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Héctor Malavé Mata (Venezuela, 1930 - 2020) |
Como brasa hundida en el espejo
Héctor Malavé Mata
Por las cumbres partidas en guijarros, quemando la costra de la tierra, el sol se encaramaba en montón de hojarasca, con regueros de chispas y ruido de chafarotes sobre los vástagos resecos, como un remedo de resplandor de incendio o de ardientes costales del infierno. Allá mismo, ya disminuidos los destellos, por las brechas bajaban bullarangas de cascos y pezuñas como golpeando en desbandada el resto de candela. Más abajo, en los breñales, cesaban los relinchos cortados por las crines del viento.
Después era el camino. Camino franqueado por la ventolera que zumbaba entre las ramas secas y se perdía muy lejos, detrás del horizonte coronado por veinte cruces en la loma de Tupasanta. Camino que se alargaba bajo el ruido del viento, junto al vagido de las bestias que lanzaban tarascadas al hambre, allá donde los gavilanes clavaban su sueño cuando miraban las tierras flacas. Sendero yermo, abierto a golpe de guardaña para que los sueños tuvieran también su sepultura, o para que mi madre encontrara su tumba entre barañas y mi padre cayera cuesta abajo expulsando sus pecados mortales.
Esa vez yo caminaba entre los peñascales mientras abrigaba un poco la esperanza de encontrarlos. Pero sólo hallaba animales muertos con las trompas hundidas en la tierra, y barrancos llenos de calcanapires con las ramas caídas, y el suelo con profundas grietas por donde corrían bajo el sol los graznidos, y el viento soplando remolinos de polvo hacia las nubes. Entonces la sed me quemaba por dentro como soga de lumbre, porque en Tupasanta jamás llega a la tierra el agua de las nubes, ni el agua de los párpados en llanto, sino apenas la baba de animales realengos que braman bajo la canícula como atados a los pedregales por la furia del aire en tremolina. Todo mientras mi madre seguía dormida entre las tolvaneras que corren por la cuesta de Tupasanta, y mi padre desenterrado en un matorral de aquel camino que viene desandando en mi memoria.
… Si pudiera nublar mi memoria, si pudiera ahuyentar los recuerdos. Si los recuerdos fueran como los hambrientos gavilanes de Tupasanta que se espantan con el ruido del aire entre los peñascales y vuelan a ocultarse entre las nubes. Pero los recuerdos se prenden a mi memoria como espinas de maguey. Por eso…
Recuerdo que en medio de la fiebre, mi madre, con el rostro fruncido de dolencia, dejaba escapar las palabras: “… No nos dejes caer en la tentación…” y el cuarto se llenaba de toses que se apagaban lentamente. Al comienzo eran toses agudas que terminaban en silbido cortante. La sed quemaba sus entrañas y en sus labios afloraban hilos de saliva que parecían menos de saliva que de sangre coagulada. Después venían toses broncas como pequeños truenos, en coro cavernoso que le agitaba los velos internos de la boca. Eso ocurría cuando la fiebre destilaba sudor en el desvelo. Luego eran toses sofocadas que se volvían estertores para encubrir el llanto.
-¿Por qué lloras? – le preguntaba, bebiéndome también las lágrimas.
Ella levantaba la cabeza, anudaba sus cabellos húmedos de fiebre y dejaba escapar las palabras con tristezas.
-Tu padre, hijo tu padre. Un día trabajando en el bajío y seis noches pecando en los bodegones de más allá de Tupasanta.
Después caía en sueño tormentoso, apretado de voces sollozantes, nada más porque en vida le había tocado la misma herencia de dolor que la de llanto. Entonces el canto de los grillos se alargaba como brizna de luna metida en los rastrojos, y el viento golpeaba el bajareque con sonido parecido al de la caña de junco con rajaduras.
El tata Maica volvía borracho, dando tumbos, lanzando maldiciones porque sentía que la cabeza se llenaba de vapor de agua espumosa como orina de buey. Un bostezo le descubría la lengua y los dientes chafados después que las palabras eran aventadas con rabia.
-Hijo, nómbrate la madre, miéntate la madre de tu madre hasta que se te canse la lengua, pero sácate un poco del valor que tienes escondido entre las piernas, y ayúdame a quitar las puntas de abrojo que traigo en el pellejo.
Yo oía los escupitajos febriles de mi madre, mientras mi padre empuñaba con ira el manojo de mis cabellos sueltos. Mi espalda, a golpe de coyunda, quedaba vuelta cuero con tajos y jirones. Yo miraba al tata Maica convertido en demonio que me gritaba cuando la sangre brotaba de mi cuerpo a borbotones. Todavía en el suelo, velando el sobresalto de mi sombra, yo sentía los golpes de cabestros contra mi despierta pesadilla. Su furia seguía encajándose en mi espalda, hasta que un brazo de ventolera penetró en el cuarto y derrumbó el espejo, como para que mi madre jamás mirará sus calamidades, ni mi padre sus remordimientos. Después, cuando el tata Maica arrimaba su sueño a su cansancio, yo escuchaba en un rincón del cuarto los pasos de la muerte. Por eso sentía una larga punzada como si en mi cuerpo se hubieran ensartado punta de malojo o aguijones en brasa. Por eso mis pasos se hacían más tarde un andar penoso por aquellas tierras pardas que encajonan el camino de Tupasanta.
… Si lograra ajustar los recuerdos como a los perros que ladraban por la calle desierta de Tupasanta. Si pudiera olvidar para no sentir el azote golpeándome la espalda, ni mirar más los ojos de mi padre redondeados de grima cuando me teñía de sangre las costillas. Pero los recuerdos se pegan como una sanguijuela en mi memoria. Y en cada recuerdo se prenden a mi llanto los gritos y arrebatos de mi padre. Y mi padre descarga su embriagues con duros latigazos porque no oigo sus gritos, sino el ruido del viento golpeando las paredes… Ahora mismo me tira de las greñas para destrozarme el recuerdo de su soberbia, o para distraer el dolor que siento cuando clava sus uñas debajo de mi lengua. No puedo impedir que a veces su garganta lance carcajadas mientras duermo, o que hunda sus dedos en mis entrañas y me arañe el corazón con rabia, o que con sus ojos yo miré debajo de mi sueño el miasma enrojecido que brota por el gaznate de mi madre… Si pudiera borrar los recuerdos y no sentir más la soga golpeando mi memoria. Pero los recuerdos son como tarascas que se arrastran por donde a los hombres les duelen las heridas. Por eso…
Me acuerdo que mi madre sollozaba en las noches por el dolor que le quitaba el sueño. Era el tumor que le carcomía la carne por dentro y le brotaba en floración maligna. También era la tos que se le ensortijaba en la garganta colorada de fiebre y le causaba los vómitos de sangre, su propia sangre con olor a zumo corrompido. Después venía su llanto, un llanto que por agudo traspasaba el ropaje de mi sueño y se hundían en las partes donde aún se esconden mis temores en lucha con mis resentimientos. Hasta puedo acordarme de la brasa metida en el costillar de su esqueleto, o de la muerte sembrando manchas bermejas en su vientre.
Puedo recordar el momento en que vino aquel hombre, partiendo yerbajos por camino de recua, sobre montura parecida a nido de cordeles o más bien a maraña de hebras sucias que colgaba del lomo de la yegua. Yo atisbaba hambre y espuela juntas en los flacos ijares de la bestia. Pero era mi madre quien primero veía venir al forastero, con la cara terrosa y los párpados gachos como mirando el suelo. Ya muy cerca del rancho, mientras la cola del animal ahuyentaba el enjambre de mosquito, el hombre ladeábase el sombrero para sólo mostrar una pupila soñolienta.
-Casi difunto me dijo que a ustedes les dijera…
Fue así como tuve que andar por aquellos terregales cuando mi sombra se achicaba para volverse nudo entre las breñas del camino. Así fue como pude ver las nubes teñidas de almagre. Fue así como tuve que llegar a Tupasanta. Aquel caserío escondido entre horizontes de polvo y humo como para que nadie viera su soledad encajonada. Pedazo de tierra donde moraban las ascuas del verano, sitio de chamarasca, lugar de cal y flama. Viento y resolana, techos caídos, paredes minadas por las yedras. También una sarta de ruidos vaciados por el vuelo de los moscardones.
Yo caminaba por la única calle de Tupasanta, mientras la sangre me golpeaba con temblor semejante al de los cajones que salían rebosados de muerte con el viento de la cuaresma. La soledad me rodeaba bajo el cielo encendido, y el ladrido de los perros espantaba el sueño rellenado en mis ojos, mis propios ojos cansados de mirar en las noches el furor de mi padre, cada vez que mi padre me golpeaba con el dogal y yo sentía el dolor pegado a mis costillas.
Pena y ahogo me invadían por todos los costados, caminando con la fatiga a cuesta, hasta que pude encontrar a un hombre de rostro pantanoso, recostado a un brocal, que al escupir me mostraba sus dientes afilados por el hambre en la boca abullonada, y me miraba sin ganas de decir palabras, porque en Tupasanta la poca gente dejaba las palabras para orar por sus muertos. Yo le había preguntado a aquel hombre para que el mismo hombre, señalando el horizonte copeteado de ruinas, me respondiera:
-Por allá lo vieron los que en la mañana regresaron de Loma Triste.
Unas leguas más por aquellas tierras bastaron para encontrar el cadáver de mi padre. Aquello tenía que suceder. El tata Maica yacía con los brazos en cruz y la boca abierta, como expulsando los pecados mortales, tendido en la tierra, entre polvo y humo, igual que espantapájaros derrumbado por la fuerza de los ventarrones, con una herida larga de la cara al cuello supurando un plasma solferino como hebra de incendio.
Lo que vino después fue zumbido de voces, invisibles piquetes en la carne, dentelladas que causaban sobresaltos a mi madre, cuando mi madre metía el delirio en sus dolores para que sus palabras parecieran responso.
-Hijo, el camino de Tupasanta es muy torcido. Pero allí alguna vez hallarás a tu padre, dormido para siempre sobre los cascajos, con las culpas abriéndoles la puerta del purgatorio. Ahora me parece verlo. Ahora cuando siento que el ruido del viento que golpea mi cuerpo es como el ruido que haces cuando bebes el llanto que te lavan las lágrimas. Porque eres tú el que está llorando ahora, cuando yo tengo los párpados quemados de tanto tener fiebre, de tanto mirar la candela que brotaba de los ojos de tu padre cuando el alcohol le agujereaba el hambre en las entrañas… Hijo, me consuela tu llanto silencioso, tan silencioso que a nadie despabilas con tus lágrimas. Pero sácame de este cuadro donde oigo el eco de los gritos que aquí dejó encerrado la ira de tu padre, antes que su resto de cólera le sirviera para espantar las moscas que rodeaban mi cuerpo. ¿Me oyes, hijo? Entonces apúrate que ya me está llegando el sueño y la sangre se me está poniendo pegajosa y fría. Ven, acércate entretanto. Acércate para rezar juntos por los que vomitan sangre y rabia, por todos los caídos en los pedregales del camino, por los que todavía se emborrachan más allá de Tupasanta con la sed debajo de la lengua… Te rogamos, Señor, que no nos dejes caer en la tentación. Tú, refugio de los pecadores. Consuelo de los afligidos. Te suplicamos por él y la hiel de su sangre. Por él y por nosotros, los que bebemos la sal de nuestras lágrimas porque por más castigo con él siempre vivimos soportando sus culpas. Tú, Salud de los enfermos. Abrigo de los desamparados, que borras los estigmas en el cuerpo de los escarnecidos, que enderezas el paso de los extraviados, mantén sobre nosotros la luz de tu misericordia y no nos dejes caer en la …
Su boca quedó entreabierta y los pájaros taparon sus dos pupilas muertas. Eso recuerdo con dolor en mi memoria. Hubiera yo querido vendarme para siempre la vista con que hoy miro los ojos cerrados de mi madre y la furia de tata Maica hundida como brasa en el espejo. Pero todo aquello metido por mis ojos se hizo herida dolorosa en mi memoria. Por eso recuerdo la andadura de los dos cargadores y la brisa que formaba almohadón dentro de la parihuela. También puedo acordarme de la sangre golpeándome con temblor parecido al de los cajones de cedro que salían rebosados de muerte bajo el viento de la cuaresma. Eso hace tanto tiempo que puede haber lugar para el olvido. Pero puedo acordarme, después de muchos años, que aquí estoy esperando que la muerte venga también a recogerme.
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