industria; el Turpial las armonías de su arte; el Ganso le prometió una vida apacible y burguesa; el Caballo una existencia de deportes y agitación; el Ciempiés quiso convencerla de que uniesen sus riquezas, y así, casados ambos, llegasen a ser los animales más ricos del mundo; el Cucarachero, su pobreza, y con ella pan y cebolla.
—¡Ay, no, no! No me decido —decía la Cucarachita.
Estaba otra vez a punto de llorar.
Ratón Pérez no prometía nada. Hallábase quieto y callado, mirando a la Cucarachita sin mover ni la punta del rabo, y sus dulces ojos negros transparentaban una resignada melancolía.
—¿Y tú, Ratón Pérez, no me ofreces nada?
—Nada, Cucarachita Martínez —respondió con un suspiro—. ¿Qué podría ofrecerte? Hubiera sido para mí un sueño maravilloso casarme contigo, y estar todos los días, todas las horas, todos los instantes, contemplándote en silencio como ahora. ¡Eres tan bella, Cucarachita Martínez! Habría sido un sueño de encantamiento sentir toda la vida, como tu vida se enroscaba en torno de mi vida, igual que un rosal; y escuchar, una tarde y otra tarde, una mañana y otra mañana, cuando asomasen las nubes rosadas, o cuando titilasen las estrellas, o cuando centelleara el sol sobre la tierra amodorrada, tus carcajadas cantarinas que estallaban, tus gritos alegres y tus gestos de colegiala. Entonces hubiera podido inclinarme sobre tus párpados, cuidando, con religiosa ternura, de que el sueño te los cerrase poco a poco; y por la mañana, al momento en que te despertabas, permanecer todavía en acecho para descubrir, con un azorado júbilo de mi corazón, mi propia imagen que se había quedado impresa en tus retinas…
Hizo una corta pausa y añadió, más tristemente:
—Habría sido un sueño inefable, pero… ¿A qué hablar de estas cosas? Te he visto despreciar al Toro, que te prometía el poder, y al Canario, con su poesía, y al Gallo, y al Burro, y al Chivo. ¿Con qué ánimo me atrevería a hablarte?
El corazoncito de la Cucarachita Martínez latía con premura.
—Ratón Pérez: me voy a casar contigo — anunció de pronto.
De este modo se hicieron prometidos la Cucarachita Martínez y el Ratón Pérez.
Inmediatamente comenzaron los preparativos para las bodas. Era necesario hacer una fiesta suntuosa a la altura de los acontecimientos. Misia Rata estaba de lo más atareada. Con febril actividad púsose a limpiar la casa, a lavar los pisos y a pulir los muebles, y a colocar alfombras y adornos por todas partes. Hizo, además, una enorme torta, con diecisiete velas rosadas que la Cucarachita tendría que apagar de un solo soplo.
—Eso te traerá buena suerte —le aseguraba—. Tu esposo te será fiel.
La Gallina trajo de regalo dulce de lechosa. La Cotorra mandó unos pastelitos bastante insípidos, pero ella aseguraba que eran gateaux. La Hormiga contribuyó con una jarra de chicha, que le costó poco, pero estaba muy sabrosa. La Cigarra, en cambio, echó la casa por la ventana: envió una cesta de botellas de champaña, que compró fiado en la licorería, y después quedó hipotecada por seis meses para poder pagarla. Y hasta la Gallineta y las cuatro Arañas contribuyeron con sus obsequios: unos exquisitos bienmesabes, la primera y un azafate de merengues y suspiros las Arañas.
—¡Esto nos faltaba! —rezongaba Misia Rata, secándose el sudor—. ¡A mis años tener que afanarme tanto por esta niña malcriada, que después no me lo va a agradecer!
A pesar de las lamentaciones, trabajó en tal forma que dejó la casa como un espejo. La noche de la fiesta los corredores y las galerías deslumbraban a los convidados, con sus lindas guirnaldas flotantes de columna a columna, entre las cuales el Cocuyo había multiplicado sus lucecitas de color. La noche estaba cálida y serena; el cielo, lleno de estrellas. De vez en cuando golpes de brisa mezclaban los perfumes de los jardines próximos y los aromas de los bosques lejanos, confundiéndolos. La Cucarachita Martínez y Ratón Pérez estaban acodados sobre el alféizar de la ventana.
—¿Me quieres?
—Sí, te quiero mucho
—¿Me vas a querer siempre?
—Eternamente.
—¿No vas a querer nunca a ninguna otra?
—No tengo ojos más que para mirarte a ti.
—¿Cómo cuánto me quieres?
—Muchísimo.
—¿Cómo de aquí a esas estrellas?
—Sí, como de aquí a esas estrellas.
Las estrellas en el cielo contenían el aliento, escuchándolos. Varios viejos animales, muy sabios y muy honorables, que estaban reunidos estudiando las leyes que rigen las estrellas, se quedaron callados, pues les pareció que la brisa les había traído un retazo de la conversación. Así como un pordiosero que, al descubrir, en la noche, música y luz en una quinta, se acerca hasta la verja de hierro, permanece un rato contemplando con ojos tristes la fiesta, y luego se aleja poco a poco: del mismo modo la brisa se detenía de repente escondida en el hueco de la copa de un árbol; recogía temblorosamente sus palabras y después continuaba más despacio, saboreándolas con una vaga melancolía.
Dos ejércitos de animales que en ese momento se disponían a librar una gran batalla, se quedaron indecisos, atentos a la plática lejana; y más tarde, cuando entraron a combatir, lo hicieron a desgano, y sentían más hondamente que nunca el temor de perder la vida. La Tierra misma suspendió un instante sus movimientos de rotación en torno de su eje y de traslación en torno del Sol. Y hasta el Sol, y con él todo el sistema planetario, se detuvo, absorto, en su marcha vertiginosa hacia la remota Alfa del Hércules.
Porque desde que el Mundo da vueltas alrededor de sí mismo y alrededor del Sol, y el Sol y el sistema solar se deslizan por los espacios infinitos hacia el Alfa de Hércules, nunca, ni los sabios cuando resuelven los problemas, ni los generales cuando dan sus órdenes al iniciarse una batalla, han pronunciado palabras tan importantes como aquellas que decían la Cucarachita Martínez y Ratón Pérez.
A sus espaldas, las parejas enlazadas se dejaban arrebatar por la música que tocaban el Arrendajo con su arpa, el Cucarachero con su guitarra, el Sapo Compadrón con las maracas.
—¡Mala señal! Matrimonio bailado es matrimonio desgraciado —anunció con sibilante voz la Nigua.
Llegó la hora de la cena, y el chocolate fue puesto a hervir en una enorme olla. Misia Rata lo batía vigorosamente con el molinillo.
—¡Qué rico está! —murmuraba Ratón Pérez, inclinándose al borde del envase, mientras su naricita olfateaba con delicia el espeso aroma que emanaba del líquido apetitoso y humeante.
Misia Rata fue la primera en advertir el peligro que corría.
—Ten cuidado —observó—. No te acerques tanto a la orilla. Te puedes caer.
—¡Ah, qué rico está! —insistía Ratón Pérez, extasiado.
—¡Cuidado! —gritó de pronto la Cucarachita.
—¡Cuidado! —repitieron a coro todos los animales próximos, volviendo la cara al oír la exclamación.
Era demasiado tarde. Ratón Pérez se había inclinado con exceso sobre el recipiente. Quizá los pesados vapores lo marearon al envolverlo. Púsose pálido de repente; vaciló; quiso agarrarse del borde de la olla, que estaba tan caliente que lo quemó; tambaleóse, y se desplomó dentro. Su esbelto cuerpo, vestido con levita gris que se había mandado hacer para sus bodas, flotó por un segundo sobre la hirviente masa, y luego desapareció en sus profundidades.
—¡Cuidado! —habían proferido por segunda vez todos cuantos presenciaron la escena. Precipitáronse al borde de la olla, pero ya no se percibía rastro de Ratón Pérez.
—¡Ay! —sollozó la Cucarachita Martínez, y se desmayó.
Mientras el Comején y la Gallineta se ocupaban de ella, haciéndole aspirar de un frasco de sales, Misia Rata intentó en vano diversos expedientes para salvar al pobre infeliz. Quiso sacar su cuerpo con la espumadera, retiró sin tardanza la olla del fuego, se le ocurrió rociarla con agua a fin de que se enfriase con mayor rapidez. Era inútil; antes de que el denso líquido hubiese refrescado a una temperatura razonable, ya el pobre Ratón habría tenido tiempo de morir mil veces de mil espantosas agonías.
—Parece el monstruoso cráter de un volcán lleno de lava en estado ígneo —comentó el doctor Burro, contemplando filosóficamente la olla.
—No hay salvación. Ha muerto sin remedio — opinó el Perro.
—¡Pobrecito! ¡Tan simpático como era! — exclamó la Paloma.
—Eso le pasa por glotón —sentenció el Alacrán.
—¡Qué imprudencia! Acercarse tanto a la olla… —dijo la Araña Tetracauta.
—Lo envidio —suspiró el pobre Cucarachero—. Ha muerto con la boca, el estómago y hasta los pulmones llenos de un líquido caliente, oloroso y nutritivo. Ha fallecido de hartura, muerte la más envidiable y gloriosa; y allá en las beatitudes celestiales donde debe estar, no hay miedo de que vuelva a sentir jamás los apremios de la necesidad ni las torturas del hambre y de la sed.
—¿Qué hará ahora la pobre Cucarachita? —se decían todos.
La pobre Cucarachita se recobraba poco a poco de su vahído; miró en torno suyo con los ojos vagos; de súbito se incorporó, púsose de nuevo intensamente pálida, y clavó las interrogantes pupilas en Misia Rata.
—¿Dónde está?… ¿Se pudo salvar?… — balbuceó.
Los circunstantes pudieron observar cómo subía y bajaba su pecho con la angustia; cómo palidecía más aún, y creyeron que se iba a desvanecer por segunda vez, cuando la Rata, sin ánimo para hacerlo de viva voz, le contestó que no con la cabeza.
A pesar de todo, no se desmayó. En medio de la general expectación se levantó lentamente. Requirió para ello el auxilio de Misia Rata y del Ciempiés, quienes se lo dieron de buen grado. Se acercó a la olla, y estuvo mirándola largo rato.
Misia Rata no pudo aguantar más:
—¡Se murió! ¿No lo ves? ¡Se murió! —estalló—. Desapareció en el fondo. Desapareció para siempre. ¡Pobrecito! ¡Tan bueno como era, y tan simpático! ¡Y tanto que te quería! ¿Ahora de qué te sirve que te haya querido? Se acabó… Se murió…
Tenía una especie de exaltación nerviosa.
—¿Ahora de qué te sirve tu mediecito, de qué te sirven todas tus riquezas? Se acabaron. Todo se acabó. ¡Maldito mediecito! Sólo zozobras y desgracias nos ha traído a todas. Tan felices que vivíamos, y tan tranquilas… Desde que lo encontraste, no ha sido más que mortificaciones, y andar para arriba y para abajo como condenadas, y gente que va, y gente que viene, y no gana una para afanes y preocupaciones. ¡Ojalá que nunca te lo hubieses encontrado!
—Dice usted verdad. Los bienes terrenales no traen como consecuencia más que sinsabores — prorrumpió el doctor Burro.
—Ya quisiera yo unos cuantos de esos sinsabores —manifestó el Cucarachero— con tal de que me quitasen los sinsabores de la pobreza.
—Hablas por hablar y porque no tienes experiencia de la vida —le repuso la Gallineta—. Ya ves el ejemplo de la Cucarachita: con todas sus riquezas, ahora ha perdido a su Ratón Pérez.
—Él se hubiera casado con ella de todos modos, porque el Ratón Pérez no veía en la Cucarachita Martínez su dinero, sino por lo que ella misma vale —reflexionó Misia Rata—. El matrimonio hubiera sido modesto, sin invitados y sin chocolate, y Ratón Pérez no habría corrido el riesgo de perecer ahogado.
—En lo que toca a las invitadas, supongo que no te quejarás —replicó al instante la Araña Tetracauta—. Tienes aquí reunida en tu casa a la élite de nuestra sociedad.
De improviso, Misia Rata se volvió a ella, hecha una furia:
—Sí… —rugió—. La élite… La élite… ¡Valiente élite! Ustedes son quienes tienen la culpa de todo. Ustedes son el cortejo de desdichas que nos ha traído la riqueza. Ustedes son quienes lo mataron.
En su excitación, no reparaba en la injusticia de sus incriminaciones.
—¡Ay, Dios mío: qué horror! Ahora nos insulta en su propia casa —gimió escandalizada la Gallina, y
fue a ponerse su sombrero y su abrigo para salir sin pérdida de minuto de aquel antro de perdición. Lo mismo hicieron todos los convidados.
—Sí, ustedes son los que lo mataron — vociferaba Misia Rata—. No sé cómo se nos ocurrió a la Cucarachita y a mí invitarlas.
Las persiguió con denuestos hasta la puerta, allí continuaron por largo espacio enzarzadas en su ruidosa discusión.
Con sus explosiones de furor y los alardes de condolencia, en otros, contrastaba el austero silencio de Cucarachita Martínez. Siempre muy pálida, casi sin pestañar, parecía no prestar atención a cuanto
ocurría en su derredor. Por último, sin pronunciar una sola palabra, se alejó lentamente.
La Cucarachita Martínez se retiró a hacer vida monástica.
En lugar de sus galas y de sus lacitos azules, vistió oscuros hábitos y empleó su fortuna en obras de misericordia.
Por eso, ustedes la ven sólo muy de cuando en cuando. Aparece de noche, o al atardecer: siempre en silencio, y siempre en sus tocas pardas, recorre furtivamente caminos solitarios, y se esconde con
rapidez cuando la sorprenden miradas extrañas.
Y el sol, al acercarse al poniente se tiñe de violeta, y solloza; las aguas murmuran tristemente, despeñándose en la cascada sobre negros pedruscos; las nubes se encapotan con matices sombríos,
preñadas de lluvia; el cielo antes claro comienza a llover gotas melancólicas y pausadas, como lágrimas; los bambúes se estremecen, exhalando sonidos plañideros; y las flores amarillas del campo tienen una escarapela de luto en el corazón, y se llaman claveles de muerte. Porque Ratón Pérez se cayó en la olla, y la Cucarachita lo siente y lo llora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario