Fotografía

Fotografía: Marisol Zurita Aguilera. Isla de Chiloé. Chile.

Crónica: Un artista del mundo inmóvil de Leila Guerriero




Leila Guerriero (Argentina, 1967)



Texto publicado en 2009 por la revista española Vanity Fair.

Hay una habitación de hotel, hay una ventana, hay un edre­dón tiñéndose de rojo con la luz del atardecer. Hay una ciudad lla­mada Columbus, en el estado americano de Ohio, y hay, en la habi­tación, un hombre que escribe: un hombre joven que escribe una de las cartas que, durante esos días, intercambia con la experta en arte contemporáneo Lynne Cooke y que, tiempo después, formarán par­te de un texto llamado Letters (Cartas, 15/7/1994 - 10/10/1994). El hombre escribe —en esa carta— que está sentado frente a una ven­tana en una habitación de hotel y que, por la ventana, ve la ciudad de Columbus, en el estado americano de Ohio: «A lo largo de los años he coleccionado metáforas sobre el arte basadas en fragmen­tos de canciones, películas o poemas, en anécdotas o situaciones de la vida cotidiana. Pero estoy lejos de casa y tu pregunta me sorpren­de en este hotel de Columbus, Ohio. Tengo la cabeza vacía. Estoy sentado frente a esta enorme ventana, por la que se ve toda la ciudad. Todo ahí afuera parece pedir: “Descíframe”; exigir: “Haceme mejor, más oscuro, más simple, más osado... haceme lo que sea, pero hace­me algo que sea tuyo”. Ahora, yo sólo ruego: llévame de regreso a casa».
Y cuando Guillermo Kuitca —pintor, argentino— escri­be la palabra casa piensa en una casona de tres pisos en el barrio porteño de Belgrano donde viven él y un perro. Y eso, para Gui­llermo Kuitca, es el hogar: un sitio vertical habitado por un perro, por un hombre solo.

* * *

El estilo señorial está contrariado por un frontis plano y dos puertas de madera cruda, altas. La casa, en el corazón elegante del barrio de Belgrano, Buenos Aires, tiene rejas y, sobre las rejas, grafi­tis y, detrás de las rejas, un jardín. Es una mañana de fines de junio de 2008. Cuando las puertas se abren aparece Daniela, la mujer uruguaya que junto a su marido, Sergio, se ocupa, desde que Kuitca vive aquí —1994—, de que la casa funcione: pague sus impuestos, degluta sus mensajes telefónicos, alimente a su dueño.
Guillermo Kuitca (Buenos Aires, 2961)
—Pase. Ya le aviso a Guillermo que llegó.
El recibidor es así: un espacio con paredes verdes donde hay un baúl con la inscripción White Chappel Art Gallery y, sobre el baúl, un teléfono, un cuaderno en el que Daniela anota mensajes («Llamó su papá. Pregunta si recibió el mail»; «Llamó el señor Javier, Está en México. Lo va a volver a llamar») y la foto de un perro. Hay un cuadro —un Kuitca— y, por lo demás, no hay adornos ni muebles ni objetos caros, nada que indique que aquí vive un hombre de 47 años cuya obra es la más cotizada entre la de los pintores argentinos vivos y que ha sido exhibida en el MoMA, en el Reina Sofía.
El taller está junto al recibidor y es un espacio grande lleno de cuadros y lienzos y estanterías y libros y brochas y pintura —seca no tanto— y pinceles —secos y no tanto— y pilas de cedés y un equipo de música y un piano de cola y, sobre el piano, más libros más pinceles y ejemplares del New Yorker.
Cuando Guillermo Kuitca aparece —bajando las escaleras que llevan a los pisos superiores— no tiene el aspecto de ser alguien que fue desaforado. Usa un suéter claro, pantalón amplio, el pelo corto, la voz suavísima y lejana cuando dice miren quién llegó.
—Miren quién llegó
Y entonces se agacha y sonríe y tiene el gesto de franca alegría cuando acaricia a Don Chicho, el otro habitante de esta casa donde viven el hombre solo, el perro.

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Hijo de Jaime, contador, y de María —Mary—, psicoa­nalista especializada en niños, hermano menor de una hermana llamada Rut —Ruty— nació Guillermo David en el año 1961 y se crió en un departamento —en este departamento— de la Recolecta, el barrio elegantísimo de Buenos Aires.
—Ibamos a la playa —dice Mary Kuitca, que cumplirá ochenta en unos meses— y Guillermo tenía dos años y alisaba la arena y dibujaba casitas con puertas y ventanas y chimeneas. Yo veía ese nivel de dibujo, que era de un chico de unos siete años, y decía bueno, hay que prepararse, acá hay una personita.
Por sugerencia de alguna maestra del kínder sus padres lo inscribieron en un taller de dibujo, pero el pequeño Kuitca era un dibujante limitado: alguien incapaz de copiar un jarrón o el rostro de un héroe de historietas. De modo que le fue mal y peor, en ese y otros talleres, hasta que, a los nueve años, dio con quien sería su maestra: Ahúva Slimowicz, una mujer que —al ver los arañazo; los dedos mutilados, los rostros en torsión que el niño era capaz de arrancar a su mundo sumergido— lo puso a compartir clase con señoras y señores de cuarenta. Después de una infancia que no recuerda tortuosa —en la que odiaba, sobre todo, ir al analista — el alumno precoz decidió exhibir su obra, de modo que sa­lieron —él y su padre— a buscar galería. No fue fácil: en todas aducían que, a edad temprana, una muestra podía aniquilar cual­quier carrera promisoria. Pero Kuitca insistió hasta que una gale­ría llamada Lirolay dijo que sí y, el 16 de septiembre de 1974 —re­gordete, rulos, ropa negra—, el artista cachorro inauguró la muestra propia. Vendió seis cuadros, fue invitado a un programa de televisión (al que se negó a ir) y un diario publicó una reseña elogiosa. A los trece años era eso que no volvería a ser en mucho tiempo: un éxito.

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Sentado a una mesa redonda, junto a una de las ventanas del taller, Kuitca dibuja —garabatea mientras habla-— no sobre un papel sino sobre la mesa: sobre el lienzo que la cubre. Este y otros lienzos forman una serie de cuadros llamada Diarios, que se construye precisamente así: con las cosas que Kuitca garabatea mientras habla.
—Yo recuerdo que cuando era chico me encantaba el co­legio. Lo que no me gustaba era ir al analista. Pero en esa época, estornudabas y en vez de mandarte al clínico te mandaban al analista. Hace años, a la inauguración de una muestra, llegó un hombre y me dijo «Yo fui tu primer analista». Y me dijo que a mí no me gustaba dibujar, que lo que me gustaba era verlo dibujar a él. Fue una revelación. Porque el mito familiar dice que a mí siempre me gustó dibujar. Y pensé que es probable que todos ar­memos nuestra historia en torno a un origen que en verdad nunca es tan puro como se supone. Yo creo que era un chico muy tímido y que pintando no lo era tanto. Y que mis viejos me mandaron a los talleres por eso: porque les habrán dicho que me iba a hacer bien.
En el centro del taller hay una columna y, en la columna, papeles adheridos y, en los papeles, palabras sueltas, frases, posibles títulos de cuadros y de muestras: Mi soledad es una grieta, Des­hielo, Desenlace, Farsa, Evasión fiscal, Desesperación y aislamiento.
—Pero la gente no tiene sentido del humor. Desesperación y aislamiento a todo el mundo le pareció fatal.
Y, cuando levanta la cabeza —los ojos claros—, tiene una mirada que tendrá otras veces: compungida, enteramente triste. Pero se ríe: como quien dice —como quien quiere decir— no me hagan caso.

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En el último piso de la casa hay un pequeño estudio. Una biblioteca armada con estantes de los que se compran en el supermercado recorre las paredes y en los estantes hay objetos abandonados por una marea distraída: catálogos de Christie’s, una bufanda, una cámara de fotos, cables. Desde un placard, mal cerrado, asoman bolsos y valijas. Por estos días Kuitca pasa, aquí, más horas que en su taller. Revisa las propuestas para la tapa del catálogo de Plates N° 01-24, la muestra que su galería europea, Hauser & Wirth, organiza en sus dos sedes de Londres; trabaja en el diseño del telón para la Winspear Opera House de Dallas, un edificio que lleva la firma de Foster & Partners y que abrirá en otoño de 2009; corrige su biografía y elige fotos de infancia para el catálogo de la muestra itinerante que comienza el 9 de octubre de 2009 y continúa hasta el 30 de enero de 2011 con el título Everything: Guillermo Kuitca, Paintings and Works on Paper, 1980-2008, que pasará por el Miami Art Museum, la Albright-Knox Art Gallery de Buffalo, el Hirshhorn Museum and Sculpture Garden de Washington, y terminará en The Walker Art Center, Minneapolis.
—Mirá, encontré esta foto para el catálogo de Everythin: mi hermana y yo de chiquitos.
En el original su hermana aparecía con los ojos cerrados de modo que Kuitca le aplicó ojos abiertos y el resultado es pavo­roso: el rostro agradable de Rut parece el de alguien con un terri­ble padecimiento psíquico y un lejano parecido a un axolotl: los ojos anormalmente separados, no ensoñados sino arrasados por alucinaciones.
—Me parece que le puse dos ojos izquierdos. ¿Se nota mucho?
Se ríe. Después, es igual: su risa se retira, como un mar reservado y discreto, no se sabe si triste.
—Es la una. ¿Vamos a comer?
Cada día, a la una de la tarde, Kuitca y sus dos asistentes Jorge Miño y Mariana Slimowicz (hija de Ahúva, ya fallecida), se reúnen en la cocina de la planta alta (un lugar angosto, una isla de mármol rodeada de bancos altos: un sitio para un hombre solo, un perro), disponen la comida que Daniela deja preparada, y al­muerzan. Y así fue, y así es, y así será mientras se pueda.
—No estoy seguro de cuál es la ventaja de cambiar —dice, sorteando el cuerpo dormido de Don Chicho, bajando las escale­ras hacia la cocina—. A mí la falta de rutina me inquieta.

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Tenía dieciséis años cuando sus padres le alquilaron un taller, un pequeño departamento donde empezó a dar clases mien­tras intentaba lo que parecía natural: volver a exponer. Pero no pudo: ahora, extrañamente, su obra parecía no interesar a nadie. Y, si (sic) infancia no fue del todo mala, adolescencia fue feroz: a los diecisiete descubrió que todos sus amigos, menos él, tenían un plan. Ingresó a la Escuela de Bellas Artes, asistió a una clase —de filo­sofía— y la abandonó para siempre. Era 1979 (y plena dictadura militar en la Argentina) cuando, un día de tantos, vio una obra de Pina Bausch en el teatro. El ascetismo lacerante de la puesta, los gestos severos y económicos, cayeron sobre él como una revelación y supo que eso quería para sus cuadros: esa peligrosa austeridad. «El teatro de Pina Bausch —diría en una entrevista con Hans Michael Herzog en el libro Das lied von der Erde (Daros Latinoamérica) me pareció lleno de violencia y de enorme verdad. Pina Bausch había dicho (...) que en la danza con caminar era suficiente (…) Y eso hizo que me preguntara cómo hacer mi obra desde esa perspectiva. (...) en mi pintura yo no había hecho nunca eso. Me había pasado todo el tiempo dando saltos». Pero, por entonces, era un pintor joven y un joven frustrado, y no pudo hacer, con la centella de ese deslumbramiento, nada. Lo creía todo perdido cuando en 1980, Jorge Helft —coleccionista y flamante dueño de un escudo llamado Fundación San Telmo— llegó a su taller y vio su obra. Poco después, Kuitca y sus cuadros desembarcaron en la Fundación San Telmo con una muestra llamada Cómo hacer ruido en la que vendió tres dibujos, una pintura y ganó cinco mil dólares. Con ese dinero se fue a Europa: a seguir los pasos de Pina Bausch. En Wuppertal, donde la coreógrafa tenía la base de su compañía, se quedó dos semanas. Y lo que vio allí —una obra llamada Bandoneón— lo dejó peor: paralizado. Cuando regresó a la Ar­gentina era 1981, tenía veinte años y estaba arrasado por la fuerza del despojo: no tenía qué ni cómo pintar.
Es viernes. En la casa no hay ruidos ni música: apenas el teléfono que suena cada tanto, la respiración leve de Don Chicho, la voz suave de Kuitca que, sentado frente a la mesa del taller, dice:
—Tenía la sensación de que mi obra no iba ni para atrás ni para adelante. No tenía idea de lo que podía o quería hacer. Esta­ba paralizado. Un día dije «Voy a trabajar con lo que tenga a mano, no voy a comprar materiales». Había un pote rojo de témpera seca que disolví con agua y que apenas podía mover. Tenía pinceles muy secos. Y había un par de puertas viejas, un mueble que yo había desmontado. Me puse a pintar sobre esas cosas: puertas, pedazos de muebles. Y la primera imagen que apareció fue la mujer de espaldas.
La mujer de espaldas es una figura de pocos trazos, siniestra en su  agobio, que apareció por primera vez en 1982 y trajo consi­go la serie Nadie olvida nada, un puñado de cuadros con los que Kuitca comenzó a ser Kuitca y en los que, en medio de espacios abrumadores, hay figuras humanas pequeñas (la mujer de espaldas es una de ellas) que parecen sorprendidas en el minuto exangüe y tenso de una tragedia que acaba de empezar y que podría no terminar nunca.
—Cada vez que hacía a la mujer, el cuadro me devolvía una imagen muy potente. Y siempre tenía la sensación de que estaba desmembrada o tenía una enorme carga psicológica. Estaba tan conectado. Yo creo que es un momento que te pasa una vez en la vida.
Kuitca empezó por esos cuadros, y ya no se detuvo. A esta serie siguieron otras: Si yo fuera el invierno mismo, Siete últimas canciones, El mar dulce. En todas hay camas vacías, cochecitos bebés rodando por escaleras tremebundas en claras citas al Acorazado Potemkin, camas en las que duermen niños a punto de ser aplastados por un garrotazo de madre, sillas tumbadas, figuras humanas diminutas rodeadas por paredes del tamaño de olas de tsunami, parejas enredadas en cópulas estériles. «Esos cuadros producen el mismo pavor que producen las cercanías en la oscuridad —escribe el crítico de arte Jerry Saltz en Un libro sobre Guillermo Kuitca, editado por la Fundación de Arte Contemporáneo de Amsterdam y el IVAM, de Valencia—: hay en ellos ciego, algo que tantea, algo visto sólo a medias».
En 1984, Kuitca mostró esos cuadros en la galería Retiro, de Julia Lublin. Dos años más tarde la misma galería organizó la muestra Siete últimas canciones. Después de eso, la crítica empezó a llamarlo «el joven Kuitca» y a aplicar, a lo que hacía el adjetivo de prodigio.
Él, mientras tanto, vivía en casa de sus padres, estaba en el centro exacto de un vórtice oscuro y, aunque no podía saberlo Siete últimas canciones sería la última muestra que haría en su país durante los próximos diecisiete años.

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—Se especuló mucho con eso de que yo no exponía acá y no fue nada pensado. Empezó a pasar el tiempo y cada vez tenía más compromisos afuera, y de pronto pasaron cinco, diez año; Yo no especulé hasta que en un momento pensé «Esto no está tan mal, esto interesa». Me gustó la idea de que el artista esté en un lugar y su obra afuera.
Afuera la mañana es azul, impávida. En el taller, semana tras semana, pocas cosas cambian: los dibujos siguen allí; las pilas de cedés siguen allí; el piano de cola sigue allí, cubierto de todas cosas que siguen allí. El cambio, en el taller, es apenas.
—¿Te molesta si pinto mientras hablamos?
Se sienta frente a un lienzo. Fondo blanco, recorrido por una pérfida corona de espinas. El pincel hace un ruido seco sobre la tela: raspa. Después de aquellos cuadros de los años ochenta, las figuras humanas desaparecieron de su obra y los temas fueron, de pronto, otros: una planta de departamento (la misma enloquecedora planta de departamento cuyo perímetro está formado por huesos o jeringas o la frase gimme shelter, entre otras cosas), planos de ciudades, mapas, mapas pintados sobre colchones de camas liliputienses («La cama y el mapa —dice en Guillermo Kuitca, conversaciones con Graciela Speranza, Grupo Editorial Norma— eran para mí imágenes de dos espacios extremos —la cama como el espacio más privado y el mapa como el espacio más público posible— y pienso que, cuando pinté los mapas sobre colchones, esos extremos, la cama y el mapa, se reunían»), cintas transportadoras de equipajes, plantas de prisiones, plantas de cementerios, plantas de teatro, coronas de espinas.
—Empecé a trabajar en una planta de departamento y entonces pensé en una suerte de zoom en el que la cama está en una habitación, y luego la habitación está en una casa, y después la casa en una ciudad. El primer mapa fue un mapa de Praga que hice en 1987. Y fue tan fascinante la idea del mapa que no la abandoné más. Fue como si lo hubiera encontrado en la naturaleza: como si hubiera excavado y lo hubiera descubierto: «Oh, un mapa».
Desde 1985 y hasta fines de los ochenta expuso en Bélgi­ca, São Paulo, Río de Janeiro. En 1991 hizo una muestra individual en la serie Projects del MoMA e implementó la beca Kuitca (que implica su asesoramiento personal, espacio de trabajo y dinero para materiales). En 1992 fue el único artista latinoamericano en la IX Documenta Kassel. En 1993 su muestra antológica —Gui­llermo Kuitca, Obras, 1982-1992— se exhibió en el IVAM de Valencia y en el Museo Rufino Tamayo de México. En 1994 Burning Beds, otra muestra antològica, se exhibió en el Wexner Cen­ter for the Arts en Columbus, Ohio, y viajó el año siguiente al Miami Art Museum y a la Whitechapel Art Gallery de Londres.
En 1995 uno de sus cuadros de la serie El mar dulce se vendió en un remate por 156.000 dólares: un récord para un artista local, contemporáneo.
Kuitca se pone de pie, se aleja un par de pasos, mira lo que pinta, vuelve a sentarse.
—¿Sabés tocar el piano?
—No. Era de un dealer que yo tenía, y que también arre­glaba pianos. Me lo dejó acá porque no tenía dónde ponerlo. Cada tanto venía él y tocaba. Y un día se murió. Se llamaba El Colo.
Empezó a tomar cocaína en 1983, un año después de haber iniciado la serie Nadie olvida nada, y siguió tomando, en forma sostenida y creciente, hasta 1987. Cuatro años de consumo impiadoso, entre los 22 y los 26: los años en los que Kuitca se hizo Kuitca.
—Estar en el taller, tomar, pintar, tenía algo que no pa­saba de otro modo. La serie de Siete últimas canciones la hice com­pletamente drogado. Había algo en la cocaína que no era lo que te dejaba hacer, sino lo que no te dejaba. Los estados de bajón eran horribles y te daban una sensibilidad tremenda. Ahora veo esos cuadros y están llenos de un desgarramiento enorme. Y detrás de ese desgarramiento está el bajón de merca. La cocaína no servía para nada, excepto cuando no estaba. Me iba a una casa en las afueras, a pintar, y le pedía a tal que me mandara un libro y aden­tro del libro venía la merca. O si no tomaba anfetaminas. Picaba anfetaminas en el mate. Me estaba empezando a ocupar de eso: compraba cápsulas, ponía la anfetamina ahí. La muestra de Siete últimas canciones fue un hit total. Después de eso me tenía que ir a España. Llegué, hice dos o tres intentos de probar heroína y vomité como una bestia. Y largué todo. No volví a tomar nunca. Creo que la cocaína tenía esa especificidad: pintar. Me hacía una raya, ponía a los Rollings, corría y pintaba, eufórico, y lo que quedaba en el cuadro era una imagen depresiva y bajoneada. Los cuadros de Tres días y Tres noches fueron pintados en ese estado.
Los cuadros de Tres días y Tres noches: parejas unidas en cópulas secas, una bruma lechosa sobre todo. El rastro violento de la felicidad cuando se acaba.
—Seguramente era lo que duraban esos días. Tres días y tres noches.
Afirmado en el respaldo de la silla, el rostro de quien dice esto también pasó: yo fui también el hombre que hizo eso.
—Aguantaba hasta que me caía.

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Sonia Becce conoció a Guillermo Kuitca cuando Guiller­mo Kuitca era ya un artista formado, conocedor autodidacta de la pintura y del cine. Eso quiere decir que Guillermo Kuitca tenía catorce años. Desde entonces, Sonia es su mano derecha, su ami­ga, su asistente, la curadora de algunas de sus muestras.
—Era tan joven y sabía tanto y todo lo había aprendido por su cuenta. Un día lo estaba viendo pintar. Hizo así, un solo mazo, un zapato rojo de taco rojo. Y ya estaba. Y tuvo una elegancia para hacer eso. Todo tan precioso, tan precioso. Y quedó tan bien y era lo que le faltaba. Cuando se hizo el homenaje a la muer­te de Van Gogh él fue a Holanda, a participar, y me acuerdo que bajé en el aeropuerto y estaba la postal que había hecho él, en me­dio de los artistas más famosos del mundo. Y cuando vi eso lloré mucho. Él es una persona encantadora, generosa. Claro que de recatado y de santo, nada. Hubo una época, sobre todo en los ochenta, que íbamos a bailar cuatro veces por semana. Caíamos en lugares complicados. Recorrimos todo Río buscando un disfraz de cura para él, y uno de monja para mí, para ir disfrazados a la inau­guración de una muestra suya. Eran años... desaforados.
—Fui un desaforado —dirá Kuitca después—. Puedo serlo todavía. Pero ahora la temeridad está puesta en los cuadros. No en la vida cotidiana. Creo que es el lugar donde ser valiente tiene sentido.

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Rut Kuitca tiene tres hijos, un marido, es licenciada en educación. Aquí, en el living de su casa, tiene un par de cuadros de su hermano, un enorme mueble repleto de retratos de familia, gran televisor.
—Jugábamos a recortar del diario los avisos de ventas de departamentos, donde salían las plantas dibujadas. Las recortábamos, las pegábamos en hojas y jugábamos a la inmobiliaria. Él siempre estaba dibujando, mamarracheando. Siempre fue generoso con nosotros. Cada vez que necesitamos, estuvo. Yo casi no voy a la casa. Es muy reservado. Me imagino que debe llevar una vida social activa. Una sola vez le pregunté si no tenía ganas de tener una pareja, de casarse. Y me dijo que para él sería un caos. Muchas veces mi mamá me toca el tema a mí: «¿Por qué será que no tiene pareja?» Y le digo «Tendrá otros intereses».

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Una vez a la semana o cada veinte días, Guillermo Kuitca cena con un grupo de amigos: cinco o seis cineastas, artistas, galeristas a los que conoce desde hace muchos años. A esas cenas las llaman Copas y el grupo de las Copas es un grupo ritual: se reúne regularmente, nadie puede irse antes de la una de la mañana y hacia el final, Kuitca y un amigo cantan a dúo la misma canción —«Voyage, voyage»— imitando uno a Mercedes Sosa, el otro a una mujer llamada Nacha Guevara. Y así fue y así es y así será mientras se pueda.
Porque Kuitca es puntual. Kuitca no se toma vacaciones excepto una semana de tiempo compartido en Punta del Este en baja temporada. Kuitca no tiene caprichos culinarios: Kuitca come lo que le ponen delante. Kuitca alquiló, durante quince años, el mismo departamento en Nueva York, y tiene los mismos asistentes —Jorge, Mariana— desde 1989. Kuitca no tiene electrodomésticos caros ni muebles de estilo ni auto lujoso: Kuitca tiene un Peugeot que compró después de dos años de pensarlo mucho y los únicos objetos caros de su casa son sus propios cuadros. Kuitca almuerza todos los sábados con sus padres y le gusta mirar televi­sión (y eso incluye realities y programas de chimentos), no va a fiestas ni a muestras y come, siempre, a la una de la tarde.
Kuitca pintó cuadros de ambientes ominosos, y después pintó plantas de departamentos y después planos de ciudades y después mapas y después cintas transportadoras de equipaje y co­ronas de espinas y plantas de teatro y —ahora— abstracciones.
En su pintura, Kuitca hizo, del cambio, una extraña forma de fe.
Pero, en todo lo demás, Kuitca no cambia.
En todo lo demás, Kuitca permanece.

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Horacio Dabbah es empresario textil, dueño de una gale­ría de arte —Dabbah-Torrejón— y amigo de Kuitca desde hace veinticinco años.
—Yo lo adoro. Tiene como una melancolía, una especie de tristeza alegre. ¿Te contó que fue a Disney cuando tenía treinta años? Es como un chico. Cuando se mudó a la casa de Belgrano no tenía idea de dónde comprar sábanas, toallas. Él no tiene una vida burguesa, no tiene idea de esas cosas. Con los objetos tiene una relación muy distante, como con el dinero. En las Copas paga muchas veces él. Es muy generoso con sus amigos. Cuando uno conoce mucho a alguien, ve su obra y ya sabe qué le pasa. Y yo vi su retrospectiva en Miami y vi toda la serie de Nadie olvida nada junta y... me aterra esa serie. Me produjo mucho dolor.

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En febrero de 2003, cuando un cuadro suyo (La consagración de la primavera, 1983) compartía espacio en el Museo Nacional de Bellas Artes junto a los de los pintores más importantes del siglo xx en la Argentina y cuando su obra de los mapas pintados sobre pe­queñas camas había sido comprada por la Tate de Londres, el Museo Reina Sofía, en Madrid, organizó una muestra retrospectiva: Guillermo Kuitca, Obras, 1982-2002. Un video muestra aquellos días: Kuitca en las salas todavía desnudas, parado frente a enormes cajas de madera, viendo cómo su obra, dispersa por el mundo, llegaba hasta él. Pocos meses más tarde la misma muestra desembarcaba en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA) y miles de personas se amontonaban para ver el regreso del pródigo. Así, después de diecisiete años de ausencia sin haberse ido, Kuitca volvió a exponer en su país y supo —por primera vez— cómo era aquello de salir de una muestra propia y no irse a dormir a un hotel.

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—La muestra del MALBA fue maravillosa, pero me que­dé sin lo que más me gusta, que es el contacto con artistas locales. Por algún motivo la muestra llegó como una especie de ovni, y yo no pude estar rodeado de colegas que me dijeran lo que les parecía mi trabajo. Me gustaría hacer una muestra acá, alguna vez, que no llegue como si llegara el circo de Moscú.
En el primer piso de la casa, en una biblioteca enorme, mezclados con libros de Sebald, Carver, Deleuze, Stevenson, Salinger, hay objetos, algunos identificables: entradas a recitales, fotos de Don Chicho, casetes despanzurrados. Abajo suena el teléfono, una y otra, y otra vez. La voz de Daniela pregunta de parte de quién, y dice no, no está. Kuitca, sentado en el primer piso, se ríe. Con esa risa —un poco amarga— que —quizás—- quiere decir no me hagan caso.
—Esta casa parece la KGB. Viene poca gente. A mis vie­jos les digo que salgo mucho. Sería cruel decirles que me quedé mirando televisión y hacerles entender, además, que lo pasé bien. Acá mis viejos vienen poco. Y cuando vienen, son una máquina de decir boludeces. Mi viejo dice siempre lo mismo: «Uh, qué trabajo». O «A mí me gustaban las camitas». No entienden nada, y la verdad no puedo creer que no entiendan nada.
A metros, algunas de las pequeñas camas sobre las que pintó mapas y, bajo una ventana, sobre un zócalo, un cuadro ín­fimo: la camita amarilla. En los años ochenta, durante las muestras en la galería de Julia Lublin, uno de los cuadros de la serie Nadie olvida nada —este cuadro— desapareció.
—Un día me llama un tipo y me dice «Yo tengo la cami­ta amarilla. Si querés te lo devuelvo porque me dijeron que sos un buen tipo». Vino con la camita amarilla envuelta en papel de diario. Cuando lo desenvolví vi que tenía una mancha de tuco. Y le dije «Che, comiste arriba del cuadro». Y me puteó. Era un arqui­tecto que estaba muy loco. Se llevó el cuadro porque se había enojado con las dueñas de la galería.
—¿Y cuánto vale ese cuadro?
—Un montón de plata. Pero ya ves dónde está. Mi obra está más protegida en las manos de otro que en mis manos. En mi casa no son objetos de culto. Son cuadros, nada más.
Un día de tantos la casa quedará sola. En el estudio, en el taller, en las habitaciones: nadie. En los baños, en el pequeño cuarto donde se amontonan cuadros, en la cocina y en la biblio­teca: nadie. La camita amarilla estará arriba. Sola.
Arriba y sola, y la puerta de la calle con la llave puesta.

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Jaime Kuitca tiene ochenta años y está sentado frente al escritorio de su estudio, en la casa de la Recoleta.
—Siempre supo que quería ser pintor. Y nosotros pensamos que si él hubiera querido ser abogado o médico le hubiéramos fi­nanciado la carrera, así que había que hacer lo mismo con esto. Pero una vez tuve que ir a retirar un cheque en el Bank of America, luando vi un cheque de 5.000 dólares a nombre de mi hijo quedé impresionado. Empezaba a ver resultados económicos mucho más rápido de lo que pensábamos. Y esas cifras empezaron a transfor­marse en rutina y a crecer, a ser muy diferentes. Yo le llevo la con­tabilidad, y un día no sé qué comentario hizo mi señora, acerca de cuidar el dinero. Y yo le dije «Mary, él hizo en un año lo que nosotros no hicimos en toda la vida. Así que callémonos». Lo que a uno le gustaría es verlo en una estructura familiar. Yo me imagino que su vida debe ser socialmente muy activa, que debe salir bastante. Porque es feo comer solo. Pero no sé. Se habrá casado con la pintura. Pero cuando pienso que... bueno, que va a estar en los mu­seos del mundo, y por ahí uno no va a poder ver...
Jaime Kuitca titubea. Se humedece.
—Perdóneme. Es un gran hijo.

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Desde 2003, Kuitca hizo muestras en Cartagena, Nueva York, Zúrich, París. En 2003, además, montó en el Teatro Colón la escenografía de El holandés errante. En 2007 su muestra Stage Fright se vio en la Gallery Met, del MET de Nueva York. Ese mismo año fue invitado a la 52 Bienal de Venecia donde compartió espacio en el pabellón central con Sophie Calle, Sol Lewitt, Félix González Torres y, en vez de llevar su obra de siempre, llevó cuatro enormes pinturas abstractas. «No hace falta decir que fue un momento alto en su carrera —dice desde Nueva York Angela Westwater, de Sperone Westwater, su galería desde hace 15 años que también maneja a artistas como Bruce Nauman y Richard Tuttle y vende obra de Andy Warhol y De Chirico—. Y, en vez de ir a lo seguro, Guillermo decidió presentar cuatro pinturas muy dramáticas, de gran escala, de estilo cubista».
En las subastas de arte contemporáneo la obra de Kuitca aparece, hoy, junto a la de Basquiat o la de Félix González Torres y puede alcanzar —dicen quienes saben— precios de 400.000 dólares.

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En un cuarto rojo, en la última planta de la casa, hay un sofá, un proyector, películas, una heladera para vinos tintos de­senchufada que guarda geles descongestivos. En la habitación de Kuitca, contigua al cuarto rojo, hay zapatos amontonados jun­to al colchón que está en el piso. Entre el colchón y el vestidor hay una cinta de correr sobre la que se acumulan bolsas vacías, pilas, toallas. La cinta tiene ropa colgada en las manijas. Es viernes, de mañana. Hay sol, las ventanas están abiertas y la casa parece la casa de alguien que acaba de mudarse o la casa de alguien que está a punto de irse de allí.
—Nunca me imaginé casado, ni viviendo con nadie. Cree que probablemente nunca tenga una pareja estable y viva rodeado de la gente con la que trabajo, mis amigos, los perros. Y creo que acepto eso con cierta... resignación. Me gusta mucho estar solo y soy muy inestable. Tuve novias cuando era más joven. Tuve una novia por un tiempo más largo con quien pensé que en algún momento iba a tener una vida en común, pero me parecía que no era muy honesto seguir una relación con una mujer cuando yo tenía más bien otra inclinación sexual. A veces pienso que no en­contré a la persona. Y a veces pienso que no quiero algo muy dis­tinto a lo que tengo.
Un día, cuando sea de noche, cuando llegue a la cocina y abra la heladera y encuentre la tarta de pollo que le gusta y descu­bra que tiene el crucigrama del diario todavía sin hacer. Un día, cuando se siente solo en la isla negra de la cocina y cene solo haciendo el crucigrama, sentirá crecer dentro del cuerpo un brote de felicidad. Un brote de felicidad perfecta. Y se preguntará si es bueno que la felicidad sea así. Que la felicidad pueda ser eso.

* * *

Formas de recorrer un museo. Encontrarse con Guillermo Knitca una noche lluviosa en el MALBA. Dejar los abrigos en el guardarropas. Subir una escalera mecánica hasta la planta alta, Caminar. Detenerse, aquí y allá. Escucharlo hablar con cariño de Frida Kahlo. Con horror de Pettoruti. Sentarse frente a una pantalla y ver un video en el que un hombre altísimo y varias ovejas giran en torno a un mástil. Deliberar acerca de si la oveja es la misma o si son varias. Quedarse mucho rato. Volver a caminar. Hablar de televisión: de realities de televisión, de programas que venden objetos absurdos a altas horas de la madrugada por televisión. Caminar. Detenerse. Escucharlo decir, frente al cuadro de alguien que no suele hacer cosas horribles, «Esto es horrible». Escucharlo, después, decir «Una vez el New York Times dijo que en una muestra mía en Nueva York había cosas really awful. Y yo pensé que mi carrera se había terminado ahí». Bajar las escaleras mecánicas. Entrar al bar del museo. Elegir una mesa junto a la pared de vidrio porque llueve: para que no deje de llover. Sentarse. Pedir un té. Hablar de psicoanálisis. Hablar de la posibilidad de abandonar el psicoanálisis. Hablar de la posibilidad de conseguir un psicoanalista que haya estudiado por correspondencia o que haga terapias de vidas pasadas o que trabaje como panelista de programas de televisión. Escucharlo decir «Entregarle la mente a un tránsfuga. Qué lindo».
Dejar correr el tiempo. Después reír. Después pagar. Y des­pués irse.
Un hombre sin hogar, tratando desesperadamente de vol­ver a alguna parte.

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Itinerario. LIbro de Poesía. De: Gilberto Aranguren Peraza

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En nuestro día a día, perdemos de vista las cosas sencillas de la vida, el autor Gilberto Aranguren, a través del género poético, construye imágenes que conforman la interioridad de su mundo, le da importancia a cada aspecto de su vida y elige con cuidado aquello que le parece valioso y que pueda marcar totalmente la diferencia, él sabe que hay un mundo en su interior invisible para los demás y que cada evento exterior representa una ventana a su interior, ¡sus poemas son su reflejo!

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LOS RUIDOS DE LA CASA es una mirada íntima de los sonidos detectados por el espíritu como residencia suprema de los sentidos, en especial del sentido auditivo, el cual se afina para escuchar los sonidos que están dentro y que asoman el vínculo entre lo estético y la intangibilidad del alma. Las imágenes estremecidas por los ruidos se manifiestan y se van haciendo parte del cuerpo consolidando y convirtiendo la casa estremecida con los sonidos de Dios, en un canto donde el amor deja al dedo enredado en los hilos del mantel. Las imágenes del ruido, la casa, los fantasmas, la cama, la puerta, son un todo, son uno en la vida del espíritu del autor. “En mi casa hay miles de jarrones un perro llorón por las noches una sonrisa pegada en la pared izquierda una almohada en el salón de nieve y un cuarto de estrellas lleno de grillos.”