Es la época de las torres, la de Babel que el Señor destruyó y la de Siloé donde cayeron los inocentes. Es la época de los diluvios, de las nubes que vienen de los desiertos y de los mares que inundan el último palmo de tierra. Es el estallido, es el delirio, más allá de las ruinas de Selinunte, en torno a los acantilados del mar, sobre los escoriales de la fiebre se cierne la ceniza de los dioses y el dolor de Hermes.
Gottfried Benn
Releer los varios libros de
Armando Rojas Guardia ha significado, además de un temblor y un reencuentro, la
posibilidad de verificar nuevamente lo ya señalado por muchos de sus lectores
(y particularmente por Rafael Castillo Zapata en el prólogo a su obra poética
completa[1]), a saber, las profundas correspondencias
que existen entre su escritura en prosa y su poesía. Pero el asunto, como suele
suceder, es más complejo y huidizo que señalar este carácter dialógico, esta
intertextualidad tangible en la construcción de la frase, en el manejo de las
intensidades fónicas o en los referentes y preocupaciones centrales que la
mueven. Más allá de lo ya dicho, y a manera de motivo principal que explorarán
estas líneas, la obra de Rojas Guardia nos parece el conmovedor desenlace de
una tensión entre las fuerzas de la posmodernidad (sobre la que reflexiona la
mayoría de sus más recientes ensayos y que constituye el espacio abierto donde
se mueve gran parte de la poesía de sus contemporáneos) y la respuesta estética
y temática que propone a lo largo de toda su obra, que podemos resumir como una
respuesta retórica en retro a
las dudas del sujeto en esa particular manera de ser que tiene nuestra
modernidad latinoamericana. Toda la obra de Rojas Guardia, a nuestro entender,
es la expresión de la lucha del ser moderno, atravesado como vive de parte a
parte por los espacios y los productos culturales de la posmodernidad. Para
decirlo de una vez: si desde algún sitio puede leerse esta obra es precisamente
desde el quicio de un cristiano practicante y periférico que busca ordenar su yo poético desde los
espacios ya casi calcinados o congelados de la modernidad, justo en un
territorio donde la reflexión y la producción posmoderna en el territorio de la
poesía del continente ya comienza a concebir y crear sus propios espacios, lo
que le convierte en una rara
avis de nuestra poesía, a contramano de la modernidad y la
postmodernidad literaria.
¿Con quién conversa esta
poesía y desde dónde? Son estas las preguntas centrales que nos inquietan,
cuando comprobamos el tono confesional y de susurro que caracteriza todos sus
poemas. Como bien lo sigue señalando Castillo Zapata, esta poesía conversa con
un Tú, que es a
la vez el lector y un Dios cristiano que se convierte en ser presente y
cotidiano, que se manifiesta de manera sólida en la argamasa y en los ladrillos
con los que construye el poema para conversar con el otro (y con Lo Otro), que muy bien ha
aprendido este poeta en las detenidas lecturas que ha hecho del Siglo de Oro en
sus versiones eclesiásticas y civiles. Pero, ¿quién es ese yo poético que nos habla?
¿Qué caracteriza la franqueza de esta voz que para nada utiliza el monólogo
dramático y que agarra (en el sentido más exacto y etimológico del término) la
presa de su tema y no la suelta hasta el verso final?
Si hemos querido comenzar
estas líneas con la frase de Gottfried Benn es porque en ellas presumimos lo
esencial de la reflexión del poeta alemán acerca del llamado yo moderno y de la
problemática central de la lírica de esos tiempos, a saber, su absoluto
desprendimiento de toda explicación religiosa o metafísica del mundo y el
desalojo definitivo de cualquier paraíso celestial o terrenal. Se le debe a
Baudelaire (en el terreno de lo estrictamente literario) y a Nietzsche (en el
terreno de la filosofía) las reflexiones acerca del tema. Repetimos cosas ya
sabidas, pero en este caso vale la pena recordarlas de nuevo. En la obra de
ambos autores se puede verificar lo que mejor caracteriza la modernidad
literaria: la certeza de la muerte de Dios, la constatación dolorosa del
desprendimiento del yo de todo discurso metafísico y el tomar por asalto las
áridas zonas del discurso estético como placebo ante tales carencias, la
necesaria relación de lo contingente con lo eterno como respuesta a los
derrumbamientos, la dolorosa fascinación de saberse un flaneur al margen del
disfrute de toda frugalidad, preocupado más bien en saber mantenerse al margen
en la medida de lo posible y de lo necesario, desterrado para siempre de la
mesa de los elegidos.
Sin embargo, esta
condición de despedirse
siempre extranjero (como dice Ungaretti) no se ejerce en el vacío
absoluto, y menos aún en nuestros tiempos. Esa crisis de los metarrelatos que
ha postulado Jean-François Lyotard también pasa por nuestro continente y, con
mayor o menor fortuna, por nuestra literatura. Lo podemos advertir en la puesta
en duda de la eficacia de la poesía misma como forma de redención espiritual,
como mecanismo de salvación seglar ante la desaparición del sentimiento
metafísico. Lo observamos también en el echar mano de los juegos propios del pastiche, en la burla y la
ironía ante los mecanismos poéticos prestigiados y convertidos en canon por el
uso (el monólogo dramático, la oscuridad en el lenguaje, la interioridad
neutral, lo fragmentario contra lo unitario, la fusión de lo heterogéneo), en
la instalación de la voz poética en espacios cada vez más íngrimos y
solitarios, el uso que cada día más hacen nuestros poetas de un tono épico que
busca poner en escena la historia personal del desencanto absoluto, de aquellos
que vacilan entre ser un apocalíptico o un integrado.
Muy poca cosa de estas
prestigiadas soluciones roza la poesía de Rojas Guardia. El desenlace (valga el
término) estético que propone su obra está a contracorriente de esos
mecanismos. La vivencia y la conciencia de la contradicción ya señalada (un yo moderno tratando de
sobrevivir en los espacios de la postmodernidad latinoamericana) lo coloca en
un sitio poco frecuentado por el riesgo que supone. Entonces deriva, por una
parte, hacia la sonoridad y el ritmo del idioma que en su oportunidad se
propusieron los místicos mayores del Siglo de Oro. Por la otra, a la presencia
de la carnalidad y de la terredad
en el ámbito de sus preocupaciones temáticas, proponiendo desde la
trama de ambas materias la posibilidad de colocar en la escena del poema la
construcción de un yo que, al mismo tiempo que argumenta sus carencias y sus anhelos
centrales, busca el equilibrio de su presencia sobre tanta arena movediza. En
este sentido, y tal como lo confiesa en una línea, resuelve hablarnos en lengua
culta con el ánimo de un monje
laico, de un fraile
menor de alguna orden extinta.
Por todo ello, y ante el
carácter transitorio y movedizo del entorno en esas nuestras regiones
equinocciales, donde conviven en constante tensión espacios premodernos,
modernos y postmodernos, la poesía de este escritor periférico se pasea por sus
argumentos centrales: la cotidianidad, el sentimiento religioso, el erotismo no
convencional y la reflexión acerca de la utilidad de la palabra para contar el mundo. En estos
temas, tocados a lo largo y ancho de su obra, la poesía de Rojas Guardia busca
y anhela el equilibrio que le mantenga a flote ante tanta mar embravecida.
La cotidianidad en Rojas
Guardia no es motivo de queja ante la multiplicidad de los entes, manera de
cantar ya sólidamente establecida en la tradición moderna. Es, sobre todo,
regocijada celebración de un orden que, aún lejos de sus manos y su porfía, se
presenta nítida y solemne como telón de fondo donde ocurre la vida. En este
sentido, es un tema donde lo real se asume no como espacio que entretiene y
atenta contra el sentimiento religioso, sino que más bien religa ese yo que canta con el mundo
cantado. En este territorio es donde sentimos que la poesía de Rojas Guardia
mejor huye del nihilismo de la modernidad, entendido como certidumbre de estar
a la intemperie, creando poéticamente la realidad donde se sienta más a gusto,
consciente de que lo sagrado se manifiesta en el plano cósmico, más allá de los
detalles sensibles:
Me pregunto/ qué ron
dulce las embriaga./ Quizá la luz/ cuando enronquece/ y empapa de quejas el
límite del día./ Acaso el viento mismo/ quien como ola de cansada espuma/ las
impulsa a partir hacia el intenso Oeste/ donde muestra el día sus llagas/
tumefactas// Estalla su plumaje en oro caliente/ y derramado./ Y el cielo ha
quedado entre sus alas/ como una mancha viva./ Mira cómo se enredan entre los
suaves hilos/ del aire que se enciende./ Deja su vuelo un sabor tropical de
fruta roja.// ¿Las veremos, de nuevo, como ahora?/ Tal vez alguna de estas
tibias tardes/ en silencio./ O entre las grandes amapolas/ que trae la Alegría. (Aves).
En cuanto al erotismo
heterodoxo que confiesa en muchos de sus poemas, se nos presenta como punto de
encuentro entre lo sagrado y lo profano, dos actitudes premodernas que son
dables advertir en muchos espacios de nuestra cotidianidad latinoamericana,
donde saben convivir formas religiosas del monoteísmo impuesto por Europa con
las tradicionales maneras de carácter popular
(valgan las comillas) provenientes de América y de África. Con
respecto a este punto, la exaltación abierta de la homosexualidad debería
entrar en contradicción con las posturas oficiales del poder cristiano. Sin
embargo, la visión de este particular monje laico celebra sin rubor su rebeldía
contra lo que en el poema que anotamos a continuación no duda en adjetivar como
la burocracia del placer.
Cabe resaltar el título del poema (Cavafiana),
que sabe jugar a la ironía precisamente con el poeta que mejor supo usar el
monólogo dramático y la máscara para convertirla en canon estilístico de la
modernidad:
Recuerdo las torpezas del
comienzo,/ el olor de los baños,/ la terca timidez de los paseos/ buscando casi
a tientas/ una mirada cómplice, unos ojos/ más intensos que mi culpa,/ luego la
temblorosa invitación/ junto a un café, que sabe/ dulce y atroz como el
pecado,/ hasta llegar al lujo de los cuerpos/ en la clandestinidad de aquel
hotel./ Por fin la despedida,/ tal vez un intercambio de teléfonos/ mientras la
ciudad se despereza/ y la piel conserva todavía/ los olores que la ducha borrará.//
Ahora que no necesito mentir/ encuentros deletéreos,/ porque el amor ya no
requiere/ de baratos hoteles ni urinarios,/ ratifico sin embargo/ la subversión
de aquel inicio,/ la ilegalidad de las caricias complotando / contra la
burocracia del placer./ Saludo, como entonces,/ al asombro pagano del deseo. (Cavafiana).
Lo religioso en Rojas
Guardia, preocupado por ese sentimiento en tiempos postcristianos, es el
aspecto de su poesía donde mejor confiesa su condición de exiliado, de periférico.
La propuesta es como sigue: el rito social impuesto por la tradición cristiana
en su rama católica no alcanza ni es suficiente para los tiempos que corren. La
relación entre el Amante y el Amado que bien supo poner en poemas la tradición
mística española, se convierte ahora en otra cosa, en una relación directa y
personal, sin intermediarios, donde el Tú
continúa viviendo en la vida cotidiana, sin aureola, cantado en
ritmo de blues y
rodeado de los personajes menores de la ralea, en claro desafío a la tradición
monoteísta:
Cuando Mahalia Jackson
dice Lord,/ reservándole a esa nítida palabra/
la nota más pura de la voz,/ yo enseguida lo comprendo: sé que allí,/ en la
negrura abismal de su garganta,/ sangra la única carne que me importa,/ el
cuerpo amado hasta dolerme,/ mi hijo ajusticiado, hermano íngrimo,/ padre a
quien engendra mi ternura,/ mi Señor que apaleo, último amigo/ al filo de la
noche, en plena duda,/ por debajo del asco y la vergüenza/ y más allá del
estruendo de la dicha,/ porque no hay otro amor, otra respuesta:/ apenas sus
dos ojos que me otean,/ sus oídos que me auscultan,/ ese tacto inasible
despertándome/ a la pulpa redonda de mí mismo/ cuando nada me importa, excepto
Él/ arrinconado allá (desván o sótano)/ junto al soldado de goma y la muñeca,/
payaso en el circo de los locos,/ camarada del poeta y de la puta,/ príncipe de
flores y leprosos,/ majestad harapienta, Dios proscrito/ a quien unos cuantos,
negra tribu,/ llamamos con ronquísima dulzura/ compañero. (Cuando Mahalia Jackson dice
Lord).
Característica propia
de la modernidad literaria es el reflexionar sobre las posibilidades expresivas
y representativas de la palabra. Concluida la relación con lo Eterno y con las
visiones alegóricas propuestas como explicación del mundo hasta la Edad Media
tardía, el hombre de la cultura occidental se descubre centro del Universo y
coloca en la palabra su preocupación en la medida en que comprende que el mundo
se hace con palabras, tal como lo afirmaran las discusiones de la última
Escolástica. Esta preocupación de los escritores es el correlato de lo que
también ocurre en la filosofía desde Nietzsche hasta Wittgenstein. En esto como
en otras cosas, la poesía de Rojas Guardia establece una conversación con el
misticismo occidental y oriental, fieles a la contradicción de hacer uso de la
palabra para convocar el silencio, aun cuando en la poesía que nos ocupa esta
pugna se resuelve a favor de la palabra celebrando, a la manera de Hölderlin, la inocencia verbal sobre el abismo:
Amo el sol de la
palabra día./ Pero la digo aquí y se evapora/ el poder matutino del vocablo,/
su saliva auroral, recién gustada./ La aridez cuenta conmigo las vocales/ y un
áspero reptar de consonantes/ sube al paladar sin deleitarlo./ Alguien apagó la
dulce hoguera/ donde los leños crudos del lenguaje/ crepitaban fragantes en la
boca,/ en la unánime página abrasada./ El poema brota ahora sin saberlo,/ sin
palparse las vísceras ardientes,/ tiritando inconsciente de sí mismo,/ ajeno al
calor de paladearse./ Entresuenan las letras su delirio/ vacuo y sensorial como
el de un loco/ que necesita hablar pero no puede/ sino decir la noche de la
mente,/ los ruidos de su cuerpo, el movimiento/ de la nada polar en la que
clama:/ la inocencia verbal sobre el abismo. (Amo el sol de la palabra día).
En estos temas se
mueve el grueso de esta poesía, testimonio entre las dos aguas de las
preocupaciones personales y el libro de la cultura de Occidente. Por ello y por
el tratamiento del lenguaje -absolutamente solar-, asistimos a la puesta en
escena de un yo poético a quien no le preocupa para nada la originalidad,
aunque precisamente en los elementos señalados radica la suya. Conmovido y
atravesado por el rayo de luz de las contradicciones de un postcristiano
tratando de sobrevivir con dignidad en los años de finales del siglo XX y lo
que va del XXI, esta poesía mira desde su atalaya particular la crisis de los
metarelatos y constituye un punto de quiebre importante en el panorama actual
de la poesía escrita en nuestro continente. La dicción, fría y dolorosamente
martillada hasta el hueso, nos invita a una lectura conmovedora. En ella se
advierten los dramas centrales de nuestros días: saberse fuera de tiesto sobre los escoriales de la fiebre [donde]
se cierne la ceniza de los
dioses y el dolor de Hermes, exiliados para siempre de toda
salvación, y sin embargo, confiar en ella a través de la palabra.
______________________________________________________________________________
(1) Fuera
de Tiesto, Poemas Selectos y Prologo de Harry Almeda, Editorial Bid&Co.
Editor/Patrocinado por la Biblioteca de la Universidad Central de Venezuela,
Caracas, 2008.
(
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